34
Tengo la vista clavada en el techo de la habitación. Andrea está acurrucada contra mi pecho y la estancia solo es iluminada por el halo suave que emite el televisor encendido.
Hace rato que regresamos a la recámara y pusimos una película. Hace otro tanto que Andrea se quedó dormida y hace una eternidad que dejé de intentar conciliar el sueño. No puedo hacerlo.
He estado muy ocupado dándole vueltas a todo lo que pasó esta noche. A la manera en la que me sentí después de que le hice el amor en la sala. A esta sensación tan intensa que me asfixia y me llena de maneras que no comprendo.
Cierro los ojos y jugueteo distraídamente con un mechón suave de cabello.
¿Qué demonios estás haciendo, Bruno? Me recrimino, pero no soy capaz de responder a esa pregunta. No soy capaz de darle sentido a todo esto que Andrea despierta en mí y que me hace querer cosas que nunca pensé que desearía.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.
—¿Estás despierto? —susurra y, durante un segundo, me sobresalto.
Parpadeo un par de veces.
—Sí —replico, en voz baja—. ¿Sigues sin poder dormir?
Sacude la cabeza, en lo que interpreto como un asentimiento y la acerco un poco más.
—¿Qué es lo que te roba el sueño ahora? —inquiero, porque necesito dejar de pensar en eso que me taladra a mí la cabeza.
Se encoge de hombros.
—No lo sé. Ha sido un día largo —dice, en voz tan baja que apenas puedo escucharla—. No sé cómo haré para ir a trabajar dentro de unas horas.
—No vayas —susurro—. Quédate aquí, conmigo.
—No puedo darme el lujo de faltar —dice, y suena pesarosa.
La frustración que me embarga de pronto es tan repentina como extraña, pero me las arreglo para mantenerla a raya mientras, entre dientes, digo:
—¿Por qué trabajas en ese lugar? ¿Qué te detiene de buscar algo mejor?
No pretendo sonar molesto, pero lo hago y me arrepiento tan pronto como las palabras me abandonan.
Su cuerpo se pone rígido de inmediato y, en ese momento, el ambiente se tensa.
Silencio.
—Andrea, lo lamento —digo, en un susurro arrepentido—. No era lo que quería decir. Es solo que...
Se despereza de mi abrazo y me siento aún más imbécil.
—Buenas noches —dice, tajante y aprieto la mandíbula con fuerza mientras maldigo para mis adentros.
—Andy, por favor. —Sueno patético, pero no me importa...
... Al menos, no demasiado.
Suspira.
—Bruno, solo... déjalo así.
No digo nada. Me quedo aquí, con la vista clavada en el techo, la mandíbula apretada y un nudo de emociones en el pecho.
Dejo escapar un suspiro largo y tenso.
No quiero hacer esto. No de esta manera. Y, al mismo tiempo, necesito que ella sepa que muchas veces no me sale eso de expresar cómo me siento y que suelo ser hiriente sin querer serlo en realidad.
Me aclaro la garganta.
—No sé expresar lo que siento —digo, en voz tan baja, que dudo que haya podido oírme. De todos modos, continúo—: Las cosas terminan saliendo de mi boca de la peor manera posible y la mayoría de las veces no es intencional. —Silencio—. Andrea, no quiero que creas que cuestiono las decisiones que tomas en tu vida. Nunca ha sido así. Nunca va a serlo. A lo que quería llegar con la estupidez que dije, fue a decirte que nada me encantaría más que pasar un día entero enredado en la cama contigo. —De pronto, las palabras salen a borbotones—: Y no necesariamente haciendo el amor, sino viendo películas, ordenando comida a domicilio para comer aquí, tumbados en la cama... —Me detengo unos instantes—. Me gusta estar contigo, Liendre. Más de lo que me gusta estar con muchas personas. Eso era lo único que trataba de decir.
—A mí también me gusta estar contigo, Bruno —dice, con un hilo de voz y el corazón se me calienta con una sensación desconocida y aterradora. Dulce y apabullante al mismo tiempo.
El silencio que nos engulle luego de eso es tan espeso que, durante unos instantes, creo que se ha quedado dormida; sin embargo, cuando se acurruca de nuevo contra mí, no puedo evitar preguntar:
—¿Estás dormida?
Sacude la cabeza en una negativa.
—Adormilada, solamente.
Otro largo instante de silencio.
—¿Puedo preguntar algo? —digo, porque, de pronto, las ganas de seguir conversando con ella son más grandes de las que tengo de dormir.
Ella tararea un asentimiento.
—No tienes que responder si crees que es muy personal —digo, porque la única cosa que me viene a la cabeza es cuestionar algo que realmente no me incumbe—, pero... ¿Puedo saber por qué terminaste con tu compromiso? La verdadera razón, quiero decir.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan largo, que, por un momento, deseo retractarme de lo que he dicho; sin embargo, ella habla antes de que pueda decir nada:
—Era un hombre abusivo. —Suena serena y tranquila mientras habla; como si fuese algo con lo que ya ha hecho su paz, pese a que es evidente que aún le afecta un poco—. Por supuesto, es muy fácil decirlo de esa manera y no preguntarse cómo demonios llegué a comprometerme con un hombre abusivo. —Suspira—. Y es que la verdad es bastante complicado. No siempre fue de esa manera. Y, cuando empezó, eran cosas diminutas. Pequeñas. Imperceptibles... —La irritación que me provoca escucharle decir eso me hace apretar la mandíbula con fuerza—. Cuando me di cuenta, ya controlaba hasta la manera en la que me vestía y me hacía sentir tan miserable todo el tiempo, que no sabía cómo vivir en mi propia piel.
La irritación se transforma rápido en algo más oscuro y trato, desesperadamente, de detenerlo sin éxito.
Hijo de puta.
—No fue hasta que... —Traga duro—. Hasta que me abofeteó luego de lastimarme mientras intentábamos... —No hace falta que diga más. No quiero que lo haga. Voy a enloquecer si lo hace. Suspira—. No fue hasta ese momento que me di cuenta de que no podía quedarme. —Hace una pausa—. Recuerdo que, luego de eso, me pidió que lo acompañara a una reunión familiar. No quería ir, por supuesto, pero no sabía cómo decirle que no. Le tenía tanto miedo... —Niega con la cabeza—. Recuerdo que llegó más temprano de lo acordado. Siempre lo hacía. Le gustaba asegurarse de tener oportunidad de aprobar lo que iba a ponerme.
Le acaricio un brazo en un gesto conciliador, solo porque se queda callada durante unos largos instantes.
—Mi mamá estaba en la cocina, preparando algo para la comida —continúa—. Mi papá estaba viendo el fútbol en su recámara, así que estábamos solos para cuando salí a la sala, lista para marcharnos. —Me acaricia el pecho desnudo de manera distraída—. Se puso furioso en el instante en el que me vio. Me dijo que era sinvergüenza si me atrevía siquiera a pensar que la blusa que llevaba era adecuada para salir a la calle. —Se aclara la garganta—.Era de botones, para nada escotada, y de todos modos estábamos teniendo una discusión monumental respecto a mi decencia y el respeto que se suponía que le debía.
Las manos me queman por estrellarlas en puños contra el rostro del imbécil de Arturo, pero me las arreglo para seguir escuchando lo que Andrea tiene que decir. Me las arreglo para tragarme enteras las ganas que tengo de romper algo.
—No sé qué pasó, o cómo fue que ocurrió, pero, cuando me di cuenta, me había empujado contra un mueble. Fue entonces cuando tuve la certeza definitiva de que no podía casarme con él. De que no me amaba y que, si así se comportaba antes de hacer una vida juntos, solo podía esperar algo peor si accedía a casarme.
No puedo pensar con claridad. La ira que me escuece por dentro es tan intensa que apenas puedo contener las ganas que tengo de golpear algo. De pedirle que me diga donde vive para ir a molerlo a golpes, por poco hombre.
—Imagino que se lo tomó fatal cuando terminaste con todo —digo, con la voz enronquecida por las emociones, pero no puedo evitarlo. Estoy que me lleva el diablo.
—No le di la oportunidad de tomárselo fatal —dice y su declaración capta mi atención por completo.
—¿A qué te refieres?
Suelta un suspiro largo.
—Sabía que, cuando sucediera, iba a ponerse furioso. Y más a tan poco tiempo de la boda. —Suena ligeramente turbada mientras habla, como si el recuerdo le causara repelús—. Sabía, también, que no iba a contar con el apoyo de nadie. Que mis padres se pondrían como locos y me harían la vida imposible hasta conseguir que me casara con él; así que, la decisión iba a significar hacer algo drástico. Y doloroso.
La aprieto contra mí un poco más, solo porque su voz se quiebra un poco, como si los recuerdos estuviesen tomando lo mejor de ella.
—¿Qué hiciste?
Silencio.
—Le pedí ayuda a Génesis —dice y, de pronto, el sonido de su voz se vuelve cálido; como si le guardase un particular cariño al momento que evoca en su memoria—. En ese entonces, ella tenía ya tiempo trabajando en un despacho contable y yo acababa de entrar a la empresa en la que trabajé hasta hace poco. Entre ambas teníamos la oportunidad de independizarnos de nuestras familias si lo hacíamos juntas, y lo hablamos muchas veces, incluso antes de que me comprometiera con Arturo; es por eso que se lo propuse. Le conté lo que estaba ocurriendo y le dije que no podía quedarme en casa de mis padres una vez que todo terminara. Además, le tenía tanto miedo a ese hombre que lo único que quería era desaparecer. Irme a vivir a un lugar que él no conociera.
Siento que me voy a reventar la mandíbula de tan fuerte que la aprieto y no puedo dejar de imaginarme a una Andrea más joven, inocente e inexperta, aterrorizada de un imbécil con esperma en lugar de cerebro.
—Ella se encargó de todo. Buscó el departamento en una zona que nos quedara bien a las dos, dio el depósito y me hizo el favor de ir a comprarme un colchón matrimonial para no dormir en el suelo —continúa—. Cuando me dijo que sus maletas estaban listas, hice las mías, cité a Arturo para vernos en una plaza que me quedaba cerca del trabajo y me fui a trabajar al día siguiente muy temprano por la mañana. Una vez en la oficina, le llamé a Sergio, mi mejor amigo, y le dije que necesitaba que fuera a la plaza a la hora de mi cita con Arturo, con muchos chicos, para intimidarlo. —Mientras habla, no puedo dejar de imaginármela asustada hasta la mierda, planeándolo todo a la perfección—. Le dije que iba a terminar con mi compromiso, pero que estaba aterrada y que necesitaba que estuviese ahí, cerca, por si cualquier cosa sucedía. Estaba segura de que en un lugar público, jamás haría nada; pero no quería arriesgarme.
Otro silencio.
—¿Qué pasó después? —inquiero, solo porque necesito saber que el hijo de puta no le hizo daño. Que no se atrevió a ponerle un solo dedo encima.
—Hice mi día como si nada pasara —replica, con un hilo de voz—. Como si por dentro no estuviese carcomiéndome la angustia... —Traga duro—. Al salir del trabajo, llamé a Génesis. Ella sabía a la perfección lo que pasaría. De hecho, también llegaría a la plaza, porque había decidido acompañarme a recoger mis cosas a casa de mis padres.
—¿Ese mismo día?
Asiente.
—Si me quedaba en casa de mis padres aunque solo fuera una noche, me habrían doblegado la voluntad. Me habrían hecho desistir de mi decisión.
Suspiro, frustrado también con sus padres.
—Recuerdo que, al salir, recogí mis cosas, le llamé a Sergio solo para asegurarme de que él también iba en camino y tomé un autobús en dirección hacia la plaza —dice, al cabo de unos instantes—. Cuando llegué, volví a llamar a mi mejor amigo. No tenía pensado entrar a ese lugar sin que él y sus amigos estuviesen ahí.
—Decisión sensata —comento y ella suelta una risita nerviosa que aligera el ambiente.
Se aclara la garganta.
—Afortunadamente, Sergio es un chico muy puntual y ya estaba ahí para cuando yo llegué —continúa, y no puedo evitar sentir un poco de curiosidad por el tipo ese. Sergio—. De todos modos, esperé unos minutos afuera del lugar, solo porque necesitaba armarme de valor.
La abrazo un poco más y recargo la mejilla en su frente. En respuesta, ella se arrebuja más cerca y me echa una pierna por encima de las caderas.
—Génesis me mandó un mensaje diciéndome que había llegado justo antes de que me armara de valor para entrar a la plaza para encaminarme al café en el que había quedado con Arturo —dice, en voz baja—. Ya tenía una llamada perdida suya antes de llegar al establecimiento. Lo recuerdo bien. —El humor en su voz solo consigue que la punzada de oscura irritación que me embarga, se acentúe. Quiero moler a palos a ese sujeto; sin embargo, me obligo a mantenerme atento a lo que dice—: Ya estaba enojado para cuando me senté en la mesa que eligió para nosotros, y no dejó de refunfuñar hasta que la mesera llegó a preguntarnos qué íbamos a tomar. —Suspira—. Él ordenó un café y se molestó todavía más cuando dije que no quería nada. El resto, es como un borrón en mi memoria. —Sacude la cabeza en un gesto confundido—. No recuerdo cómo inicié la conversación. Solo recuerdo que me quité el anillo, lo dejé sobre la mesa, frente a él, y le dije que no podía más. Que la boda había sido una decisión precipitada y que necesitaba terminar con lo nuestro.
Tengo un nudo en el estómago, pero no me atrevo a romper el silencio largo que, de pronto, nos invade.
—Jamás lo había visto así de... desencajado. Y me dio tanto miedo, que solo quería levantarme de esa mesa y salir corriendo —dice, con la voz entrecortada por las emociones y la estrujo un poco más—. Me pidió que fuéramos a hablar a otro lugar. Me dio que lo pensara bien, porque todo en esta vida tenía consecuencias y que a mí no me gustaría pagar las de esa decisión...
Voy a matarlo.
Voy a golpearlo tanto, que voy a terminar asesinándolo si vuelvo a topármelo de frente una vez más.
—Solo recuerdo que temblaba. De pies a cabeza —dice—. No había una parte de mi cuerpo que no estuviese tensa y sentía que iba a vomitarme encima. No sé cómo le hice para levantarme de esa mesa y alejarme.
—¿Te siguió? —inquiero, con la voz enronquecida y ella asiente.
—Cuando lo hizo, Sergio y sus amigos lo interceptaron —me cuenta—. Por supuesto, no hizo nada cuando se vio amedrentado. Solo dijo que iba a dejarme enfriar la cabeza y que luego hablaríamos. Yo le dije que no había nada que hablar, que ya no quería seguir y que no quería que me buscara más, y me fui de ahí acompañada de Génesis y escoltada por Sergio y sus amigos.
Dejo escapar el aire que no sabía que contenía.
—Después de eso, fuimos a casa de mis papás por mis cosas. —Suelta una risita carente de humor—. Por supuesto, cuando llegué, ellos ya estaban enterados de lo que había pasado. Arturo les había llamado para contárselos, así que me ahorró las explicaciones.
—¿Les dijiste lo mierda que era contigo?
—Todo.
—¿Y qué dijeron?
—Que lo hacía porque me quería. Que los celos eran algo natural y debía comprenderlo. —Suelta un bufido—. Fue cuando me di cuenta de que solo perdía el tiempo tratando de explicarme y fui por mis cosas. —La risa que ahora le abandona es más ansiosa que la anterior—. A mi papá casi le da un infarto de lo enojado que estaba y yo estaba tan aterrada, que apenas puedo entender cómo diablos fue que salí de ahí caminando y no arrastrándome de lo paralizada que me sentía.
—¿Se enojaron contigo?
—Muchísimo —afirma—. Mi papá me gritó, mientras me subía al coche de Génesis, que si me iba nunca más iba a poder poner un pie en su casa. Mi mamá solo lloraba. Lloraba mucho.
Otro silencio.
—Esa noche, cuando llegué al apartamento que alquilamos, lloré como Magdalena. No podía dejar de hacerlo. ¿Cómo iba a poder? Creía que amaba al hombre con el que acababa de terminar una relación. Pese a todo, creía que estaba enamorada de él y me dolía muchísimo tener que dejarlo. Tenerle miedo. —Sacude la cabeza, como quien trata de ahuyentar un recuerdo terriblemente doloroso—. Y a eso había que sumarle lo que había pasado en casa de mis padres... —Suspira—. Me sentía miserable. Tanto, que empecé a temer por mí. Por mi integridad... Génesis no tardó demasiado en sugerirme el ir con un psicólogo y no pasaron ni siquiera dos semanas desde que abandoné la casa de mis padres cuando ya había asistido a mi primera terapia.
El alivio que me traen sus palabras es indescriptible. Balsámico.
—Y por supuesto que todavía me sentía miserable a ratos, y extrañaba a mis padres, a Arturo, y a toda esa seguridad que me daba esa vida que ya conocía —dice, con suavidad—. Con todo y eso, entendía que así debían ser las cosas y que no había nada que pudiera hacer para cambiarlas. No, sin dañarme a mí misma. Así que decidí... seguir.
—¿Arturo no volvió a buscarte?
—Oh, claro que lo hizo —afirma—. Tuve que cambiar mi teléfono porque no paraba de llamarme. De alguna manera, una semana antes de la fecha de nuestra boda, encontró el lugar al que me había mudado con Génesis e iba a buscarme de madrugada a exigirme que volviera con él. Una vez, fue tan borracho, que se le ocurrió decirme que iba a matarme si lo dejaba.
Se me van a reventar los intestinos en cualquier momento debido a la ira incontrolable que amenaza con acabar con mi autocontrol.
—Tuve que amenazarlo con ponerle una orden de restricción y decirle a toda su familia la clase de basura que era —dice, ajena a la furia que amenaza con consumirme hasta los cimientos—. Para ese momento, me había enterado de que nadie de su familia sabía sobre nuestra ruptura y ya habían pasado casi un mes. Así que lo amenacé con ello. Por supuesto, no tuvo más remedio que acceder y dejarme tranquila. —Hace una pausa—. De todos modos, luego de eso, Génesis y yo nos mudamos una vez más, por si las dudas; y no volví a tener contacto con mis padres, ni ningún miembro de mi familia hasta un año después, cuando la psicóloga lo sugirió.
—¿Y Arturo? ¿Siguió insistiendo?
—No directamente. Pregunta por mí a mis papás de vez en cuando, pero ya no ha intentado contactarme. Gracias al cielo.
No podría estar más de acuerdo. Gracias al cielo.
—Me alegro. De verdad no sabes cuánto. El tipo es un pedazo de mierda.
Ella suelta una pequeña risa.
—En definitiva lo es.
—La próxima vez que lo vea, me aseguraré de que se disculpe contigo por ser un completo hijo de puta.
Esta vez, el sonido que escapa de su garganta es más ligero que el anterior. Burbujeante.
—Esperemos que no haya próxima vez, por favor —ella masculla y la atraigo más cerca.
—Por su propio bien, Liendre, espero que así sea —sentencio y, entonces, la beso en la sien.
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