37
El sonido estridente y familiar que me invade la audición hace que me remueva sobre la mullida superficie en la que me encuentro.
Un sonido quejumbroso se me escapa de los labios cuando la melodía insistente continúa y se alarga hasta volverse abrumadora.
El gruñido de la voz de Bruno me hace un poco más consciente de lo que ocurre a mi alrededor, pero no soy capaz de comprender una sola palabra de lo que dice.
Cuando la canción se detiene, el sueño vuelve a embargarme y no sé cuánto tiempo pasa antes de que vuelva con toda su fuerza a despertarme de nuevo.
Me ruedo sobre mi eje y el dolor se dispara en todas las direcciones posibles. Un sonido ahogado y adolorido se me escapa y hago una mueca, siendo cada vez más consciente de lo que sucede a mi alrededor.
—¿No vas a responder? —inquiero, en dirección a Bruno, quien tiene la cabeza levantada y el teléfono en una mano.
—Es tu amiga —dice, mientras me muestra un mensaje de Dante que dice que Génesis me llamará al teléfono de Bruno—. La esposa de Dante.
En ese momento, y como si hubiese sido invocada por el poder de nuestras palabras, el teléfono vuelve a sonar en la mano de Bruno, y mi rostro magullado aparece en la pantalla ante la solicitud de Facetime que mi amiga ha enviado.
—Respóndele, por lo que más quieras. —Bruno dramatiza y una sonrisa dolorosa tira de mis labios casi al instante.
—No me hagas reír —me quejo—. Me duele.
Él masculla una disculpa antes de dejarme su teléfono y darme la espalda.
El edredón claro le cae sobre la cintura, dejando al descubierto parte de su torso desnudo y firme, y quiero golpearme por mirarlo como lo hago durante unos instantes.
Me digo a mí misma que no tengo ni un ápice de vergüenza y deslizo el dedo sobre la pantalla para responder.
La imagen de Génesis aparece en mi campo de visión y me enderezo en la cama solo para darle la imagen más decente posible de mí misma.
—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —dice, tan pronto como es capaz de verme y una sonrisa tira de las comisuras de mis labios—. ¿Qué diablos fue lo que pasó?
Un suspiro largo se me escapa. De pronto, recapitular la pesadilla de ayer, se siente agotadora; pero, de todos modos, le digo lo que pasó a grandes rasgos.
Le cuento, también, cómo es que una pareja de señores me ayudó y me llevó a la clínica, y que fue ahí donde llamaron a la policía y me permitieron avisarle a alguien acerca de lo que había pasado. Entrando un poco en detalles, le explico que, como no me sé el número de nadie, salvo el de mis padres y el suyo, decidí arriesgarme un poco y le llamé, a sabiendas de que era probable que no me contestara por la diferencia horaria.
Para cuando termino de hablar, me encuentro recostada contra las almohadas de manera desgarbada y Génesis hace lo propio, pero en su propia cama.
—¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Que te resolviera el problema desde el otro lado del mundo? —bromea, mientras recuesta el peso de su cabeza en su palma.
—¿Acaso no fue eso lo que hiciste? ¿No me resolviste el problema desde el otro lado del mundo? —digo, al tiempo que arqueo una ceja y reprimo una sonrisa juguetona.
—Eres muy afortunada de tenerme —afirma y una carcajada boba se me escapa.
—Lo soy —le concedo, al tiempo que me giro sobre mi costado bueno y reprimo una sonrisa dolorosa.
La sonrisa de mi amiga se diluye un poco y sus ojos se entornan.
—¿Dónde estás...? —Sacude la cabeza, al tiempo que se acerca el teléfono a la cara y solo tengo un vistazo extraño de sus ojos—. ¿Quién está detrás de ti?
En ese momento, la sangre se me agolpa a los pies y me incorporo de golpe, en el intento de ocultar lo que sea que Génesis haya visto a mis espaldas.
—Nadie —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa que pretendo que luzca confundida.
—Andrea Roldán, ¿quién está...? —No puede terminar de formular la pregunta. No puede hacer nada porque la resolución se apodera de sus facciones con una rapidez aterradora y sus ojos se ensombrecen—. ¿Se aprovechó de ti? ¿De tu estado emocional?
—¿Qué? —finjo demencia—. ¿De qué hablas?
—No trates de hacerte la tonta conmigo, Andrea Roldán, te conozco a la perfección. —Génesis me mira con severidad—. No trates de protegerlo. Sé que es Bruno Ranieri el que está dormido detrás de ti.
Bruno suelta una maldición a mis espaldas, porque ha sido capaz de escuchar lo que mi amiga acaba de decir y mis ojos se cierran con fuerza en ese momento.
—Génesis, escucha —digo, al tiempo que me pongo de pie de la cama a toda velocidad y me encamino hacia el armario para encerrarme ahí—. Las cosas no son como tú piensas.
Bruno suelta otra palabrota y lo escucho dar tumbos al ponerse de pie de la cama.
Estoy a punto de encerrarme en el vestidor, cuando una palma grande y firme me impide cerrar la puerta y otra —suave pero firme— me quita el teléfono de los dedos para encarar a Génesis.
Lleva el entrecejo fruncido, el cabello alborotado y cara de pocos amigos; sigue sin llevar nada que le cubra el torso y se nota a leguas que estaba dormido; pero, con todo y eso, no deja de lucir imponente y amenazador.
—No debería hacer esto, porque lo que tenemos Andrea y yo solo nos incumbe a nosotros, pero de todos modos voy a sacarte de las dudas —Bruno suelta, con dureza, antes de continuar—: No me estoy aprovechando de nadie. Nunca lo he hecho. Anoche no pasó absolutamente nada entre nosotros; y si quieres saber si ha pasado... bueno, pues entonces tendrás que preguntárselo a ella, porque yo no voy decirte una mierda. —Hace una pequeña pausa, antes de añadir—: Lo único que quiero que quede bien claro, es que yo jamás me aprovecharía de alguien como ella. Nunca.
Entonces, me ofrece el teléfono de regreso y sale del vestidor.
Me toma unos instantes volver al aquí y al ahora, pero, tan pronto como lo hago, echo el pestillo y me recargo sobre la puerta antes de tomar el teléfono de Bruno entre los dedos para volver a encarar a Génesis.
El gesto que esboza está a medio camino entre la diversión, la indignación y la confusión, y me encantaría decir que el mío es muy diferente del suyo, pero la verdad es que no es así. Muy a mi pesar, hay una revolución en mi interior y se me refleja en la cara.
—Andrea, no me digas que tú eres la chica con la que ese patán tiene algo —Génesis inquiere, y sé que no lo hace desde un lugar impositivo. Que la irritación en su voz es mera preocupación; pero, de todos modos, hace que quiera colgarle al teléfono.
Lo primero que quiero preguntar es: «¿Cómo diablos sabes que Bruno tiene algo con alguien?... o lo que sea que sea esto», pero, en su lugar, digo:
—Y si es así... ¿Qué?
—Andrea, el tipo tiene una reputación horrible. —Génesis suena frustrada cuando habla—. Yo, que ni siquiera lo conozco, he escuchado mil y un historias de boca de Dante y me da tanto miedo que te haga daño, que...
—Te agradezco la preocupación, Génesis —la corto de tajo—, pero creo que puedo cuidarme de alguien como él.
Aprieta la mandíbula.
—Te mereces más que ser el polvo de un fulano, Andrea.
—Lo que tenemos es exclusivo —defiendo, pese a que sus palabras me calan hondo.
—Pues, por muy exclusivo que lo que tienen sea, te mereces más —replica—. Lo sabes. Él también debería saberlo.
Cierro los ojos con fuerza.
—Y no trato de reprenderte por las decisiones que tomas. —El tono de Génesis es más suave ahora. Preocupado—. Mucho menos trato de hacerte sentir que haces algo malo. E solo que quiero que te preguntes si eso... sea lo que sea que ese tipo te ofrece... es lo que tú quieres. Si es así, te prometo que no volveré a molestarte más con el asunto; pero, si lo que deseas es distinto, Andrea, no se lo permitas. No te lo permitas a ti misma. No te des menos de lo que te mereces. Ya lo hiciste una vez.
Mi amiga y yo nos miramos durante un largo momento, pero ninguna de las dos se atreve a decir nada. Sus palabras han quedado asentadas en mi interior, ardiendo como brasas al rojo vivo, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—Gracias por preocuparte por mí, Gen —digo, porque ahora mismo no estamos para hablar de esto. Ninguna de las dos.
Ella parece captar el mensaje de inmediato, ya que, con una broma respecto a la hinchazón de mi pómulo, cambia el rumbo de nuestra conversación.
***
Bruno no ha preguntado sobre lo que hablé con Génesis luego de que me encerré en el armario y lo agradezco. Ahora mismo me siento tan agobiada y abrumada, que prefiero no traerlo a colación.
Por mucho que me cueste admitirlo, las palabras de mi amiga no han dejado de darme vueltas en la cabeza, como una cantaleta incesante y dolorosa. Como un martilleo constante que me provoca un pequeño dolor en el pecho. Uno que, mucho me temo, podría acrecentar si indago en los sentimientos que me llenan el cuerpo.
Con todo y eso, me las he arreglado para mantenerme serena dentro de lo que cabe.
Hace un par de horas, luego de que despertamos, Bruno salió para llevar mi justificante médico al trabajo. Tendré incapacidad durante una semana —tres días que me dieron en la dependencia oficial de gobierno y cuatro más que Bruno me consiguió con su amigo, el médico—, así que no sé qué haré con tanto tiempo libre en casa.
Ahora mismo, no sé qué hacer. Estoy tan acostumbrada a estar siempre corriendo de un lado a otro, que ahora que tengo un poco de tiempo libre, no tengo idea de en qué invertirlo.
Bruno está trabajando en el despacho del pent-house, así que he pasado la mayoría de la tarde viendo la pantalla de Netflix sin decidir del todo qué quiero poner ahora —todo esto después, por supuesto, de arreglar las patitas mis anteojos con Pegatodo y bicarbonato.
Tampoco es como si tuviera muchas ganas de ver algo. Con la revolución que traigo adentro, no estoy segura de tener cabeza para poner toda mi concentración en una sola cosa.
Un suspiro cansado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad de ir a ver a Bruno, solo porque me pone de nervios el hecho de que ha estado muy serio todo el día; sin embargo, lo descarto tan pronto como me viene a la cabeza y decido meterme en la ducha.
El agua caliente hace maravillas con mis músculos magullados y aprovecho el calor para mover los hombros y estirarme lo más posible.
Al salir, me pongo una sudadera que me llega a la mitad de los muslos y bragas —sin sujetador— y me meto en la cama una vez más.
***
Me despierta el sonido de la puerta al cerrarse y me sobresalto durante un segundo antes de darme cuenta de que es Bruno quien me mira con gesto de disculpa desde la entrada del vestidor.
Se ha duchado. Tiene el cabello húmedo y viste ropa cómoda y deportiva.
—Lo lamento. Sigue durmiendo —dice, en voz baja y sacudo la cabeza en una negativa.
—Ya no tengo sueño —miento y él, pese a que sé que no me cree, me mira unos instantes.
Me mojo los labios.
—¿Qué ocurre? —inquiero.
—Dante no ha dejado de molestarme en todo el día —admite y suena frustrado e irritado.
Me muerdo el labio inferior.
—¿Crees que deba hablar con él también?
Bruno niega con la cabeza.
—Lo haré yo —me asegura—. No necesitas someterte a eso. Lo que necesitas, es descansar.
Otro silencio.
—Lamento haberte metido en problemas con tu amigo —digo, en voz baja y suave.
Él niega una vez más.
—En el único problema en el que me has metido, Andrea, es en el predicamento de tener que encerrarme todo el día en esa oficina para dejarte descansar y no intentar... ya sabes... —me guiña un ojo en un gesto sugerente—. Seducirte.
El corazón me da un vuelco furioso en ese momento y un puñado de piedras se instala en mi estómago.
—Quizás deberías venir a descansar tú también. —No es mi intención sonar ronca y sugerente, pero lo hago de todos modos.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en sus labios en ese momento y un brillo malicioso le llena la mirada.
—Solo si me dices cuál de los juguetes que guardas en esa caja es tu favorito —dice y un centenar de imágenes que aún no ocurren se disparan en mi cabeza.
La garganta se me seca, el estómago se me encoge y aprieto los puños.
—Si tienes suerte, te los muestro todos —digo, con un hilo de voz y él suelta una palabrota en respuesta.
—Estás tentando al diablo, Andrea Roldán.
—Será mejor que no lo hagamos esperar, entonces. —Apenas puedo pronunciar y, acto seguido, acorta la distancia que no separa en un par de zancadas.
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