50
La chica a mi lado acaba de preguntarme algo, pero no le he puesto atención. Tiene alrededor de dos minutos parloteando acerca de cosas que no me interesan, pero no tiene caso que se lo diga. De todos modos, no va a escucharme.
Levanto la mano para llamar la atención del barman y, sin importarme que la chica esté hablando conmigo, le pido la cuenta.
La mujer a mi lado enmudece en el instante en el que me escucha.
—¿No vas a invitarme un trago? —dice, medio incrédula; medio irritada.
—No —replico, lacónico y glacial, al tiempo que me pongo de pie—. Llevo prisa
Le echo un vistazo por el rabillo del ojo solo para encontrarme con un gesto indignado y furioso.
—Eres un imbécil —dice, entre dientes y hago como que no la he escuchado mientras dejo un billete que cubre mi trago y la propina.
Luego, me echo a andar en dirección al lobby del hotel.
Bajar a tomarme una copa no fue la mejor de las decisiones, pero era eso o quedarme en la habitación pensando en Andrea. Y no es que no haya pensado en ella de camino al bar, o mientras el bar tender me preguntaba qué iba a tomar y recordé cómo se bebe el tequila —con agua mineral y refresco—; o mientras veía a la pareja que reía y se besaba al fondo de la vacía estancia...
Pero cualquier cosa era mejor que estar ahí encerrado, con la tortura como única compañía y un autocontrol nulo a la hora de reprimirme. Si me quedaba iba a llamarla. A herirla de nuevo con esperanzas y expectativas que no sé si pueda cumplir.
Llamo al elevador que me llevará al piso donde mi habitación se encuentra y espero.
Cuando las puertas se abren frente a mí, la imagen de mi padre, vestido con ropa casual, me encuentra de lleno y me congelo donde estoy.
Él también luce sorprendido. Está claro que no esperaba encontrarme aquí.
—Creí que estabas dormido —dice—. Mañana el vuelo sale muy temprano.
—Fui por un trago al bar —respondo, al tiempo que me aparto para dejarlo salir.
—Justo iba a allá por uno. ¿Quieres acompañarme?
Dudo. No quiero ir con él, pero tampoco quiero ser grosero o que crea que es algo personal.
Aprieto la mandíbula y quiero maldecir mi incapacidad de decir no últimamente. Es como si me hubiese ablandado. Como si esa parte de mí que se negaba a ceder hubiese sido debilitada hasta sus cimientos.
—De acuerdo —mascullo, al tiempo que lo sigo de vuelta por el lobby.
Mi padre parlotea acerca del juicio de esta mañana. De lo bien que fue y de lo contento que está con el resultado, porque eso quiere decir que ahora tendremos un cliente más aquí en Monterrey.
Trato de comprometerme en la conversación, pero no lo consigo del todo. Mi mente todavía está en Guadalajara, en un pent-house en una zona exclusiva de la ciudad, cerca de una chica de cabello largo, sonrisa inocente y piernas de muerte.
Cuando me doy cuenta, ya nos hemos instalado en la barra, cerca de la salida.
Mi padre pide un whisky y yo tequila con agua mineral y bebemos en silencio hasta que, de vez en cuando, mi padre parlotea respecto a algo trivial.
Cuando habla de la hora a la que tendremos que levantarnos mañana para abordar el avión de regreso, hago una mueca de desagrado.
No quiero volver al hostal, pero tampoco puedo volver al pent-house a incomodar a Andrea.
—Dije «volver a casa» y te cambió el semblante. —Fernando Ranieri observa, divertido y sé que la mueca incómoda me regresa a la cara.
—Es que tengo que mudarme regresando a Guadalajara —mascullo, al tiempo que me bebo el resto del tequila de un trago.
Silencio.
—¿Y eso por qué? Tu hermana dijo que todavía faltaban dos meses para que puedan empezar a pintar las paredes de tu departamento.
Lo miro, horrorizado.
—Mi hermana te ha hablado más a ti de mi departamento que a mí mismo.
Es su turno de hacer una mueca.
—Dice que no quiere comentarte cuánto más va a tardar porque sabe que te dará «un ataque o algo». —Con las manos, hace un par de comillas—. Palabras suyas. Literales.
Una risotada corta e irritada me abandona, al tiempo que sacudo la cabeza en una negativa. Tania me conoce tan bien, que ni siquiera puedo enojarme con ella por no haberme dicho nada de esto antes.
Mi papá termina su trago también y pide otro. Cuando me preguntan a mí qué quiero, declino la oferta de seguir bebiendo y me quedo aquí, en el banquillo alto, junto al hombre al que aborrecí durante mucho tiempo.
—¿Qué está pasando, Bruno? —inquiere, cuando el barman le deja otro whisky—. Primero me llamas pidiéndome un caso fuera de la ciudad y ahora me dices que te mudas.
Tomo una inspiración profunda antes de dejarla ir en un suspiro largo.
—Es... complicado.
—Imagino que involucra a una mujer.
Lo miro.
—¿Cómo lo sabes?
—No es difícil de adivinar. Tienes esa mirada.
—¿Esa mirada? ¿Qué demonios se supone que significa eso? —digo, medio divertido, medio irritado por la manera en la que me habla; como si fuese un maldito adolescente.
Bebe de su trago.
—La mirada de la desdicha. Del despecho. Del desamor. Esa expresión patética y lastimera que llevas arrastrando desde que salimos de Guadalajara.
Lo miro con cara de pocos amigos.
—Pues prefiero traer esta expresión patética y lastimera por una mujer, a no sentir remordimiento alguno cuando le rompo el corazón a dos. —No sé qué me sucede, pero no puedo detener las palabras que me abandonan. No puedo parar el veneno. Los filos ásperos y punzantes.
Silencio.
Estoy a punto de ponerme de pie, cuando lo escucho hablar:
—Amaba a tu madre. —Me congelo en mi lugar—. Desde el momento en el que la conocí supe que sería mi fin.
—Acabaste con ella.
Me mira a los ojos.
—Lo sé. —Su rostro se contorsiona en una mueca torturada—. Y no sabes cuánto me arrepiento. Cuánto me aborrezco por haberlo hecho.
Tengo un nudo en la garganta y, de pronto, una extraña sensación me ha empezado a llenar los músculos. Está a medio camino entre la impotencia y la ira.
—¿Por qué te aborreces? —digo, con un hilo de voz—. ¿Por haberla enamorado estando casado? ¿Por haber tenido dos hijos con ella a base de mentiras? ¿Por haberle jurado una y otra vez que dejarías a tu mujer para estar con ella? ¿O por no haberla dejado hacer su vida con alguien más solo por el capricho de tenerla?
—Porque nunca tuve el valor de dejarlo todo por ella —espeta—. Porque soy un cobarde de mierda que no tuvo el coraje de dejar a su esposa por la mujer que amaba, y un egoísta de mierda que no fue capaz de dejar ir al amor de su vida para que ella encontrara a alguien que pudiese amarla como se merecía.
Sus palabras me asfixian. Me llenan el cuerpo de un dolor extraño y consistente. De un enojo que no comprendo y de una lástima intensa e insoportable.
—¿Y se supone que debo sentir lástima por ti? ¿Pobrecito de ti que jugaste con los sentimientos de dos mujeres?
—Bruno, sé que no soy un buen hombre. Que le fallé a tu madre muchas veces y que les fallé a ti y a tu hermana en incontables ocasiones. También le fallé a Aurora y a Julián. —Niega con la cabeza—. Fui un cobarde de mierda, incapaz de hacerse responsable de sus sentimientos y sus acciones, y tomó decisiones fáciles sin pensar en las consecuencias... —Hace una pequeña pausa—. Pero, ¿eso que estás haciendo? No está bien.
Estoy a punto de replicar con un comentario mordaz, pero no me deja siquiera empezar:
—¿Crees que no me doy cuenta de que vas por ahí, tratando desesperadamente de no ser como yo? Pero te tengo una noticia, Bruno: eres, exactamente, como yo.
La ira corre a través de mi torrente a toda velocidad y aprieto los puños.
—Huyendo de lo que sientes. Siendo un cobarde de mierda, sin comprometerte con nadie.
—¿Sin comprometerme con nadie? Le estoy haciendo un favor alejándome de ella —escupo, incapaz de contener las emociones apabullantes que me embargan—. Contrario a ti, yo no estoy dispuesto a hacerle daño a nadie solo para llenar mis putos vacíos.
No le doy tiempo de decir nada más y me pongo de pie para salir del bar.
Tengo la respiración agitada para cuando me subo al ascensor y sigo temblando para cuando me encierro en mi habitación.
Mi teléfono suena y contemplo la posibilidad de lanzarlo por el balcón sin mirar quién llama, pero decido que estoy demasiado enojado ahora y que no estoy pensando claro; es por eso que, haciendo acopio de una paciencia que no siento, lo tomo entre los dedos.
Es un Facetime de Dante.
Esta vez, no reprimo la palabrota que se me forma en la punta de la lengua y la dejo ir. Las ganas de lanzar el maldito aparato regresan, pero las contengo y me obligo a responder.
El rostro de mi amigo aparece delante de mis ojos y tiene una sonrisa en los labios, pero el gesto no toca sus ojos.
—¿Cómo estás, Ranieri? —Me saluda, y de inmediato sé que algo está ocurriendo. No es su habitual tono de voz. Ese hablar despreocupado que siempre mantiene conmigo.
Me lleva el diablo. ¿Y ahora, qué?
—Bien —digo, lacónico, pero amable—. ¿Tú qué tal, Barrueco?
Esta vez, la sonrisa en su rostro es más honesta.
—Bien, también —replica, para luego suspirar—. Escucha, sé que no es de mi incumbencia, pero me llamaron de la recepción del edificio anoche antes de dormir y preguntaron si sabía si los inquilinos iban a regresar. ¿Sabes algo de eso?
Cierro los ojos con fuerza.
—Escucha, Dante... Con todo lo que ha pasado, olvidé decírtelo. —Hago una pequeña pausa—. Ya no estoy viviendo en el pent-house. Desde hace una semana.
—¿Por qué? ¿Dónde estás quedándote? —Sacude la cabeza, pero el entendimiento parece llegar a él mucho antes de que pueda responderle nada, ya que pronuncia—: ¿Ocurrió algo con Andrea?
Suspiro, al tiempo que salgo al balcón de la habitación para tomar algo de aire fresco.
Hace frío, pero no el suficiente como para hacerme entrar una vez más.
—Dante, lo arruiné, ¿de acuerdo? —admito, cuando me siento sobre una de las sillas de exterior dispuestas en el pequeño espacio.
—¿Qué has arruinado?
—Lo mío con Andrea.
—Pero creí que decías que no era nada. Solo algo... exclusivo. —dice, con las cejas alzadas, pero hay un brillo extraño en sus ojos. Un gesto sabiondo que solo consigue irritarme.
—No estás escuchándome. El punto aquí es que se terminó, ¿de acuerdo? Se acabó y estoy tomando distancia, para no lastimarla.
—Bruno, por el amor de Dios, ¿no crees que estás exagerando? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Estás seguro de que no tiene remedio? ¿Has hablado con Andrea?
Cierro los ojos un segundo.
—Dante, no quiero ser grosero contigo, pero en realidad no estoy diciéndote esto para hablar acerca de mi relación con Andrea. Lo hago para explicarte el motivo por el cual José Luis te ha llamado preguntándote por mí.
—Bruno, no seas así. Sabes que puedes hablar conmigo. Contarme lo que pasa.
—Pero no quiero hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque no, Dante. Entiéndelo. No tengo nada qué discutir contigo respecto a Andrea.
—¿Por qué? ¿Por que todavía te aterra admitir que tienes sentimientos por ella?
Me río, pero el sonido es áspero y amargo.
—¿De qué te ríes? —continúa, pese a que sabe que está llevándome al límite de mi paciencia—. Nunca había dicho nada más en serio, Bruno. Te aterra admitir que Andrea te gusta.
—Yo no tengo miedo de admitir que Andrea me gusta —replico, con decisión—. El problema es que no lo hace. —Dante bufa, dispuesto a interrumpirme, pero no se lo permito, ya que sigo hablando—: No me gusta en lo absoluto. Me gusta mi carro. Mi departamento. La corbata que usé esta mañana... Lo que yo siento por esa condenada mujer no se le compara a eso. A gustar. Por eso es que me alejo de ella. Porque no quiero hacerle daño. Porque ya se lo hice una vez y no quiero repetirlo.
—Bruno, ¿escuchas lo ridículo que suenas? ¡Estás enamorado! ¡Enamorado, grandísimo gilipollas! ¿Cómo cojones planeas renunciar a eso, así como así?
—El día de mi cumpleaños follé con otra mujer. —Suelto sin tacto—. Rebeca.
—Mierda, Bruno...
—Había discutido con Andrea. No estábamos en buenos términos y me puse una borrachera. No me acuerdo ni de la mitad de lo que hice, pero Rebeca fue al pent-house a decírselo a ella. A decirle que estuvimos juntos esa noche.
—Joder...
Asiento, porque su gesto refleja la impotencia que siento ahora mismo.
—Lo peor de todo es que no me acuerdo de casi nada. No tengo la certeza de que haya ocurrido algo entre nosotros, pero también sé que algo pasó porque ella estuvo en el pent-house. Lo recuerdo. —Sacudo la cabeza en una negativa—. Entonces, todo está jodido, porque las cosas no pueden ser así. No puedo emborracharme y buscar a cualquier mujer para vengarme. ¿Entiendes? No puedo hacerle eso a Andrea.
Dante frunce el ceño.
—¿Revisaste las cámaras de seguridad? —inquiere y alzo las cejas con incredulidad.
Durante un segundo, la indignación me invade la sangre solo porque su pregunta no ha tenido nada que ver con lo mío con Andrea; pero, luego, lo que ha dicho enciende una idea en mi cabeza.
—¿Hay cámaras de seguridad?
—No en todo el pent-house, claro que no; pero hay una en el vestíbulo, una en el pasillo y dos en la terraza. Quizás no puedes ver qué ocurrió, pero puedas darte cuenta de cuánto tiempo estuvo esa mujer en el pent-house. No lo sé...
—¿La del pasillo graba sonido?
—Sí. Me parece que sí.
—¿Crees que pueda tener acceso a los videos de esa noche?
—Claro. Si los quieres, ahora mismo los puedo buscar para enviártelos. ¿Qué pretendes hacer con ellos?
—Escucharlos. Sobre todo, el del pasillo. Quiero escuchar si...
—Si pasó algo con Rebeca esa noche. —Dante termina y asiento.
—¿Y qué va a pasar si descubres que pasó algo?
Suspiro.
—No lo sé... —admito—. Pero al menos tendré la certeza de algo y no solo... vacío.
Es su turno de asentir.
—¿Y si descubres que no pasó nada?
Lo miro, incapaz de pronunciar eso que muero por decir.
Trago duro y él sonríe.
—No me lo creo —dice, y suena extasiado—. Bruno Ranieri enamorado.
—Vete a la mierda.
—¡Y de su acosadora de la adolescencia, nada menos!
—Voy a colgarte —advierto.
—¿Vas a decirle?
—¿El qué?
—Lo que sientes.
—Ella sabe que siento algo por ella —digo, avergonzado.
—Tú lo has dicho. Sabe que sientes algo por ella... ¿Pero sabe que estás enamorado?
Lo miro con cara de pocos amigos, pero la sola idea de decirlo en voz alta me asusta más de lo que me gustaría.
—Primero debo descubrir qué pasó esa noche. —Desvío el rumbo de la conversación—. Después de eso, hablaré con Andrea.
—Ni se te ocurra dejarla ir sin luchar, Bruno. —Mi amigo advierte—. Ya mismo busco los videos para mandártelos.
***
Son las diez y media de la mañana cuando el taxi se detiene frente al edificio donde el pent-house de Dante se encuentra.
No quiero estar aquí. No todavía, pero el miércoles hice la maleta con tanta prisa, que solo tomé lo necesario para un viaje de dos días. Es un hecho que tenía que regresar por algo de ropa.
Lo único que me consuela es que, a estas horas, Andrea se encuentra trabajando, así que es imposible que me la encuentre aquí. De todos modos, estar en este lugar sin saber todavía qué ocurrió realmente esa noche, me pone de nervios.
Dante no me ha enviado los videos y estoy empezando a desesperarme. Sé que dijo que tomaría más tiempo del estimado porque tenía que comunicarse con la compañía de seguridad para recuperar las claves de acceso a los archivos en la nube —y eso sería hasta esta mañana, por la diferencia horaria—, pero de todos modos no puedo evitar sentirme ansioso e impaciente.
José Luis está en la recepción cuando entro por la puerta principal y su mirada se ilumina con sorpresa y alegría.
—¡Joven Ranieri! ¡Qué gusto verlo! Creí que ya no volvería a verlo —dice, cuando estoy lo suficientemente cerca como para escucharlo, y sonrío a regañadientes.
—Buenos días, José Luis —digo, amable—. Es bueno verte también.
—¿La señorita viene con usted?
Una punzada me atraviesa el pecho de lado a lado, pero sacudo la cabeza en una negativa.
—Solo yo.
—Ella no regresa, entonces.
—No. No todavía, supongo —digo, un tanto extrañado por la congoja que veo en su gesto, pero no dejo que eso me entretenga más—. Tengo que irme, José Luis. Solo vine a recoger algo antes de ir a la oficina.
El hombre de la recepción asiente.
—Que le vaya bien —dice, y me despido con un gesto amable antes de encaminarme hasta el ascensor.
Es la primera vez que entro al vestíbulo del pent-house con la mirada en el techo. Estoy tratando de encontrar la cámara que se encuentra aquí. Cuando no logro localizarla, avanzo hasta el pasillo. Esa es más fácil de encontrar —pese a que es discreta y diminuta—. Está cerca de la habitación principal y suelto una plegaria silenciosa para que las grabaciones me hagan recordar algo más que retazos sueltos y sensaciones desagradables.
La habitación está a oscuras, con las cortinas cerradas, así que debo encender la luz.
Algo se siente equivocado, pero no estoy seguro de qué es. Como si alguien hubiese movido un mueble o algo por el estilo; pero, a simple vista, todo está en su lugar.
Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que abro la maleta vacía. Hice una parada a la lavandería para dejar la ropa que llevaba, así que ahora puedo meter cosas en su interior con libertad.
Me adentro en el vestidor y me congelo en seco.
Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies y me quedo quieto, tratando de procesar lo que veo.
Algunas puertas del armario —todas esas que contenían y guardaban las pertenencias de Andrea— están abiertas de par en par, revelando el interior vacío.
El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, pero me obligo a adentrarme en la estancia. Con pasos dubitativos, me acerco a las puertas cerradas para abrirlas. En el interior solo están mis cosas. Las manos me tiemblan, pero me obligo a avanzar a la isla con cajones al centro de todo para abrirlos.
Todos aquellos que contenían la ropa de Andrea están vacíos.
No.
Estoy acuclillado en el suelo y me pongo de pie.
—¿Te fuiste? —inquiero a la nada.
Mi teléfono suena, pero sigo contemplando el armario donde toda la ropa de Andrea se encontraba, como si eso fuese a traer las prendas de regreso.
Tienes que ir a buscarla.
—¿Pero a dónde? —me pregunto a mí mismo y sacudo la cabeza antes de que la resolución me asalte.
Su trabajo.
El teléfono sigue sonando cuando me encamino hacia el ascensor y, cuando se detiene, vuelve a timbrar.
Respondo:
—¿Qué? —Ni siquiera me he molestado en ver el número que me llama.
—Bruno, encontré algo en los videos. —La voz de Dante me llena los oídos y lo que dice hace que toda mi atención se pose en él—. Tardé porque me tomé el atrevimiento de ver yo mismo los metrajes que necesitas. También mandé cortarlos y amplificar el sonido, para que fuera más fácil de escuchar lo que ocurre, y...
—Al grano, Dante. —Lo corto de tajo—. ¿Follé con ella?
Juro que es el silencio más largo que he experimentado en la vida.
—No, Bruno. Por supuesto que no lo hiciste.
Sus palabras son como un bálsamo para el ardor que siento en el pecho. Una bocanada de aire después de haber pasado mucho tiempo debajo del agua.
—Esa hija de... —Maldigo, cuando pienso en Rebeca viniendo aquí a decirle a Andrea una mentira de ese tamaño.
—Te estoy enviando los videos, para que los escuches por ti mismo.
—Gracias —digo, con un hilo de voz, mientras salgo del edificio mirando hacia todos lados en busca de un taxi—. Tengo que colgar, Dante. Estoy en algo importante.
—¿No vas a llamar a Andrea?
Una sonrisa irritada se desliza en mis labios y sacudo la cabeza.
—Voy a buscarla, imbécil.
Una carcajada resuena del otro lado del teléfono.
—Ve —responde—. Suerte, gilipollas.
Entonces, colgamos y yo detengo al primer taxi que veo.
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