24

Las puertas del elevador se abren justo cuando Bruno termina de acomodarse el cinturón en su lugar. Una ligera sonrisa tira de las comisuras de mis labios mientras trato, con respiraciones profundas, de detener el latir desbocado de mi corazón.

Don Tomás —el intendente del edificio— y José Luis se encuentran ahí, de pie frente a nosotros y, durante unos segundos, el silencio es tenso. Entonces, Bruno, con ese tono aburrido que suele utilizar y que me saca de quicio, dice:

—Discúlpennos. La señorita no tiene autocontrol y presionó el botón de emergencia del ascensor.

De inmediato, disparo una mirada hostil en su dirección y farfullo una protesta mientras, con una sonrisita boba, Bruno me pone una mano en parte baja de la espalda y guía mi camino fuera del ascensor.

Mientras avanzamos, siento cómo la ropa interior mal acomodada debajo de los vaqueros se enrosca un poco más y aprieto los dientes, al tiempo que una nueva clase de vergüenza me embarga.

—¿Qué ocurre? —Bruno inquiere, curioso, mientras llegamos al estacionamiento, al espacio donde se encuentra aparcado su coche. Es en ese momento que me percato de la sonrisa que tira de las comisuras de los labios.

—Pensaba en que... —me relamo los labios—, la próxima vez me pongo una falda.

Una risotada se le escapa mientras me abre la puerta del copiloto.

—Eso podría ayudar —dice.

Cuando se instala en el asiento a mi lado y enciende el auto, mi teléfono se conecta en automático al Bluetooth. Un gemido quejumbroso sale de sus labios en el instante en el que hago un bailecillo ridículo y busco en mi teléfono por una canción.

There's Nothing Holding Me Back de Shawn Mendes inunda los auriculares del vehículo y, de pronto, me encuentro cantando de manera desafinada las bonitas florituras que él entona.

Bruno conduce en silencio, como ha hecho todos los días desde hace una semana.

Una mirada de soslayo me permite ver el ángulo obtuso de su mandíbula recién afeitada y, sin más, recuerdos de hace apenas unos minutos me embargan por completo.

Un escalofrío me recorre entera cuando, de pronto, me veo ahí, en el elevador, accediendo a sus caricias urgentes. Al reto implícito que dejé flotando en el desayuno. Ese en el que él se jactaba de poder hacerme perder la cabeza en unos minutos y yo decía dudarlo en demasía.

Estaba equivocada.

De alguna manera, Bruno Ranieri se las arregló para, en cuestión de diez minutos, convencerme de tener sexo en el ascensor del complejo habitacional y, no conforme con eso, se las arregló para conseguir eso mismo que prometió que haría.

Mi vientre se atenaza cuando el recuerdo de sentirlo hundirse en mí para luego presionar el botón de emergencia y detener el ascensor de golpe me embarga.

—Sigo preguntándome cómo es que siempre llevas un preservativo contigo. —No quiero que suene a reclamo, pero lo hace.

Él se detiene en un semáforo. Una sonrisa ladeada tira de una de sus comisuras.

—Lo hago desde que me di cuenta de lo incómodo que es tener que dejarte sola en donde sea que nos encontremos solo para ir por uno a la alcoba. —Se encoge de hombros y me guiña un ojo antes de añadir—: Además, tenía que estar preparado por si te convencía.

—Eres un idiota —mascullo y siento cómo el rubor se instala de nuevo en mi rostro, pero no dejo de sonreír.

—Uno muy práctico, si me permites agregar.

Mi sonrisa se ensancha y rebusco en mi teléfono por otra canción para poner.

—Es tiempo de algo de Jimi Hendrix —dice, cuando me ve husmear entre mi repertorio.

—No hay nada de Jimi Hendrix en mi teléfono. —Me excuso, mientras lo miro con fingida tristeza.

—Pues debería —él refuta y, de soslayo, soy capaz de verle sonreír cuando hago un mohín. Entonces, pone a andar el coche una vez más.


Desde hace una semana que Bruno Ranieri y yo tenemos algo.

Aún no sé exactamente cómo llamarlo, porque él no quiere etiquetarnos y a mí, con franqueza, me asusta la posibilidad de ponerle un nombre. Este hombre le hace tanto a mi sistema, que me aterra perderme en ello. En lo que eso —ponerle un título— significaría para mí.

Pese a todo, nuestra convivencia no ha dejado de llenarme de las sensaciones más aterradoras —y maravillosas—. Todos los días desde que comenzamos con esto me ha llevado al trabajo. Todos los días hemos compartido el café en la mañana y la cama por las noches. Compartimos, también, charlas de madrugada, de esas que se tienen a susurros pese a que no hay nadie dormido en toda la casa; y confesiones. Del tipo que se hacen bajo el cobijo dela oscuridad total, con el corazón entre los dedos y brazos cálidos rodeándose entre sí para apaciguar los recuerdos tortuosos.

He conocido una faceta de Bruno que no sabía que podía existir y ahora no puedo dejar de pensar en él como ese hombre suave y atento que es mientras me sostiene contra su pecho por las noches y me acaricia el cabello de manera descuidada. Ese que pasa el día con el entrecejo fruncido, pero que es capaz de arrancarme los suspiros más dulces.


Nos acercamos a nuestro destino, así que una nueva tenaza me estruja el estómago. Esta, sin embargo, es distinta a la anterior y es provocada por otra cosa. Una más sencilla y complicada a la vez.

Vamos. No pasa nada. Él dijo que podía con ello.

Tomo una inspiración profunda y Bruno encausa el coche hacia la lateral que sale al estacionamiento del Walmart en el que trabajo.

¡Solo dilo, Andrea!

Me aclaro la garganta, pero los nervios apenas me dejan respirar.

No sé por qué me siento así. No sé por qué diablos no soy capaz de pedirle a Bruno Ranieri que salgamos cuando él dijo que podía con ello. Cuando fue él quien accedió a todas mis demandas.

De todos modos, la posibilidad de que diga que no... o, peor aún, que diga que sí solo por compromiso, me pone a temblar de la ansiedad.

Tomo una inspiración profunda y trago duro.

—¿Hacemos algo en la noche?

Las palabras suenan ligeras, pero todo mi cuerpo está en total alerta. Él guarda silencio unos segundos.

—Hoy tengo algo que hacer, pero estoy libre todo el fin de semana. —Me regala una mirada y un guiño rápido que me calienta el pecho con una sensación dulce.

—El fin de semana está bien. —Asiento y, pese a que quiero preguntar qué es eso que tiene qué hacer, me obligo a mantener la lengua quieta.

Me repito una y otra vez que no soy nadie a quien tenga que rendirle cuentas de nada, y, con ese pensamiento en la cabeza, me mantengo serena el resto del trayecto.

Luego de que se marcha —una vez que me ha dejado en el trabajo—, mi teléfono vibra en el bolsillo de mis vaqueros y, al tiempo que me encamino hacia el interior del establecimiento, leo el mensaje de Génesis.

No le he dicho nada acerca de lo que tengo con Bruno. De hecho, no le he dicho a absolutamente nadie. Solo Karla sabe un poco al respecto y tampoco ha sido mucho. No sé cómo explicarle a la gente que, con nosotros, por el momento, las cosas son de esta manera. Que, de alguna forma, para mí también es cómodo no tener qué agobiarme por preguntarme qué siento y qué no siento por Bruno Ranieri. Tenemos algo y, por ahora, eso es todo lo que necesito.


Mi día pasa entre mensajes de texto esporádicos, sonrisas bobas y buen humor. Eventualmente, en el almuerzo, Bruno me llama para decirme que me enviará un Uber para que me lleve a casa al salir del trabajo, pero, luego de cinco minutos de acalorada discusión, logro hacer que desista de la absurda idea. Le aseguro que saldré temprano y no hay necesidad alguna de ello y, luego de otros minutos de conversación boba, colgamos.

—Veo que las cosas con tu amigo con derecho van bien —Karla se mofa, pero el tono juguetón y dulce que usa le quita la malicia al título que nos ha puesto.

—No es mi amigo con derecho —mascullo.

—Pero tampoco es tu novio.

Hago una mueca.

—Es que si lo dices de esa manera, suena terrible —me quejo, para luego suspirar—. Además, puede que me guste un poco todo esto de no ponerle nombre a lo que siento, ¿sabes? Es más fácil de sobrellevar.

—Eres una cobarde de mierda —suelta, con una sonrisa burlona en los labios y yo le dedico una mirada hostil.

—No es cobardía, es solo que... —Hago una pausa larga, pero termino soltando un suspiro cansado—: Bueno... Quizás sí soy una cobarde de mierda.

—Andrea, el tipo te llamó para preguntarte a qué hora te mandaba un Uber solo porque no va a poder pasar él mismo a recogerte. —Sacude la cabeza en una negativa—. Si eso no es interés, entonces no sé qué es.

—¿Amabilidad, tal vez?

—Amabilidad, mi culo —me corta—. Ningún hombre, por muy buena que seas en la cama, va a preocuparse tanto como lo hace él contigo sin un interés sentimental de por medio. Al tipo le gustas. Y no hablo solo del aspecto físico; sino en un plano emocional.

—Y a mí me gusta él, pero ese no es el punto.

—¿Cuál es, entonces?

—Que no importa cuánto nos gustemos. Él de todos modos sigue sin querer una relación.

Ella suspira.

—Sigo creyendo que se complican demasiado. Ya hacen cosas que hacen los novios. Van a salir el fin de semana. ¿Por qué diablos no le ponen un título y se acabó?

Cierro los ojos.

—No quiero forzar las cosas entre nosotros. Antes de presionarlo, me gustaría esperar un poco. Ver cómo se van dando las cosas.

Ella guarda silencio y me dedica una mirada larga. Entonces, suspira.

—Haz lo que te haga sentir cómoda —dice, finalmente—. Si esta es la forma en la que quieres llevar las cosas, adelante. Solo... sé clara con él. Siempre. Ahora estás bien con todo esto, pero, si llegas a no estarlo, debes decirlo. Sé clara, ¿vale?

Asiento.

—Gracias, Karla —digo, porque de verdad agradezco que siempre está dispuesta a escucharme.

—No hay nada qué agradecer, boba. —Me guiña un ojo y, acto seguido, continuamos con nuestros alimentos ahí, sentadas en el diminuto comedor del área de empleados del establecimiento.


Al terminar la jornada, voy directamente hasta la fiscalía para firmar mi estadía en el estado una vez más y, luego, me encamino hacia el pent-house.

La caminata desde la parada del autobús hasta el complejo habitacional me sabe corta y ligera cuando Martin Garrix me invade los sentidos con su música electrónica a través de los auriculares de mi teléfono.

El sol apenas está cayendo cuando por fin estoy en la puerta principal del edificio y, cuando paso la tarjeta de acceso, me quito un audífono para saludar a José Luis. Es en ese momento, que la mirada del hombre y la de una mujer a la que no había visto hasta ahora, se posan en mí.

La familiaridad que me golpea cuando la veo es indescriptible, pero no logro recordar dónde la he visto antes.

—¡Señorita, Roldán! —José Luis luce aliviado cuando hace un gesto para pedirme que me detenga. La confusión que me embarga es inmediata—. ¡Qué bueno que la encuentro!

Doy un par de pasos dubitativos, sin apartar la vista de la mujer que me mira con fijeza desde el mostrador de la recepción.

—La señora Márquez —José Luis la señala—, está buscando al joven Bruno. Le comentaba que estuve comunicándome con él al teléfono del pent-house, pero que parecía no haber nadie. —En ese momento, se dirige a la mujer en cuestión—: La señorita Roldán es la... —me mira, inquisitivo—, compañera de departamento del joven Ranieri. Quizás ella pueda recibir su mensaje o mantener una comunicación más directa con él.

Los ojos de la mujer me estudian de arriba a abajo un segundo antes de regalarme una sonrisa suave.

Es en ese momento, que las piezas embonan en mi cerebro; que el recuerdo se vuelve tan real, que me taladra las sienes.

Es ella. La mujer que vi subirse a un coche de alquiler con Bruno y, viéndola ahora de cerca, no puedo dejar de pensar en lo impresionante que es. En lo madura que luce y en lo guapa que me parece.

—¡Oh, no! ¡No hace falta, de verdad! —Hace un gesto desdeñoso con una mano, para restarle importancia al asunto—. Lo que pasa es que íbamos a vernos dentro de un rato, pero algo surgió y no podré atender a nuestro encuentro. Quise llamarle por teléfono, pero no responde, así que, como pasaba por la zona, pues... —Se detiene en seco y deja escapar el aire, para luego sonreír apenada—. Olvídenlo. Estoy divagando. Le enviaré un mensaje. Con eso debe bastar.

Yo parpadeo unas cuantas veces, solo porque no soy capaz de ponerle orden a la vorágine de sentimientos que me embarga; pero, al cabo de un largo momento, digo:

—De todos modos, Si Bruno llega a pasar por el apartamento antes de asistir a su reunión, le haré saber que vino y que se le complicó ir a su cita.

No sé cómo le hago para sonar jovial y fresca, pero quiero darme un par de palmaditas en la espalda a manera de felicitación.

—Oh, eres un encanto, pequeña —dice y me hace sentir tan incómoda, que toma todo de mí mantener la sonrisa amable que tengo en el rostro—. Lo agradezco muchísimo. En fin... —Suspira y luego, sonríe— Tengo que irme. Ha sido un placer...

—Andrea —digo, cuando me doy cuenta de que está esperando a que le diga mi nombre.

—Andrea —Su sonrisa se ensancha y extiende su mano en mi dirección—. Soy Rebeca.

Esta vez, mi sonrisa flaquea un poco.

—Un gusto —me obligo a responder y, entonces, la veo encaminarse hasta la salida del lugar.

El trayecto en el elevador me sabe eterno e insuficiente al mismo tiempo. Un centenar de emociones colisionan entre sí en mi interior y quiero llorar. Quiero gritar. Quiero llamar a Bruno y exigir una explicación porque él dijo que esto era exclusivo. Que era solo nuestro... Y, aún así iba a verse con esa mujer esta noche.

El aliento me falta, las lágrimas me pican en los ojos y trato, desesperadamente, de mantenerlas dentro de mi sistema. No quiero sacar conjeturas antes de tiempo, pero me es imposible. Bruno jamás mencionó que la vería. Solo dijo que tenía algo qué hacer.

Mis ojos se cierran con fuerza y suelto una palabrota antes de introducirme en la ducha y abrir la regadera. El agua caliente pronto me golpea la espalda y el llanto ahora sí es inevitable. Una sensación de doloroso malestar me invade el pecho y no sé qué hacer para deshacerme de ella.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me digne a salir a la alcoba y me encierre en el vestidor para ponerme algo cómodo. Quiero acurrucarme en la cama, pero no quiero que Bruno me encuentre aquí, en la habitación en la que él duerme. Así pues, con todo y que sé que no hay nada más cómodo en esta casa que ese mullido colchón, me encamino hacia la salida.

El sofá-cama del teatro en casa me recibe con los brazos abiertos y, pese a que todavía tengo ganas de llorar, no lo hago. Me obligo a cerrar los ojos y bloquear toda clase de pensamiento. Me obligo a empujar lo que acaba de pasar en un rincón en lo más profundo de mi cabeza porque, por ahora, no puedo lidiar con ello.


***


El sonido del teléfono del pent-house me despierta de golpe, pero tardo unos cuantos segundos en espabilar lo suficiente como para incorporarme en una posición sentada. Durante unos instantes, me siento desorientada; pero, al cabo de unos segundos, logro reconocer el lugar como el teatro en casa. Hacía tantos días que no despertaba en este lugar, que se siente extraño hacerlo ahora.

... Y, además, me duele la espalda.

Un quejido se me escapa de los labios cuando me estiro para liberar la tensión que me anuda los músculos, y el rumor de una voz ronca y familiar hace que agudice el oído.

Bruno.

El mero pensamiento hace que el estómago me dé una voltereta de los nervios y aprieto los dientes porque no puedo creer lo que es capaz de provocarme. El ascensor llega hasta la planta alta y se marcha para, luego de unos minutos, regresar.

¿Se marchó? ¿Volvió?

Contengo el aliento y trato de escuchar —si está en casa— qué es lo que hace. Hacia dónde va. Por supuesto, es imposible para mí deducirlo desde aquí, pero aún no estoy lista para encararlo. No sin haber procesado del todo lo que pasó.

Cierro los ojos.

Eres una cobarde de mierda.

—Lo sé —musito para mí misma, como la completa lunática que soy.

El sonido de los pasos lentos, pero seguros que se acercan desde las escaleras me hace abrir los ojos justo a tiempo para ver a un desgarbado Bruno Ranieri, con los botones superiores de la camisa deshechos, descalzo y el cabello por todos lados, cargando una bolsa de plástico con contenedores térmicos en el interior.

Una sonrisa sesgada se desliza en sus labios cuando me mira e, inevitablemente, mis entrañas se estrujan con violencia.

—Estás despierta —puntualiza lo obvio, para luego alzar lo que lleva entre los dedos—. Aprovechando que lo estás, ordené la cena para dos de un lugar de comida italiana que me encanta. Esperaba que quisieras acompañarme.

Con todo y la revolución que me provoca todo lo que sale de su boca, me las arreglo para sostenerle la mirada un instante antes de decir:

—Creí que tenías planes para hoy.

—Me cancelaron de último minuto. —Se encoge de hombros—. La verdad es que no tenía muchas ganas de ir de todos modos.

Silencio.

Entonces, como si estuviese cayendo en la cuenta de algo en ese preciso instante, entorna los ojos en mi dirección.

—¿Por qué viniste a dormir aquí? —inquiere, como la idea le pareciera absurda.

Mi única respuesta es un encogimiento de hombros que hace que todo el humor juguetón que le teñía las facciones se le diluya un poco.

—¿Está todo en orden?

Desvío la mirada.

Durante un segundo, considero la posibilidad de ni siquiera hablar con él respecto a lo que pasó; sin embargo, luego de unos instantes de absoluto silencio, lo encaro.

No sé muy bien qué es lo que estoy haciendo, pero, de cualquier forma, decido que no me importa si hago el ridículo una vez más frente a este hombre. A estas alturas de la vida, lo último que necesito es ocupar mi mente con dudas e inseguridades. No puedo darme el lujo de perder la compostura por suposiciones. Por muy turbias que luzcan las cosas, sé que debo de hacerle frente a lo que sea que esté ocurriendo. Por mucho que duela saber la verdad, prefiero saberla a sentirme de esta forma. Es por eso que, haciendo acopio de un valor de papel, digo:

—Esta tarde, cuando llegué a casa, estaba una mujer en la recepción buscándote. —Sueno tranquila, pero la advertencia es clara en mi voz—. Rebeca, dijo que se llamaba. Vino porque algo surgió y no iba a poder asistir a su reunión.

Su mandíbula se aprieta y, de pronto, su mirada se torna tan glacial, que se me erizan los vellos de la nuca. Pese a eso, no es miedo o nerviosismo lo que veo en su expresión. Es ira. Cruda y fría ira.

—¿Que Rebeca hizo, qué?

—¿Eso es en lo que te enfocas? —Sueno más irritada de lo que pretendo, pero, a estas alturas no me importa.

Él sacude la cabeza en una negativa, pero su gesto solo se contorsiona un poco más debido al coraje que lleva dentro.

—Tengo que salir —suelta, con tanta brusquedad que doy un respingo en mi lugar.

—Bruno, acordamos que...

—Sé muy bien qué fue lo que acordamos, Andrea —Bruno me corta de tajo y la manera hosca en la que lo hace me escuece el pecho.

Parpadeo unas cuantas veces para apartar las lágrimas que me nublan la vista, pero no digo nada. Me quedo callada mientras lo veo bajar las escaleras a toda velocidad.

Minutos más tarde, escucho el elevador marcharse. Cuando lo hace, las lágrimas hacen su camino fuera de mí una vez más.

La confusión —antes contenida en mi estómago— está esparcida en cada una de mis terminaciones nerviosas y me siento tan vacía y tan hueca, que no sé qué demonios hacer. No sé qué diablos decir o cómo tomar lo que acaba de pasar.

Me acurruco entre las sábanas una vez más y cierro los ojos.

Sé que esto no está bien. Que no puedo bloquearme de esta manera cada que tengo un problema, pero, ahora mismo, es lo único que puedo hacer para mantener la revolución en mi interior a raya.

Aprieto la mandíbula y cierro los ojos con fuerza mientras espero a que el llanto cese. Cuando lo hace, trato de dormir, pero no lo consigo.


No sé cuánto pasa antes de que el elevador anuncie la llegada de Bruno, pero sé que ha sido demasiado. De todos modos, ni siquiera se molesta en encender las luces del vestíbulo. Las deja así: apagadas. Dejándome en completa oscuridad en más de una forma.

Los ojos me arden cuando parpadeo, así que los cierro y absorbo el suave escozor mientras me limpio la nariz con un trozo de papel higiénico que tenía dentro del bolso.

Trata de dormir. Me dice el subconsciente y quiero hacerle caso. Quiero escucharlo y dormir hasta que ya no sea capaz de sentir. Hasta que la confusión se vaya y Bruno Ranieri deje de hacerme sentir en el cielo, para luego dejarme caer hasta el mismísimo infierno.





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