48
El humo sale de mis labios en una exhalación. En un suspiro que me llena el sistema de nicotina y me nubla los sentidos por unos instantes. El aire helado me alborota el cabello y recargo el peso de mi cuerpo en los antebrazos, sobre la barandilla de la terraza del pent-house.
El vértigo inmediato que siento al mirar hacia abajo, pero ni siquiera eso logra distraerme de la vorágine en la que se han convertido mis pensamientos.
Todavía me tiemblan las manos, pero no sé si es debido a la angustia y la impotencia, o al frío que se cuela a través del delgado material de la camisa que llevo puesta.
Le doy otra calada al cigarrillo y contengo el humo unos segundos antes de dejarlo ir.
Reprimo una palabrota y me llevo las manos a la cara para frotarla con insistencia.
El tabaco aún se sostiene débilmente entre mis dedos, pero ya no me apetece terminarlo, así que lo apago en el cenicero que traje conmigo desde el estudio y lo dejo sobre la mesa baja junto a los camastros.
Entonces, me encamino hacia el interior de la residencia.
Las luces de todo el lugar están apagadas, justo como las dejé antes de salir a la terraza y me encamino hacia el despacho con aire ausente. Una vez dentro, me tumbo sobre el sillón y cierro los ojos.
De nuevo, lo primero que me viene a la mente es Andrea. El ataque de pánico que tuvo. La angustia apabullante que sentí al no saber cómo ayudarla.
Me cubro el rostro con un cojín, como si eso fuese a eliminar la imagen que tengo de ella llorando desconsolada y reprimo un gruñido.
Me siento miserable. Como una basura. Andrea no merece esto. No necesita a alguien como yo en su vida. Merece tranquilidad. Estabilidad. Que sean como es ella con el mundo: transparente. Blanca. Dulce...
... Y si vuelvo a verla como esta noche, voy a volverme loco.
Todo esto es tu culpa.
—Lo sé —digo, en voz baja, y estoy convencido de que ya he perdido la cabeza por completo.
No debí ilusionarme. No debí creer que podía tener algo decente por primera vez en la vida sin que el destino me gritara en la cara que mi camino es estar solo.
Me aparto el cojín de la cara y clavo la vista en el techo de la estancia.
Todavía puedo recordarme a mí mismo, llevando a Andrea a cuestas hasta la cama cuando me percaté de que se había quedado dormida entre mis brazos. Todavía puedo verme a mí mismo depositándola con cuidado entre los edredones. Arropándola.
Un sonido —mitad gruñido, mitad quejido— me abandona y me incorporo de golpe.
No puedo hacer esto. No puedo someterla a este nivel de estrés porque no es saludable. Porque, si lo que voy a provocarle es eso, prefiero no estar cerca de ella. Para no hacerle daño.
Tomo el teléfono entre los dedos. No es tan tarde, pero se siente como si fuese de madrugada.
Busco el número de mi padre. Llamo.
—Bruno, hola. —La voz de mi padre suena temerosa. Extrañada. Y, luego de unos segundos, inquiere—. ¿Está todo bien?
—Sí. —Mi propia voz suena ronca, pero eso no impide que continúe—: Perdona la hora.
—Está bien. ¿Ocurre algo?
—Quería saber si tienes algo fuera de la ciudad.
—¿Un caso, quieres decir? —dice, confundido y asiento en un monosílabo antes de que el silencio le siga a mi declaración. Al cabo de unos instantes, pronuncia—: Ahora mismo me vendría bien una mano en un caso que estoy llevando yo mismo. La semana que viene es el juicio en Monterrey.
Es mi turno de guardar silencio.
Claro que quiero algo que me saque de la ciudad, para así no tener que someter a Andrea a mi presencia en este lugar —al menos, hasta que encuentre algún lugar para alquilar y dejarle el pent-house—, pero viajar a Monterrey con mi padre es... demasiado.
Me froto la frente, en un gesto contrariado, al tiempo que evalúo mis opciones. La verdad es que ninguna parece ideal, pero me digo que cualquier cosa es mejor que poner a Andrea en el predicamento de tener que aguantarme aquí, así que, decidido, respondo:
—Estoy dentro.
—Bruno, ¿qué sucede? —Mi padre insiste y dejo escapar el aire en un suspiro largo.
—Nada de lo que debas preocuparte —digo, porque es verdad. Lo mío con Andrea no le compete a nadie que no seamos nosotros—. Lo prometo.
Es su turno de suspirar.
—Sabes que puedes contar conmigo, ¿no es así? Para lo que sea que necesites.
Sus palabras me revuelven el pecho con emociones nuevas y enmudezco unos instantes.
—Gracias, papá —digo, con la voz ronca.
—Lo digo en serio, Bruno.
—Lo sé. Gracias —digo, amable, y el guarda silencio unos instantes.
Algo extraño se asienta entre ambos, como si, por primera vez en mucho tiempo, no existieran muros altos separándonos. Como si, por una vez en la vida, las defensas que mantenía arriba desaparecieran.
—Te envío al mail todo lo que debes saber sobre el caso. Aún estoy en la oficina. —La voz de mi padre me saca del ensimismamiento y me aparto el teléfono de la oreja para ver la hora. Faltan pocos minutos para las once.
Una sensación incómoda me llena el pecho.
—Ve a descansar —digo, en voz baja—. Mañana me la envías.
—Tarde. Seguro ya la tienes en tu correo. Revísala hasta mañana y descansa.
—Gracias —digo—. Tú también ve a casa.
—Justo estoy apagando todo. —Me asegura y asiento, pese a que no puede verme—. Nos vemos mañana, hijo.
—Hasta mañana —respondo, sin saber por qué tengo un nudo en la garganta y, después, colgamos.
Me recuesto sobre el sillón y pongo la alarma temprano.
Esto es lo mejor. Me digo a mí mismo cierro los ojos para intentar dormir.
***
Cuando el sonido agudo me invade la audición abro los ojos de golpe.
Apenas puedo con la sensación de pesadez que aún me envuelve le cuerpo, pero me obligo a incorporarme. La posición incómoda en la que dormí hace que los músculos me griten cuando estiro la espalda.
Hago una mueca cuando me doy cuenta de que llevo puesto lo mismo que usaba ayer antes de salir de casa y salgo del estudio rogándole al cielo que Andrea siga dormida... o que ya se haya marchado a trabajar.
Llamo a la puerta de la habitación principal cuando llego a ella, pero nadie responde del otro lado. Con cuidado, abro la puerta. Todo sigue a oscuras.
El alivio me embarga de inmediato y me escabullo al baño para tomar un baño rápido. Me aseguro de tomar ropa del armario y una toalla antes de cerrar la puerta detrás de mí.
Entonces, abro la llave del agua caliente.
Veinte minutos después estoy fuera del cuarto de baño, vestido en un traje limpio y el cabello alborotado por la toalla que acabo de utilizar para quitar el agua fuera de él.
Decido que no tengo humor para afeitarme y solo hago algo por el aspecto de mi cabello antes de encaminarme a la salida luciendo considerablemente mejor que cuando entré.
En el instante en el que pongo un pie fuera de la estancia, me detengo en seco. El corazón me da un vuelco, pero me las arreglo para mantener el gesto inexpresivo cuando me topo de frente con Andrea saliendo del vestidor.
Ella también deja de moverse, consciente de mi presencia en este lugar, pero no dice nada. Solo me mira fijo, como si estuviese evaluando la posibilidad de huir sin conseguir que la aborde.
Aprieto la mandíbula y —haciendo caso omiso del latir inquieto de mi corazón y del ligero temblor de mis manos— me abotono los puños metódicamente, al tiempo que digo, sin mirarla:
—¿Estás mejor?
Temo que sea capaz de escuchar cuán preocupado estoy por ella. Cuánto quiero rogar que me perdone por todo.
Tarda tanto en responder, que tengo que alzar la vista para verla a la cara solo para comprobar que no se ha marchado y me ha dejado con la palabra en la boca.
Sigue ahí, sin apartar los ojos de mí, con el rostro enrojecido por la vergüenza que sé que siente.
De inmediato me arrepiento de haber preguntado, pero es que estoy tan, tan preocupado por ella...
Se moja los labios con la punta de la lengua.
—Sí. —Su voz es apenas un hilo—. Bruno, yo...
—No hace falta, Andrea —digo, tranquilizador, pero quiero hacer un millón de preguntas.
Cierra la boca con brusquedad y aprieta la mandíbula.
Un suspiro largo se me escapa de los labios.
—Andrea, lo lamento mucho. Por todo. —Arranco de mi boca, porque si no lo digo, voy a enloquecer. Sé que ayer se lo dije hasta el cansancio, pero necesito repetirlo ahora que sé que tengo toda su atención—. No necesitas esto en tu vida y me disculpo por ello.
Silencio.
—También aprovecho para decirte que mi departamento está casi listo —miento—. En una o dos semanas a más tardar me mudo por completo. Por lo pronto, hoy me llevo unas cuantas cosas cuando salga del trabajo, para pasar allá un par de noches. Quizás tengo que volver por un par de cosas más, porque tengo un juicio fuera de la ciudad la semana que viene, pero trataré de sacarlo todo de aquí lo más pronto posible. —Me obligo a mirarla a los ojos cuando pronuncio lo siguiente—: No es necesario que pases un día más sintiéndote incómoda aquí por mi culpa.
—Bruno...
—Lo sé. —La interrumpo—. Sé que tienes un corazón bueno, y que vas a decirme que no tengo que irme, pero es una decisión personal, amor. Necesito hacer esto o no voy a poder vivir conmigo.
No dice nada, solo me mira fijo y, no me atrevo a apostar —porque la luz que refleja la lámpara de noche hace que le brillen los anteojos—, pero creo que sus ojos están llenos de lágrimas sin derramar.
De nuevo, me siento miserable.
Muero por acortar la distancia que nos separa para consolarla y, al mismo tiempo, quiero alejarme de ella, para no hacerla sufrir más. Para que no llore nunca más por un «poca cosa» como yo.
Dejo escapar el aire un suspiro tembloroso y parpadeo un par de veces, para ahuyentar el escozor que siento en los ojos.
—Tengo que irme, Andrea —digo, pese a que todavía tengo tiempo de sobra y, sin esperar que diga nada, me encamino fuera de la estancia.
Antes de salir, tomo la corbata, el saco y los zapatos que dejé listos cerca de la puerta y, luego, hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.
Me entretengo unos minutos poniéndome los zapatos en la sala, pero decido que la corbata y el saco me los pondré llegando a la oficina, y llamo al ascensor.
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