23
El correo electrónico de la secretaria de Armando Lomelí está tan repleto de información que no sé ni siquiera por dónde empezar, y la verdad es que tampoco he podido concentrarme como me gustaría porque no puedo dejar de pensar en Andrea.
Llegados a este punto, me siento frustrado e irritado. Me siento fuera de mí. Con Andrea no soy capaz de reconocerme y eso no me gusta. Es peligroso.
Un suspiro se me escapa y me llevo el índice y el pulgar al hueso de la nariz para presionarlo con firmeza.
Es inútil. No puedo concentrarme. Ni siquiera el trabajo urgente es capaz de arrancarme a esa mujer del pensamiento y casi quiero estrangularme por ello.
Pienso en sus palabras. En lo que me pide y las emociones encontradas me invaden de inmediato una vez más. No quiero una relación. Jamás he tenido una y no sé si está en mí el tenerla. No quiero convertirme en mi madre; pero, sobre todo, no quiero convertirme en mi papá.
En un hombre incapaz de mantener una promesa. Un patán capaz de mentir y lastimar a todos a su alrededor solo porque no puede tomarse un matrimonio —o cualquier clase de compromiso— en serio.
No quiero hacerle eso a ninguna mujer. Mucho menos si esa mujer es Andrea.
El chasquido que hace el cerrojo de la puerta al abrirse me trae de vuelta al aquí y al ahora, y alzo la vista de golpe.
En ese momento, todo pensamiento coherente se fuga de mi cabeza.
Durante un segundo, creo que estoy alucinando. Que una de mis más recónditas fantasías se ha materializado frente a mis ojos solo para torturarme; sin embargo, cuando parpadeo un par de veces y veo que no se ha ido, un nudo de anticipación se aprieta en mi estómago.
Mis ojos barren por la extensión del cuerpo de Andrea y el mío responde de inmediato ante lo que ven.
El vestido negro que lleva puesto se aferra a sus caderas y su cintura, y termina justo en el lugar en el que las medias largas que lleva puestas acaban. El cabello húmedo le cae desordenado sobre los hombros y el sonrojo en sus mejillas le da un aspecto inocente y provocador al mismo tiempo.
Me quedo quieto, abrumado, mientras ella avanza con lentitud en mi dirección. Confusión y curiosidad me invaden en partes iguales y quiero preguntarle qué carajos pretende. Por otra parte, quiero ver hasta dónde va a llevar este juego que no entiendo, pero que hemos empezado a jugar ambos.
Decido, entonces, que soy curioso y me reclino en el respaldo de la silla en la que me encuentro, mientras que me llevo una mano a la barbilla y arqueo una ceja en un gesto arrogante.
Ella no vacila ni se detiene, así que empujo la silla hacia atrás con desgarbo cuando rodea el escritorio para quedar de pie justo frente a mí.
Desde este ángulo, tengo que alzar la vista para encararla, pero, de alguna manera, me las arreglo para lucir socarrón y descarado cuando, sin más, le sonrío.
El rubor en su rostro incrementa, pero, en lugar de titubear, se sienta sobre el escritorio y se hecha hacia atrás. Acto seguido, se relame los labios en un gesto nervioso y, entonces, sube una pierna y luego la otra.
En ese instante, me explota la cabeza.
Quiero abalanzarme sobre ella y besarla. Quiero arrancarle el vestido, las medias, el liguero del que ahora tengo una vista maravillosa, y esas malditas bragas delicadas que le cubren; sin embargo, me quedo quieto en mi lugar, con la mandíbula apretada y la mirada fija en la preciosa imagen que tengo enfrente.
Tiene los ojos nublados por el deseo y los labios entreabiertos. Su pecho sube y baja con su respiración dificultosa, y yo solo puedo pensar en las formas en las que podría tocarla. En todas las maneras en las que podría...
Trago duro.
—Creí que no tenías polvos —digo, con la voz enronquecida por las emociones. Me vendría de maravilla un trago ahora mismo.
—No los tengo —dice y le tiembla la voz—. Pero ahora mismo me vendría bien uno.
Algo salvaje ruge en mi interior.
—Ven aquí —pido, pero no me gusta cuán mandón me escucho. Ella, sin embargo, baja del escritorio y avanza hasta sentarse a horcajadas sobre mí. Cuando lo hace, anclo mis manos en sus caderas y la acerco un poco más, de modo que me aseguro de que sienta la erección entre mis piernas.
Una de mis manos se eleva hasta su cintura y la acerco un poco más. Hasta que nuestras narices se tocan y sus manos están sobre mi pecho.
Entonces, la miro a los ojos.
En silencio, ella se muerde el labio inferior sin apartar la vista de la mía.
—No voy a ser tu desfogue de tensión, Andrea —digo, al cabo de unos instantes, en voz baja—. Si vas a estar conmigo, te quiero aquí, no tratando de olvidarte de no-sé-qué.
—Estoy aquí, contigo —me asegura, en un susurro y sin aliento—. Y quiero esto de nuevo. Sin ataduras. Solo esta vez.
—Vas a volverme loco —digo, pero, de todos modos la beso.
El contacto es feroz y urgente, pero me llena el cuerpo de un alivio que no sabía que necesitaba. Un suspiro tembloroso se le escapa cuando le beso el cuello y hundo la cara en el hueco entre sus pechos.
Huele a perfume de frutas y jabón y sabe a la cosa más dulce que he probado jamás.
Sus dedos se crispan en la remera que me puse antes de encerrarme en el despacho y los míos se deslizan por debajo del material del vestido, levantándoselo hasta la cintura para después terminar sacándoselo por la cabeza.
La delicada prenda que le cubre los pechos solo hace que la urgencia de deslizarme en su interior me haga apretar los dientes. Ella me saca la playera por encima de la cabeza y se inclina para besarme el cuello y las clavículas. Yo aprovecho ese momento para aferrar mis dedos a sus caderas y mover las mías solo para que sienta lo que me hace.
Un beso urgente es arrebatado de mis labios cuando sus manos se deslizan hasta mi erección y me frotan por encima de los shorts que me visten.
Todo es tan intenso en este momento, que no puedo pensar.
Un gruñido se me escapa, pero ni siquiera me da oportunidad de reaccionar, cuando introduce sus manos para acariciarme. Un grito ahogado se le escapa cuando se da cuenta de que no llevo ropa interior y una risa me abandona contra sus labios.
Ella ríe también antes de envolver sus dedos a mi alrededor y empezar a acariciarme.
La forma en la que está llevando el mando de la situación me tiene al vilo de las expectativas, pero de todos modos me toma con la guardia completamente abajo cuando se desliza fuera de la silla, y tira del shorts hasta deshacerse de él y se arrodilla delante de mí.
Luego... Nada.
El miedo en su mirada y la forma en la que vacila cuando se percata de la situación en la que se ha metido me hace querer reconfortarla. Mis labios se abren para decir algo, cuando me toma los dedos con torpeza. Todo su lenguaje corporal me habla sobre su inexperiencia y me siento como un imbécil por no hacer nada para remediarlo. Quiero hacerla sentir cómoda de hacer lo que le plazca y de evitar todo aquello que la haga sentir mortificada.
Me inclino hacia adelante y le acaricio la mejilla con suavidad.
—No tienes que hacerlo —digo, sin aliento.
Ella se moja los labios, ansiosa.
—Lo sé —dice y, entonces, cierra sus labios a mi alrededor.
Un gruñido ronco y profundo se me escapa mientras mi cabeza se echa hacia atrás.
El nudo de vértigo que tengo en el vientre es casi tan intenso como la oleada de placer abrasador que me provocan las caricias de su lengua.
Vuelvo a mirarla y le acaricio la mejilla cuando noto el suave gesto de concentración que esboza.
Cuando abre los ojos y me ve, le sonrío.
—Lento —pido, con suavidad para hacerla sentir cómoda—. Me gusta lento.
Y así lo hace. Lento, pausado y apenas me permite pensar. Apenas me permite mirar cómo va relajándose y tomando confianza en lo que hace.
Un sonido involuntario se me escapa cuando hace algo abrumador con su lengua y tengo que hacerla detener porque es demasiado. Porque no quiero correrme todavía. No sin haberla hecho olvidarse de lo que sea que la haya hecho buscarme en un momento desesperado.
Ella luce confundida, pero no le doy oportunidad de preguntar nada cuando, con un movimiento firme pero suave, la hago incorporarse y la levanto del suelo, obligándola a envolver sus piernas alrededor de mis caderas.
Luego, cuando la deposito sobre el escritorio, me arrodillo y empujo el material delgado de las bragas que lleva puestas hacia a un lado. Acto seguido, exploro entre sus pliegues con mi mano libre y, entonces, cierro los labios sobre su centro.
El suspiro entrecortado que escapa de su garganta es como música para mis oídos y la beso. La beso hasta que dulces sonidos rotos se le escapan de la garganta. Hasta que se remueve con fuerza y tengo que sostenerla ahí para mí.
Entonces, cuando un grito particularmente escandaloso se le escapa, introduzco uno de mis dedos en su interior. Los espasmos de su orgasmo me aprietan las articulaciones, pero no me detengo de bombear en su interior. De presionar el pulgar contra su clítoris solo para escucharla murmurar mi nombre entre jadeos una vez más.
—¡Ah! ¡Bruno! —gimotea, cuando cambio el ritmo de mi caricia e introduzco otro dedo en su interior.
—¿Así te gusta, preciosa? —digo, al tiempo que me pongo de pie solo porque ella se ha incorporado y muero por besarla.
Ella envuelve sus brazos alrededor de mi cuello cuando me acerco y me besa con fiereza mientras la acaricio con más intensidad que antes.
—¡B-Bruno! —medio grita y, entonces, todo su cuerpo entra en tensión absoluta antes de comenzar a temblar. Los espasmos de su orgasmo solo hacen que todo dentro de mí ruja de ansias y de deseo.
—Andrea, necesito...
—Yo también —me corta de tajo, con la voz entrecortada.
—Necesitamos un condón —digo.
Ella asiente, aún aferrando los dedos a mi muñeca para evitar que siga moviendo la mano.
—Ahora regreso —mascullo y, entonces, le regalo un beso suave y me encamino hasta la habitación.
Cuando vuelvo al estudio con el condón entre los dedos, Andrea sigue arriba del escritorio. Esta vez, sin embargo, se ha girado, de modo que, al entrar, puedo verla directo a la cara.
Luce como un espejismo. Como una imagen sacada desde lo más recóndito de mi subconsciente y no quiero que este momento acabe nunca. Quiero mirarla así: expuesta, vulnerable y caliente por mí. Para mí. Vestida con esa lencería provocativa o en sus shorts de arcoíris; en realidad, me importa una mierda. Lo único que quiero es ver esa expresión en su rostro. Ese deseo en su mirada. Esos labios entreabiertos pidiéndome a gritos que los bese.
—Eres hermosa. —Las palabras se me escapan de los labios casi por voluntad propia y algo dulce —y aterrador— se dibuja en su mirada.
—Ven aquí —pide y, pese a que quiero obedecer gustoso, sacudo la cabeza en una negativa suave.
—Quiero verte —digo, porque es cierto—. Me encanta verte.
El rubor en sus mejillas es claro ahora y luce tan jodidamente encantadora, que solo puedo pensar en acortar la distancia que nos separa para besarla.
—Tócate. —Es una petición, pero suena a orden y reprimo una mueca de disgusto hacia mí mismo.
El color de su rostro es tan intenso ahora, que reprimo una sonrisa.
Tan inocente...
—¿A-Ahora?
—Mañana, si quieres —bromeo y ella me dedica una mirada cargada de irritación. Entonces, doy un paso en su dirección y envuelvo mis dedos alrededor de mi polla para decir—: ¿Ayuda si me toco yo también?
Su mirada cae sobre mis movimientos y noto como sus ojos se llenan de una emoción que me provoca querer abalanzarme a besarla.
Entonces, clava sus ojos en los míos. El desafío en mi mirada solo hace que baje del escritorio con lentitud, deslice fuera de su cuerpo las bragas de encaje y suba de nuevo para abrirse de piernas delante de mí.
Es en ese momento, que el pánico centellea en sus ojos. Pese a eso, y sin apartar la mirada, se lleva una mano hacia los pliegues entre sus piernas con mucha vacilación. Una vez ahí, congela sus movimientos y cierra los ojos con fuerza.
La vergüenza en su expresión me hace querer acortar la distancia que nos separa para aliviarla; pero, en su lugar, susurro:
—Vamos, Andy. Enséñame cómo te gusta.
Un suspiro entrecortado la abandona.
—¿N-No vas a burlarte de mí? —inquiere y, de pronto, un ardor incómodo e intenso me invade el cuerpo.
Ira cruda y profunda me anuda el estómago y quiero asesinar a golpes al cabeza de esperma que se burló de ella en un momento de intimidad. A pesar de eso, me obligo a tragarme el enojo para decir:
—Jamás, preciosa.
En ese momento, sus ojos se abren y me miran. El corazón se me estruja con una emoción intensa y abrumadora. Acto seguido, busca entre sus pliegues. En el instante en el que echa la cabeza hacia atrás, la mía estalla en fragmentos diminutos.
El cabello le cae desordenado sobre los hombros y su cuerpo entero reacciona ante lo que ella misma se hace, y solo puedo pensar en lo preciosa que es. En lo caliente que me pone y en las ganas que tengo de sentir su calor acogiéndome entero.
Me acerco a ella con lentitud, al tiempo que abro el paquetito del condón para ponérmelo. Cuando termino con la tarea, me acerco al borde del escritorio, donde se encuentra instalada.
La respiración entrecortada provocada por el placer tan intenso que se provoca solo me hace querer besarla, y así lo hago. La beso largo y tendido mientras absorbo de su boca todos los gemidos suaves que se le escapan.
—Si no te hago mía en este momento, Andrea, voy a perder la maldita cabeza —susurro contra su boca.
—Hazme el amor, Bruno —suplica y tengo que apartarme para verla a los ojos.
No parece haberse dado cuenta de las palabras que acaba de utilizar. No parece haberse dado cuenta de que me ha pedido algo que nunca le he hecho a nadie y que, con todas mis fuerzas, quiero hacérselo a ella.
—Tus deseos son órdenes, princesa —digo, con la voz enronquecida y, entonces, me coloco en su entrada.
Ella me pone una mano en el estómago anticipándose a la intrusión y yo la acaricio primero para ayudarla a relajarse.
Cuando siento cómo sus piernas se languidecen al contacto con mis caricias, la beso de nuevo.
Sus manos están en mi mandíbula mientras su lengua y la mía se encuentran en un beso arrebatado y, sin poder contenerme más, me hundo en ella.
El jadeo que escapa de su boca me hace apretar los dientes un segundo antes de soltar una disculpa por ser tan bruto.
Andrea ha envuelto sus brazos alrededor de mi cuello y ha hundido la cara en el hueco entre mi mandíbula y su brazo. Sus piernas están envueltas alrededor de mis caderas y suelto una palabrota solo porque no puedo creer cuán apretada se siente.
—Déjame besarte, preciosa —murmuro contra su oreja y su respuesta es un balbuceo incoherente. Al notar que no se mueve, insisto—: Andy, quiero besarte.
Ella lloriquea algo antes de, finalmente, alzar la cara para permitirme entrada libre a sus labios.
Esta vez, cuando la beso, lo hago lento. Pausado. Dulce...
Cuando siento cómo la tensión de sus brazos disminuye, escurro una mano entre nuestros cuerpos hasta que puedo acariciar el botón suave entre sus pliegues.
Un gemido roto se le escapa cuando el ritmo de mi caricia incrementa y es entonces cuando empiezo a moverme lento en su interior.
Un gruñido ronco brota de mi garganta cuando el calor de su cuerpo y lo estrecha que está hacen que las sensaciones sean abrumadoras y cambio el ángulo de nuestro encuentro solo porque necesito que ella sienta todo eso que me provoca. Que se dé cuenta de que jamás me había sentido así con nadie.
Ella rompe nuestro beso para hundir el rostro en el hueco entre mi hombro y mi cuello y soltar un lloriqueo roto e ininteligible.
Envuelvo un brazo alrededor de su cintura y pego nuestros cuerpos aún más.
—Eres tan hermosa... —susurro contra su oreja y sus labios se cierran en la piel de mi hombro—. Tan dulce... —Presiono su clítoris con el pulgar, al tiempo que incremento la velocidad de mis envites y un grito suave se le escapa—. Tan encantadora...
Sus brazos se aferran a mí, sus piernas se cierran con violencia alrededor de mis caderas y un gruñido se me escapa de los labios cuando detengo mis movimientos, la levanto del escritorio y guío nuestro camino —conmigo aún dentro de ella— hasta la silla de trabajo.
Andrea se acomoda en su lugar cuando me dejo caer sobre el asiento y, cuando empieza a moverse, me deshago del diminuto sujetador que lleva puesto para luego hundir el rostro en la piel blanda de sus pechos.
De pronto, somos besos, caricias, suspiros rotos y resuellos suaves. Somos sensaciones y terminaciones nerviosas.
La sensación previa al orgasmo dentro del vientre hace que cambie el ángulo en el que nos encontramos y, cuando gime con fuerza, decido que todavía no quiero que esto termine. Así pues, me detengo de golpe y ella suelta un sonido quejumbroso.
No le doy tiempo de hacer nada, solo, con suavidad, la aparto para ponerme de pie y guiarla hasta el escritorio, donde la hago poner las manos para colocarme a sus espaldas.
Mis brazos se envuelven a su alrededor para incorporarla un poco más y le acaricio esos preciosos pechos que tiene antes de sostenerla con suavidad por el cuello mientras le beso el lóbulo de la oreja.
Una de sus manos está sobre la mía —esa que tengo sobre su cuello con suavidad— y con la otra se sostiene con las puntas de los dedos sobre el escritorio.
Yo escurro una mano entre nuestros cuerpos y me coloco en su entrada. Esta vez, cuando la penetro, lo hago con mucha lentitud; tanta, que puedo sentir cómo sus piernas se ablandan ante mi intrusión. En ese momento, envuelvo el brazo alrededor de su cintura y la sostengo ahí antes de empezar a moverme una vez más.
—No tienes idea de lo increíble que te sientes —digo contra su oreja y ella echa la cabeza hacia atrás al tiempo que deja escapar un gemido tembloroso—. No tienes idea de cuántas ganas tenía de volver a tenerte así, entre mis brazos. —Beso su hombro, al tiempo que le pellizco un pezón con delicadeza.
—B-Bruno... —suspira, al tiempo que deslizo mi mano sobre su vientre hasta introducirla entre sus piernas para buscar su punto más sensible.
—¿Así, preciosa?
—¡S-Sí!
Un gruñido de aprobación se me escapa, al tiempo que incremento el ritmo de mis empujes.
El nudo que le precede al orgasmo me atenaza las entrañas.
—¡B-Bruno! ¡Bruno! ¡Ah! ¡Bruno!
—Vamos, Andy... —digo, entre dientes, al tiempo que froto mis dedos contra su clítoris con más ímpetu que antes.
Un grito roto se le escapa y mis movimientos son cada vez más frenéticos. Voy a correrme. Voy a correrme ahora mismo y Andrea todavía no ha...
Todo su cuerpo se tensa debajo de mí con violencia y un grito particularmente ruidoso se le escapa en el instante en el que mi propio orgasmo me hace perder consciencia de lo que ocurre a mi alrededor.
Cuando salgo de ella —aún con la respiración dificultosa y el pulso acelerado—, beso su hombro y su cuello. Ella, en respuesta, gira la cara para besarme y así lo hace. Me besa largo y tendido, como si supiera que no voy a ir a ningún lado ahora mismo. Como si fuese consciente del hechizo que sus besos ponen en mí.
La hago girar sobre su eje sin romper el contacto y acuno su rostro entre mis manos un segundo antes de unir su frente a la mía.
—Puedo con la exclusividad —digo, y me sorprendo a mí mismo de lo tranquilo y sincero que sueno—, siempre y cuando no nos pongas una etiqueta, Andrea. No quiero una atadura. Esto tiene que ser hasta que sea cómodo para ambos. Hasta que dejemos de estar conformes con los límites.
—Con exclusividad te refieres a... —Ella me mira, inquisitiva, y casi pongo los ojos en blanco por lo absurdo que es tener que aclararle mi concepto de exclusividad.
—Ninguna otra mujer que no seas tú. Bajo ninguna circunstancia mientras esto siga en pie, por ningún motivo —digo—. No, sin dar por terminado esto por adelantado o haciéndote saber que para mí ha dejado de ser un compromiso exclusivo con anticipación.
Me mira, dudosa.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué quieres esto conmigo? —pregunta, en un susurro tembloroso. Asustado.
—Porque me vuelves loco. —Me sorprenden mis propias palabras, pero me obligo a mantener mi gesto inescrutable.
—Puedo besarte cuando quiera. —No es una pregunta, así que sonrío y asiento en acuerdo.
—Cuando te plazca, Andrea Roldán.
—Puedo espiarte mientras nadas en la piscina. —Entorna los ojos en mi dirección e imito el gesto al tiempo que hago un ademán pensativo.
—Preferiría que nadaras conmigo. —Le guiño un ojo—. Ya sabes. Desnudos.
—Olvídalo. No quiero ver mi culo en todo Facebook en algún video viral o algo por el estilo.
Una carcajada genuina se me escapa de la garganta y sacudo la cabeza en una negativa.
—¿Y si lo hacemos contra el ventanal de la sala?
—No has entendido el punto, ¿no es así?
—Los vidrios de los ventanales son anti-reflejantes —replico—. Desde el afuera, no se ve una mierda hacia adentro. Es como si fuera un espejo.
—No vas a convencerme, Bruno Ranieri —sentencia y otra carcajada se me escapa.
—Entonces, déjame hacértelo frente a los espejos del gimnasio —susurro, al tiempo que me acerco hasta que nuestros labios se rozan—. Para que veas lo hermosa que eres.
El rubor se apodera de sus mejillas de inmediato.
—Te encanta ser el centro de atención, ¿no es cierto? —dice, pese a que se nota que mi comentario previo la ha descolocado.
—Soy un hombre muy visual —admito, al tiempo que tiro un poco de una de las tiras delgadas del liguero—. Este tipo de cosas me vuelven loco. Así que: sí. La posibilidad de verte tener un orgasmo en una habitación llena de espejos, me pone como no tienes una idea.
Su rostro es de un carmesí encantador, pero no aparta sus ojos de los míos.
—¿Qué pasa, Liendre? —me mofo y, por primera vez, no me incomoda que el apodo suene cariñoso—. ¿Te comió la lengua el gato?
—La idea de verme en los espejos me... —sacude la cabeza, en un gesto mortificado—. Siento que me haría ser híper consciente de mí. De mi cuerpo. De mis inseguridades.
Sonrío porque no puedo creer que no pueda ver lo preciosa que está. Lo sexy que es y lo encantadora que es sin proponérselo.
De todos modos, decido que ya tendré tiempo para hacérselo saber y, con una sonrisa descarada, digo:
—Si aceptas ir conmigo, cariño, te aseguro que me encargaré de hacer que te olvides de los malditos espejos.
Ella esboza una sonrisa tímida. Expectante.
Hermosa.
—De acuerdo —asiente, en voz tan baja, que apenas puedo escucharla. Una sonrisa tira de las comisuras de mis labios y la tomo de la mano para besarle el dorso. Entonces, tiro de ella en dirección a la salida del despacho.
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