33

No puedo dormir.

Hace un largo rato que llegamos al pent-house —tanto que se siente como una eternidad— y, de todos modos, no puedo conciliar el sueño.

Bruno se quedó dormido —pese a su entusiasmo de llegar a casa— después de que se metió en la ducha y pusimos una película en el televisor de la recámara. Luego de verla de principio a fin y poner otra, decido apagar el televisor e intentar dormir un poco.

Pasa de la una y media de la madrugada cuando decido que es imposible conseguirlo y me levanto de la cama.

Me llevo conmigo un libro y me pongo los anteojos una vez más antes de salir por el pasillo hasta la sala.

Mi primer impulso es salir a leer a la terraza, pero ya ha empezado a refrescar. El clima se ha enfriado un poco ahora que el temporal de lluvias ha terminado y el otoño está a la vuelta de la esquina, es por eso que decido quedarme dentro del apartamento y me adentro en el estudio en el que Bruno trabaja cuando está en casa. Cuando enciendo las lámparas que proyectan luz cálida y suave en toda la estancia, soy capaz de ver los rastros de él por todos lados.

Hay un saco colgado en el perchero, y, cuando me acerco al escritorio, me encuentro con unas cuantas carpetas acomodadas metódicamente sobre el material. Una MacBook Pro —que, estoy segura, cuesta una cantidad considerable— descansa al centro de todo y me instalo en la silla en la que hicimos el amor hace apenas unas noches para hojear el libro que traje conmigo.

Suspiro cuando no soy capaz de concentrarme y me encamino hacia la salida de la estancia —luego de apagar las luces que encendí a mi paso.

Al llegar a la sala, me acerco al enorme ventanal, ahora cubierto en su totalidad con un par de pesadas cortinas, y las corro un poco. Lo suficiente como para que un haz de luz de luna se filtre en la estancia y pinte la penumbra de sombras azules y blancuzcas.

Las luces de la ciudad se ven impresionantes desde aquí y me quedo sin aliento ante la preciosa imagen de la luna medio cubierta por las nubes. Estoy agotada, pero no puedo dormir. No puedo concentrarme en nada. No puedo hacer otra cosa más que recapitular una y otra vez el día tan extraño que tuve.

La mortificación que me provoca el ser consciente de lo que ahora sabe Bruno Ranieri sobre mí, es casi tan grande como el alivio que me da el saber que encontró los juguetes y no las copias que tengo sobre todo lo relacionado con la demanda.

No sé qué habría hecho si hubiera sido así. No hay otra cosa que me agobie más que la idea de que crean que soy una ladrona. Que no tengo principios y que estoy hasta el cuello en problemas por ello.

Deberías decirle. Me susurra el subconsciente, pero lo empujo lejos tan pronto como comienza a hacerlo.

No puedo decirle a Bruno acerca de la demanda. No sé cómo reaccionaría a ello y la verdad es que la sola idea me horroriza. Creyó que estaba yendo demasiado lejos cuando le dije que hubiera sido lindo que me invitara a acompañarlo al festejo de su hermano; no quiero ni pensar en cómo se sentirá si, de buenas a primeras, le cuento sobre la montaña de problemas que cargo a cuestas.

No quiero ni pensar en lo obligado que se sentiría a tener que ayudarme. No puedo permitir que eso pase. No puedo dejar que Bruno, solo porque tenemos algo, se vea en la obligación de hacer algo por mí.

Cierro los ojos con fuerza.

Una oleada de ansiedad me embarga tan pronto como todo lo que ha pasado vuelve a mi memoria como una insidiosa retahíla, y quiero gritar. Quiero deshacerme de esta sensación de pesadez que me provoca.

—¿Qué haces ahí? —La voz amodorrada de Bruno hace que pegue un salto en mi lugar y me gire con brusquedad para encararlo.

Está de pie justo al inicio del pasillo. Viste únicamente un short que luce cómodo y tiene el cabello enmarañado por la postura en la que estaba dormido. Lleva un ojo cerrado y el otro abierto, y me mira con aturdimiento y confusión.

—Me asustaste —digo, en un susurro bajo, para luego añadir—: No puedo dormir.

Parpadea un par de veces mientras me observa a detalle.

—¿Qué ocurre? —dice, y suena tan cálido y amable, que el corazón se me estruja.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—Nada.

—Mentirosa.

Una sonrisa se dibuja en mis labios y me abrazo a mí misma.

—Es solo que... —Suspiro—. Ni siquiera yo sé qué ocurre.

—¿Es sobre lo que pasó con tu exnovio? —inquiere, con suavidad, pero sacudo la cabeza en una negativa tan pronto como las palabras lo abandonan.

—No —replico, contundente—. Arturo ya no tiene ese poder sobre mí. —Sonrío, aliviada—. Gracias al cielo.

Él sonríe, también.

—¿Es sobre lo que encontré esta tarde?

—No... —Bufo—. Sí... No lo sé. —Dejo escapar el aire en un suspiro frustrado.

—Quizás tiene que ver con lo que me contaste sobre ti. —Se aventura a adivinar, pero suena más a afirmación que a otra cosa y yo no puedo hacer más que morderme la parte interna de la mejilla.

Él se acerca a paso lento, pero decidido.

No puedo mirarlo así que bajo la vista a mis pies descalzos y, cuando está frente a mí, me pone un dedo en la barbilla y me obliga a mirarlo.

—Me habría encantado saberlo antes. A tiempo —dice, en un susurro suave y ronco—. Para ser cuidadoso. —Me mira a los ojos antes de acercarse un poco más—. Pero eso es todo. No hay nada de malo. Deja de angustiarte.

Cierro los ojos y dejo escapar el aire con lentitud.

—Debes pensar que soy...

—Lo único que pienso sobre ti, Andrea Roldán —me interrumpe y guarda silencio unos instantes; como si estuviese debatiéndose si debe o no decir lo que tiene en la punta de la lengua; pero, al cabo de unos instantes que me parecen eternos, termina—: es que eres hermosa.

Abro los ojos para encontrarme con su cercanía. Con su nariz rozando la mía con suavidad y su aliento mezclándose con la tibieza del mío.

—Dulce —murmura y cierro los ojos—. Bondadosa.

Sus labios se unen a los míos en un beso suave y profundo. Su lengua encuentra la mía en el camino y le pongo las manos sobre la mandíbula áspera por el vello facial.

El contacto me sabe a seguridad. A tranquilidad. A alivio y algo más... Algo cálido... y aterrador.

Sus brazos se envuelven a mi alrededor con suavidad y me atrae cerca. La familiaridad de su contacto hace que, pronto, me encuentre envolviendo los dedos entre las hebras despeinadas de su cabello.

Cuando nos apartamos, une su frente a la mía y me acaricia la mejilla con los nudillos.

—¿Quién lo iba a decir? —murmura y, pese a que no puedo verlo, soy capaz de escuchar la sonrisa en su voz. Ese sonido divertido que emiten las personas cuando están diciendo algo con una sonrisa reprimida.

Me aparto un poco, para verlo a los ojos.

—¿Quién iba a decir, qué?

Su mirada se oscurece varios tonos. Su gesto se pone serio, de pronto y un escalofrío me recorre entera cuando, de manera posesiva, me atrae un poco más hacia él; de modo que su rodilla queda instalada entre mis piernas.

—Que iba a gustarme tanto la perspectiva de ser el primero —susurra, con la voz enronquecida y el corazón me da un tropiezo—. Tu primero.

—Engreído de mierda —mascullo y él suelta una risita tan absurda y dulce, que no puedo evitar reír con él.

—¿Qué se siente?

—¿El qué?

—¿Que te guste un engreído de mierda?

Hago un mohín, pero él me abraza aún más fuerte.

—No me gustas tanto —mascullo y él me pone la frente en la sien para acariciarme la mejilla con la punta de la nariz.

—Admítelo. Sé que te gusto —dice, arrogante e insufrible como siempre y reprimo una sonrisa irritada.

—Si ya lo sabes, ¿para qué necesitas que te lo diga? —refuto.

Se aparta de mí y me mira a los ojos. Entonces, en voz baja, susurra:

—Porque me gustaría escucharlo de tu boca.

Un nudo de algo cálido me atenaza las entrañas.

—Me gustas, Bruno Ranieri —digo, con un hilo de voz y él me mira fijo, con expresión intensa y abrumadora.

—Y tú me encantas, Andrea Roldán.

Un maremoto de emociones colisiona en mi interior. El corazón se me estruja con violencia y un escalofrío me recorre entera.

Acto seguido, me besa. Me besa largo y tendido, hasta que los labios me arden y me siento mareada por la avidez de nuestro contacto. Entonces —solo entonces—, desliza su tacto por mis costados en una caricia suave.

Ha hecho esto muchas veces. Tantas, que no puedo contarlas; sin embargo, esta vez, no sé por qué se siente así de diferente. Por qué hay algo nuevo en la forma en la que sus palmas trazan caminos suaves por cada curva existente en mi cuerpo. Por qué hay algo distinto en la forma en la que me besa; como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacerlo y, al mismo tiempo, como si eso no fuese suficiente.

Un suspiro roto se me escapa de los labios cuando los suyos trazan un camino ardiente desde mi mandíbula hasta el punto en el que se une con mi cuello, y todo se vuelve difuso.

Un nudo de algo familiar me atenaza las entrañas cuando sube los labios a mi oído y, luego, susurra:

—¿Qué demonios es lo que me haces?

Deslizo mis manos por su pecho y él me besa el cuello una vez más antes de apartarse para mirarme a los ojos. En el proceso, me aparta un mechón de cabello lejos del rostro.

Yo no puedo contenerme y planto mis labios sobre los suyos. Es un beso fuerte, ávido y él gruñe contra mis labios para atraerme cerca. Tanto, que no hay espacio alguno entre nuestros cuerpos.

Un suspiro entrecortado se me escapa cuando deja una estela de besos ardientes por mi mandíbula y baja hasta llegar a mis clavículas. Cuando vuelve a besarme en la boca, sus manos viajan hasta la curva de mi trasero y lo acarician con firmeza antes de anclarse en mis muslos. Acto seguido, me levanta del suelo y me hace envolverle las piernas alrededor de las caderas.

Bruno avanza conmigo a cuestas —como si pesara nada— y me deposita entre los mullidos cojines del sillón más cercano, al tiempo que se recuesta sobre mí.

—¿Por qué demonios eres tan bonita? —susurra, antes de besarme y el aire se fuga por completo de mis pulmones en ese momento.

La manera en la que sus labios me besan me deja sin aliento y no puedo pensar. No puedo hacer otra cosa más que sentir lo que me hace. Lo que me provoca. Este calor intenso en el pecho que no me permite concentrarme. Esta emoción abrumadora que no deja de gritarme al oído que necesito más de él.

Todo, si es posible.

Sus manos se deslizan por debajo de la remera grande que tomé prestada de su armario y sus yemas me rozan la piel de los costados hasta que se apoderan de mis pechos con suavidad.

Las caricias son familiares y distintas al mismo tiempo.

Más dulces.

Más abrumadoras.

Mis dedos temblorosos viajan por sus costados hasta que soy capaz de acariciarle el pecho y subir las manos hasta su nunca, donde lo sostengo para mí.

Sus labios se apartan de los míos y, en un susurro arrebatado, murmura algo que no logro entender. Acto seguido, se deshace del material de la remera y vuelve a besarme. La sensación de su piel contra la mía es tan cálida como agradable y, cuando sus besos descienden con lentitud hasta el hueco entre mis pechos, todo el aire que contenía en los pulmones se me escapa.

Me mira a los ojos. La manera en la que me observa hace que un escalofrío me recorra entera, y no hace falta que diga nada para hacerme sentir como si fuese la mujer más bonita que ha visto en su vida.

—¿Cómo es que me gustas tanto? —musita, pero suena como si hablase solo para él.

No me da oportunidad de responder, ya que, en ese momento, sus labios se cierran alrededor de uno de mis pechos y un sonido suave se me escapa de la garganta.

Tengo la mandíbula apretada, la espalda arqueada y el pulso me golpea con violencia contra las orejas. La sangre me corre por las venas a toda velocidad y estoy convencida de que voy a estallar si sigue torturándome de esta forma.

Un sonido roto me abandona cuando sus labios abandonan la tarea impuesta y se apoderan de mi otro pecho.

Esta vez, cuando lo hace, no puedo evitar enredar los dedos entre las hebras oscuras de su cabello. Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de ellas, y reprimo un gemido cuando, con las manos extendidas, me acaricia los muslos con lentitud.

Sus dedos se aferran al borde del dobladillo del short que llevo puesto y tiran de él con suavidad. Yo, de inmediato, desenredo las piernas de sus caderas y alzo las mías para permitirle deslizar el material fuera de mi cuerpo.

Sus labios descienden de mi pecho a mi ombligo, dejando una estela ardiente a su paso y bajan un poco más hasta que, inevitablemente, se encuentran con el borde de las austeras bragas de algodón que, por comodidad, decidí ponerme para dormir.

Sus pulgares se enganchan en el material suave que me cubre y, sin más, lo deslizan con lentitud hasta que logra deshacerse de él por completo. Entonces, tira de mí para colocarme en el borde del sillón, con las caderas alzadas en el reposabrazos y las piernas abiertas; completamente expuesta ante él.

Acto seguido, de arrodilla...

... Y, entonces, me besa.

Ahí.

Un gemido entrecortado se me escapa. El placer arrollador me envía al borde de mis cabales en un abrir y cerrar de ojos, y le pongo las manos en la cabeza para apartarlo. Para acercarlo. Todavía no lo sé.

La tensión de todo mi cuerpo incrementa con cada segundo que pasa y algo comienza a construirse en mi vientre.

Un balbuceo incoherente se me escapa cuando uno de sus dedos se desliza en mi interior, al tiempo que su lengua hace un movimiento particularmente abrumador.

Estoy a punto de estallar. La sensación previa al orgasmo comienza a invadirme y, de pronto, me encuentro levantando las caderas. Bruno me sostiene ahí para él cuando trato de apartarlo y un sonido tembloroso se me escapa cuando cambia el ritmo de su caricia.

—¡B-Bruno! —Se me escapa en medio de los sonidos involuntarios que brotan de mi garganta y él gruñe contra mí antes de que todo el mundo se vuelva difuso y el orgasmo demoledor me envuelva por completo.

Cuando se aparta y me ayuda a incorporarme en una posición sentada —sobre el reposabrazos—, me besa la punta de la nariz y murmura:

—Ahora regreso.

Acto seguido, se marcha y me deja aquí, aún mareada por la intensidad de nuestro encuentro.

No le toma mucho tiempo regresar con un cuadro de aluminio entre los dedos antes de volver a instalarse entre mis piernas para besarme.

Su mano se desliza para tomarme por la nuca y me sostiene mientras sus labios encuentran los míos en un beso lento, profundo y pausado.

Cuando mis manos viajan por las ondulaciones de su torso hasta el borde del short que lleva puesto, mi labio es atrapado entre sus dientes; sin embargo, no es hasta que empujo el material hasta que este cae al suelo en un halo a sus pies, que mordisquea la piel de la zona.

Una sonrisa boba se desliza en mi boca cuando me doy cuenta de que no lleva ropa interior y él gruñe contra mi boca cuando lo envuelvo entre mis dedos y comienzo a acariciarlo.

Bruno me besa el cuello mientras deslizo mi tacto por su longitud y mis labios se abren en un grito silencioso cuando sus dedos buscan entre mis pliegues.

Besos suaves y caricias dulces son desperdigadas por todas partes y, cuando menos lo espero, ya me encuentro de nuevo jadeando ante lo que me hace.

Su boca recorre senderos enteros por mis clavículas y se detiene un segundo en el hueso que sobre sale de ellas para lamerlo. Un suspiro roto me abandona cuando, en el proceso, desliza uno de sus dedos en mi interior, y no puedo pensar como una persona normal cuando presiona su pulgar contra mi punto más sensible.

El nudo de placer que comienza a atenazarme los músculos es casi tan abrumador como el escalofrío que me recorre entera al sentir la respiración de Bruno contra mi oreja.

—Bruno, p-por favor... —pido y él gruñe una maldición antes de apartarse de mí con brusquedad.

Acto seguido, toma el preservativo, desgarra el empaque y se lo pone con dedos expertos.

Cuando se instala entre mis piernas y se acomoda en mi entrada —luego de acomodarme al filo del reposabrazos—, me pone una mano en la barbilla y me obliga a mirarlo a los ojos.

—Si alguna vez te hago daño, vas a decírmelo, ¿no es así? —dice, con la voz enronquecida y yo asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.

Sus ojos buscan algo en los míos y todo dentro de mí se estremece cuando veo algo distinto en ellos. Algo que me provoca una sensación abrumadora en el pecho. Acto seguido, me besa una vez más y, uniendo su frente a la mía, se hunde en mí con lentitud.

Por primera vez desde que empezamos esto, no hay dolor alguno. Ni siquiera incomodidad. Solo está él, llenándome entera y yo, tratando de acostumbrarme a la intrusión. A su tamaño.

Un suspiro roto me abandona cuando, con delicadeza, me levanta un poco y nos acomoda de modo que soy capaz de sentirlo llenarme desde otro ángulo. Uno más cómodo y llevadero. Él me obliga a mirarlo a los ojos y, sin decir nada, comienza a moverse.

Un gemido ronco se me escapa cuando une su frente a la mía y nuestras respiraciones se mezclan. La sensación intensa y placentera que me embarga mientras se mueve contra mí es tan abrumadora, que no puedo pensar en nada más.

Bruno murmura contra mis labios lo bonita que le parezco y un sonido particularmente ruidoso me abandona cuando cambia el ángulo en el que nos encontramos.

Un beso arrebatado y ardiente es arrancado de mi boca y me aferro a él envolviendo los brazos alrededor de sus hombros fuertes y cálidos.

Un sonido particularmente escandaloso brota de mis labios cuando el ritmo en el que nos encontramos cambia y Bruno gruñe antes de decir con los dientes apretados:

—Mírame, preciosa.

Y así lo hago. Abro los ojos para encontrarme de lleno con esa mirada ambarina suya que me vuelve loca. Con ese gesto cálido y vulnerable que esboza cuando me hace el amor.

Lleva los labios entreabiertos y enrojecidos por los besos ávidos de nuestro encuentro, y su respiración es dificultosa.

—Eres la cosa más hermosa que he visto en la vida, ¿sabías eso? —dice, al tiempo que cambia el ritmo de sus envites.

Yo no puedo responder, ya que un latigazo de placer me azota con violencia y me obliga a cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás casi en contra de mi voluntad. Bruno gruñe una vez más y se inclina para mordisquearme el cuello.

Mis uñas se clavan en su espalda cuando me levanta las piernas tomándome de las rodillas y cambia el ángulo en el que nos encontramos.

Mi nombre escapa de sus labios en un resuello entrecortado, pero no logro escuchar qué es lo que dice después porque estoy demasiado ocupada tratando de absorber la sensación previa al orgasmo que me satura los sentidos.

Un grito suave se me escapa, Bruno empuja con más fuerza que antes y, entonces, estallo.

Todo en mi interior se vuelve fuego y líquido cuando el orgasmo me embarga de pies a cabeza. Trato de apartarlo, porque es demasiado, pero él empuja aún más, alargando un poco más el placer incontenible que me embota los sentidos y, acto seguido, se tensa por completo antes de clavarme los dedos en las caderas y empujar unas cuántas veces más.


Cuando, finalmente, sale de mí, une su frente a la mía.

—¿Qué demonios estás haciendo conmigo, Andrea Roldán? —susurra y, luego, me besa.

Yo no soy capaz de responderle. Solo puedo corresponder su gesto. Solo puedo tratar de recuperar el aliento y la cordura.

Lo único que puedo hacer en estos momentos, es tratar de apartar esta cálida sensación que me llena el pecho porque no debo sentirla. No una vez más. No por Bruno Ranieri.





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