29

El perfume floral que me inunda las fosas nasales es embriagador. El alcohol que corre por mis venas me vuelve desinhibido y, sin importarme que estemos que estemos a la vista de todo el mundo, pego mi cuerpo al de Andrea Roldán.

Casi de inmediato, coloco una palma extendida sobre su estómago y ella se gira sobre su eje para encararme. Cuando lo hace, mis ojos caen directamente a sus labios rojos.

Una sonrisa lenta se dibuja en su boca antes de que envuelva los brazos alrededor de mi cuello.

Quiero besarla.

—¿Bailamos? —inquiero, con la voz enronquecida.

Su sonrisa se ensancha.

—No —replica, y una mezcla de irritación y diversión me embota los sentidos. Ella parece notar algo en mi gesto, ya que, luego de unos instantes, añade—: La próxima vez, invítame a salir y bailamos. Hoy vine con mis amigos.

Señala a un punto a sus espaldas, donde la chica y los otros dos fulanos con los que llegó se encuentran mirándonos de reojo.

Suspiro.

—Si vas a hacerme pagar por esto, que no sea esa noche, Andrea —digo, preso de una honestidad brutal que no sé de dónde viene—. Esta noche no puedo dejar de pensar en todo lo que puedo hacerte mientras usas ese vestido.

La preciosa mirada castaña de Andrea se oscurece ante lo que pronuncio y noto cómo traga duro cuando, para probar mi punto, deslizo mis manos hasta la curvatura de su espalda, justo donde el pronunciado escote termina y la piel caliente comienza.

—¿Y qué puedes hacerme? —dice, con un hilo de voz.

Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en mis labios ante el reto implícito en su declaración.

—¿Quieres que te lo diga? —Hago una pequeña pausa y me relamo los labios. Luego, acerco mi rostro al suyo, tanto, que nuestros alientos se mezclan. Entonces, continúo—: ¿O quieres que te lo haga?

Sus ojos se oscurecen tanto en ese momento, que toma todo de mí no echármela al hombro y buscar un lugar dónde hacerle pronunciar mi nombre entre resuellos y jadeos.

Se lame los labios con la punta de la lengua y todo dentro de mí se revuelve con violencia y anticipación.

No dice nada, solo me regala una mirada que me impide pensar en nada que no sea en ella debajo de mí. Sobre mí.

Se gira sobre su eje para deshacerse de mi abrazo.

Creo que me va a dejar aquí, de pie como un idiota, en medio del área VIP del lugar, pero, contra todo pronóstico, entrelaza nuestros dedos y guía nuestro camino hasta donde la gente que se encuentra aquí arriba baila. Es una espaciosa estancia con sus propias luces danzantes y se encuentra cerca de la barra de la planta alta.

Una vez ahí, es mi turno de tomar el mando de la situación y me aseguro de llevarnos al rincón más privado de todo el lugar. Cuando lo localizo, la atraigo cerca y comenzamos a movernos juntos.

El ritmo de la música marca la pauta de nuestros movimientos, pero todos y cada uno de ellos son en la búsqueda de la cercanía del otro.

Mis brazos la rodean por la cintura y las caderas mientras ella se contonea con la gracia y la seguridad de alguien que conoce lo bien que luce bailando, y yo no puedo evitar perderme en ella. En sus movimientos; en su aroma dulce y fresco; en la calidez de su cuerpo contra el mío y en lo surreal que luce en medio del humo y las luces de colores que bailan con nosotros.

Ella se gira, de modo que queda de espaldas a mí. Una vez en esa posición, mueve las caderas ligeramente y soy capaz de sentirla frotándose contra mí. El calor se eleva súbitamente en mi anatomía y, de pronto, me encuentro pegando mis caderas a su trasero, solo para que sea capaz de notar lo que me hace.

Su cabeza se recuesta sobre mi hombro mientras que envuelve una mano alrededor de mi cuello y se contonea contra mí un poco más.

Estamos casi al fondo de la improvisada pista de baile, casi en plena oscuridad, con al menos una veintena de gente bailando cerca; pero, de alguna manera, el espacio que elegimos es tan íntimo y escondido, que me tomo la libertad de recorrer sus costados con las palmas. Cuando llego a sus caderas, deslizo los dedos un poco más hacia abajo, hacia sus muslos desnudos.

La piel suave y fría se calienta bajo mi tacto y, cuando corro las manos con lentitud, me aseguro de subir un poco la falda que la viste.

Andrea coloca sus manos sobre las mías, pero no trata de apartarme. Solo las deja ahí para sentir los senderos que caricias que trazo por su cuerpo.

Me siento acalorado, duro y muy, muy borracho.

Quiero besarla.

Quiero acariciarla...

Nos giro al ritmo de la música. De pronto, nos encontramos dándole la espalda a la gente y no hay nada más que paredes a nuestro alrededor. Elevo el vestido un poco más, de modo que, cuando deslizo mi tacto hacia el interior de sus muslos, soy capaz de sentir, con las puntas de los dedos, el material delgado de las bragas que lleva puestas.

Andrea se remueve contra mí, pero abre ligeramente las piernas, de modo que puedo frotar mis yemas sobre la prenda con más firmeza.

Siento cómo sus extremidades se vuelven lánguidas a mi alrededor. Como sus pulmones se llenan de aire con rapidez, junto con lo acelerado de su respiración, y como el suave encaje va llenándose de la humedad que mis caricias le provocan.

Quiero sentirla. Quiero acariciar la piel caliente y húmeda de su feminidad; es por eso, que arriesgándome un poco más, empujo el material hacia a un lado.

Andrea contiene la respiración. Yo también lo hago. Entonces, deslizo mi tacto hasta que soy capaz de buscarle el clítoris entre los pliegues.

Todo su cuerpo se tensa cuando comienzo a acariciarla y aferro mi brazo a su alrededor cuando sus piernas se ablandan.

Inclina la cabeza hacia a mí y yo hago lo mismo, de modo que mis labios le quedan a la altura de la oreja. Le susurro al oído todo lo que quiero hacerle. Cuánto me gusta. Cuánto me pone.

Sus uñas se clavan en la carne de mi muñeca y atrapo el lóbulo de su oreja entre mis dientes cuando me aparta la mano y su cuerpo entero comienza a temblar.

Para ese momento estoy tan duro. Tan caliente. Tan poco racional, que ni siquiera lo pienso cuando siento cómo se baja el vestido, entrelaza nuestros dedos y guía nuestro camino hacia los pasillos que dan a los baños del área VIP.

Estamos a punto de escabullirnos en el que dirige al baño de chicas, cuando, sin más, me empuja contra la pared y me da un beso urgente.

Al principio, no entiendo qué diablos ocurre, pero, cuando veo a un puñado de chicas abandonar el área, todo tiene sentido.

Luego de que desaparecen, Andrea se aparta de mí, me limpia el labio inferior con el pulgar y, cuando lo aparta, noto el tono carmesí que —seguramente— me cubre toda la boca.

Le regalo una sonrisa lenta y peligrosa, y su mirada se oscurece.

Entonces, toma mi mano una vez más y guía nuestro camino hacia el interior del baño de mujeres. Una vez dentro, me aseguro de cerrar la puerta y echarle el pestillo. Ella, sin perder el tiempo, tira de mí y se trepa a la barra alta de los lavamanos. Yo la tomo por la parte trasera de las rodillas y la hago flexionarlas, de modo que puedo deslizar mis manos por sus muslos, hacia el interior de su vestido.

Las bragas de encaje se deslizan por sus muslos suaves y, cuando las retiro completamente de su cuerpo, las tomo en mi puño.

Sus dedos se deshacen de la hebilla de mi cinturón y clavo mis ojos en los suyos mientras guardo la prenda en el bolsillo de mis pantalones. Acto seguido, la ayudo a desnudar mi erección.

Luego, le levanto el vestido y froto mi pulgar contra su clítoris en el proceso.

—¿Tienes...?

Antes de que ella termine de preguntar, ya estoy —alarmado— hurgando en la cartera.

La palabrota que se forma en la punta de mi lengua se desvanece en el instante en el que lo recuerdo...

Mis ojos se abren con sorpresa y me rebusco en los bolsillos traseros por el condón que Julián me lanzó hace rato.

Sus ojos se entornan en mi dirección.

—¿Por qué tienes un condón contigo si se supone que esto es exclusivo? —dice, con recelo, y una carcajada se me escapa.

—Uno de los amigos de mi hermano llegó lanzando docenas de estos por todos lados. Si buscas, seguro te encuentras algunos en el suelo, debajo de la mesa. —Le guiño un ojo—. Esto es exclusivo, Andrea, incluso desde antes de que empezara.

Algo dulce —y aterrador— se apodera de su mirada, pero no dejo que eso me turbe y me acerco para asentarme entre sus piernas.

Mientras desgarro el envoltorio y me coloco el preservativo, la miro a los ojos.

Cuando estoy listo, me acerco para besarla, pero ella se aparta.

—No... —susurra, con un hilo de voz—. No te lo mereces.

Sonrío.

—No puedo besarte, pero sí puedo hacerte esto... —Froto su clítoris con el pulgar una vez más sus ojos se cierran de golpe antes de que un suspiro roto se le escape—. A veces me pregunto qué te pasa por la cabeza.

Ella, suelta un gemido en respuesta y uno mi frente a la suya antes de colocarme en su entrada.

—Esto tendrá que ser muy rápido, preciosa —digo, sintiendo la adrenalina de saber que, en cualquier momento, alguien puede llegar. Sé que le eché el pestillo a la puerta, pero, ¿cuánto tardará alguien con una llave a abrir la puerta? —. Vas a tener que ayudarme un poco aquí.

La confusión se apodera de su rostro durante un instante, pero no hago nada para aclararle a qué me refiero todavía. En su lugar, me hundo en ella. Lento. Profundo.

Sus labios se entreabren en un grito silencioso y me acuna el rostro con ambas manos cuando envuelve las piernas en mis caderas para acogerme entero.

Mi respiración rota se mezcla con la suya, pero, cuando trato de besarla, ella se aparta.

—No... —suelta en un resuello.

Mis ojos se clavan en los suyos en ese momento, y una emoción salvaje se apodera de pecho cuando caigo en la cuenta de que muero por besarla y no me deja.

Un gruñido ronco se me escapa a manera de protesta, pero, en lugar de hacer un drama por ello o besarla a la fuerza, comienzo a moverme en su interior.

No soy nada suave. Los empujes son duros, fuertes, firmes. Me muevo contra ella con toda la intención de correrme cuanto antes. Pequeños gemidos son arrancados entre respiraciones entrecortadas de sus labios y aprieto la mandíbula cuando la levanto un poco para cambiar el ángulo en el que nos encontramos.

—Ayúdame, amor —pido, en un susurro ronco—. Tócate.

Y ella así lo hace. Introduce una mano entre nuestros cuerpos y se acaricia mientras la penetro.

Ella medio grita y echa la cabeza hacia atrás y, de pronto, todo es difuso. Intenso. Abrumador.

Mi nombre se le escapa entre susurros temblorosos y tengo que cubrirle la boca con la mano cuando un sonido particularmente escandaloso la abandona.

—Andrea, no voy a aguantar mucho —digo, con los dientes apretados.

Ella se aferra a mí con más fuerza antes de resollar:

—Yo tampoco.

Mis manos se colocan en su nuca y uno nuestras frentes. Ella no deja de tocarse mientras que empujo con más ímpetu que antes.

Un grito ahogado se le escapa de la garganta y, de pronto, siento cómo todo su cuerpo se estremece con la fuerza del orgasmo. Es todo lo que necesito para apretar los dientes y dejarme ir yo también.


Andrea baja del lugar en el que se encuentra trepada y, dando un par de pasos tambaleantes que me hacen tomarla de las manos, dice:

—Nunca lo había hecho en un baño.

Suena agitada y no puedo evitar soltar una carcajada mientras me quito el preservativo y lo anudo para tirarlo al cesto de la basura.

—Yo tampoco —me sincero, mirándola a través del espejo. Ella me observa de regreso y esboza una sonrisa que me hace querer acorralarla de nuevo contra la pared más cercana.

Se baja la falda del vestido.

—¿Me das mi ropa interior? —pide, extendiendo su mano hacia mí.

Estoy abrochándome el cinturón llegados a ese punto.

Niego con la cabeza.

—Es mía ahora.

—No voy a salir de aquí sin ropa interior.

—¿Por qué no? —Arqueo una ceja.

—Porque se me va a ver todo el culo —dice, en un siseo escandaloso y mi sonrisa se ensancha.

La miro de arriba abajo.

—Estarás bien —resuelvo—. El vestido no es tan corto.

Estoy mintiendo. Por supuesto que es corto. No luce vulgar o de mal gusto, pero no deja de ser corto... Y eso me encanta.

El rubor se apodera de su rostro casi de inmediato.

—¿Estás seguro que quieres que ande por ahí sin ropa interior, en un vestido diminuto? —inquiere, y el gorila en mi interior ruge a manera de protesta. Por supuesto que no me agrada la idea cuando lo expone de esa manera, pero, por esta ocasión, decido que voy a aprovecharme de las circunstancias.

Me encojo de hombros.

—¿Por qué no?

La indignación en su gesto es tanta, que tengo que reprimir una carcajada.

—Eres odioso —masculla, mientras se acerca al lavamanos a lavarse.

Yo no digo nada y hago lo propio y, luego de quitarme el lápiz labial rojo que tengo en la boca por el beso que nos dimos antes de entrar, anuncio mi retirada —no sin antes decirle que la esperaré a la salida de los baños.

Ella, luego de echarme un último vistazo cargado de rencor por el asunto de las bragas, dice que me alcanzará cuanto antes.


Cuando abandono el corredor de los baños para dirigirme al lugar en el que acordé encontrarme con Andrea, una voz a mis espaldas me llama y, con ello, hace que me gire sobre mis talones.

El alcohol en mi sangre hace que el suelo debajo de mis pies se tambalee ligeramente, pero nada que me haga perder el equilibro o lucir ridículo; sin embargo, no es hasta que me encuentro con la imagen de un Julián con gesto furioso acercándose a mí a paso rápido y decidido, que la confusión me embarga.

—¡Eres un hijo de puta! —escupe, cuando está lo suficientemente cerca para que pueda escucharlo, pero no entiendo qué carajos le sucede.

Mi ceño se frunce, pero no me amedrento cuando se acerca para intimidarme.

—¿Qué demonios...?

—Sabías que esa chica me gustaba —sisea y su aliento alcohólico me golpea de lleno.

—Julián, estás borracho y las cosas no son como tú piensas —digo, tranquilo.

—¡Borracho y una mierda! —estalla—. ¡Lo hiciste solo para joderme! ¡¿No es así?! ¡Siempre lo haces para joderme!

—Julián...

—¡Vete a la mierda, Bruno! —Me corta de tajo—. ¡Eres un pedazo de mierda!

Un destello de irritación me calienta el pecho en ese momento, pero aprieto la mandíbula y me mantengo estoico pese a todo.

En ese momento, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver como Andrea se detiene a pocos pasos de distancia al notar que algo está ocurriendo. Su expresión alarmada me hace plantarme con más firmeza frente a Julián.

—¡Lárgate de aquí! —Julián grita—. ¡Vete si no quieres que haga que te saquen a patadas como el muerto de hambre que eres!

Esta vez, la punzada iracunda es tan grande, que toma todo de mí no atestar un puñetazo en su contra.

Aprieto la mandíbula.

Asiento.

—Que te la sigas pasando bien, Julián —digo, echándole un vistazo a Andrea, quien, en ese momento, comienza a avanzar en mi dirección.

—Sí —escupe, cuando los dedos de la chica en cuestión se entrelazan con los míos y su cuerpo se pega al mío, en señal de apoyo—. Tú también puedes lamerme un testículo.

Mis puños se aprietan y Andrea tira de mí ligeramente, para alejarme de aquí.

—Bruno... —dice, en voz baja, y tomo una inspiración profunda para tranquilizar el impulso asesino que me hierve en las venas.

Acto seguido, sin decir nada, me giro sobre mi eje y comienzo a avanzar con Andrea de la mano.

Cuando salimos de la vista de mi hermano, detiene nuestro andar y me obliga a encararla.

—¿Qué pasó? —inquiere, con preocupación.

Yo sacudo la cabeza.

—Una estupidez —digo, luego de un suspiro cansino—. Ni siquiera vale la pena.

Andrea aprieta los labios en un gesto inconforme.

—Pero, Bruno...

Le robo un beso fugaz.

—Ahora no, preciosa —digo, en voz baja, para restarle importancia y ella me mira, aturdida, unos instantes antes de hacer un mohín.

Una sonrisa suave se desliza en mis labios y le acaricio el pómulo con el pulgar.

—Debo irme —digo, a manera de disculpa y la decepción le surca las facciones—. No puedo quedarme luego de lo que acaba de pasar.

Ella asiente pesarosa y yo le beso el dorso de la mano.

—Te veo en casa —digo, sin apartar los ojos de los suyos.

—Llévame contigo —pide, cuando estoy a punto de marcharme y una sonrisa suave se desliza en mis labios.

—Creí que ibas a irte de aquí con tus amigos —apunto y ella se encoge de hombros mientras sonríe.

—Estarán bien sin mí. Solo necesito avisarles. Y pagarle el taxi a Karla.

Sonrío.

—Si quiere irse ya, puede hacerlo con nosotros. La dejamos en su casa —resuelvo—. Si quiere quedarse, puedo pedirle un Uber o, si te parece demasiado peligroso, puedo llamar a uno de los choferes de confianza del despacho para que venga a recogerla y a llevarla a casa.

—Bruno...

—Ni siquiera empieces a quejarte, Andrea Roldán —advierto, pero sueno juguetón mientras hablo—. Te lo debo. Por ser un imbécil.

Esboza una sonrisa dulce.

—Vamos —digo, cuando doy por ganada la discusión, y entrelazo nuestros dedos para encaminarnos hacia la mesa, donde nuestras pertenencias —y la amiga de Andrea— se encuentran.





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