51

El teléfono de Andrea me manda directo al buzón...

... Otra vez.

Suspiro, al tiempo que miro con impaciencia hacia todos lados, en busca de la cara de una chica que no sé si recuerdo del todo.

Andrea renunció a su trabajo esta semana. O, al menos, eso fue lo que me dijeron cuando llegué a este lugar hace más de media hora.

Tuve que esperar mucho tiempo para que alguien que de verdad supiera algo de Andrea se dignara a hablar conmigo. Fue la supervisora de turno quien me comentó que, justo el día que pasé al pent-house, Andrea había renunciado.

Por eso estaba en casa cuando llegaste. Ya había renunciado. No salió temprano.

El corazón se me hunde ante la idea de que pudo habérmelo dicho, pero prefirió no hacerlo.

Me habría encantado inspirarle la confianza suficiente como para que quisiera contármelo.

Suspiro, al tiempo que vuelvo a mirar alrededor.

No sé si esto vaya a servir de algo, pero tenía que intentarlo. No podía irme de aquí sin pedir hablar con su amiga, Karla. Sin intentar preguntarle a ella si sabe algo de ella —tomando en cuenta que Liendre dijo que estaba considerando la posibilidad de compartir los gastos con ella.

Un rostro familiar aparece en mi campo de visión, pero no es hasta que la veo avanzando hacia mí que sé que es la chica a la que busco.

Apago el cigarrillo que encendí y lo tiro en un contenedor de basura antes de encaminarme hacia Karla para encontrarla a medio camino.

Me saluda con un gesto de cabeza.

—Te ahorro las cortesías —dice, al tiempo que se abraza a sí misma—: Yo tampoco sé nada de ella. Ni siquiera me dijo que renunciaría. Simplemente, vino, renunció y se fue sin decir nada. Traté de llamarla, pero su línea ha estado muerta desde el miércoles. Fui al lugar donde viven y el portero dijo que acababa de mudarse.

El corazón me da un vuelco cuando recuerdo el extraño gesto de José Luis y su pregunta sobre Andrea.

Él sabía que se había marchado.

—Dijo que viviría contigo. —Trato de mantenerme en el aquí y el ahora.

Sacude la cabeza en una negativa.

—Conmigo no está. —Suspira—. Es como si se la hubiera tragado la tierra.

Aprieto la mandíbula.

Génesis tampoco sabe nada de ella. Acabo de llamarle a Dante para pedirle hablar con su esposa.

Ahora hay una pareja angustiada en el otro lado del mundo porque tampoco tienen idea de a dónde pudo haber ido a Andrea. Génesis dice que es imposible que haya ido a casa de sus padres, dada la relación tan fracturada que tienen.

Mencionó algo acerca de su amigo, Sergio, pero ella no lo conoce mucho.

—¿No sabes de alguien que pudiera saber algo sobre su paradero? —inquiero, en dirección a Karla.

Ella sacude la cabeza en una negativa, pero la resolución de algo parece asaltarla de pronto y sus ojos se abren como platos.

—¡Ana!

Frunzo el ceño.

—Ana, la de recursos humanos, es novia del mejor amigo de Andrea. —Entorna los ojos, como quien trata de acordarse de algo—. Sergio, creo que así se llama.

¡Bingo!

—¿Crees que puedas contactarla?

Asiente.

—Salió a almorzar, pero seguro regresa en una media hora. Puedo investigar si ella sabe algo.

—O su novio, quizás —sugiero, al tiempo que tomo una tarjeta de presentación de mi cartera, escribo mi teléfono personal en ella y se la doy—. ¿Crees que puedas darle esto? Dile que necesito hablar con Sergio, independientemente de lo que te diga.

—De acuerdo.

—Y guarda mi teléfono tú también. —Odio lo mandón que sueno, pero la chica asiente en acuerdo—. Si sabes algo de Andrea, por favor, llámame de inmediato.

—Lo mismo digo —dice ella, apuntando mi teléfono en su agenda antes de llamarme para hacer timbrar mi número antes de colgar.

Ahora podré registrarla.

—No tengas duda de ello —aseguro, al tiempo que miro el reloj. Debo pasar a la oficina a hacer un par de llamadas. Necesito que alguno de los amigos de mi padre investigue si hay reportes de alguna chica con sus características encontrada herida en algún lugar o algo por el estilo.

La sola idea me pone la carne de gallina, pero trato de empujarla lo más lejos que puedo.

—Debo seguir buscando —digo—. Gracias por tu ayuda, Karla.

—No hay de qué, Bruno. —Sonríe, y duda unos segundos antes de decir—: Me alegra que te hayas dado cuenta.

—¿De qué?

—De que es fabulosa.

Su declaración solo hace que el corazón se me estruje.

—Ojalá que no sea demasiado tarde —digo, en respuesta—. Debo irme.

Y, sin esperar una palabra más, me encamino hasta la avenida mientras ordeno un Uber.


***


Cuando voy camino a casa de Sergio, lo hago en mi auto.

Ahora que he pasado a la oficina, lo he recogido del estacionamiento —donde lo dejé el jueves por la mañana, antes de salir al aeropuerto— y voy en camino a encontrarme con el tipo en cuestión.

No sé cómo me siento al respecto —además de ansioso—. Esta tarde —un par de horas más tarde de haber hablado con Karla—, la novia de Sergio, Ana, me envió un mensaje de texto diciéndome que él también quería hablar conmigo.

Cuando me dijo que tendría que esperar hasta las ocho de la noche —que es cuando se desocupa y llega a casa del trabajo— casi me pongo a gritar de la frustración.

Con todo y eso, tuve que aguantarme y esperar toda la tarde —en la oficina, haciendo llamadas para movilizar la búsqueda de Andrea— a que llegara la hora de alistarme para ver al sujeto en cuestión.

Hace media hora recibí la ubicación de su residencia, así que ahora me encuentro a unas calles, listo para buscar un lugar donde aparcar.

Cinco minutos más tarde me encuentro buscando el número que marca la dirección en el GPS y el nerviosismo incrementa cuando lo localizo.

Me encamino hasta la puerta y llamo.

Es una casa pequeña —diminuta, diría yo—, en una colonia tranquila. De alguna manera, puedo asociar la imagen que tengo de Sergio con este lugar.

La puerta se abre y poso la atención en la figura que me recibe.

Ojos castaños, cabello a los hombros y piel morena me dan de lleno y, de inmediato, asumo que es Ana.

—Buenas noches —digo, pese a que quiero ahorrarme las cortesías y preguntar por Andrea de una maldita vez.

—Bruno, ¿cierto? —La chica me saluda con una sonrisa amable, pero con gesto defensivo. Como si alguien le hubiese dicho algo sobre mí con antelación y no hubiese sido bueno.

Extiendo mi mano para saludarla apropiadamente.

—Mucho gusto —digo, asintiendo—. Tú debes ser Ana.

Su sonrisa se vuelve un poco menos recelosa.

—Así es. Un placer. —Se aparta de la entrada para dejarme pasar—. Pasa. Sergio no debe tardar. Llegó directo a la ducha. —Hace una mueca cargada de disculpa—. Siéntate, por favor. ¿Te ofrezco algo de beber?

Parpadeo un par de veces, incapaz de decidir a qué, de todo lo que ha dicho, debo responder primero.

—Estoy bien así. Gracias —digo, optando por responder a lo último, mientras me instalo en uno de los sillones de la diminuta sala de estar.

Ana se adentra en la cocina al fondo de la estancia, mientras me pregunta si me costó trabajo dar con el domicilio. La conversación, pese a ser trivial, no es incómoda, cosa que me saca de balance. No suelo sentirme cómodo con desconocidos a la primera de cambios.

—Buenas noches. —La voz masculina proveniente del pasillo hace que vuelque la atención hasta ese lugar justo a tiempo para encontrarme de frente con Sergio. Me pongo de pie para extenderle una mano y hace lo propio mientras murmuro un saludo.

Ana vuelve a la estancia con tres vasos llenos de agua de frutas y nos instalamos en la sala luego de eso.

—Realmente no quiero quitarles mucho tiempo —digo, después de las trivialidades con Sergio—. Y tampoco quiero incomodarlos ni importunarlos, pero la verdad es que estoy preocupado por Andrea.

—¿Qué hay con ella? —Sergio inquiere, entornando los ojos en mi dirección, al tiempo que me mira con algo similar al... ¿desprecio?

—Compartimos el apartamento, como ya lo sabes —digo—. El asunto es que hace unos días salí de la ciudad por trabajo y, cuando regresé hoy en la mañana, ella no estaba. Sus cosas tampoco —continúo—. La llamé, pero su teléfono está muerto. Fui a buscarla a su trabajo, pero me dijeron que había renunciado, y su amiga, Génesis, tampoco sabe nada de ella. Estoy, de verdad, desesperado, y tenía la esperanza de que tú... —Me detengo para corregirme e incluir a Ana en la declaración—: De que ustedes supieran algo.

Sergio me mira largo y tendido.

—¿Y por qué habría de decirte algo de ella en caso de que lo supiera? —inquiere, con veneno, al cabo de un rato—. No te importa. Nunca te importó. De haberlo hecho, le habrías dado eso que sabías que debías darle. —Sus palabras calan hondo y encienden un sentimiento doloroso y asfixiante—. No mereces saber nada sobre ella. No te la mereces. Tampoco los sentimientos que te tiene.

—Lo sé —digo, al tiempo que asiento—. Sé que no la merezco, y que tampoco merezco lo que siente por mí. Sé que lo eché a perder, pero... —Me falta el aliento, pero me obligo a seguir—. Pero la amo... —Se me quiebra la voz, el corazón se me acelera y tengo los sentidos embotados—. Y necesito decírselo o voy a enloquecer.

Sergio me mira fijo durante un largo momento antes de asentir.

—De acuerdo —dice—. Te lo voy a contar todo.

Entonces, empieza a hablar.





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