49

Me detengo en seco cuando la veo.

Ahí, entre mis cosas, se encuentra la remera de Bruno. Esa con el logo del disco más icónico de una banda a la cual no le recuerdo el nombre.

Todavía puedo recordar la reacción que tuvo la primera vez que me la vio puesta. La forma en la que me miró de pies a cabeza e, inexpresivo, dijo que se vería aún mejor si no llevara las bragas puestas.

Aún puedo visualizarme avanzando hacia la silla del escritorio en el estudio para sentarme a horcajadas sobre él.

Recuerdo sus dedos cálidos en mi nuca. La fuerza de sus brazos atrayéndome con suavidad para besarme. Mi cabello cayendo como cortina sobre nuestros rostros y mis dedos trabajando en los botones superiores de su camisa.

Un nudo me aprieta la garganta cuando me recuerdo con esa misma prenda, acurrucada entre sus brazos, a punto de quedarme dormida.

Trago duro para deshacerme de la sensación de asfixia que me embarga y aparto la remera con cuidado. Un suspiro entrecortado me abandona y tengo que recordarme una vez más que no puedo buscarlo. Que él decidió tomar distancia y que debo respetarlo.

Además, ¿qué caso tiene?

Cierro los ojos.

Trato de empujar a Bruno lejos de mi mente, como he hecho todos los días desde que se fue.

Hace exactamente una semana.

Aprieto la mandíbula porque no puedo creer que esté haciéndome esto a mí misma. Debería estar preocupada por el juicio de mañana. Debería estar hostigando al abogado en lugar de estar aquí, guardando mis cosas, pensando en Bruno.

Suspiro.

De nuevo, me quedo inmóvil en mi lugar contemplando las pilas ordenadas de ropa que he hecho. No debería estar empacando. Ni siquiera debería estar esperando a Sergio para darle instrucciones en caso de que lo peor ocurra; y de todos modos estoy aquí, metiendo mis pocas pertenencias en cajas, porque a estas alturas del partido tengo que reconocer que voy a ir a la cárcel.

No tengo la menor duda de ello. Ahora lo único que le pido al cielo es que la sentencia sea benevolente y no tenga que pasar el resto de mis días en una prisión de alta seguridad.

Las ganas de llorar regresan y la impotencia me forma un nudo en el estómago. Quiero vomitar, pero me las arreglo para mantener la cena dentro.

El abogado no ha dejado de ser optimista los últimos días que nos hemos visto para ultimar los detalles del juicio, pero no puedo mantener el mismo espíritu que él; así que he pasado los últimos días arreglando detalles para el caso más extremo de mi sentencia, mientras escucho por horas a un hombre al que, claramente, le da igual si gana o pierde este caso.

De nuevo, el pánico creciente que he estado manteniendo a raya desde hace una semana sube como el oleaje del mar y me asfixia.

El sonido de las puertas del ascensor me alerta. Hace que todo pensamiento fatalista se esfume y el pánico se vaya. Hace que todo sea remplazado por la confusión.

Durante unos instantes, no comprendo qué está pasando hasta que, sin más, cae sobre mí como balde de agua helada.

Solo hay una persona en toda la ciudad que tiene una llave de acceso a este lugar: Bruno.

Mierda.

El corazón se me acelera en un abrir y cerrar de ojos, y el primer impulso que tengo es el de salir a encontrarlo. A verlo.

Muero por verlo.

Me quedo quieta. Me digo a mí misma que no puedo salir corriendo a buscarlo. No sin que crea que soy una chica sin dignidad. Además, todavía no sé cómo me siento respecto a todo el asunto con Rebeca, y he tenido tan poco tiempo te darle vueltas, que todavía no sé qué pensar. Qué sentir. Qué creer...

Con todo y eso, no puedo evitar la reacción que tiene mi cuerpo ante la idea de Bruno Ranieri en este lugar luego de tanto.

Me tiemblan las manos. Es casi ridículo el efecto que este hombre tiene en mí, pero no puedo evitarlo. Bruno es capaz de llevarme a los extremos de mis emociones.

Trato de respirar profundo un par de veces para tranquilizarme, pero no lo consigo. El nerviosismo es incontenible.

El pulso me golpea contra las orejas, la sangre me zumba en el torrente sanguíneo y me quedo quieta, casi sin respirar, tratando de escuchar algo.

Silencio.

Nada sucede durante una eternidad hasta que, de pronto, lo oigo.

Son pasos.

—¿Andrea?

El sonido de su voz es como una descarga eléctrica a mis sentidos. Como la más horrible de las torturas y la más suave de las caricias. Como un golpe en el estómago y un grito eufórico. Todo al mismo tiempo.

La puerta del vestidor se abre y me congelo un instante antes de volcar la atención hacia la entrada.

La sangre se me agolpa en los pies, el corazón se salta un latido y aprieto la mandíbula cuando los ojos de Bruno encuentran los míos.

Lleva un saco azul que nunca le había visto —supongo que es nuevo—, pero se ha deshecho de la corbata y de los botones superiores de la camisa. Lleva el cabello hecho un desastre y no se ha afeitado en varios días.

Está guapísimo —como siempre—. Inalcanzable.

—Hola... —dice, en voz baja y suave—. Pensé que no estabas. Lo lamento.

Y normalmente, no estaría aquí. Los miércoles a esta hora siempre estoy en el trabajo... Excepto, que ya no tengo trabajo. Esta mañana presenté mi renuncia porque, independientemente de lo que ocurra en ese juicio, no pienso volver a ese lugar.

No tuve el valor de despedirme de Karla. No podía. ¿Qué iba a decirle?

«Oye, Karla, fíjate que renuncié y no voy a volver. Es que estoy en juicio por fraude fiscal y no sé si voy a ir a la cárcel mañana, así que preferí renunciar».

Por supuesto que no.

Por eso preferí irme así. Si salgo bien librada de todo esto, la llamaré y me inventaré algo. Si no... Bueno... trato de no pensar mucho en eso.

Parpadeo un par de veces. La angustia se me sube a la garganta y quiero gritarle al hombre que tengo enfrente que necesito que me abrace. Así él no quiera hacerlo.

—Hola... —Apenas puedo hablar—. Salí temprano. No pasa nada.

Asiente, y luego le echa un vistazo al montón de ropa que tengo en el suelo.

—¿Limpieza de armario?

De pronto, soy consciente de que estoy sentada en el suelo y me siento cohibida.

—Algo así —mascullo, al tiempo que miro alrededor.

Se aclara la garganta.

—Escucha... No estaré aquí mucho tiempo —dice—. Es solo que tengo que tomar algo de ropa. Mañana salgo de la ciudad y no tuve oportunidad de ir a la lavandería.

Sacudo la cabeza, al tiempo que frunzo el ceño.

—No tienes que darme explicaciones, Bruno. —Arranco las palabras de mi boca—. Sabes que puedes venir cuando te plazca.

No responde. Solo me mira fijo durante unos instantes.

—¿Estás comiendo bien? —La pregunta me saca de balance porque, en realidad, apenas he podido alimentarme en estos días. Y no es que no quiera hacerlo, es que es imposible tragar bocado alguno cuando se está tan angustiada como lo he estado últimamente.

Hay veces en las que estoy tan absorta que, cuando me doy cuenta, he pasado el día entero sin echarme nada a la boca.

—Sí. —Miento.

Su boca se cierra en una línea dura e inconforme.

No me cree.

—Andrea...

—¿Dónde estás quedándote? —Lo interrumpo, para desviar el lugar hacia el que se dirige nuestra conversación.

Me mira unos instantes, como si no estuviese seguro de si quiere o no dejar pasar el asunto de la comida.

—En un hostal cerca de la oficina —responde, al final—. La semana que viene alquilaré una habitación en un hotel de larga estancia o algo por el estilo. Entonces vendré por mis cosas.

Asiento, pero he notado que me ha mentido. Su departamento no está listo todavía si está quedándose en un hostal y luego piensa alquilar una habitación de hotel.

Ya lo sabía. Era obvio que se iba de aquí para evitarme y lo entiendo. Lo entiendo... pero eso no impide que el nudo que siento en la garganta sea insoportable.

De cualquier modo, decido que no voy a confrontarlo. En su lugar, voy a tratar de convencerlo de que se quede aquí, porque, de todos modos, es muy probable que yo no pueda volver.

—De hecho... de eso quería hablarte —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa temblorosa—. ¿Recuerdas a Karla, mi amiga del trabajo? Resulta que su casero le subió el precio del alquiler y me preguntó si quería compartir gastos con ella. —Casi me sorprende la naturalidad con la que las mentiras me salen de la boca—. Así que no es necesario que te vayas.

Silencio.

—Andrea, no digas estupideces. Quédate aquí. No necesitas compartir los gastos con nadie cuando aquí todo está cubierto.

Me muerdo el interior de la mejilla.

—Bruno, por favor, no te vayas. Yo...

Ni siquiera me permite terminar, ya que ha comenzado a avanzar hasta el armario para sacar un puñado de perchas.

—Bruno... —digo, al tiempo que me pongo de pie y lo sigo hasta la salida del vestidor.

Sobre la cama, hay una maleta abierta y vacía, y él empieza a llenarla de prendas, arrugándolas y amontonándolas sin orden alguno.

—Andrea, ni siquiera quiero escucharte. No vas a irte de aquí. Fin de la discusión.

—Soy perfectamente capaz de ver por mí.

—Nadie dice lo contrario. Solo digo que es una decisión estúpida el irte de aquí.

Aprieto la mandíbula.

Sé que tiene razón. Nadie en su sano juicio renunciaría a un lugar en el que no paga ni un centavo de alquiler si no fuese necesario de verdad. Era obvio que Bruno no iba a comprarse el cuento tan fácil. Que no iba a dejarse convencer por la idea de mí, viviendo con una amiga.

Es en ese momento que decido que debo utilizar todos los recursos posibles para igualar las cosas entre nosotros. Para que ceda un poco.

—¿Y qué me dices de ti? Te fuiste a pagar un hostal y alquilarás una habitación de hotel. Es obvio que tu apartamento no está listo. Solo te fuiste para... —Me detengo en seco, porque lo siguiente que voy a decir es doloroso y me hiere en muchos aspectos. De cualquier modo, haciendo acopio de toda mi dignidad, mantengo el mentón alzado cuando pronuncio—: Para evitarme. —Trago duro y parpadeo un par de veces—. Y lo entiendo. Claro que lo hago. Pero el hecho de que te hayas marchado, no quiere decir que yo quiero quedarme aquí.

De pronto, las palabras me abandonan a borbotones:

—¿Cómo querría? —inquiero, y el corazón se me estruja con violencia debido a todas las emociones que me saturan los sentidos—. Aquí todo me recuerda a ti. Aquí todo es... —Cierro los ojos, para ahuyentar las lágrimas que amenazan con impedirme continuar.

—Andrea...

—No, Bruno. Es tu turno de escucharme... —digo, en apenas un hilo, al tiempo que abro los ojos para encararlo.

Está ahí, de pie junto a la cama con los brazos lánguidos a los costados, con la maleta abierta, la ropa amontonada sobre ella y toda la atención fija en mí.

«Podemos arreglarlo», quiero decir, pero ¿cómo hacerlo?

Mañana tengo un juicio legal, por el amor de Dios. ¿Cómo le digo que podemos arreglarlo si no sé si tendremos el tiempo para hacerlo?

Me trago el nudo que siento en la garganta.

Vamos, Andrea. Díselo todo. Quizás él pueda ayudarte. Arreglarlo todo de verdad.

El aliento me falta y me trago la ansiedad que ha empezado a crepitar en mi interior.

—Podemos arreglarlo. —Apenas puedo hablar y el gesto de Bruno se llena de una tortura que no comprendo.

—Andrea, tengo recuerdos de las manos de Rebeca sobre mi polla —dice, crudo y cruel, y la sensación que me embarga es tan desgarradora que estoy convencida de que voy a partirme en trozos diminutos.

Ninguno de los dos dice nada. Solo nos quedamos en silencio hasta que sus palabras se asientan entre nosotros. Es solo hasta entonces, que concluye en voz baja:

—Ni siquiera yo he podido perdonármelo. ¿Cómo espero que lo hagas tú?

Trago duro, para tratar de deshacerme del nudo que me impide hablar, pero el torbellino en mi interior no puede asentarse. No puede lidiar con la idea de Bruno compartiendo intimidad con esa mujer.

No digo nada. Estoy paralizada por los sentimientos que me destrozan de adentro hacia afuera y me quedo aquí, al centro de la estancia, tratando de arrancar fuera de mí las palabras que sé que quiere escuchar, pero que no sé si puedo cumplir.

No quiero decir que no importa, porque no es así. Porque importa. Y duele. Como nunca nada antes había dolido.

Una sonrisa triste tira de una de las comisuras de sus labios y el corazón se me rompe en mil pedazos.

—¿Lo ves?

Me muerdo el interior de la mejilla, al tiempo que trato de contener las lágrimas que amenazan con abandonarme.

Parpadeo unas cuantas veces más, pero es inevitable que un par se deslicen por mis mejillas. Rápido, las limpio con las puntas de los dedos, por debajo de los anteojos.

Él traga duro.

Acto seguido, se vuelve a terminar con la maleta.

Cuando lo hace, la baja de la cama y la lleva a cuestas. Sigo sin moverme de donde me encuentro, así que tiene que pasar a mi lado cuando va en dirección a la salida de la habitación. Se detiene cuando lo hace. Giro el rostro, para mirarlo y nuestros ojos se encuentran.

Duda un segundo. Entonces, envuelve sus dedos cálidos alrededor de mi nuca para tirar de mí en su dirección. El beso cálido y dulce en mi frente hace que una avalancha de emociones caiga sobre mí y me quedo sin aliento.

Cierro los ojos un segundo.

Se aparta de mí y, sin decir una palabra más, sale de la habitación.

Instantes más tarde, escucho las puertas del ascensor abriéndose y cerrándose y, cuando lo hacen, dejo de contenerlo y dejo escapar las lágrimas desesperadas que amenazaban con abandonarme.

Lloro unos segundos.

No puedes hacerte esto. Tienes que pensar en lo que es importante ahora. Tienes que recomponerte. Me digo a mí misma, pero me tomo unos minutos más antes de intentar recuperar el control.

Cuando lo hago, me aseguro de llevarme fuera del sistema toda la humedad de las lágrimas y vuelvo hacia el vestidor.

Sergio no debe tardar en llegar.


***


—¿Lista para mañana? —Sé que trata de sonar despreocupado y juguetón, pero el comentario de mi amigo solo consigue que la tensión incremente considerablemente.

Una sonrisa forzada se desliza en mis labios y me muerdo el labio inferior para no hacer un comentario fatalista.

—Algo así... —mascullo, al tiempo que le hago una seña en dirección a la habitación—. ¿Me acompañas?

—Andrea, estoy halagado, pero tengo novia, ¿recuerdas?

Ruego los ojos al cielo. Esta vez, la sonrisa en mis labios es honesta.

—Te odio, ¿lo sabías? —replico, al tiempo que avanzamos por el espacioso pasillo del pent-house.

—Lo sé. Me lo dices todo el tiempo —bromea y le dedico una mirada cargada de irritación.

Cuando llegamos a la habitación principal, se detiene en seco y contempla la pila de cajas acomodadas que he dejado en una pared.

Me aclaro la garganta.

—En esas cajas están todas mis pertenencias —digo, sin preámbulo alguno—. Si algo sucede...

—Andrea...

—Es solo un caso hipotético, Sergio. Tengo que estar preparada para todos los escenarios.

—Andrea, si algo sucede, busco a un abogado competente, le cuento todo a tu familia y entre todos resolvemos esto. Como debimos hacerlo desde el inicio —refuta.

El horror que me embarga al escucharlo hablar, hace que la ansiedad que había mantenido a raya se potencialice.

—No —digo, tajante—. No puedes decírselo a mis papás, Sergio. ¿Entiendes?

—¿Entonces, qué tal a tu amiga la millonaria?

—Perdiste la cabeza, ¿no es así?

—¡Eres tú la que perdió la cabeza, Andrea! ¡Mañana es tu juicio y tus padres no lo saben! —estalla, mirándome como si no pudiese comprenderme. Como si no supiera la clase de hombre que es mi padre y las condiciones que pondría para ayudarme.

Sé que no me lo diría. Que no me pediría nada directamente, pero, de alguna manera, haría que me sintiera con el compromiso de retribuírselo de alguna forma. De hacer lo que a él le pareciera prudente en agradecimiento.

Cierro los ojos.

—Sergio...

—¡Sergio y una mierda! —Sacude la cabeza en una negativa incrédula—. Estás viviendo bajo el mismo techo que un imbécil que, si bien no es mi persona favorita, es un buen abogado y trabaja para un buen despacho. ¡Estabas teniendo algo con él, por el amor de Dios! ¡¿Por qué diablos nunca le dijiste nada?!

Es mi turno de negar con la cabeza.

—¿Estás escuchándote? —espeto de vuelta—. ¡Por supuesto que no iba a decirle nada a mis padres al respecto! ¡Sabes la clase de persona que es mi padre! ¡Y claro que no iba a decirle nada a Bruno Ranieri! ¡Por el amor de Dios! ¿Te imaginas lo denigrante que hubiera sido? Me habría sentido como una cualquiera, como alguien sin dignidad que paga con sexo por que alguien como él le haga un favor.

Sergio no dice nada más. Se limita a mirarme fijamente durante un largo rato.

—Andrea, déjame buscarte un buen abogado. Por lo que más quieras...

Cierro los ojos.

—Sergio, es tarde para buscar otro abogado.

—Pero...

—No puedo hacer esto. —Lo corto de tajo, con la voz rota por las emociones—. No puedo perder el tiempo pensando en cosas que podemos hacer después, porque mañana tengo un juicio y tengo que estar preparada para todo. Lo lamento mucho, Sergio, pero no es para eso para lo que te pedí que vinieras. Y entiendo si no quieres ayudarme luego de esto, pero...

—Cierra la boca. —Me interrumpe—. Por supuesto que quiero ayudarte. Y voy a hacerlo. Aunque no esté de acuerdo con las decisiones que estás tomando.

Lágrimas nuevas me inundan la mirada y me envuelve en un abrazo amable y confortable.

—¿Qué es lo que necesitas? —inquiere, cuando dejo de llorar y me enjugo las lágrimas antes de empezar.

—Si... —Me aclaro la garganta—. Si el veredicto no llegase a ser... bueno. —Suspiro—. Necesito que vengas por mis cosas y las saques de aquí.

—De acuerdo.

—¿Podrías guardármelas un tiempo?

—Andrea...

—Sé que tienes que hacer algo con ellas, pero no quiero que se las lleves a mis padres. Espera un par de semanas.

Suspira.

—Andrea, van a saberlo. Tengo que decírselos.

—Lo sé. —Asiento—. Solo... No lo hagas de inmediato.

—Cuanto más tiempo esperemos, más difícil será sacarte de ahí.

Cierro los ojos con fuerza.

—En caso de que la sentencia no sea favorable, vas a buscar a un abogado que reevalúe el caso y te diga, con certeza, si puede o no hacer algo por mí. Y solo hasta que tengas la respuesta de ese abogado, vas a decírselo todo a mi familia. ¿De acuerdo?

Silencio.

—De acuerdo.

Dejo ir el aire que no sabía que contenía.

—Todo va a salir bien, Andrea. —Trata de animarme, pero ambos sabemos que no es así. Que lo peor va a ocurrir mañana y ninguno de los dos podrá evitarlo.

—Eso espero —digo, pese a que tengo la certeza de que no será así y él me atrae de nuevo en un abrazo cálido y dulce.

—Vamos a solucionarlo todo. Te lo prometo.


***


El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas y un zumbido aterrador se ha apoderado de mis oídos.

Con todo y eso, no dejo de avanzar. No dejo de caminar en estos zapatos altos que me lastiman del empeine, pero que me dan una seguridad que no sabía que necesitaba.

Llevo un pantalón de vestir entallado y la camisa de botones que solía utilizar en todas mis entrevistas de trabajo. El cabello lacio me cae sobre los hombros y, con todo y el disfraz que he decidido ponerme para esta mañana, sigo sintiéndome insegura. Aterrada de lo que está a punto de ocurrir.

A lo lejos, puedo ver al licenciado Guzmán, vestido en un traje café que no le favorece en lo absoluto y no puedo dejar de preguntarme si estará aunque sea un poco nervioso.

—Todo va a salir bien. —Sergio, a mi lado, trata de sonar conciliador.

—Sí, Andy. Estamos contigo. —Ana, su novia, reafirma y trato de esbozar una sonrisa.

—Buenos días, señorita Roldán. —Me saluda el abogado—. ¿Lista?

Asiento, porque no confío en mi voz para hablar.

—Bien —responde, satisfecho—. Solo queda esperar a que nos llamen. —Me sonríe—. No se preocupe, señorita Roldán. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos.

Lo miro, aterrada, pero no replico nada en retorno. No puedo hacerlo. No cuando tengo este horrible presentimiento. Esta sensación apabullante que me provoca el tener la certeza de que algo muy —muy— malo está a punto de ocurrir.





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