32
Bruno se lleva las manos a la cabeza, al tiempo que me da la espalda, en un gesto que hace que la garganta me arda.
La mortificación y la angustia que me llena el cuerpo en el instante en el que lo miro hacer aquello es tan grande, que me duele el pecho. Las lágrimas queman en mis ojos, pero me las arreglo para mantenerme aquí, firme, con el mentón alzado y el gesto inexpresivo.
Se gira de nuevo para encararme. La emoción salvaje que le surca las facciones me provoca un escalofrío y cierro los ojos antes de mojarme los labios con la punta de la lengua.
—¿Por qué?
Suspiro, al tiempo que una nueva oleada de vergüenza me invade.
—P-Porque me daba miedo. —Sacudo la cabeza en una negativa—. Porque no quería una relación y tampoco quería que fuese algo casual. No quería que la primera vez que lo intentara fuese con un completo desconocido.
Lágrimas cálidas me ruedan por las mejillas y me apresuro a limpiarlas.
Él niega con la cabeza.
—No —dice, como si todo lo que acabo de confesarle no tuviese relación con su pregunta—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Me quedo callada.
Durante unos segundos, considero la posibilidad de mentir. De decir que no lo sé. Que no tengo idea..., pero no quiero hacerlo. No puedo seguir haciéndome esto. Cargando con todo para no preocupar al resto del mundo. Minimizando lo que siento solo para no angustiar a los demás.
Trago duro para deshacerme del nudo que tengo en la garganta.
—Porque... —Tomo una inspiración profunda porque me falta el aliento. El corazón me va a hacer un agujero en el pecho, estoy convencida de ello; y, con todo y eso, me las arreglo para intentarlo de nuevo—: El complejo de saberme virgen a los veintiséis era demasiado como para compartirlo con... —Lo señalo, como para puntualizar algo—. Contigo.
Suelta una palabrota y un juramento, al tiempo que gira sobre su eje; como quien no encuentra su lugar en la estancia. Entonces, me encara.
—Andrea, debiste decírmelo.
Un par de lágrimas más me abandonan.
—Lo sé —asiento, mientras las enjugo—. Lo siento.
Algo doloroso atraviesa sus facciones.
De pronto, luce como si estuviese a punto de vomitar. Como si algo estuviese atravesándole el cuerpo de lado a lado.
—¿Te hice daño? —inquiere y, durante unos instantes, no logro entender a qué se refiere; sin embargo, en el momento en el que caigo en la cuenta de lo que trata de decir, mis defensas caen.
Niego con la cabeza.
—No —susurro, porque no es una mentira. Si llegó a doler, hizo que pasara pronto—. Nunca.
En dos zancadas, acorta la distancia que nos separa y me acuna el rostro entre las manos con suavidad.
Acto seguido, sacude con la cabeza, al tiempo que me mira con una angustia que hace que el corazón me duela.
—Maldita sea, Andrea. ¿Por qué demonios no me lo dijiste? —Esta vez, pese a que suena frustrado, su tono es dulce.
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y él las limpia con sus pulgares cuando me ruedan por las mejillas.
Me encojo de hombros, abrumada y me atrae cerca hasta envolverme entre sus brazos fuertes y firmes. Un suspiro roto se me escapa y él me aprieta contra su pecho cálido.
—Fui un bruto —dice, contra mi cabello y niego con la cabeza.
Otra palabrota se le escapa y hundo la cara en el hueco entre su cuello y su hombro.
—Si lo hubiese sabido...
—Bruno —lo corto—, para.
Él suspira, frustrado.
—Fuiste justo lo que necesitaba —digo, sin siquiera pensar en lo que me sale de los labios y siento cómo se tensa unos segundos.
—No es suficiente —medio gruñe.
Una pequeña risita brota de mis labios, pese a que todavía hay lágrimas corriéndome por las mejillas y me aprieta con más fuerza contra su pecho.
—Me siento como un imbécil —masculla y afianzo mi agarre en él.
—No lo hagas —susurro y me besa en la sien.
—Y pensar que yo solo intentaba seducirte —dice, entre dientes y otra risotada se me escapa.
—De haberlo sabido, no abro la boca —me quejo y él ríe con suavidad.
Silencio.
—¿Alguna vez te he lastimado? —inquiere, en voz baja, al cabo de unos instantes.
—Nunca.
—¿Ni siquiera anoche?
—Mucho menos anoche —me aseguro de puntualizar y lo siento relajarse un poco.
—Déjame llevarte a cenar —susurra, al cabo de un largo rato—. Déjame enmendar el mal trago que te acabo de hacer pasar.
—No es necesario —digo, pero la idea de salir de aquí con él me parece de lo más tentadora.
—Sé que no, pero me gustaría hacerlo —replica y todo dentro de mí se calienta.
—De acuerdo —digo, al cabo de unos instantes de silencio—. Solo... necesito una ducha.
Él asiente, pero no me deja ir de inmediato.
Finalmente, cuando nos apartamos, esbozo una sonrisa suave antes de anunciar mi partida hacia el cuarto de baño.
Bruno se queda ahí, en la cocina, mientras hago mi camino hacia la habitación.
***
Para cuando pedimos la cuenta en la pequeña cenaduría a la que he convencido a Bruno de ir a cenar, me siento mucho mejor. Mi estado de ánimo es más ligero que hace un rato que salimos del pent-house, y mucho se lo atribuyo a que Bruno se ha dedicado a cumplirme hasta el más mínimo de los caprichos.
Luego de la ducha rápida y de vestirme más rápido de lo que jamás creí posible, Bruno insistió en que fuéramos a algún restaurante de Chapultepec; pero la verdad es que a mí me apetecía venir a este lugar.
Su cara cuando sugerí venir a la colonia donde viven mis padres a buscar algo de pozole o un par de enchiladas casi me hizo sentir culpable de siquiera sugerirlo; pero, luego de una discusión acalorada, un mohín y un beso largo en el estacionamiento del edificio, accedió a traerme.
El lugar está lleno de gente porque es domingo y el local está casi frente a la parroquia de la comunidad a la que pertenecen mis papás. Afortunadamente para mí, mis padres —así como todas esas personas que ahora son indeseables en mi vida— van sin falta alguna a la misa del mediodía; así que no hay peligro alguno de toparme con nadie ahora que pasan de las ocho de la noche.
Casi sentí remordimiento de conciencia cuando pasamos a unas calles de donde viven mis papás y ni siquiera hice el menor intento de pedirle a Bruno que se desviara para pasar a saludarlos; sin embargo, luego de haberme recordado hasta el cansancio que lo que menos quiere Bruno es conocer a mis padres, me convencí que había hecho lo correcto al no comentar nada y guiar nuestro camino hasta este lugar.
Ahora que hemos cenado y conversado de trivialidades hasta el cansancio, no puedo dejar de sentir que tomamos la decisión correcta al venir aquí.
La sobrina de la dueña —que trabaja como mesera— nos trae la cuenta cuando Bruno está preguntando si se vería demasiado glotón de su parte decir que quiere pasar por un churro espolvoreado de azúcar y canela de afuera del templo, y la chica nos sugiere visitar el puesto junto al atrio, el del señor que tiene vendiendo ahí desde que tengo uso de razón. Yo, sonriendo, asiento en acuerdo a todo lo que dice.
Por supuesto que son los mejores.
Bruno paga la cena sin siquiera dejarme protestar y masculla algo sobre dejarme comprarle un churro cuando vayamos de camino al auto. Cuando la chica se marcha y promete volver para traer el cambio, Bruno anuncia que debe ir al baño y se levanta de la mesa, dejándome sola.
En ese momento, aprovecho para revisar mis mensajes y respondo a Karla y a Génesis antes de que un sonido familiar llegue a mí por la espalda:
—¿Andrea?
Alzo la vista de mi teléfono de golpe y busco, aturdida, al dueño de la voz que me ha llamado. Cuando echo un vistazo hacia atrás, el corazón se me cae a los pies.
Ay, Dios...
Me giro hacia enfrente con lentitud al tiempo que aprieto los puños sobre mis rodillas y cierro los ojos con fuerza unos instantes.
El terror que me invade el cuerpo es tan grande en estos momentos, que no puedo pensar con claridad. Que no puedo hacer otra cosa más que perder el aliento y tratar de recuperarlo; que temblar incontrolablemente mientras caigo en picada en una espiral dolorosa de recuerdos.
Me pongo de pie y tomo mis cosas, al tiempo que me giro con lentitud; como quien hace algo de manera casual y deliberada. Cuando clavo mi vista en él una vez más, me aseguro de regalarle mi mirada más glacial y mi sonrisa más forzada.
La familiar figura de la mujer de edad avanzada que la acompaña me llena el pecho de una sensación distinta. Cálida. Ella, pronto se da cuenta de mi presencia y, mientras se acerca a mí con una sonrisa amable, digo:
—Señora Ruvalcaba —le regalo un asentimiento a manera de saludo y, luego, por cortesía —y de manera seca y golpeada—, digo en dirección al hombre que la sigue—: Arturo.
Él me mira fijo, al tiempo que da un paso más cerca que me eriza los vellos de la nuca.
Aprieto la mandíbula.
—¿Cómo has estado, hija? —La madre de Arturo me saluda, jovial y maternal, como si la ruptura de su hijo conmigo no hubiese sido desastrosa, y la incomodidad crepita por mi cuerpo a una velocidad impresionante.
No puedo culparla por comportarse de esa manera. Ella nunca supo realmente qué fue lo que pasó. Arturo lo mantuvo oculto de su familia hasta el último minuto, y no fue hasta lo amenacé con ponerle una orden de restricción —además de contarle a toda su familia el patán de mierda tan grande que es—, que les contó que nuestro compromiso acabó.
No sé qué les habrá dicho o qué se habrá inventado; pero no me sorprendería enterarme de que no les dijo nada cercano a la verdad.
—Muy bien, gracias. —Asiento, amable, pero guardando mis distancias.
—¿Tus padres? —Ella inquiere, pese a que no he hecho nada para continuar con nuestra interacción.
—Muy bien, también.
—Qué gusto me da. —La señora parece captar de inmediato mi renuencia a hablar y se aclara la garganta antes de abrir la boca para decir algo.
—¿Viniste de visita? —Arturo habla antes de que su madre pueda decir cualquier cosa, y un escalofrío de puro terror me recorre el cuerpo.
Me remuevo, incómoda. No quiero rendirle cuentas sobre lo que hago o no en este lugar, pero tampoco quiero ser maleducada y responderle con una grosería.
—No —replico, respetuosa, pero tajante—. Solo a cenar.
—¿Nos acompañas? —La pregunta de Arturo suena más como una orden que otra cosa y otra oleada de terror me llena el cuerpo, pese a que sé que no puede obligarme a nada.
—¿Acompañarte? ¿A dónde vamos a acompañarte? —La voz cálida y ronca de Bruno me llena los oídos y el corazón se me estruja ante la seguridad que me embarga al sentir su mano en mi espalda; su anatomía cerca de la mía y la firmeza de su presencia a mi lado.
Los ojos de Arturo se clavan en Bruno y, con una sonrisa que no toca sus ojos, dice:
—¿Tú eres...?
—Bruno —Mi acompañante le extiende una mano, todo hombre de negocios—. Su novio.
El aturdimiento que me embarga en el instante en el que lo escucho decir aquello es tan grande que, por unos instantes, no puedo moverme.
Quiero mirarlo. Clavar mis ojos fijamente en él para entender por qué carajos ha dicho eso; sin embargo, me obligo a mantener el gesto inexpresivo mientras Bruno Ranieri se instala a mi lado y se yergue en toda su altura.
De pronto, el chico atento y dulce se marcha para abrirle paso a este hombre estoico e inexpresivo que es cuando recién lo conoces. A este tipo hermético y arrogante que solo consigue hacerte querer sacarle los ojos.
La expresión de Arturo se ensombrece en el instante en el que nota como Bruno me toca; la naturalidad de sus movimientos en mi cuerpo debido a toda esa intimidad que compartimos.
El rubor me enciende las mejillas solo de recordar cuán salvaje fue nuestro encuentro de anoche y cuán dulce ha sido hoy, al escucharme con atención y no juzgarme mientras le hablaba de mi inseguridad más grande.
Parpadeo un par de veces para ahuyentar el hilo extraño que ha comenzado a formarse en mi cerebro y me obligo a enfocarme en el aquí y el ahora.
—La verdad es que nosotros ya nos íbamos —digo, para evitar cualquier clase de confrontación o momento incómodo, y me obligo a mirar a Bruno con una sonrisa jovial. En el fondo, solo espero que sea capaz de ver las pocas ganas que tengo de tener una confrontación.
—Qué gusto verte, Andrea —dice la madre de Arturo, quien parece ser la primera en entender el mensaje; cosa que agradezco.
El alivio que me embarga tan pronto la escucho decir eso, es casi ridículo.
—El gusto es mío, señora —digo, hacia ella, porque de verdad me da gusto saber que está bien; y, entonces, sin siquiera dedicarle una última mirada a Arturo, me encamino hacia la salida con Bruno siguiéndome de cerca. Aún con las puntas de los dedos tocándome la espalda baja; haciéndome consciente de su presencia. De la seguridad que emana.
Cuando el aire fresco de la noche nos da de lleno, casi quiero echarme a correr en dirección al auto de Bruno para marcharnos cuanto antes, pero me obligo a mantenerme serena. A seguir avanzando a ritmo normal.
Bruno camina a mi lado; ahora con ambas manos dentro de los bolsillos de los vaqueros que se puso antes de salir del apartamento.
—Gracias —digo y sueno más afectada de lo que espero.
Silencio.
—¿Por qué?
—Por haberle dicho que eras mi novio.
Clavo mis ojos en él justo a tiempo para verlo relamerse los labios con la lengua.
Se encoge de hombros.
—Es tu exnovio, ¿no es así? —dice, pero ni siquiera me deja responder, ya que continúa—: Te escuché llamarle como él. —Hace una pequeña pausa—. Supuse, al verte así de rígida y al escucharte llamarle por su nombre, que la estabas pasando mal. Por eso lo hice.
Trago el nudo que ha comenzado a formarse en mi garganta.
—Gracias —apenas puedo pronunciar, pero él ya está haciendo un gesto para restarle importancia.
Caminamos en silencio hasta donde ha aparcado su vehículo y, luego de abrirme la puerta del copiloto, se instala en su lugar a mi lado para conducir hacia el pent-house.
Ninguno de los dos habla mientras encausamos en una de las avenidas principales de la ciudad; esa que nos lleva hasta el fraccionamiento donde el edificio se encuentra. Tampoco lo hacemos cuando nos detenemos en una gasolinera a llenar el tanque del vehículo.
No es hasta que viramos hacia una calle poco transitada, que Bruno dice:
—¿Sabes en qué pensaba?
Medio distraída —y medio ansiosa—, lo miro.
—¿En qué?
—En que, si voy a fingir que soy tu novio delante de la gente que te incomoda —se moja los labios—, voy a tener que armar un personaje. —Me regala una mirada rápida y socarrona—. Ya sabes... Propósitos histriónicos.
Parpadeo unas cuantas veces, confundida.
—Se me ocurre que a tu novio ficticio le guste el fútbol, el buen rock y el tequila. —Sonríe—. Que beba cerveza los domingos con tu padre y que sea un cursi de mierda, porque así te gustan, ¿no?: Cursis de mierda.
Entorno los ojos, medio indignada e intrigada por todo lo que dice.
—Se me ocurre, también, que tu novio ficticio podría no ser del todo un pelele, y podría tener otro tipo de gustos... —Se detiene en un alto de disco y me mira. Un escalofrío entero me recorre cuando noto cuán oscurecida tiene la mirada—. Ver a su novia jugar con eso que guarda en una caja dentro del armario, por ejemplo.
Un nudo de anticipación se me instala en el estómago y aprieto la mandíbula ante la imagen que me viene a la cabeza.
—Se me ocurre, incluso, que su novia podría disfrutarlo mucho si lo intentara. —El tono ronco y bajo que utiliza me hace líquido los músculos y yo solo puedo pensar en él y en mí... Y en el pequeño vibrador que puedo sostener contra mi...
Maldita.
Sea.
—Se me ocurre que, quizás a ella le gustaría intentarlo —digo, con un hilo de voz y una sonrisa lasciva se desliza en sus preciosos labios mullidos.
La bocina de un auto nos hace saltar en nuestros lugares y, mientras Bruno nos pone en marcha una vez más, lo escucho mascullar una palabrota.
Luego, cuando vira de nuevo en dirección a la siguiente avenida que debemos tomar, me echa un vistazo para decir:
—No sabes cuántas jodidas ganas tengo de llegar a casa.
Una carcajada ansiosa se me escapa y él, luego de balbucear un juramento que me hace reír un poco más, se enfoca en el camino.
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