43

El corazón me arde en la caja torácica como nunca antes había hecho y el aire apenas entra en mis pulmones con cada inspiración entrecortada que tomo. La tortura instantánea a la que me someto es dolorosa, pero, de todos modos, no aparto la vista de la pareja que se encuentra aquí, en la recepción del edificio en el que vivo.

Soy una estúpida. La mujer más idiota en la faz de la tierra. Una completa ridícula sin dignidad que se tomó el atrevimiento de comprarle a un obsequio a un hombre que siempre le dejó en claro cuáles eran sus intenciones. A un hombre del que está tontamente enamorada, pero que no le corresponde.

Qué patética eres...

Quiero llorar. El nudo que siento en la garganta es inmenso y las lágrimas se me acumulan en la mirada a una velocidad aterradora. Necesito recomponerme. Necesito cortar de tajo con la sensación de asfixia previa al llanto desmesurado porque no puedo darme el lujo de dejarlo ir. No puedo llorar delante de ellos.

Vamos. Puedes hacerlo.

Tomo una inspiración profunda —pero entrecortada— y, como puedo, esbozo una sonrisa amable.

—¡Hola! —digo y, luego, me yergo ligeramente antes de echarme a andar.

El pulso me late con violencia detrás de las orejas, las lágrimas queman en la parte posterior de mi tráquea y las rodillas me fallan.

No sé cómo le hago para avanzar hasta donde Bruno Ranieri y esa mujer con la que tuvo algo —Rebeca— se encuentran, y le agradezco a todos los dioses existentes por la soltura que me regalan cuando, con una sonrisa jovial —o, al menos, así trato que sea—, le extiendo a Bruno lo que compré para él.

—Lamento la interrupción —me disculpo, sin mirar a ninguno en específico.

—No interrumpes nada. Rebeca ya se iba —Bruno refuta y, de manera rápida, lo miro a los ojos.

Su vista está clavada en mí y la intensidad con la que me observa envía un escalofrío por mi espina.

De cualquier modo, me aclaro la garganta y desvío la vista una vez más.

—De todos modos, no los interrumpo —insisto, al tiempo que obligándome a encararlo con una sonrisa amable, le ofrezco el pastel diminuto que pasé a conseguirle antes de volver a casa—. Lo compré de camino a casa. Feliz cumpleaños otra vez, Bruno.

Hay un brillo feroz y aturdido en la mirada del hombre abrumadoramente atractivo que me mira de lleno, y me obligo a no suspirar como una idiota cuando me doy cuenta de lo guapo que luce y de lo mucho que deseo que las cosas sean diferentes entre nosotros.

—Andrea, no tenías...

—Pero lo hice —lo corto de tajo, porque, ahora, el haberle comprado esto se siente como la más estúpida de las decisiones.

En mi mente, era un detalle amable. Un tratado de paz. Una tregua, para no comportarnos con tanta formalidad y, si bien no tener una amistad —porque no quiero una amistad con Bruno Ranieri. No podría soportarlo—, no evitarnos como lo hemos venido haciendo desde hace semanas. Ahora se siente como una nueva clase de humillación a la que me he sometido a mí misma. Como una nueva clase de tortura que he decidido probar en mí.

—Gracias —dice, con un hilo de voz. La aprensión con la que me observa me avergüenza y me agobia, así que me encojo de hombros en un gesto que pretendo que luzca indiferente.

—No es nada. Espero que lo disfrutes. —Me obligo a sonreír una vez más, al tiempo que me pongo el cabello detrás de las orejas y me aclaro la garganta—. Ahora sí, me voy a descansar. —Pese a que no quiero, miro a Rebeca—. Buenas noches.

Entonces, sin darle tiempo a nadie de decir nada, me echo a andar en dirección al ascensor.

Bruno dice mi nombre en voz alta, pero no me vuelvo a mirarlo. No puedo. Si lo hago voy a ponerme a llorar.

No puedes dejar que te vea llorar.

Para mi buena suerte, cuando llamo al ascensor, la puerta se abre de inmediato, así que puedo introducirme lo antes posible.

Cuando las puertas se cierran y empiezo a moverme, el alivio se mezcla con la maraña de sentimientos que tengo enredada en el pecho.

Lágrimas gruesas y pesadas se deslizan por mis mejillas sin que pueda detenerlas y me muerdo el interior de la mejilla para no ponerme a sollozar. Estoy abrumada. Aterrada. Descorazonada...

He tenido el día más horrible de mi existencia y ahora estoy convencida de que nada —absolutamente nada— podría salir peor.

Un sonido estrangulado se me escapa de la garganta cuando las puertas del elevador se abren y la espaciosa sala del pent-house aparece delante de mis ojos.

Me muevo en automático. Avanzo paso a paso hasta la escalinata que da a mi improvisada habitación y, pese a que sé que eso no impedirá que Bruno entre aquí, empujo el sofá más cercano para colocarlo justo donde las escaleras terminan, impidiendo el paso.

Acto seguido, me encamino hasta el sillón más cercano y me siento con lentitud.

Mi vista está fija en la alfombra de la estancia, pero mi mente viaja por la serie de acontecimientos caóticos de mi día.

El juicio se ha reanudado. Ha retomado su marcha y mi abogado es un completo inepto. Un hombre que trata de convencerse a sí mismo de que sabe lo que hace, pero que, en realidad, no tiene ni idea de cómo hacer su trabajo.

Hoy, durante nuestra reunión, no pude dejar de preguntarme qué diablos va a pasar conmigo cuando ese hombre pierda el juicio. Voy a pasar un montón de años en prisión por algo que no hice y nadie va a poder evitarlo.

Las lágrimas incrementan su torrente incontenible.

Cierro los ojos. Cuando lo hago, soy capaz de revivir unas cuantas desgracias más que me ocurrieron en el turno que tuve en el trabajo —entre ellas, una falta de efectivo considerable en mi caja que se me descontará de mi siguiente cheque—. Me torturo un poco más recordando lo envalentonada que me sentí cuando, pese al día que tuve, decidí comprar un estúpido globo y un pastel para Bruno Ranieri.

Eres una estúpida.

Es evidente que Bruno llevó a esa mujer a su festejo de cumpleaños. ¿Por qué no habría de hacerlo? Después de todo, hace ya un tiempo que di por terminado lo que teníamos. Él es libre de estar con quien le plazca e ir a donde sea con quien le plazca; es solo que verlo hacerlo duele tanto...

Seguro que se ven desde que terminaste con lo que tenían. Me susurra el subconsciente y quiero acallarlo porque solo me lastima un poco más. Hace que la herida sea más grande.

Sé que soy absurda por sentirme de esta forma, pero no puedo evitarlo. No me había dado cuenta de lo mucho que Bruno Ranieri se ha metido en mi sistema. En mis sentidos.

—Andrea... —La voz ronca y profunda hace que el corazón me dé un vuelco furioso y, de inmediato, alzo la vista para encontrarme de lleno con la imagen del hombre con el que hasta hace poco compartía la ducha, la cama y todo lo demás—. ¿Podemos hablar?

Como si su pregunta hubiese accionado algo en mí, me pongo de pie y me enjugo las lágrimas como puedo.

Le doy la espalda.

—Quiero dormir, Bruno. Estoy muy cansada.

—Andrea, solo necesito que sepas que...

—Bruno, por favor, no.

Silencio.

—Andrea, no he estado con nadie que no seas tú. —La confesión sale de sus labios en un susurro tembloroso e inestable y todo dentro de mí se remueve con violencia.

—Bruno, detente... —suplico, sin aliento, porque no puede hacerme esto.

No puede venir a decirme que no ha estado con nadie más si no quiere nada conmigo. Si, de cualquier forma, las cosas entre nosotros siguen igual.

—Andy, mírame —pide. Yo cierro los ojos con fuerza y me mojo los labios con la punta de la lengua—. Por favor.

Me abrazo a mí misma y me obligo a girarme para encararlo.

Está aquí, de pie a pocos pasos de distancia de mí. Ha saltado el sofá que, inútilmente, puse para impedirle el paso y ahora se encuentra al centro de la estancia, con los ojos clavados en mí y la mandíbula apretada.

El gesto descompuesto que me recibe me saca de balance, pero trato de no hacérselo notar.

—Lo que tenía con Rebeca acabó hace mucho tiempo.

Niego con la cabeza.

—Bruno, no tienes qué explicarme nada.

Traga duro.

—No, pero quiero.

Cierro los ojos.

—Bruno, necesito estar sola.

—Y yo necesito hablar contigo. Necesito... —Se detiene de manera abrupta, como si no supiese cómo continuar su oración.

Silencio.

Espero, solo porque él ha dicho que necesita hablar, pero no dice nada. Solo me mira largo y tendido. Como si una revolución estuviese llevándose a cabo en su interior.

Al cabo de unos largos y tortuosos instantes, me obligo a decir:

—Buenas noches, Bruno.

Acto seguido —y asegurándome de no pasar cerca de él para que no pueda impedirme el paso—, me encamino hasta las escaleras.

No sé muy bien qué diablos estoy haciendo, pero no me detengo. Dejo que la parte impulsiva de mi cerebro tome posesión de él y me encamino hasta el ascensor.

Cuando llegué, ni siquiera tuve oportunidad de dejar el bolso, así que todavía lo llevo conmigo y, con él, todas mis pertenencias importantes: teléfono, llaves y cartera.

El elevador ni siquiera ha llegado a la recepción, cuando Bruno me llama por teléfono. No respondo. Al contrario, desvío la llamada.

Salgo por la puerta del estacionamiento para que José Luis no sea capaz de verme y, una vez que estoy en la calle, me subo a un taxi.

Sé que es lo más estúpido que he hecho en la última década —además de comprometerme con Arturo, claro está—, pero, ahora mismo estoy tan abrumada, que nada me importa. Solo quiero que todo esto termine.

Una vez dentro del vehículo, llamo a Sergio, pero no responde, así que decido llamarle a Karla.

Mi amiga responde al tercer timbrazo y, cuando le pido asilo por una noche, no duda ni un segundo en decir que va a mandarme la dirección en un mensaje de texto.

Cuando la recibo, le doy indicaciones al chofer del coche.


***


Cuando reviso el teléfono una vez más, tengo diez mensajes, cinco llamadas y tres mensajes de voz en el buzón. Todo proviene del número de Bruno.

Hace media hora que llegué al apartamento de mi amiga y, luego de recibir un regaño de su parte por subirme a un taxi casi a las once de la noche, le conté todo lo que había pasado en el trabajo y en casa, con Bruno.

Por supuesto, no le conté nada del asunto legal que me aqueja. No tuve el valor de hacerlo. Pese a que somos bastante cercanas, no me he atrevido a agobiarla con la montaña de problemas que tengo. Nuestra amistad es tan ligera y fresca, que temo cambiarla.

—Mejor avísale que vas a quedarte aquí o va a insistir toda la noche —Karla dice, haciendo una seña en dirección al teléfono entre mis dedos. Está viendo todas las notificaciones en él.

—Tienes razón —musito, al tiempo que entro en la aplicación de mensajes.

Cuando abro el chat que tengo con Bruno, leo todo lo que me ha enviado:

«Andrea, ¿a dónde fuiste?».

«Responde, por favor».

«José Luis no te vio salir. ¿Dónde estás?».

«¿Andrea?».

«Contéstame, por favor».

«Solo quiero saber si estás bien».

«Andrea...».

«Andrea, estoy muy preocupado, por favor, solo dime que estás bien».

«Por favor».

«Andrea, me estoy volviendo loco. Por favor, contesta».

El corazón se me estruja de inmediato, así que, escribo:

«Lo siento. Apenas vi el teléfono.

Voy a quedarme en casa de Karla.

Ya estoy con ella».

Él ve los mensajes de inmediato, pero demora unos minutos en responder:

«¿Puedo llamarte?».

En ese momento, el teléfono entre mis dedos empieza a sonar.

La sangre se me agolpa en los pies al instante, pero todo vestigio de nerviosismo se esfuma en el instante en el que veo el nombre de Sergio en la pantalla.

Una parte de mí lo agradece; sin embargo, no puedo evitar sentirme ligeramente decepcionada.

Respondo:

—Hola.

—Tengo una llamada perdida tuya. ¿Está todo bien? —La voz de mi mejor amigo me inunda los oídos y una sonrisa suave se me desliza en los labios solo porque sé cuán sobreprotector suele ser.

—Todo bien —miento—, pero me vendría bien verte mañana.

—Tengo cierre de inventario en el trabajo, pero puedo hacerme un espacio para cenar. ¿Te gusta la idea?

—Está perfecto. De todos modos, tengo trabajo temprano —replico.

—Vale. Paso a donde vives temprano. ¿A las ocho está bien?

Silencio.

—¿Y si mejor nos vemos en algún lugar?

—¿Por qué?

Suspiro.

No quiero decirle que no estoy en el pent-house —y que no deseo volver pronto—. No todavía. Él no sabe absolutamente nada sobre lo que pasó entre Bruno y yo y, si se lo cuento ahora, no me dejará ir a la cama hasta que se lo haya dicho todo.

—Larga historia. ¿Qué te parece si la dejamos para mañana?

—Andrea...

—Hagamos las cosas a mi modo. Solo esta vez —pido y él debe notar la súplica en mi tono, ya que suspira.

—De acuerdo —masculla, a regañadientes—. ¿Dónde nos vemos, entonces?

—En tu casa. De ahí buscamos un lugar para cenar.

—Vale. Nos vemos mañana, Andrajosa.

—Te odio —digo, pero no es verdad—. Nos vemos mañana.

Entonces, colgamos.

Bruno no ha escrito de nuevo y tampoco ha intentado llamarme, así que asumo que ha interpretado mi falta de respuesta como una rotunda negativa.

Es mejor así. Me digo a mí misma, pero no dejo de sentirme miserable.

Con todo y eso, me obligo a salir de la aplicación de mensajes para bloquear el aparato. Entonces, me obligo a avanzar hasta la cocina del apartamento de Karla, donde ella se encuentra preparando café para las dos.

Extrañamente, esta noche a ninguna nos apetece beber nada más.





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