28
El corazón me late con fuerza contra las costillas, un zumbido constante se ha apoderado de mi audición mientras que trato de procesar la imagen que tengo frente a mí.
Bruno Ranieri —con ese cabello alborotado cayéndole desordenado por todos lados, esos pantalones ajustados a la perfección y esa camisa de botones negra deshecha de la parte superior y mangas hasta los antebrazos— se encuentra a pocos pasos de distancia, erguido en toda su imponente altura, con postura amenazante y gesto aterrador.
La manera en la que mira a Gonzalo —quien se encuentra a medio camino entre Bruno y yo— hace que un escalofrío de puro terror me recorra entera.
Hay algo en su mirada que lo hace lucir amenazador. Peligroso...
—Estás loco —Gonzalo se burla en respuesta a lo que ha dicho Bruno, al tiempo que lo mira de arriba abajo, como si mi compañero de cuarto tuviese la peste o algo por el estilo—. ¿Quién demonios crees que eres?
El gesto de Bruno se torna siniestro. Tanto, que doy un paso hacia adelante para interponerme entre ellos; sin embargo, Gonzalo me mantiene detrás de él con un ademán suave pero firme.
—Gonzalo, por favor... —suplico.
—Te lo voy a decir una vez más —Bruno habla con calma, pero hay algo erróneo en la manera en la que entorna los ojos en dirección a mi amigo—: Lárgate de aquí. Ahora. —Hace un gesto en mi dirección—. Y aléjate de ella.
Gonzalo suelta una risotada burlona.
—Mira, machito de mierda —escupe, sin miedo, en su dirección—, Andrea tiene la completa capacidad de pedirme que me aleje. No necesita que vengas a hablar por ella.
Una sonrisa se desliza en los labios de Bruno, pero el gesto no toca sus ojos.
—Entonces, no necesito decirte que la chica con la que bailas y yo tenemos algo. —En el instante en el que las palabras abandonan su boca, todo dentro de mí se revuelve con violencia. No estoy segura de si es a causa del exceso del alcohol que corre por mis venas, o por lo que ha dicho.
—Si tiene algo contigo, ¿por qué llegó aquí conmigo? —Gonzalo suelta, con veneno y el gesto de Bruno se contorsiona tanto, que temo que cometa una estupidez.
—Gonzalo... —Ignacio, su pareja —y quien se había mantenido a raya hasta el momento—, pronuncia con advertencia.
—Ya basta. Los dos —los reprimo, al tiempo que me interpongo entre ellos, pese a que Gonzalo se niega a permitírmelo.
Las miradas curiosas de los que se encuentran a nuestro alrededor no se hacen esperar y sacudo la cabeza en una negativa, mientras que señalo a Bruno con un dedo.
—Tú no puedes venir a hacer esto cuando me has ignorado toda la maldita noche. —Acto seguido, miro a Gonzalo y lo señalo a él también—. Y tú no puedes ir por la vida provocando a la gente. Van a golpearte y no voy a poder hacer nada para evitarlo.
Mi amigo bufa.
—El machito empezó.
—Vuelve a llamarme «machito». Te reto. —Bruno suena tan amenazador que los vellos de la nuca se me erizan, pero me las arreglo para girarme sobre mi eje para encararlo con todo el coraje que puedo imprimir.
—Ya basta —escupo, en su dirección—. Fue suficiente, Bruno.
—Entonces dile a tu amigo que se aleje, por lo menos treinta centímetros más de ti —dice, sin apartar la mirada de Gonzalo.
—¿Estás escuchándote, Bruno? ¿Es en serio? —Mirándolo con incredulidad, le pongo las manos en el pecho y lo empujo con suavidad, para apartarlo de Gonzalo.
Es hasta ese momento, que me percato de cómo aprieta los puños y de la forma en la que tiembla ligeramente. Está furioso.
—Bruno, mírame —pido y él, a regañadientes, clava sus ojos en los míos.
El tropiezo que me da el corazón hace que me quede sin aliento unos instantes, pero me las arreglo para sostenerle la mirada mientras digo:
—Si hay alguien con quien tienes que arreglar algo es conmigo, no con él. Lo sabes. —Me mojo los labios con la punta de la lengua y lo empujo un poco más, obligándolo a dar otro paso.
Aprieta la mandíbula y me mira fijo durante un largo rato antes de apartarse con brusquedad y mascullar algo acerca de necesitar beber algo.
La mortificación me atenaza el cuerpo y me siento tan agobiada, que un nudo de impotencia se me forma en la garganta.
No sé qué hacer. No sé si quedarme aquí, con Gonzalo, Ignacio y Karla, o seguir a Bruno, quien se abre paso entre la gente como alma que lleva el diablo.
Sabía que esto saldría terrible. Lo sabía y de todos modos me dejé convencer. Dejé que Karla y Gonzalo me persuadieran de quedarnos aquí luego de que Bruno hizo su aparición en la mesa del novio de Sofía.
No fue hasta que me lo presentaron como su hermano, que todos los hilos en mi cabeza se ataron de inmediato. Porque solo yo puedo tener la mala suerte de llegar a parar en la fiesta de cumpleaños del hermano de Bruno Ranieri cuando no fui invitada por él.
No puedo ni imaginar lo que debe estar pensando de mí. Seguro piensa que lo planee todo con premeditación para encontrármelo casualmente aquí.
No voy a hacerme la tonta y decir que el venir a bailar con Gonzalo fue sin intenciones de que Bruno me mirara marcharme con él hacia la pista de baile, porque la realidad es otra.
Quería que Bruno me mirara. Quería que reaccionara de alguna manera. He aquí las consecuencias.
El remordimiento que siento es tanto, que cierro los ojos unos instantes antes de girarme para encarar a mis acompañantes, que no dejan de hablar de lo que acaba de pasar con Bruno.
—Ahora regreso —digo y todos me miran con reprobación.
—Andrea... —Gonzalo comienza.
—Nosotros lo provocamos —lo interrumpo—. ¿Qué otra reacción esperabas?
—Ese de ahí es un punto —Ignacio concuerda conmigo, en voz baja.
Gonzalo suspira.
—Solo... —dice, al cabo de unos instantes—, asegúrate de dejarle en claro que no puede volver a hacerte una escenita como esa.
Asiento y esbozo una sonrisa antes de abrirme paso entre la gente en dirección a donde Bruno desapareció.
No me toma mucho encontrarlo. Está sentado en un banquillo alto de la barra al fondo del lugar y, cuando me instalo a su lado —de pie— para ordenar un trago, se echa el resto de algo que contenía muchos hielos.
—Creí que habíamos dicho que esto era exclusivo —Bruno suelta, cuando el barman se marcha por otra botella de tequila.
El sonido de la música lo hace hablar en voz alta y golpeada; pero, de alguna manera, consigue que se sienta como si nadie más pudiese escuchar lo que me dice.
—Lo somos —replico—. Gonzalo es solo un amigo.
Bufa y suelta una risita burlona.
—... Y es gay —añado, pese a que sé que no le debo explicaciones—. Ignacio, el chico que bailaba con Karla, mi amiga, es su pareja.
En ese momento, enmudece por completo.
Cuando el barman regresa con nuestras bebidas, Bruno le pide que cargue la mía a su tarjeta; junto con todo lo que consuma el resto de la noche. Una protesta escapa de mis labios, pero, con una mirada cargada de advertencia, Bruno me hace callar.
—Me lo debes —dice, luego de que el barman se marcha.
—¿Te lo debo? —Bufo—. ¿Por qué demonios te lo debo?
—Por sacarme de mis casillas.
Esta vez, es una carcajada la que me abandona.
—Eres el colmo de la ridiculez, Bruno Ranieri —digo, incapaz de creer lo que está pasando.
Le da un trago largo a su bebida.
—No me gusta que bailes con otros hombres —gruñe, cuando coloca el vaso de cristal sobre la barra.
—Invítame a bailar tú, entonces —resuelvo y me mira con cara de pocos amigos—. O, mejor aún, invítame a salir contigo.
—Andrea, es el cumpleaños de mi medio hermano. No se sentía correcto traerte porque ni siquiera yo me siento del todo cómodo a su alrededor. —Sacude la cabeza en una negativa—. Además, no estoy acostumbrado a estas cosas. A eso que tú esperas de mí.
—¿Y yo cómo diablos iba a saber todo esto si nunca me lo dijiste? —digo—. Si me lo hubieses dicho desde un principio, probablemente, nos habríamos evitado esta conversación. Esta situación.
Él suspira, al tiempo que le da otro trago a su bebida.
—Bruno, yo nunca voy a obligarte a ir más allá de tus límites. Si sientes que estoy presionando demasiado y yo espero cosas que no puedes darme... —Me detengo unos instantes, solo porque lo que estoy a punto de pronunciar me escuece el pecho, pero, de todos modos, lo digo—: Quizás deberíamos... parar.
Clava sus ojos —ahora oscurecidos— en los míos y todo en mi interior se revuelve con violencia.
—Andrea...
—Y quizás, también deberíamos tener esta conversación en otro momento —lo interrumpo, solo porque me aterra lo siguiente que puede salir de su boca.
Él no dice nada. Se limita a mirarme fijo.
Yo aprovecho ese momento para tomar el caballito de tequila, alzarlo hacia él a manera de brindis y bebérmelo de golpe.
La quemazón me recorre desde el estómago hasta las orejas, pero me las arreglo para lucir medianamente compuesta cuando dejo el pequeño vaso sobre la barra.
—Gracias por el trago, Bruno.
Estoy a punto de marcharme, cuando algo me detiene. Dedos fríos se envuelven alrededor de mi muñeca y tiran de mí con suavidad hasta instalarme entre las piernas de abiertas de Bruno; quien ancla una de sus manos en mis caderas, al tiempo que, con la otra, me sostiene el rostro desde la nuca para que lo mire fijamente. Desde esta posición —él sentado en el banquillo y yo de pie entre sus piernas—, nuestros rostros están a la altura, así que no es muy difícil para él atraerme cerca.
Entonces, cuando estamos a un suspiro de distancia, cierro los ojos.
Él no me besa de inmediato. Se queda así, quieto, durante unos instantes eternos.
Acto seguido, me besa. Pero me besa en serio. Su lengua encuentra la mía en el proceso, sus brazos se envuelven a mi alrededor para pegar nuestros cuerpos y todo dentro de mí se deshace ante el fuego abrasador que Bruno Ranieri enciende en mi sistema.
Cuando nos separamos, une nuestras frentes. Su respiración es tan dificultosa como la mía y estoy convencida de que puedo sentir su corazón contra mis palmas —que se encuentran presionadas contra su pecho— a través del material de su camisa.
—Hablaremos de todo esto en casa, Liendre —dice, en voz baja y ronca y las piernas me flaquean ligeramente.
Entonces, me deja ir y, sin decir nada, me giro sobre mi eje. Estoy a punto de marcharme, cuando, de pronto, algo más me viene a la mente.
Lo miro por encima del hombro.
—Y ¿Bruno? —lo llamo, para captar su atención, pese a que no había dejado de mirarme—. Por favor, no vuelvas a hacerme una escena como la de hace un rato.
Sus ojos se oscurecen de inmediato, pero no dice nada. Yo aprovecho esos instantes y me escabullo lejos de él. Lejos del aturdimiento que me provoca y de todo esto que cada vez toma más fuerza en mi interior.
Karla, Gonzalo e Ignacio se encuentran en el mismo lugar en el que los dejé y el alivio que siento por ello es grande, pero no sé muy bien por qué.
—¿Está todo bien? —Karla inquiere, con una sonrisa en el rostro y una ceja arqueada.
Me encojo de hombros.
—Eso creo —digo, sin querer dar muchos detalles—. ¿Bailamos?
La sonrisa de mi amiga se ensancha un poco y, entrelazando nuestros dedos, me lleva tan cerca del centro de la pista como es posible.
Mientras avanzamos, me doy cuenta de cuán borracha me encuentro y, de todos modos, no le doy mucha importancia. Al contrario, decido que voy a divertirme cuanto me sea posible y comienzo a moverme.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que decidamos volver al palco por algo de beber, pero se siente como una eternidad.
Los pies me duelen de tanto bailar y estoy tan acalorada que, cuando nos acercamos a la barra por algo de beber, me tomo el contenido de mi vaso en una sola exhibición.
Karla dice algo respecto a mí vomitando si sigo bebiendo así y una risa boba se me escapa mientras tomo su mano y dirijo nuestro camino hasta la mesa donde nos instalamos al llegar.
No hay nadie aquí ahora mismo. Allá, lejos, soy capaz de ver a un par de los amigos del hermano de Bruno y, al fondo, veo a Sofía en compañía del cumpleañero; pero, en la mesa, no hay ni una sola alma.
Es por eso que aprovecho y me aseguro de esconder mi trago en una especie de plataforma sobre la que está montada una bocina. La idea de dejarlo en la mesa y que alguien le ponga algo me aterra, así que me aseguro de dejarlo fuera de la vista de todo el mundo.
Para alcanzarlo, tendré que arrodillarme en los sillones... o pedirle a Gonzalo o Ignacio que me ayuden; pero, ahora mismo, es lo que menos me preocupa.
Al terminar con la tarea, me las arreglo para hacer mi camino hasta donde se encuentran ahora mis acompañantes.
Gonzalo, Ignacio y Karla bailan aquí mismo, en el área VIP, y lucen tan despreocupados y desinhibidos, que decido unírmeles.
El alcohol en mis venas es tanto, que no hay cabida en mí para la vergüenza. Dejo que la música haga lo suyo y me dejo llevar.
Una canción familiar retumba en todo el lugar y alzo las manos cuando reconozco la voz de Sia cantando las primeras líneas de Bang my head.
Mis labios tararean la letra y muevo las caderas un poco más. De pronto, algo capta mi atención por el rabillo de mi ojo.
Alguien se ha sentado en la mesa y mira en nuestra dirección. Mi vista se vuelve de manera fugaz y el estómago me da un vuelco cuando me percato de que es Bruno Ranieri quien se ha instalado en uno de los sillones de la mesa, con un trago en una mano y postura desgarbada. Sus ojos están fijos en mí y todo mi cuerpo se calienta cuando, sin apartar la mirada, le da un trago largo al vaso que sostiene entre los dedos.
No me atrevo a apostar, pero creo haber visto una sonrisa asomándose en las comisuras de sus labios.
Una sonrisa maliciosa se dibuja en mis labios ante el reto implícito en su gesto y, presa de un valor que no sabía que poseía, me contoneo al ritmo de la música tanto como puedo.
Bruno no deja de mirarme. Sus ojos no me han abandonado ni un segundo y, llegados a este punto, se siente como si pudiera estallar en cualquier momento. El corazón me golpea con violencia contra las costillas y, de pronto, lo único que quiero es besarlo. Acortar la distancia entre nosotros y fundirme en él.
Y sé que no debería querer hacerlo. Que se ha comportado como un imbécil toda la noche, pero no puedo evitarlo. Bruno Ranieri me provoca sensaciones que no sabía que existían.
Mis ojos encuentran los suyos y me relamo los labios. Su gesto se ensombrece y, de pronto, algo se enciende en mi sistema. Un pequeño recuerdo y un pinchazo de valor. Un impulso salido de sabrá-Dios-dónde hace que, sin saber muy bien si funcionará, avanzo hacia la mesa.
Hacia él.
No deja de mirarme. Sus ojos no se apartan de los míos y siento un nudo en el estómago cuando me planto frente a él —entre sus piernas abiertas— y coloco una rodilla sobre la piel de vinil del sillón.
Sus ojos se ensombrecen.
El corazón me da un tropiezo y me inclino hacia adelante. Me aseguro de acercarme a él lo suficiente como para que tenga que alzar la vista y, justo cuando nuestros rostros están a la altura, me estiro un poco más y alzo una mano para buscar el vaso que dejé en la plataforma hace un rato.
Cuando lo encuentro, me bebo el contenido de un trago largo —asegurándome de hacerlo así, en esta posición— y lo dejo de nuevo donde estaba.
Acto seguido, me aparto, bajo del sillón, me giro sobre mi eje y me echo a andar en dirección a donde mis amigos se encuentran; no sin antes dedicarle una mirada sugerente por encima del hombro mientras contoneo las caderas cuando me alejo.
Algo salvaje se ha apoderado de su rostro. Su cuerpo entero luce alerta, como el de un depredador frente a una presa tentadora y hay algo tan peligroso en la forma en la que me mira, que un nudo se instala en mi vientre solo de mirarlo.
Bruno se levanta y avanza en mi dirección. Yo vuelvo mi atención hacia enfrente y, segundos más tarde, un brazo se envuelve en mi cintura.
El familiar aroma del perfume de Bruno me inunda las fosas nasales y las rodillas me fallan cuando susurra contra mi oído:
—¿A dónde crees que vas, Liendre?
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