45

Bruno se aparta con brusquedad para unir su frente a la mía y todo me da vueltas. Una parte de mí todavía no termina de procesar lo que acaba de decir, pero eso no le impide susurrar:

—Andrea, no quiero hacerte daño. —El sonido roto y ansioso no es otra cosa más que un reflejo de mis propios sentimientos. Del latido desbocado de mi corazón y del temblor que me invade las extremidades—. Jamás me lo perdonaría si lo hiciera. —Sacude la cabeza en una negativa—. Y odio esto. Odio el silencio. La distancia entre nosotros. Odio este pánico sin sentido que le tengo a lo que me provocas y aborrezco, por sobre todas las cosas, el no tener idea de cómo hacer... esto.

Shhh... —Le pongo un dedo sobre los labios y suelta un suspiro entrecortado que me desarma por completo—. No tienes nada de qué preocuparte, Bruno. Tampoco hay mucho que pensar. —Mi voz es apenas un susurro suave, dulce y trémulo—. Quizás tú no tienes idea de cómo hacerlo, pero yo sí.

Es una mentira. No tengo idea de cómo diablos se hace esto. Toda la vida he buscado el amor en los lugares menos saludables. A veces, por inocencia pura; otras, porque me casé con la ideología de buscar al hombre perfecto. Ese que, por fuera, ostentaba ser ejemplo de moralidad, pero que pronto descubrí que podía ser mezquino y egoísta en la oscuridad.

Creía que sería capaz de reconocer el amor cuando tocara a mi puerta, pero la realidad es que no es así. Nunca ha sido así. Así que, sí... También estoy aterrada. Asustada de lanzarme al vacío con este hombre que es capaz de moverme el universo con solo un beso; porque me descoloca tanto, que no sé qué va a ser de mí si esto no funciona. Porque estoy tan loca por él, que no sé qué diablos será de mí si me rompe el corazón.

De todos modos, no dejo que el hilo turbio que ha empezado a invadirme el pensamiento me acobarde y, para probar mi punto, lo beso una vez más; sin embargo, ahora me tomo mi tiempo. Enredo los dedos en las hebras oscuras de su cabello y pego mi cuerpo al suyo cuando me envuelve por la cintura para atraerme hacia él.

Un gruñido ronco escapa de su garganta cuando mi lengua busca la suya, y sus palmas se deslizan hasta la curva de mis caderas en el proceso.

De pronto, todo está bien. El mundo se cae a pedazos a mí alrededor, pero, de alguna manera, eso no importa ahora. Solo está él. Besándome. Susurrando cosas dulces contra mis labios y envolviéndome con sus brazos como si no estuviese dispuesto a dejarme ir nunca.

No sé en qué momento nos deslizamos hasta el suelo de la habitación. Tampoco sé cuándo el peso de su cuerpo se posó sobre el mío. Mucho menos el momento en el que, asentado entre mis piernas, empezó a besarme de otra manera. Desde la mandíbula hasta la base del cuello y un poco más abajo.

Un suspiro roto me abandona cuando sus manos trazan senderos suaves por mis muslos, y el corazón me da un tropiezo cuando un beso voraz es arrancado de mi boca.

Sus manos están en todos lados. Primero ansiosas; luego, dulces. Suaves. Gentiles.

Besos largos son desperdigados por todo mi cuerpo y, de pronto, soy un manojo de sensaciones y terminaciones nerviosas. Un montón de suspiros rotos y estremecimientos placenteros.

—Tan hermosa... —Bruno murmura, cuando me quita de la blusa que me vestía el torso, y se inclina una vez más para besarme de nuevo.

En el proceso, sus dedos se deshacen del botón de mis vaqueros. Los míos se ocupan de la remera que lleva puesta y tengo que alzar las caderas para ayudarlo a retirar la prenda.

—No tienes idea de cuánto te he echado de menos —susurra, en medio de un par de besos arrebatados, y el corazón se me calienta ante la maravillosa sensación que me provocan sus palabras.

En respuesta, le aparto un par de mechones rebeldes lejos de la cara y le acuno el rostro para besarlo de nuevo.

Labios ávidos me besan con vehemencia y me llenan de una sensación dulce y aterradora al mismo tiempo. Sus manos se deslizan hacia mi espalda y me arqueo para permitirle deshacerse del broche del sujetador.

Un suspiro entrecortado me abandona cuando la delicada tela es removida de mi cuerpo, pero ni siquiera me da tiempo de sentirme cohibida con mi desnudez, porque ya está besándome de nuevo. Acunándome los pechos, besándolos, colmándolos de todas esas atenciones que me vuelven loca y me embotan los sentidos.

Un gemido suave se me escapa de los labios cuando se recuesta sobre su costado e introduce una mano dentro del material suave de mi ropa interior.

Un sonido tembloroso me abandona cuando busca en la humedad entre mis piernas y encuentra mi punto más sensible.

Abro los labios en un grito silencioso y cierro los ojos con fuerza mientras trato de absorber las caricias dulces que traza en mi centro.

Un gemido particularmente ruidoso me abandona cuando introduce uno de sus largos dedos en mi interior y presiona su pulgar contra el botón entre mis pliegues.

—¿Así te gusta, amor? —gruñe, contra mi oreja y la única respuesta que puedo darle es un sonido roto y ronco.

—Dime cómo te gusta, Andy. —Me insta y echo la cabeza hacia atrás cuando comienza a trazar círculos suaves con el pulgar.

El dedo que mantiene en mi interior comienza a moverse también y todo se vuelve difuso.

¡Así! —digo, en un gemido y él me gruñe contra la oreja cuando su caricia cambia de ritmo.

De pronto, deja de tocarme y su mano me abandona por completo.

Durante unos instantes, quiero gritar, pero cuando veo cómo engancha los dedos en los bordes de mi ropa interior para quitármela, un nudo de anticipación me atenaza el estómago.

No dice nada. Solo tira de mis muslos y se acomoda entre mis piernas, acto seguido, dibuja un camino de besos que va desde las costillas hasta el vientre y, entonces, me dedica una mirada.

Todo dentro de mí se contrae ante la intensidad con la que me observa y, sin más, me besa.

Ahí.

Un gemido tembloroso me abandona la garganta y echo la cabeza hacia atrás mientras enredo los dedos en las hebras suaves de su cabello.

Quiero alejarlo. Acercarlo. Todavía no lo sé. Quiero fundirme en él y permanecer aquí, en el calor de sus brazos. En el confort de sus labios. En la revolución que me provoca en el cuerpo y en la tranquilidad que me trae al alma.

Las manos de Bruno me sostienen ahí para él. Las mías tratan de aferrarse a cualquier cosa para no perder la cordura. Todo dentro de mí se estremece cuando el nudo previo al orgasmo me atenaza el vientre y un sonido particularmente ruidoso me abandona.

Me llevo una mano a la boca, pero no puedo reprimir el gemido intenso que me abandona cuando su lengua cambia el ritmo de la caricia implacable.

Mis caderas se alzan, el mundo da una voltereta y él me sostiene con más fuerza unos instantes antes de que el placer avasallador me invada de pies a cabeza.

Apenas tengo oportunidad de reponerme del orgasmo demoledor, cuando sus dedos se introducen en mí y me hacen estremecer.

Otro sonido roto me abandona, pero me las arreglo para tirar de él hacia mí para deshacerme del short que lleva puesto y, como puedo, se lo quito junto con la ropa interior.

Un gruñido ronco lo abandona cuando lo envuelvo entre los dedos y comienzo a acariciarlo.

Es casi ridícula la forma en la que el cuerpo me pide a gritos que le pida estar dentro de mí de una buena vez, pero me tomo mi tiempo acariciándole. Tocándole. Besándole...

Sus manos no detienen la deliciosa tortura la que me someten y pronto me encuentro suplicando por más.

—Bruno, por favor... —digo, contra su boca, cuando el familiar nudo en el vientre comienza a formarse de nuevo.

—¿Qué es lo que quieres, preciosa? —susurra, ronco. Pastoso. Gutural—. ¿Correrte?

Un gemido me abandona porque ha cambiado el ritmo de su caricia una vez más.

—N-No —digo, sin aliento.

—¿Qué es lo que quieres, amor?

Sentirte... —Arranco de mis labios y él gruñe antes de besarme una vez más.

—Espera aquí —dice, al tiempo que detiene el ritmo de sus caricias para incorporarse.

Quiero protestar, pero sé que lo que aguarda vale la pena por completo y permito que se vaya y me deje aquí, tumbada en la alfombra del teatro en casa, con el corazón latiéndome con fuerza contra las costillas y la anticipación llenándome cada parte del cuerpo.


Cuando aparece de nuevo en mi campo de visión —completamente desnudo—, lleva un cuadro de aluminio entre los dedos, los labios enrojecidos por nuestro contacto urgente y una sonrisa taimada tirándole de las comisuras de la boca.

Es impresionante.

Bruno Ranieri es el hombre más imponente que he conocido en mi vida y está aquí, desnudo frente a mí, mirándome como si fuese la mujer más hermosa del mundo. ¿Y lo mejor de todo? Está a punto de hacerme el amor.

El corazón me da un tropiezo cuando avanza hacia mí. Para mi buena suerte, sigo en el suelo, así que no es capaz de notar la forma en la que mi cuerpo tiembla de anticipación.

Se arrodilla frente a mí y abro las piernas, solo para que se asiente entre ellas, aún incorporado.

Entonces, sintiéndome osada y valerosa, lo envuelvo entre los dedos para acariciarlo con suavidad.

Él me toma por la barbilla y se inclina para besarme. Su lengua me invade la boca sin pedir permiso y la mía lo recibe gustosa en el camino.

Un gruñido lo abandona cuando presiono la piel suave y tersa de la punta y deja de besarme para unir nuestras frentes.

Una palabrota se le escapa luego de eso y me aparta las manos antes de murmurar algo sobre querer correrse apropiadamente.

Acto seguido, desgarra el envoltorio y se pone el preservativo con manos expertas. Entonces, tira de mis piernas, de modo que termino recostada sobre la alfombra y se asienta entre ellas.

El pulso me late como loco detrás de las orejas, me falta el aliento y siento los lentes empañados, es por eso que me los quito y los dejo en algún lugar en el suelo.

Bruno frota su pulgar sobre mi punto más sensible y no es hasta que un sonido incontenible me abandona que deja de acariciarme para acomodarse en mi entrada.

—Mírame, Andy —pide y así lo hago.

Abro los ojos para mirar los suyos.

—Estoy loco por ti —dice, con un hilo de voz y, sin darme tiempo de replicar nada, se hunde en mí.

Un grito ahogado me abandona cuando lo siento llenarme por completo y envuelvo los dedos alrededor de su nuca, cuando empieza a moverse en mi interior.

De pronto, no soy capaz de pensar. No soy capaz de hacer otra cosa más que absorber las sensaciones intensas que me provoca la fricción de nuestros cuerpos.

Bruno no deja de susurrar palabras dulces en mi oído. No deja de colmarme de besos largos y ávidos. De cambiar el ritmo con el que se mueve.

Gemidos suaves me abandonan cuando una de sus manos se introduce entre nuestros cuerpos y comienza a acariciarme con los dedos.

La sensación previa al orgasmo me anuda el vientre y hace que el aliento me falte.

—¡B-Bruno! —Medio grito, y él gruñe contra mi oreja, al tiempo que comienza a moverse con más intensidad.

El disparo de sensaciones que me provoca es tan abrumador, que un grito me abandona y me aferro a él con todas mis fuerzas.

—Espera por mí, amor —dice, contra mi oído y los músculos se me hacen líquido debido al orgasmo que trato de contener.

Un sonido estrangulado me abandona y arqueo la espalda porque no puedo soportarlo más.

Entonces, me dejo ir.

Bruno gruñe y embiste con más fuerza un par de veces antes de tensarse sobre mí.

En ese momento, me permito cerrar los ojos y concentrarme en las sensaciones placenteras y maravillosas que me embargan. Del calor férvido que me llena el pecho y solo lo provoca el saber que Bruno Ranieri siente algo por mí.

Cuando cae rendido sobre mí, une nuestras frentes y planta sus labios en un beso casto y rápido.

—Me encantas —murmura sin aliento, y el corazón me da un vuelco furioso.

—Lo tomo, pero me ofende muchísimo —digo, con humor y él suelta una carcajada—. No te rías. No me conformo solo con gustarte. —Soy toda seriedad ahora—. Lo quiero todo.

Se aparta para mirarme a los ojos y me aleja un mechón rebelde de la frente.

—Yo también lo quiero todo —dice, con la voz enronquecida y, luego, me besa otra vez.





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