30
El pent-house está en completa oscuridad cuando llegamos.
No sé muy bien qué hora es, pero estoy tan borracha y Bruno tan cerca, que no puedo pensar con claridad.
Avanzamos en la penumbra, él detrás de mí, abrazándome por la cintura, hundiendo la cara en el hueco de mi cuello para besarlo a sus anchas; yo, aferrada a sus brazos firmes, mientras inclino la cabeza hacia a un lado para darle entrada a eso que busca.
Mis labios se entreabren cuando la mano de Bruno sube para introducirse en el escote del vestido y acariciarme un pecho. Un gruñido aprobatorio escapa de su garganta cuando se da cuenta de que no llevo sujetador y una nueva oleada de calor me golpea.
El camino al departamento fue rápido en taxi y, luego de que dejamos a Karla en casa, Bruno no dejó de susurrarme al oído todo lo que me haría tan pronto como pusiéramos un pie dentro del elevador.
Y no ha mentido. No ha dejado de desperdigar besos fugaces en todos lados. Ahora mismo, nos encaminamos a paso lento y torpe por el pasillo que da a la habitación, y solo puedo pensar en lo mucho que quiero sentirlo de nuevo en mi interior.
Un suspiro roto se me escapa cuando su mano libre —esa con la que no me acaricia los pechos— se desliza entre mis muslos y busca entre mis pliegues por mi punto más sensible.
Un gruñido ronco se le escapa cuando lo encuentra —porque sigo sin llevar ropa interior— y un gemido entrecortado me abandona cuando sus dedos empiezan a trazar caricias en mi centro.
Las rodillas me fallan, el aliento me falta y siento que me va a explotar la cabeza si sigue acariciándome como lo hace.
Bruno me gira sobre mis talones y me besa con fuerza. Su lengua y la mía se encuentran en el camino y seguimos avanzando así, mientras le deshago los botones de la camisa.
Para cuando llegamos a la habitación, Bruno está desnudo de las caderas hacia arriba, y me recuesto sobre la cama mientras él tira de mis tobillos para colocarme en la orilla.
Cuando esto ocurre, el mundo da una voltereta. Estoy muy borracha.
—Estoy demasiado borracho —la voz de Bruno es un eco del pensamiento que me asalta y asiento en acuerdo.
—Yo también —digo, en un resuello, mientras siento cómo me quita los zapatos altos.
El alivio que sienten mis plantas es inmediato, pero se marcha en el instante en el que él une su frente a la mía antes de besarme una vez más.
—Ven —susurra contra mi boca mientras se quita los zapatos y los calcetines, acto seguido, sube a la cama de un movimiento que se me antoja atlético y caliente; acto seguido, se coloca contra la cabecera, recostado en una posición medio sentada.
Me toma unos instantes apartar la vista de su abdomen plano y fuerte para notar que me mira con curiosidad y diversión.
—¿Te gusta lo que ves, preciosa? —inquiere y siento cómo el calor se apodera de mi rostro de inmediato.
—Te detesto —mascullo, al tiempo que trepo a la cama, me temo, con menos gracia que él.
Tiene las piernas abiertas, así que me instalo entre ellas y avanzo para encontrarme con su boca.
—Y tú a mí me encantas —dice, cuando estoy lo suficientemente cerca como para sentir su aliento rozándome los labios mientras me mira a los ojos.
Todo dentro de mí se convierte en marea alta. En un torrente incontenible de emociones.
No me da tiempo de responder, ya que, de un movimiento suave, me obliga a girar sobre mi eje para acomodarme entre sus piernas abiertas. Una vez que estoy de espaldas a él, sentada entre sus piernas, tira de mí con suavidad hacia atrás; de modo que ahora quedo recostada sobre él. Mi espalda ahora está pegada a su pecho y abdomen firme; mi cabeza le queda a la altura del hombro. Aliento caliento me hace cosquillas en la oreja.
Desde donde me encuentro, solo soy capaz de ver las piernas fuertes —y vestidas— de Bruno y sus pies descalzos; y mi propio cuerpo, enfundado en un vestido escandalosamente alzado, y unos muslos desnudos asentados entre los suyos.
Bruno me acaricia un pecho con suavidad por encima de la ropa y me envuelve la cintura con su brazo libre antes de deslizar su tacto por mi cintura, más allá del ombligo.
Cuando sus dedos expertos rozan mis pliegues, me remuevo en mi lugar. Él gruñe contra mi oído y deja de atenderme los pechos para levantarme el vestido con suavidad.
Cuando bajo la mirada, solo soy capaz de encontrarme con el material arrugado en mi cintura y la desnudez completa de mi cuerpo en la parte baja.
El corazón me da un tropiezo cuando veo cómo su mano vuelve a instalarse entre mis piernas y busca hasta encontrar mi punto más sensible.
Mis ojos se cierran y echo la cabeza hacia atrás, mientras trato de absorber el placer intenso que me provoca la forma en la que me acaricia.
—¿Sabes también qué me encanta? —dice, en un susurro ronco contra mi oreja y mi única respuesta es un gemido suave—. Como te mojas para mí.
Introduce un dedo largo en mi interior.
—Por mí...
Agrega un dedo y un sonido —mitad quejido, mitad gemido— se me escapa.
Con su mano libre me acaricia los pechos y las mías están aferradas a él. Al material de sus vaqueros negros.
—Quiero que mires, Andrea —susurra contra mi oreja—. Quiero que veas cómo te toco.
La vergüenza que me embarga es grande, pero, de todos modos, me obligo a mirar y a bajar la vista hacia nosotros. Hacia lo que me hace.
Su palma está presionada contra mi punto más sensible; al tiempo que dos de sus dedos se mantienen en mi interior. Entonces, comienzan a bombear con lentitud.
Un gemido silencioso me abre los labios, pero no puedo apartar la vista de lo que veo. No puedo dejar de verlo cambiar el ritmo de su caricia para frotarme desde otro ángulo.
Bruno no deja de susurrarme al oído cuán duro lo pongo. Cuán caliente soy y cuánto se muere por estar dentro de mí.
Sonidos rotos se me escapan entre jadeos cuando sus caricias me provocan una oleada intensa de sensaciones y, de pronto, no puedo pensar. No puedo hacer más que concentrarme en todo eso que me provoca. En el nudo intenso de placer que me atenaza el vientre y el latir desbocado de mi corazón.
Estoy a punto de estallar. El orgasmo inminente está a punto de azotarme con violencia, cuando la voz de Bruno me llena los oídos:
—¿Confías en mí, preciosa?
No puedo responder, así que asiento y emito un sonido que provoca un gruñido en él.
—Bien —dice, entre dientes y, entonces, deja de acariciarme, pero no aparta su mano de mi centro.
Las ganas que tengo de gritar de la frustración son tantas, que un balbuceo incoherente se me escapa.
Todo mi cuerpo está en absoluta tensión, privado de la liberación y, justo cuando siento que voy a hacer implosión, reanuda el ritmo de sus caricias.
—B-Bruno... —Mi tono suena a reproche. Lo es.
—Lo sé, amor —dice, sin aliento, contra mi oreja, como si tratase de consolarme y aprieto los dientes cuando, de nuevo, la sensación previa al orgasmo comienza a llenarme los sentidos—. Lo siento.
Esta vez, cuando se detiene antes de permitirme llegar, me remuevo en mi lugar a manera de protesta y trato de apartarle la mano. No me lo permite.
Un lloriqueo ininteligible se me escapa y Bruno reanuda la marcha de su caricia una vez más.
—B-Bruno, por favor... —suplico, en un resuello tembloroso e inestable.
En respuesta, él gruñe. Su caricia cambia de ángulo y todo se vuelve difuso.
Tengo un nudo en el vientre, el corazón me late con violencia contra las costillas y estoy convencida de que si sigue torturándome así voy a enloquecer.
Esta vez, cuando se detiene antes de que acabe, un sonido a medio camino entre un gruñido y un quejido brota de mi garganta.
Me remuevo una vez más, pero él me sostiene de las caderas con su mano libre.
—Bruno... —me quejo de nuevo, pero su única respuesta es un beso en mi hombro y la reanudación de sus caricias en mi centro.
Esta vez, cuando lo hace, la sensación placentera es tan intensa, que apenas puedo soportarla.
—Ya casi, amor —replica y un grito ahogado se me escapa cuando la velocidad de su caricia cambia.
Él gruñe contra mi oreja cuando mis caderas empiezan a alzarse en la búsqueda de su toque y todo se vuelve tan intenso. Tan abrumador. Tan caliente... Que no soy capaz de pensar con claridad.
—¿Quieres correrte ya, cariño? —dice, entre dientes, al tiempo que cambia el ángulo y la forma en la que me acaricia.
En respuesta, suelto un gemido incoherente.
Su caricia cambia una vez más y, esta vez, el orgasmo es irrefrenable. Demoledor.
Me hace alzar las caderas y temblar todo el cuerpo. Me hace caer en picada y lo obliga a sostenerme con fuerza en mi lugar, mientras los espasmos irrefrenables me hacen polvo los músculos.
Soy vagamente consciente de cómo Bruno rebusca en el cajón del buró junto a la cama, y apenas puedo procesar lo que ocurre cuando, con suavidad, me saca el vestido por encima de la cabeza; dejándome en total desnudez entre sus brazos.
Cuando siento cómo escurre una mano entre nuestros cuerpos para deshacerse de la hebilla del cinturón y del botón de su pantalón, un nudo de anticipación me atenaza el vientre.
Trato de girarme sobre mi eje, para acariciarlo, pero él no me lo permite.
—Así... —pide—. Lo quiero rápido. Caliente. Y contigo arriba.
El rubor se apodera de mi rostro, pero la idea de montarlo en la postura en la que nos encontramos, se me antoja íntima e intensa.
Me aparto un poco para permitirlo liberarse a sí mismo y colocarse el preservativo que ha sacado de la gaveta del buró sin siquiera molestarse en quitarse los pantalones.
Cuando está listo, nos acomoda de modo que termino encima de él, con las piernas abiertas —escandalosamente abiertas— a cada lado de las sus caderas y la espalda recostada sobre su pecho firme.
Una vez en esta posición, flexiona las rodillas y escurre una mano entre nuestros cuerpos, de modo que soy capaz de sentirlo en mi entrada.
La posición es complicada, pero, una vez que estamos listos, soy capaz de sentir el latir desbocado de mi pulso contra mis orejas debido a la anticipación.
Me deslizo hacia abajo con lentitud. Él empuja las caderas también y, de pronto, lo siento abrirse paso en mi interior con lentitud.
La sensación invasiva es abrumadora, y todavía hay un poco de dolor cuando entra en mí por primera vez, pero no es nada que me impida continuar. Nada que me impida de disfrutar de lo que hacemos juntos.
Me toma apenas unos instantes acostumbrarme a la sensación de intrusión que me embarga, pero él parece notarlo, ya que espera unos instantes antes de que empecemos a movernos.
Al principio, todo se siente lento. Torpe. Pero, en el instante en el que él me pone las manos en las caderas y comienza a guiar el ángulo en el que nos encontramos, todo se vuelve fácil —e intenso.
Bruno desliza una mano sobre mi cuerpo, de modo que es capaz de acariciarme al tiempo que empuja en mi interior una y otra vez. Es en ese preciso instante, en el que yo pierdo la capacidad de pensar.
Gemidos suaves e involuntarios brotan de mi garganta cuando sus dedos comienzan a trazar círculos firmes sobre mi punto más sensible y el mundo entero da una voltereta de placer.
—¿Sientes lo que me haces? —Gruñe contra mi oreja y un grito ahogado se me escapa por la manera en la que empuja en mi interior—. ¿Sientes lo duro que estoy por ti?
—¡B-Bruno!
—¿Tienes una idea de cuánto me pone escucharte gritar mi nombre? —dice, en un susurro gutural y un balbuceo incoherente se me escapa.
No puedo más. Voy a estallar una vez más.
No sé qué diablos es lo que este hombre me hace, pero es capaz de llevarme a un lugar al que no creí llegar jamás. Uno cálido, dulce... y ardiente. Uno hecho de todas estas sensaciones que me despierta y que me llevan al borde de la locura.
—Andy, voy a correrme —gruñe, a mis espaldas, con la voz entrecortada y, presa de un impulso envalentonado, le aparto la mano con la que me acaricia y comienzo a hacerlo yo misma. Comienzo a acariciarme para llegar ahí con él.
—Y-Yo también... —digo, en un resuello y un sonido gutural se le escapa cuando afianza sus manos en mis caderas y comienza a embestir con fuerza.
El placer me zumba en las venas. El corazón me late con violencia contra las costillas y una oleada de calor parece estar a punto de fundirme el cuerpo entero.
Grito su nombre. Él gruñe el mío...
Y, entonces, estallo en fragmentos diminutos. Él también se tensa debajo de mí unos instantes antes de embestir un par de veces más y dejarnos caer sobre el mullido colchón.
Mi pecho sube y baja en consecuencia a mi respiración dificultosa, pero eso no impide que haga salir a Bruno de mi interior —con cuidado de no llevarme el preservativo conmigo— para rodarme y caer sobre el colchón.
Bruno se quita el condón de un movimiento antes de tirarlo en el cesto de la basura y volverse para encontrarme.
Cuando lo hace, me acaricia un lado del rostro. Cierro los ojos ante su tacto y me acerco a él.
De inmediato, se acomoda de modo que puede envolverme entre sus brazos.
—¿Tienes frío? —dice, en un susurro, al tiempo que me frota los muslos fríos por la desnudez.
Asiento, en un balbuceo ininteligible y él me besa la frente antes de desaparecer.
Acto seguido, siento como algo cálido y suave me cubre, pero estoy tan agotada ahora, que no soy capaz de abrir los ojos para descubrir de qué se trata.
Un brazo se envuelve a mi alrededor y otro beso es depositado en mi frente antes de que, finalmente, me deje vencer por el sueño.
***
He tenido un día horroroso. Entre el dolor de cabeza y lo indispuesto que tengo el estómago luego de la borrachera tan horrorosa que me puse anoche, no puedo dejar de desear estar en casa de una buena vez.
Esta mañana, pese a que me sentía terrible, me obligué a meterme en la ducha y alistarme para ir a trabajar. Ni siquiera la terquedad y la tozudez de Bruno fueron capaces de hacer que me quedara en casa con él. A cambio, tuve que acceder a dejarlo pedirme —y pagarme— un Uber para que me llevara al trabajo.
El día entero fue una tortura en el trabajo. Entre las filas interminables de gente, el barullo, las ganas de vomitar y el dolor de cabeza, fue imposible conseguir unos minutos para respirar. Apenas sí pude salir a mordisquear un sándwich que compré ahí mismo, en el Walmart en el que trabajo, antes de volver a enfrascarme en el caos que es el supermercado los domingos.
Eventualmente, Bruno me envía un mensaje para preguntarme si quiero que venga a recogerme, pero, debido a que no hemos hablado de los términos y condiciones de nuestra relación, decido decirle que no es necesario. Que saldré temprano y que iré a casa en transporte público.
Son las cinco de la tarde cuando mi turno habitual termina y decido que me es físicamente imposible hacer horas extras. Apenas son las cinco y veinte cuando Karla y yo nos despedimos en la parada del autobús, y son casi las seis cuando hago mi camino a pie hasta el edificio donde el pent-house se encuentra.
La caminata me sabe corta, ligera y amena al ritmo del nuevo álbum de Harry Styles, así que, para cuando llego al ascensor, estoy de un humor inmejorable.
La preciosa sala del departamento me recibe iluminada, y es lo único que necesito para saber que Bruno está en casa.
Seguro está trabajando en el despacho. Pienso, pese a que sé que es domingo. Porque así de demente está ese hombre.
Un nudo de anticipación me atenaza las entrañas solo porque sé que no podré posponer mucho tiempo nuestra conversación, pero me las arreglo a avanzar hasta mi improvisada habitación para deshacerme del bolso que siempre llevo conmigo al trabajo y el suéter que, en el afán de no cargar, me puse encima.
Luego, me quito los zapatos y bajo de nuevo en dirección a la cocina por algo para comer.
Pese a que el estómago dejó de dolerme hace ya unas horas y el malestar estomacal ha disminuido, todavía no quiero confiarme. El sordo dolor de cabeza que aún me invade me dice que sea cuidadosa y elija bien lo que me voy a meter a la boca.
Finalmente, luego de un intenso debate interno, opto por comenzar con una manzana antes de intentar comerme algo más consistente.
Estoy a punto de darle una mordida —luego de haberla lavado—, cuando Bruno Ranieri aparece en el umbral de la puerta, vestido con una remera grande y unos shorts que le llegan a la rodilla.
De manera inevitable, el corazón me da un vuelco furioso cuando nuestros ojos se encuentran y un escalofrío de pura anticipación me recorre cuando noto el brillo extraño que tienen sus ojos.
Alzo una mano a manera de saludo y le doy una mordida a la manzana en mi mano. Él se cruza de brazos al tiempo que se recarga contra el marco de la puerta. El gesto es desgarbado y despreocupado, pero hay algo premeditado en él. Planeado. Falto de naturalidad.
—¿Qué tal el trabajo, Andrea? —inquiere, con ese tono ronco y profundo que posee, y otro escalofrío me recorre—. ¿Tuviste resaca?
Luce fresco y casual, pero, de alguna manera, me hace sentir como si fuese yo la que va poco vestida.
Me tomo mi tiempo masticando lo que traigo en la boca y, una vez que puedo hablar, me encojo de hombros para decir:
—Lo normal. Nada de qué agobiarse. ¿Tú? ¿Qué tal la resaca? ¿Qué tal tu domingo? —No sé por qué me siento tan forzada. Como si estuviese tratando de parlotear para compensar el hecho de que me siento intimidada por la forma en la que me mira; como si supiera algo que yo no.
—La resaca me dio problemas hasta el mediodía —Bruno replica, con ese tono aburrido que es capaz de entonar a diestra y siniestra—. El domingo, sin embargo, ha sido toda una revelación.
Frunzo mi ceño, ligeramente confundida por su comentario.
—¿Una revelación?
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza por sus labios en ese momento y, de pronto, una alarma extraña se enciende en mi sistema. La insidiosa sensación de que me estoy perdiendo de algo importante me embarga por completo y un pequeño nudo de ansiedad y nerviosismo comienza a formarse en mi estómago, pese a que no sé muy bien por qué.
—Resulta que hace como una hora Dante me llamó por teléfono para pedirme un favor —comienza, al tiempo que se aparta del umbral y avanza en mi dirección—. Está tratando de tener un control de todas las propiedades a nombre de su familia, así que me pidió que buscara las del pent-house. —Abre el refrigerador y toma un cartón de jugo de naranja abierto. Acto seguido, le da un trago largo y me señala con él para decir—: Imagínate que me dio permiso de hurgar en cada rincón de la habitación principal. Sobre todo, en el vestidor y todos los rincones del armario. —Las manos empiezan a temblarme. Él cierra la nevera y me regala una sonrisa socarrona—. Ya te imaginarás la sorpresa que me llevé al encontrarme una caja de zapatos repleta de... tú sabes... juguetes.
Siento cómo el corazón se me apelmaza en los pies de un solo movimiento.
Me aclaro la garganta.
—Ah, ¿sí? —digo, nerviosa—. Seguro son de Génesis. De Dante. —Me encojo de hombros—. Algo erótico que hacen como esposos. Yo qué sé.
Él sonríe.
—Tienes razón —dice, al tiempo que da un par de pasos más cerca—. ¿Será prudente llamarles para pedirles disculpas por haber encontrado algo tan... íntimo?
Trago duro.
—N-No creo que sea prudente. No deberías decirles nada —digo, con un hilo de voz—. Deberías evitarte y evitarles a ellos la vergüenza.
—Pero, debo insistir, me siento en el deber de ofrecer una disculpa. Por haber invadido su intimidad, quiero decir.
Me quedo muda. Petrificada ante la situación y quiero gritar. Quiero echarme a llorar. Quiero desaparecer del planeta porque Bruno Ranieri encontró los juguetes con los que hacía mi terapia física para el vaginismo. Porque encontró todo eso que tan recelosamente había guardado de su vista.
—¿Sabes qué? Voy a llamarle a Dante ahora mismo. Es lo mejor.
La manzana que sostengo entre los dedos se me cae al suelo y el aliento me falta. El corazón me golpea con violencia contra las costillas y casi puedo jurar que estoy a punto de desmayarme.
Bruno saca su teléfono del bolsillo del shorts que lleva puesto y rebusca en él.
¡No puedes permitir que le llame! ¡Si habla con Dante, él también sabrá que son tuyos! Me grita el subconsciente y sé que tiene razón.
Sé que debo detener a Bruno ahora mismo, es por eso que, con un nudo formándose en la base de mi tráquea digo, en un susurro tembloroso:
—S-Son míos.
Bruno alza la vista del aparato que sostiene entre los dedos y su mirada se oscurece varios tonos.
—¿Qué? —dice, pese a que no suena para nada sorprendido.
Él sabía que eran tuyos. Solo te estaba engañando.
Cierro los ojos con fuerza, al tiempo que me llevo las manos a la cabeza.
Acto seguido, repito, con la voz entrecortada:
—Los juguetes son míos.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top