41
Es la segunda vez que le confieso a Bruno Ranieri mis sentimientos.
La primera, lo hice a mis dieciséis. Idealizando a un chico que distaba de ser lo que yo imaginaba. De una fantasía adolescente con la que decidí obsesionarme.
Ahora, lo hago enamorada de él. Del verdadero Bruno. De su personalidad hosca, taciturna y huraña. De sus sonrisas seductoras y de esa pésima forma que tiene de expresarse. De la manera en la que me abraza antes de dormir y de cómo es capaz de mantenerme atenta al sonido de su voz cuando me cuenta algo sobre su pasado.
Esta vez, lo hago plenamente consciente de que nada va a ocurrir y, al mismo tiempo, con la certeza de que voy a terminar con el corazón hecho pedazos una vez más.
Nudillos suaves me acarician la mejilla y cierro los ojos. La respiración se me atasca en la garganta y las rodillas se me doblan.
—Andrea... —La voz de Bruno suena tan ronca, que apenas puedo reconocerla como suya.
Me muerdo el interior de la mejilla y dejo escapar una exhalación temblorosa.
—No —digo, pero suena más bien como una súplica. En el fondo, lo es. No quiero que diga nada. No lo necesito.
—Andrea, no tienes idea de cuánto me gustas —dice, pese a lo que acabo de pedirle—. No sabes cuánto disfruto de tu compañía. De todo lo que hacemos juntos dentro y fuera de la cama... —Mis manos se cierran en puños ansiosos y el corazón me da un tropiezo—. Pero me rehúso a prometerte algo que sé que no puedo darte. —Sacude la cabeza en una negativa—. Y no puedo darte un noviazgo. —Hace una pequeña pausa—. No como el que te mereces.
—Bruno, basta. —Quiero que se detenga. Quiero que deje de hablar ahora porque es... demasiado.
—Andy, si pudiera...
Es mi turno para negar.
—Andrea, lo siento tanto.
Una risotada amarga y rota se me escapa, al tiempo que un par de lágrimas traicioneras me abandonan.
—No lo sientas —me las arreglo para decir, al tiempo que doy un paso lejos de él—. No hay nada que sentir.
La aprensión que veo en sus ojos hace que todo dentro de mí se remueva con violencia, pero me las arreglo para mantenerme en una pieza cuando, al cabo de unos instantes más, me obligo a farfullar algo acerca de la ropa que tengo en la secadora.
Es una mentira. Por supuesto que lo es. Es solo que necesito poner distancia entre nosotros o voy a desmoronarme delante de él y no puedo permitírmelo.
No le doy tiempo de decir nada. Salgo —dentro de lo que la dignidad lo permite— lo más rápido que puedo de la estancia y, sin detenerme, me dirijo al cuarto de lavado para cerrar la puerta detrás de mí.
Una vez dentro, permito que las lágrimas me corran por el rostro. Estoy enojada conmigo misma por sentirme de esta manera, pero no puedo evitarlo. Esto es una ridiculez. Llorar por Bruno Ranieri a sabiendas de que todo estaba dicho entre nosotros, es una reverenda estupidez; y, de todos modos, estoy aquí, tratando de ahogar los sollozos que se construyen en mi garganta.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me arme de valor para salir de este lugar. Cuando lo hago, es con una pila de ropa doblada lo suficientemente alta como para cubrirme la cara con ella de ser necesario.
Sé que luzco como la mierda. Que tengo los ojos hinchados y, probablemente, mi cara luzca como un tomate; pero era salir ahora o esperar a que Bruno se fuera a la cama...
... O que, incluso, se le ocurriera empezar a buscarme.
Cualquiera de las opciones me es inconcebible; es por eso que decidí salir de aquí y escabullirme hasta el baño. Con suerte, podré tomar una ducha que me mejore el semblante. Si tengo un poco más de suerte —que sería demasiado pedirle a mi mala fortuna, si puedo ser honesta—, podré irme a la cama sin toparme una vez más con Bruno.
El camino a la habitación es seguro y, cuando llego, no hay indicios de que Bruno se encuentre aquí.
Asomo la cabeza al armario, solo para ver si se encuentra aquí, pero no lo hace. El resto de la estancia luce tal cual la dejé antes de irme y la sensación incómoda que me provoca me hace querer salir de aquí.
Rápidamente, ordeno la pila de ropa que llevo conmigo y me dirijo al baño.
No quiero llamar a la puerta, así que pego la oreja a ella inútilmente —para tratar de escuchar en el interior— sin éxito alguno.
Deja la ridiculez y llama a la puerta, Andrea. Me reprimo a mí misma, y aprieto los dientes antes de tomar un par de inspiraciones profundas y llamar con golpes suaves.
Silencio.
Llamo una vez más.
Nada todavía.
Abro la puerta. El baño está vacío. El alivio que siento al notarlo es inmediato, pero no me permito saborearlo porque vuelvo sobre mis pasos para tomar algo de ropa y me meto en la ducha.
En la regadera lloro otro poco, pero me las arreglo para recomponerme antes de salir de ahí.
Para cuando dejo el espacioso cuarto de baño, me siento un poco mejor. La sensación de desasosiego no se ha marchado para nada, pero el baño me ha asentado un poco las ideas.
Vuelvo al armario luego de que deposito la ropa sucia en el canasto respectivo, y me apresuro a terminar de doblar la ropa que tengo regada por todo el suelo alfombrado antes de ordenarla y salir de la habitación lo más rápido que puedo.
No hay indicios de Bruno en la cocina, pero logro ver las puertas del despacho cerradas cuando voy camino al teatro en casa.
Seguro está ahí.
Me muerdo el labio inferior, me reprimo solo porque no debería estar preocupada por dónde se encuentra y me obligo a avanzar a paso rápido hasta la planta superior.
De repente, la idea de ponerme a ver una serie —justo como pensaba hacer cuando terminara con la ropa— me apetece poco. Tan poco, que decido apagar el televisor y acurrucarme entre las cobijas que ahora utilizo para dormir.
Mi teléfono —ese que Bruno me prestó y que planeo devolver tan pronto como pueda comprarme uno— suena cuando el sueño ha empezado a hacer estragos en mí; así que me toma unos instantes espabilar y tomarlo entre los dedos.
«Licenciado Guzmán». Leo en la pantalla y el corazón se me cae hasta los pies solo porque no tengo idea de qué significa esto.
En otro momento, su llamada me habría provocado una sensación de esperanza absurda —como esa que suelo guardar para todo, pese a que sé que soy un imán para los problemas—; pero, ahora, no puedo hacer otra cosa más que tragar duro para deshacerme del agujero ansioso que me invade el estómago.
Me levanto de la cama y me acerco a la barandilla de la estancia, solo para intentar ver si Bruno se encuentra por ahí. Cuando no lo veo, respondo:
—¿Diga?
—Señorita Roldán, buenas noches —dice, y el tono serio que utiliza enciende todas las alarmas en mi sistema.
—Licenciado Guzmán, ¿qué tal le va? —me obligo a decir, pese a que quiero preguntar si llama para darme noticias.
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—Todo de maravilla —miento—. ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Me temo que no son motivos muy placenteros, señorita Roldán —el licenciado pronuncia y todo mi cuerpo se tensa en respuesta.
El corazón me da un tropiezo, pero me las arreglo para mantenerme firme y segura cuando digo:
—Lo escucho.
Silencio.
—Llamo para informarle que su proceso legal está en marcha de nuevo.
Las rodillas me fallan. El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, y lágrimas nuevas y aterrorizadas me llenan la mirada.
El licenciado Guzmán está hablando, pero no logro escuchar nada de lo que dice. Estoy tan aturdida ahora mismo, que apenas puedo escuchar el sonido de mi propia respiración dificultosa.
Lo escucho decirme algo sobre vernos el fin de semana, y puedo escucharme a mí misma accediendo a eso. Lo escucho decirme que no debo preocuparme porque lo tiene todo bajo control y eso me provoca ganas de reír. No lo hago. Me quedo aquí, quieta, mientras lo escucho hablar y hablar sobre algo a lo que no puedo ponerle ni un poco de mi atención.
No puedo respirar. No puedo moverme. Estoy agarrotada, sentada en el suelo del teatro en casa del pent-house de mi mejor amiga, con el corazón roto y los ojos abnegados en lágrimas.
Estoy aterrorizada. Me duele todo el cuerpo. El corazón me va a estallar en cualquier momento y quiero gritar. Quiero cerrar los ojos y que, cuando los abra, todo esto sea una horrible pesadilla.
Quiero colgar el teléfono, meterme en la cama y olvidar que este día sucedió porque no puedo soportarlo más.
—Licenciado Guzmán... —No sé cómo le hago para que la voz me suene tan estable cuando hablo—. ¿Podemos hablar de todo esto cuando nos veamos?
El silencio del otro lado de la línea me hace saber que mis palabras lo han tomado con la guardia baja.
—Por supuesto, señorita Roldán —dice, al cabo de un largo momento—. El sábado que nos veamos hablamos sobre los pormenores del caso.
Asiento, pese a que sé que no puede verme.
—Me parece bien. —Esta vez, cuando hablo, sueno cansada. Derrotada...
—Nos vemos el sábado, entonces.
—Hasta el sábado, Licenciado Guzmán.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top