36
Son las seis de la mañana cuando, por fin, Andrea aparece en mi campo de visión por el pasillo de la sala de espera de la clínica a la que la trajeron.
Al principio, creo que estoy alucinando; pero no es hasta que se detiene en seco y clava sus ojos en mí, que espabilo y me levanto del incómodo asiento en el que me encuentro instalado.
Alivio, preocupación e impotencia... Todo se mezcla en mi interior mientras me abro paso en su dirección a paso firme y decidido.
Quiero decirle que moría de la angustia; que lamento no haber estado ahí; que, si pudiera regresar el tiempo, mandaría al carajo a mi padre solo para pasar a recogerla y evitar todo esto.
Quiero decir tantas cosas ahora mismo, que no sé por dónde empezar, así que no lo hago. Cuando me detengo frente a ella, no digo una sola palabra, solo le acuno el rostro —sin lentes— con las manos para examinarle la hinchazón que tiene en un lado de la cara; y luego, con suavidad, envolverla en un abrazo.
No la estrujo tanto como me gustaría. Tengo miedo de hacerle daño.
Sus brazos se envuelven a mi alrededor también y me aprietan con tanta fuerza, que no puedo evitar devolver la presión ansiosa con la que me abraza.
—¿Nos podemos ir ya? —inquiero, en voz baja, contra su cabello y ella asiente.
El corto trayecto del hospital al auto es silencioso, pero lo aprovecho para mirarla a detalle.
Camina inclinada ligeramente hacia un lado. Usa una muñequera y ha murmurado algo acerca de un esguince; así que supongo que por eso la lleva. Tiene un raspón enorme en el lado derecho de la cara y el pómulo inflamado en esa parte, pero, de ahí en más, no parece tener más magulladuras. De todos modos, no me atrevo a apostar que no haya pasado nada más.
Le abro la puerta del coche una vez que llegamos a donde lo dejé aparcado, y luego me instalo en el asiento del piloto para emprender el camino a casa.
Me muero por preguntar qué fue lo que pasó, pero no lo hago. No sé si debo o si desea hablar de ello; es por eso que, en su lugar, solo conduzco.
Andrea llora todo el trayecto de regreso y, pese a que me siento como un completo imbécil por no poder hacer nada para remediarlo, cada que tengo oportunidad, le tomo la mano izquierda —esa en la que no lleva una muñequera puesta— y le beso el dorso.
El cielo ha comenzado a clarear para cuando llegamos al apartamento, pero el sol aún no sale. No hemos hablado en lo absoluto desde que salimos del hospital, y lo primero que Andrea balbucea en mi dirección, es algo acerca de avisar a su trabajo que faltará. Yo le digo que me haré cargo de ello y, luego de eso, nada. No habla conmigo para nada más.
Cuando le ofrezco algo de comida, lo declina, así que decido prepararle un baño. Cuando lo sugiero, ella acepta y me pongo a ello.
Estoy agotado, pero, de buena gana, lleno la enorme tina del baño de la recámara principal y, cuando está listo, salgo para avisarle.
Andrea está sentada sobre la cama y lleva una mueca de dolor en el rostro. De inmediato, las alarmas se encienden en mi interior y me acerco a ayudarla a levantarse.
Lleva los lentes en una mano, así que extiendo la mía para que me los dé.
—Déjame ayudarte —digo y, dubitativa, los pone sobre mi palma.
Están destrozados. Inservibles.
El corazón se me hunde en el pecho.
—Los arreglaré después —dice, y me pregunto cómo, en el jodido infierno, hará eso.
—Te compraré otros —replico, indignado ante la idea de que verla trabajar en algo sin arreglo, antes de ayudarla a ponerse de pie.
El andar lento y torpe de Andrea me hace saber que algo le duele, así que envuelvo un brazo alrededor de su cintura —tratando de ser lo más cuidadoso posible— y la hago recargarse en mí mientras avanza.
Ella balbucea un agradecimiento mientras guío nuestro camino hasta el cuarto de baño, donde una tina humeante la espera.
Una vez ahí, la ayudo a sentarse sobre el borde de bañera. Acto seguido, la veo doblarse e intentar quitarse los zapatos. De inmediato, una mueca adolorida la asalta y, sin pensarlo dos veces, me acuclillo frente a ella y la ayudo.
A las Converse blancas que lleva puestas se les está haciendo un agujero en la suela y una sensación incómoda me llena el cuerpo. Me obligo a ignorarla mientras, con cuidado, la ayudo a quitarse la chaqueta y la blusa de mangas largas que llevaba al salir esta mañana.
—Yo puedo sola —dice, cuando trato de ayudarla a levantarse para que se quite los vaqueros y, pese a que no quiero hacerlo, doy un paso hacia atrás para darle espacio para trabajar.
Luego de varios intentos y gritos ahogados de dolor, no puedo soportarlo más y me acerco a auxiliarla pese a que sé que no quiere.
La ignoro por completo cuando me dice una vez más que ella puede hacerlo por sí misma y, con cuidado, le saco el pantalón por las piernas.
El sujetador lo trabaja ella misma con su mano buena y le doy toda la privacidad que necesita cuando lo desliza fuera de sus hombros dándome la vuelta para darle la espalda.
No sé por qué lo hago —tomando en cuenta que la he visto desnuda más veces de las que puedo recordar—, pero, de todos modos, no me parece correcto mirarla desnuda ahora que debe sentirse como la mierda.
—Bruno... —dice, en voz baja y tímida y yo muevo la cabeza, de modo que soy capaz de escucharle con atención.
—¿Sí?
—¿Podrías ayudarme, por favor?
Me giro sobre mi eje y clavo los ojos en ella.
Inevitablemente, el primer pensamiento que me viene a la cabeza, es que es hermosa. Que es preciosa y que han pintado su bonito rostro con una mueca triste. Asustada.
La desnudez de su cuerpo —porque ha logrado quitarse las bragas por sí misma— y su postura encorvada, la hacen lucir vulnerable. Rota. Y quiero moler a golpes al responsable de que lleve ese gesto desolador en el rostro y esos ojos abnegados en lágrimas.
Doy un paso hacia ella y luego otro. Es suficiente para estar frente a ella y tomarla de la mano buena.
Andrea, con mucho cuidado, se introduce en la tina sin soltarme de la mano y, una vez ahí, se quita la muñequera y me la entrega para que la ponga donde no pueda mojarse.
Con su mano sana, trata de deshacerse el moño que lleva en la cima de la cabeza, pero no lo consigue, así que la ayudo. Ella agradece en un murmullo suave y, cuando termino con la tarea, me aparto.
—Háblame cuando quieras que te ayude a salir —digo, al cabo de unos instantes de silencio y, sin esperar por una respuesta, me giro para encaminarme a la salida.
—Bruno... —el sonido de su voz es urgente. Asustado.
Me detengo cuando tengo la mano sobre la perilla de la puerta y la miro por encima del hombro.
—¿Podrías...? —Hace una pequeña pausa y se relame los labios; temerosa—. ¿Podrías... quedarte?
No digo nada. Me quedo quieto unos instantes y, entonces, vuelvo sobre mis pasos.
Los botones de mi camisa son deshecho por mis dedos y, me saco el material antes de quitarme los zapatos, los calcetines y los pantalones más rápido de lo que me gustaría admitir.
Andrea no deja de mirarme cuando termino de desnudarme y, con cuidado, me meto en la tina con ella; a sus espaldas.
Ella me hace espacio y pronto se encuentra instalada en el hueco entre mis piernas; con la espalda pegada a mi pecho desnudo.
No decimos nada. Nos quedamos así, dentro de la tina repleta de agua caliente, acurrucados el uno contra el otro, y no puedo pensar en nada más que en el alivio que siento ahora mismo. En la calidez que me invade el cuerpo tan solo de tener la certeza de que se encuentra a salvo ahora.
—M-Me siguieron al bajar de autobús —dice, en un susurro tembloroso, luego de un largo rato, y yo envuelvo los brazos a su alrededor antes de besarle un hombro—. Ni siquiera caminé muy lejos antes de que el tipo me alcanzara y m-me picara con una navaja en la espalda. —La manera en la que su cuerpo comienza a temblar hace que una ira profunda y cruda se filtre en mis venas—. N-Ni siquiera me dio oportunidad de cooperar. —Un sollozo la abandona y aprieto la mandíbula—. Me empujó contra la pared más cercana y m-me presionó la cabeza contra ella antes de pedirme que le diera todo lo que traía conmigo.
El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido con el sonido de sus sollozos suaves y quiero hacer algo para remediarlo todo. Para que no llore como lo hace. Para evitar todo el miedo que sé que aún siente.
—Me arrebató el teléfono de la mano con tanta fuerza que me dobló el pulgar —dice, una vez que puede volver a hablar y solo quiero gritar de la frustración—. C-Cuando le di mi cartera y notó que no llevaba mucho conmigo, me soltó una palabrota y me aventó al suelo para darme una patada.
Aprieto los dientes con tanta fuerza que me duelen.
—Creí... —Traga duro—. Creí que me haría algo más... —El corazón se me sube a la garganta con el mero pensamiento—. Pero, por fortuna, s-se fue. —Sacude la cabeza—. No puedo dejar de pensar en lo afortunada que me sentí cuando se fue.
—Lo lamento mucho —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Andrea, no sabes cuánto deseo no haberme quedado en la oficina. Me siento tan culpable.
Ella niega.
—No es tu culpa —dice, al tiempo que me pone la mano sana sobre el brazo y traza una caricia suave—. Pudo pasarme en cualquier otro momento. Incluso, trabajando.
Aprieto los dientes una vez más y cierro los ojos con fuerza.
Sé que lo que dice es cierto. Que no puedo culparme por algo que pudo ocurrido durante cualquier otra circunstancia, pero es que me siento tan impotente...
Suelto un suspiro largo.
—La idea de saber que quizás pude haberlo evitado me mata —confieso, al cabo de un largo rato y ella se arrebuja contra mí.
—No te tortures con eso... —susurra, tímida y dulce.
Al cabo de unos segundos de silencio, añade:
—Gracias.
—¿Por qué? —bufo—. ¿Por no insistir un poco más cuando sugerí la posibilidad de enviarte un Uber?
—Por ir a buscarme a la clínica y esperar hasta que estuve libre de volver —dice, en voz baja y ronca—. No tenías por qué hacerlo y de todos modos lo hiciste. Gracias por eso.
Cierro mis brazos a su alrededor un poco más, con cuidado de no lastimarla.
—Lo haría las veces que fuesen necesarias —digo, y me sorprende la honestidad con la que hablo—. Lo único que espero, es que no sea necesario que se repita. Nunca más.
Ella suelta una pequeña risa.
—Yo también lo espero —musita y una sonrisa suave tira de las comisuras de mis labios solo porque he conseguido, aunque sea por un instante, hacerla reír.
—Estaba muy preocupado. —Me sincero, luego de unos minutos de absoluto silencio.
—¿Quién lo iba a decir? —Ella pronuncia, al cabo de unos segundos más—. Bruno Ranieri preocupado por mí: la chica que lo dejó en ridículo antes de su graduación de la preparatoria.
Una risita suave se me escapa.
—Las vueltas que da la vida —digo, una vez que soy capaz de hablar, en tono juguetón—. Un día estás siendo un imbécil con ella frente a todo el bachillerato, y al otro estás muriendo de la angustia cuando pasan de las diez, no ha llegado y su teléfono está muerto.
Suspira.
—Tendré que comprar otro teléfono. —La angustia con la que habla me hace apretar los dientes.
—No pienses en eso ahora —digo, prometiéndome a mí mismo que le compré los lentes y un maldito teléfono, y le doy un beso en la sien.'
No sé cuánto tiempo pasa antes de que salgamos de la tina y nos metamos en la regadera para lavarnos las sales de baño del cuerpo; pero, el sol casi ha salido ya para cuando Andrea se queda profundamente dormida junto a mí en la cama.
Yo no puedo hacerlo. Ya le he dejado un mensaje a mi padre diciéndole que tuve un inconveniente y que trabajaré desde casa el día de hoy; pero, de todos modos, no puedo conciliar el sueño todavía.
Me levanto al baño cuando doy un par de vueltas más en la cama y me entretengo recogiendo la ropa que dejamos regada por toda la superficie. La parte meticulosa en mí dobla la mía con cuidado y me detengo en seco cuando empiezo con la de ella.
Los vaqueros están desgastados y zurcidos de la entrepierna y la blusa de tiene unos pequeños agujeros de desgaste en las mangas. El corazón se me hunde en el pecho, pero me obligo a colocarla con cuidado en un montón ordenado. Acto seguido, la tomo y la llevo fuera del baño para colocarla sobre el canasto de la ropa sucia que se encuentra junto al tocador.
El pensamiento de volver a la cama e intentar conciliar el sueño solo es interrumpido por el pequeño vistazo que me hace volver la vista al espejo. Me veo como la mierda, pero de todos modos no aparto los ojos de mi reflejo porque, durante unos instantes, no soy capaz de reconocerme. El hombre que me devuelve la mirada luce como si estuviese a punto de caer de bruces debido al agotamiento, pero, de todos modos, me agrada más que el que veía hace unos meses. Luce más... vivo.
Suspiro y sacudo la cabeza.
Debo volver a la cama.
Algo capta mi atención por el rabillo del ojo y, por instinto, vuelco mi atención hacia el lugar donde dejé los lentes destrozados de Andrea. El plástico del armazón está roto de una bisagra, pero no es eso lo que llama mi atención. Es la plasta blanquecina que parece ser una reparación vieja y meticulosa lo que lo hace.
El corazón se me hunde en el pecho una vez más. Esta vez, la abrumadora sensación de impotencia que me embarga me llena los sentidos del instinto sobreprotector más ridículo del mundo. Uno insistente y odioso que no me deja tranquilo. Que me taladra los sentidos y me hace querer encargarme de que no vuelva a traer nada roto o zurcido jamás.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire con lentitud.
Me digo a mí mismo que voy a hacer algo respecto a todo esto y, con ese pensamiento en la cabeza, me voy de vuelta a la cama.
La única luz que ilumina la estancia es la del televisor encendido —porque he cerrado todas las cortinas para que la luz no entre— y me recuesto junto a Andrea, quien duerme sobre su costado.
La expresión suave y que esboza hace que no pueda reprimir el impulso que siento de apartarle un mechón de cabello lejos del rostro.
—¿Qué me haces, Andrea Roldán? —susurro, envalentonado porque sé que no puede escucharme, pero aterrado por todo lo que despierta en mí, y la contemplo unos instantes más.
Finalmente, el sueño me vence y me acomodo sobre mi costado, de modo que quedo de frente a ella y soy capaz de verla mientras los ojos se me cierran y la pesadez me hace sucumbir ante el cansancio.
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