47

Ahí viene de nuevo.

Es como un bucle incesante. Un ir y venir, rebotando como pelotita de pingpong de un lado para otro, sin salir de lo mismo.

Empieza conmigo, levantando el teléfono del pent-house. Le sigue la voz de Baltazar diciendo que la hermana de Bruno estaba en la recepción y, luego, recuerdo la indecisión. El no querer ser grosera y dejarla esperando allá afuera por él y, al mismo tiempo, el no saber cómo se tomará el mismo Bruno saber que me he tomado esas atribuciones.

Puedo evocar el sonido de mi voz cuando le dije algo entre las líneas de: «Que suba. Solo pasa la llave maestra y desde aquí libero el código».

Lo siguiente pasa como un borrón, porque corrí a la habitación para ponerme algo decente —necesitaba quitarme el conjunto diminuto que llevaba para sorprender a Bruno— y, lo siguiente que vi al regresar a la sala, fue a esa mujer. Rebeca.

Un escalofrío me recorre cuando revivo lo que sentí al verla aquí. Baltazar dijo que era la hermana de Bruno, pero ahí solo estaba ella, a la mitad de la estancia, mirando alrededor.

Cuando nos miramos, no dijo nada. Yo tampoco lo hice. Nos quedamos así unos instantes hasta que, finalmente, se dignó a hablar.

Todavía puedo recordar sus palabras:

Lamento haber mentido. Lo que pasa es que tenía que hablar contigo.

Le pedí que se marchara. Le dije que llamaría a la policía.

Cierro los ojos y me llevo las manos al cabello, porque recuerdo a la perfección qué fue lo siguiente que pronunció:

Está bien. Me iré. Pero antes necesito decirte algo importante. Debes saberlo. Es lo justo.

Lágrimas nuevas me invaden la mirada cuando recuerdo haber avanzado hasta el mueble en el que se encuentra el teléfono para marcar el número de emergencias.

Esto es grave, Andrea. Tienes qué escucharme. —Revivo el sonido de su voz, al tiempo que me veo a mí misma, girándome sobre mi eje para encararla.

Me extiende una hoja de papel.

¿Se acostó contigo también las últimas semanas? Si es así, debes ir a revisarte, porque si a mí me lo pegó, seguro a ti también.

Sacudo la cabeza, para tratar de deshacerme de las imágenes que le siguen a lo que dijo.

No tomé el papel. Por supuesto que no. Solo lo miré fijamente hasta que me atreví a arrastrar la vista hacia ella.

Dijo que también iría a decírselo a Nancy, la pelirroja.

Entonces, empezó a hablar. Dijo que ella sabía que lo nuestro era exclusivo, pero que de todos modos no se negó cuando Bruno la buscó todas esas veces que estuvo con ella a escondidas mías. Lloró. Me pidió disculpas por haber accedido a estar con él, aún cuando sabía que lo que teníamos era un acuerdo de dos.

Me confesó que era casada, que tenía dos hijos —Linet y Germán—, y lloró un poco más cuando dijo que su esposo acababa de dejarla por culpa de lo que pasó con Bruno.

Apenas podía respirar cuando me juró que la última vez que estuvo con él fue el día de su cumpleaños —por culpa de un desliz de su parte al aceptar la invitación de Bruno para tomarse un trago—, pero me confesó que pasaron mucho tiempo juntos durante todo el tiempo que él y yo estuvimos juntos.

Todavía puedo escucharla decirme que ella creía que solo estaba con nosotras dos, pero que, cuando se hizo sus estudios rutinarios, se dio cuenta de que le habían contagiado de algo.

A saber, a cuántas mujeres más habrá perjudicado. —Recuerdo haberle escuchado decir y quiero estrellar la cabeza para que el hilo denso de los recuerdos me deje tranquila—. Y me da muchísima pena decírtelo, pero será mejor que te revises.

De nuevo, me gana la rabia. La tristeza. Las ganas de gritar, porque no sé qué creer. Porque, pese a que sé que ha sido mezquino de parte de esa mujer el venir aquí a tratar de llenarme la cabeza de tonterías, sé que no todo han sido mentiras. Es una mujer casada. Con una familia. Y, para coronarlo todo, estuvo aquí hace dos noches.

Y también sé que no tengo derecho de sentirme como lo hago, porque Bruno no me había hecho ninguna clase de promesa antes, ni tenía nada conmigo, pero de todos modos duele. Duele la idea de imaginarlo aquí, en este lugar, compartiendo con ella lo que compartía conmigo. Imaginarlo aquí, despechado, tomándola a ella.

Me cubro los ojos con las manos y el aire se me escapa en una bocanada inestable.

Estoy temblando. Tiritando de frío porque hace rato que cerré la llave de la regadera y me quedé aquí, desnuda en el suelo de la ducha, incapaz de moverme y enfrentarlo.

Cierro los ojos. Me escuecen de tanto llorar.

Abro el grifo y el agua caliente me cae sobre la espalda y me reconforta unos segundos antes de que empiece a quemar. Cuando lo hace me pongo de pie y abro la llave del agua fría para templarla.

Me toma cinco minutos entrar en calor y salir de la ducha, pero me quedo otra eternidad en el baño, envuelta en una toalla, sin saber qué diablos hacer ahora.

No estoy lista para enfrentarlo. Para escucharlo decirme que no recuerda si estuvo o no con esa mujer. Para ver ese gesto dolido en su expresión y querer correr a borrárselo del rostro.

Al final, decido que no puedo ser así de cobarde y me obligo a avanzar hasta la puerta del baño, donde paso otra ridícula eternidad armándome de valor para abrirla.

Lo primero que encuentran mis ojos —fijos en el suelo, por si Bruno está cerca— es un par de largas piernas. De inmediato, miro hacia el dueño y el corazón se hunde en mi pecho cuando lo veo ahí, tumbado en el suelo, recargado contra la pared, con la cabeza apoyada en el marco de la puerta, los ojos cerrados y la mandíbula cerrada en un ángulo pronunciado.

Está dormido y una oleada de sentimientos me azota con violencia.

Quiero despertarlo para hacerlo ir a la cama y, al mismo tiempo, no quiero hablar con él en lo absoluto. El corazón me duele un poco más, pero decido que sigo siendo una persona decente y que voy a despertarlo.

Pero primero ponte algo de ropa. Me ordena el subconsciente y estoy de acuerdo con él. Si voy a volver a encarar a Bruno Ranieri, será en una pieza. No puede ser de otra manera.

Me encamino hasta el vestidor lo más rápido que puedo y me enfundo una remera lisa que me va grande y el short de un pijama que compré hace poco.

Me tomo unos minutos más para cepillarme el cabello y ponerme un poco de desodorante antes de tomar la ropa sucia que saqué conmigo del baño para echarla en el canasto junto a la puerta.

Mi teléfono cae sobre el cesto cuando estoy a punto de abrirlo y lo tomo para descubrir que tengo tres llamadas perdidas del licenciado Guzmán.

Frunzo el ceño mientras deposito la ropa en su lugar y echo un vistazo fuera del vestidor solo para comprobar que Bruno sigue dormido. Acto seguido, cierro la puerta detrás de mí.

Es irónico como funciona esto del destino porque, justo esta mañana, estaba decidida a hablar con Bruno —después de la cena— sobre todo el asunto legal que he venido arrastrando desde hace meses. No con el afán de pedirle ayuda, sino con la intención de que no existiera ninguna clase de secreto entre nosotros ahora que habíamos acordado que esto era una relación. Un noviazgo.

Novios.

Siento que se me va a hacer un hueco en la caja torácica debido al dolor apabullante que me invade.

Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que dejo escapar el aire en un suspiro largo.

Me aseguro de alejarme lo más posible de la puerta y, de todos modos, me introduzco en el interior de un par de puertas corredizas que cubren gran parte del clóset. Dentro, hay cosas de Bruno en las perchas. Con todo y eso, me acurruco en un rincón y cierro las puertas para amortiguar el sonido lo más posible.

Llamo al abogado.

Timbra una, dos, tres veces...

—Señorita Roldán, qué bueno que me regresa la llamada.

Me froto la frente en un gesto ansioso que él no puede ver y respondo un escueto:

—Licenciado Guzmán, espero que esté muy bien.

—Excelente. Gracias por preguntar —replica y titubea un instante antes de decir—: La llamaba para notificarle que tenemos fecha para su audiencia.

El corazón me da un vuelco.

—Francamente, debo confesar que no esperaba que el proceso fuese a avanzar tan rápido. —Suena apenado. Nervioso, incluso—. Al parecer, la defensa del Corporativo Mendoza está muy interesada en terminar con el proceso lo antes posible.

Parpadeo un par de veces, pero sigo viendo borroso.

No puedo respirar.

—¿Cree que sea posible que nos reunamos mañana para repasar el caso?

Un zumbido me invade la audición. Los ojos se me llenan de lágrimas. Estoy temblando de pies a cabeza.

—¿Señorita Roldán?

Solo puedo escuchar el golpeteo incesante del pulso acelerado detrás de mis orejas.

Me duele el pecho. Tengo las manos acalambradas y me escuece todo el cuerpo.

Sigo sin poder respirar.

El teléfono se me resbala de los dedos y el espacio en el que me encuentro se reduce. Me asfixia.

Inhalo profundo, pero el aire apenas entra en mis pulmones.

Abro las puertas y me arrastro fuera del espacio. Estoy mareada. Lágrimas ansiosas y desesperadas me abandonan y jadeo cuando trato de inspirar una vez más.

Pánico total me embarga cuando un centenar de escenarios fatalistas me invaden la cabeza y las extremidades me fallan.

Un sonido tembloroso se me escapa y jadeo con desesperación cuando decenas de puntos negros comienzan a invadirme la mirada.

Alguien dice mi nombre, pero no puedo responder. Un par de manos aparecen en mi campo de visión y tratan de llegar a mí, pero las aparto con violencia. Con todo y eso, regresan. Esta vez, son más firmes y contundentes. Tanto, que terminan inmovilizándome.

Acto seguido, unos brazos fuertes y cálidos me abrazan con fuerza. Me apretujan contra un cuerpo cálido y firme, y luchan contra mi cuerpo en total rigidez hasta que son capaces de inmovilizarlo.

Aliento caliente y agitado me golpea la oreja.

—Aquí estoy, amor —susurra una voz pastosa y temblorosa—. Te tengo. Respira conmigo.

Jadeo en busca de aire.

—Conmigo, preciosa. —El sonido me eriza los vellos de la nuca.

Escucho una inspiración contra mi oído y la imito; profunda. Por la nariz.

La exhalación en el cuello me pone la piel de gallina y trato de seguirla abriendo la boca para dejar escapar el aire.

De nuevo. Inhalamos. Exhalamos.

Inhalo.

Exhalo.

Inhalo.

Exhalo.

Me punza la cabeza. Las sienes me palpitan. Tengo los dedos acalambrados y las palmas sudorosas.

Un zumbido agudo me llena la audición, pero al fondo de todo eso, soy capaz de escucharlo. De notar las palabras dulces que son susurradas en voz baja solo para mí.

Me concentro en ellas. En su sonido más que en su significado y trato de ponerles toda mi atención. Trato de empujar lejos todo el terror y las imágenes apabullantes y catastróficas que me invaden el pensamiento y me concentro en el sonido, porque es dulce. Tranquilizador.

Cierro los dedos en el material suave de la tela que envuelve las piernas firmes y fuertes que se abren a cada lado de mi cuerpo y trato de acompasar la respiración un poco más.

El corazón sigue latiéndome a toda velocidad, el pánico es irrefrenable, pero conforme pasan los segundos —los minutos, las horas... no lo sé— soy más consciente de lo que pasa a mi alrededor. Del movimiento rítmico, cálido y suave del pecho de alguien a mis espaldas. Del aroma a perfume de hombre que me invade los sentidos.

Lágrimas gruesas y pesadas corren como ríos sobre mis mejillas y me hormiguean los dedos.

Las palabras dulces se terminaron hace un rato, y ahora solo queda el silencio y el sonido de mi respiración temblorosa y jadeante.

—Andrea, no sabes cuánto lo lamento... —Bruno susurra, a mis espaldas.

Sabía que era él. Incluso durante ese lapso de dolorosa confusión y aturdimiento, sabía que era él quien me sostenía.

—Nunca ha sido mi intención hacerte daño —dice, en un hilo tembloroso—. Lo sabes, ¿no es así?

Cierro los ojos y permito que me abrace fuerte. Que hunda la cara en mi cuello y presione los labios contra la piel de la zona.

—Te prometo una cosa... —susurra, al cabo de un largo rato, cuando estoy a punto de quedarme dormida, envuelta en el sopor que me dan sus brazos. El calor de su cuerpo y esos pequeños y dulces besos que desperdiga por todos lados—. Nunca más vas a llorar por mi culpa.

Entonces, me dejo ir.





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