18
Siempre idealicé la primera vez que intimaría con un hombre.
A mis dieciséis, me visualizaba en mi noche de bodas, vestida de blanco, con la figura de mi flamante novio sin rostro llevándome a cuestas hasta el lecho nupcial.
Cuando empecé a salir con Arturo —porque así de corta y patética es mi vida romántica—, la fantasía siguió siendo la misma; en ese entonces, sin embargo, el novio —ese de mi fantasía—, tenía un rostro: el suyo.
Después, cuando Arturo y yo nos comprometimos y sugirió la posibilidad de hacerlo antes de que nos casáramos, las fantasías y las posibilidades se expandieron.
Lo cierto es que la perspectiva de la intimidad siempre me causó terror. Crecer bajo un yugo moralista, recatado y ortodoxo hizo que jamás se me hablara sobre sexualidad e intimidad de pareja. Mi madre nunca tuvo La Conversación conmigo y, cuando tuve edad para atraer la atención de los chicos, se encargó de llenarme la cabeza con pensamientos horribles acerca de embarazos no deseados y crianza parental en solitario. A eso, se le sumaron un centenar de restricciones y reglas de recato y pudor que hicieron de mí la mujer más insegura e inexperta en el campo.
Para cuando Arturo llegó a mi vida, yo le tenía el miedo suficiente a las relaciones sexuales como para petrificarme por completo ante la sola idea de estar con un hombre. Literalmente, mi cuerpo entero se tensaba a tal grado que cualquier clase de intento era una tortura agonizante. El dolor era insoportable y no podía continuar más.
Y traté. Traté hasta el cansancio. Y me sentí como la mierda cuando fracasé todas y cada una de esas veces. Creía que había algo malo en mí. Que jamás iba a ser capaz de estar con alguien sin pasar por una agonía en el proceso.
Luego, en terapia, cuando se lo conté —entre lágrimas desesperadas— a la psicóloga, entendí que no había absolutamente nada mal conmigo. La doctora Torres se comprometió a ayudarme a superar mi tormentosa relación con Arturo y mis padres, siempre y cuando yo me comprometiera conmigo misma a hacer lo mismo: a ayudarme y tenerme la paciencia suficiente como para no culparme de nada.
Así pues, luego de muchos estudios, visitas con especialistas y una exhaustiva evaluación psicológica, los médicos llegaron a la conclusión que lo mío no tenía nada que ver con mi cuerpo. Lo que ocurre conmigo, me lo hago a mí misma. Me lo hace mi cabeza. Mis prejuicios. Mis terrores.
La psicóloga se lo atribuye a la crianza ortodoxa y religiosa a la que fui sometida. A la manera tan escandalosa en la que se me presentó el sexo y a mis propios miedos infundados. Me dijo que era algo que sucedía con más frecuencia de la que se cree y que es tratable.
Lo llamó vaginismo selectivo, porque puedo tocarme a mí misma sin problema alguno, pero esas veces que intenté intimar con Arturo, me fue imposible —aunque, cuando estaba con él, yo todavía no iba a terapia.
La realidad de las cosas es que nunca tuve el valor de intentar estar con alguien nunca más. Al principio, porque me aterraba —pese a que había empezado a tratarme—; luego, porque me daba vergüenza mi inexperiencia. Porque era... No... Soy. Soy una virgen de veintiséis años. Una mujer que le tiene tanto miedo a la intimidad, que prefiere dejarlo estar a lanzarse al vacío e intentarlo.
El sonido de la puerta siendo cerrada detrás de mí hace que mi corazón se salte un latido antes de reanudar su marcha a una velocidad aterradora.
De pronto, soy consciente de los pasos lentos y deliberados de Bruno. De la manera segura en la que se mueve y de cómo hace que un nudo de anticipación se instale en mi vientre.
Se detiene a mis espaldas. El calor de su cuerpo, aunado a su respiración cálida contra mi oreja, hace que un escalofrío me recorra entera.
Las yemas de sus dedos me acarician el interior de la muñeca y los oídos me zumban. Estoy aterrada, ansiosa y fascinada ante lo que este hombre me provoca.
Todo tan distinto a cuando era una adolescente y, al mismo tiempo, tan abrumador como lo que me causaba en ese entonces.
—¿Me recuerdas por qué todavía sigues vestida? —Su voz ronca me retumba en el oído y reverbera en su pecho, poniéndome la carne de gallina y secándome la garganta.
Tomo una inspiración entrecortada y trago duro para deshacerme de la sensación de tener un montón de vidrios atorados en la tráquea.
—Porque no has hecho nada al respecto —me las arreglo para responder, sin aliento, y su cuerpo se pega al mío al instante.
Su abdomen firme y plano pegado a mi espalda. Los músculos de sus brazos flexionándose hacia adelante para permitir que sus palmas se posen sobre mis muslos escandalosamente desnudos.
El corazón me da un tropiezo cuando su tacto se desliza hacia arriba y eleva con lentitud el material delgado del camisón que llevo puesto. Es solo hasta ese momento que recuerdo que he dejado la ropa interior allá arriba, en el teatro en casa, y siento el calor del bochorno en toda la cara.
El aliento se me atasca en la garganta cuando detiene su camino en mis caderas para empujar las manos hacia la piel de mi vientre. Entonces, introduce una mano entre mis piernas y yo pierdo la capacidad de pensar con claridad.
Un suave sonido se me escapa cuando echo la cabeza hacia atrás, para recargarla sobre su hombro, mientras cierro los ojos y me concentro en lo que me provoca.
Una de mis manos se eleva para sostenerme de su cuello y la otra se aferra a su brazo cuando el ritmo de su caricia cambia.
—¿Así te gusta, preciosa? —susurra, y mi única respuesta es un gemido suave. Él tararea en aprobación un segundo antes de besarme el cuello—. O quizás, te gusta más así...
En ese momento, desliza uno de sus dedos en mi interior y presiona su palma contra mi punto más sensible.
Un sonido roto se me escapa ante la nueva sensación y él acaricia mis pechos por encima del camisón cuando comienza a acariciarme así.
Las piernas se me doblan, siento los dedos agarrotados y voy a estallar en cualquier momento si no tengo otro orgasmo... Y así sucede. Como si supiese exactamente en qué lugares tocar y cómo hacerlo a la perfección, otra oleada de placer me golpea con violencia.
Cuando los espasmos de mi cuerpo se detienen, me giro para encararlo y, presa de un valor desconocido para mí, lo beso e introduzco mis manos en su pantalón de chándal para sentirlo.
Bruno gruñe contra mi boca cuando deslizo hacia abajo el resto de su ropa, y, acto seguido, toma por el borde del camisón y me lo saca por encima de la cabeza.
Mis manos le acarician, mis labios le besan y él me sostiene ahí, para él, mientras saquea de mi boca todo eso que parece pertenecerle.
Una palabrota se le escapa cuando el ritmo de mi caricia cambia y, de pronto, la idea de hacerle con la boca eso que él me hizo a mí allá arriba, en mi habitación improvisada, es más que tentadora.
Bruno se aparta de mí con brusquedad, su respiración dificultosa se mezcla con la mía y siento cómo busca entre mis pliegues para acariciarme de nuevo.
Un gemido quejumbroso se me escapa y quiero más. Quiero sentirlo dentro de mí. Quiero llegar hasta donde esto me lleve sin importar las consecuencias. Al menos, esta noche, no quiero tener miedo de lo que va a pasar después.
—Bruno, por favor... —suplico, pese a que no sé muy bien qué es lo que le estoy pidiendo.
Él deja de besarme para soltar una risita que me hace querer golpearlo.
—Como tú lo ordenes, preciosa —él dice contra mi boca, antes de dejar de acariciarme.
Después, ancla sus manos en mis caderas y me levanta del suelo, de modo que tengo que envolver mis piernas alrededor de su torso. Él, una vez así, guía nuestro camino hasta la cama.
Una vez ahí, me deposita sobre el colchón, me besa y se aparta para marcharse al vestidor. Acto seguido, regresa con un cuadro de aluminio entre los dedos.
El corazón se me va a escapa del pecho en cualquier instante, los oídos me van a estallar si no detengo el zumbido agudo que me ha invadido la audición y estoy convencida de que podría desmayarme si sigo pensando en lo difícil que era todo esto para mí en el pasado.
¡Basta! ¡No vayas ahí!
Parpadeo un par de veces, obligándome a enfocarme en el andar peligroso de Bruno. En su mirada feroz y penetrante y su glorioso cuerpo desnudo.
—¿Me ayudas? —dice, con una sonrisa ladeada, al tiempo que me ofrece el preservativo, y siento cómo mi cara se calienta de inmediato.
De inmediato, el pánico previo se diluye entre la irritación, la vergüenza y la diversión que me provoca su pregunta.
Hay un reto implícito en su mirada. Como si supiera que nunca en mi vida he puesto uno a algo que no sea una banana en la clase de educación sexual del bachillerato y aprieto los dientes, pero tomo lo que me ofrece. Luego, tratando de mantener el nerviosismo a raya, me las arreglo para ponérselo.
Bruno no deja de sonreír en todo momento, así que, cuando termino, le dedico una mirada venenosa.
Él se inclina para besarme pero me aparto.
—No quiero que me beses —digo, solo porque quiero vengarme de alguna manera.
Él entorna los ojos, divertido.
—Andrea, te he explorado hasta la garganta, ¿y justo ahora no quieres que te bese?
Me encojo de hombros, aún irritada.
—Es más personal si me besas.
—¿De qué película de mierda has sacado eso? —se ríe y yo reprimo mi propia carcajada.
—¡Déjame en paz! ¡Solo no me beses y ya!
Él me mira a los ojos con una intensidad que me eriza los vellos de la nuca.
—¿Estás segura de ello?
Asiento, al tiempo que me muerdo el labio interior, incapaz de saber durante cuánto tiempo voy a seguir con esto. Él asiente, al tiempo que se relame los labios y, sin apartar sus ojos de los míos, me frota con su pulgar.
Mis labios se abren ante la placentera sensación que me provocan sus caricias, pero eso no impide que sea híper consciente de él cuando se coloca en mi entrada. De pronto, no sé en qué diablos concentrarme: si en la deliciosa sensación que me provocan sus manos, o en la anticipación que me atenaza el estómago ante lo que está a punto —o no— de pasar.
Puedes hacerlo. Me dice el subconsciente cuando una punzada de pánico me atraviesa de lado a lado y me obligo a alzar la vista para tirar de su cuello y besarlo.
Él, de inmediato, corresponde a mi caricia y me besa largo y tendido; como si de alguna manera comprendiera lo que esto significa para mí.
Me recuerdo una y otra vez que esto no es muy distinto de tener un juguete adentro —cosa que ya he hecho, como parte de la terapia física que tuve que realizar—, y le muerdo el labio inferior cuando, finalmente, lo siento empujar su camino en mi interior con lentitud.
El aliento me falta, una punzada de dolor me atraviesa de lado a lado y es remplazada de inmediato por una adormecida y extraña que no se va del todo; ni siquiera cuando, luego de varios intentos fallidos, de un solo movimiento, entra completamente en mí.
—¡D-Dios! —exclamo, en un suspiro roto y tembloroso, y ahogo un grito solo porque siento cómo todos mis músculos tratan de adaptarse a la intrusión. Mi corazón late como loco y su tamaño hace que aferre mis piernas alrededor de sus caderas para cambiar el ángulo en el que nos encontramos.
Bruno no se mueve en lo absoluto; dejándome acostumbrarme a la sensación invasiva e incómoda de la que me he vuelto prisionera.
—Andy —susurra, dulce, al cabo de un largo rato de quejidos suaves provenientes de mis labios—, mírame...
Es solo hasta ese momento —cuando parpadeo un par de veces—, que me doy cuenta de que había tenido los ojos apretados todo el tiempo.
Mi mirada encuentra la suya en ese momento y lo que veo me desarma por completo.
El arco suave de sus cejas le da un aspecto amable a la tormenta ambarina que es su mirada y sus labios entreabiertos en ese gesto vulnerable que jamás había visto en sus facciones duras y hostiles, lo hacen lucir tan distinto. Tan maravilloso. Tan impresionante...
Hay un cuestionamiento en sus ojos. De alguna manera, pregunta si quiero que se detenga y yo, aún abrumada ante la sensación invasiva que me provoca, asiento, solo para hacerle saber que quiero esto. Que no es tan malo como antes y que puedo manejarlo.
Se inclina hacia mí y me besa lento. Pausado. Profundo. Como si entendiera a la perfección que necesito un poco más de tiempo y, luego, cuando el beso toma intensidad, sus caderas empiezan a moverse. Primero, con lentitud, permitiéndome adaptarme a su tamaño; y después, con más ritmo, provocándome una sensación extraña y placentera al mismo tiempo.
Sus labios están en mi cuello, en mis hombros, en mi boca... Y yo no puedo hacer más que aferrarme a él. A su espalda ancha y fuerte. A sus brazos firmes y cálidos. A esa cálida sensación victoriosa y abrumadora que me provoca escucharlo decirme al oído —con la voz rota y susurrada— cuánto me desea. Cuán duro lo pongo. Cuán hermosa soy y cuánto había fantaseado con este momento.
El ritmo de sus envites suaves cambia una vez más, cuando abre un poco más mis piernas, y la sensación es tan abrumadora, que un zumbido constante se ha apoderado de mi audición.
La incomodidad previa le ha abierto el paso poco a poco a una sensación más agradable. Nueva y familiar al mismo tiempo.
Luego, al cabo de una eternidad, cuando un gemido involuntario se me escapa, Bruno me frota y se hunde en mi interior con más fuerza que antes. En ese instante, todo se vuelve difuso.
Un brazo se envuelve alrededor de mi cintura y, como si pesara nada, Bruno me levanta —aún dentro de mí— y nos hace girar, de modo que él ha quedado de espaldas contra el colchón y yo a horcajadas sobre él.
Mi cabello cae como cortina sobre nosotros y, cuando me inclino hacia adelante para apoyar las palmas a cada lado de su rostro, él tira de mi cuello y planta un beso en mis labios.
Al principio, mis movimientos son torpes y lentos, pero, conforme las sensaciones van haciéndose cargo, todo toma de nuevo el ritmo adecuado.
He perdido los anteojos en algún punto de todo esto, pero no podría importarme menos porque ahora ya no hay incomodidad. No hay otra cosa más que la deliciosa fricción de nuestros cuerpos en contacto.
Bruno gruñe un instante antes de volver a girar nuestros cuerpos para quedar asentado sobre mí. Entonces, comienza a moverse una vez más y todo se convierte en un borrón inconexo de sensaciones placenteras e intensas. Todo se torna a abrumador porque ha empujado mis rodillas para alcanzar un ángulo diferente.
Un sonido roto se me escapa cuando el nudo que le precede al orgasmo empieza a invadirme el vientre.
—B-Bruno... —lloriqueo, y él se inclina para besarme.
—Todavía no, preciosa —murmura, contra mi boca—. Espera por mí.
Mi única respuesta es otro gemido entrecortado.
Estoy a punto de gritar. De explotar aquí y ahora si no se detiene... Y si lo hace también.
Los movimientos son frenéticos ahora. Desesperados. Ansiosos de alcanzar algo que ni siquiera yo misma conozco del todo.
Me tiemblan las piernas, tengo las uñas clavadas en su espalda y todo mi cuerpo se tensa cuando trato de alargar un poco más la inminente implosión de mi cuerpo.
—Vamos, Andy —dice Bruno, con los dientes apretados y, entonces, dejo de intentar reprimirlo. Dejo que todo pensamiento se vaya lejos de mi mente y me concentro en la sensación abrumadora que, de pronto, estalla en mi interior en una oleada de placer tan abrumadora que ni siquiera puedo respirar.
Bruno embiste una y otra vez con fuerza antes de tensarse unos segundos, pero yo solo puedo intentar absorber los espasmos de mi propio orgasmo.
Cuando soy capaz de mirarlo me maravillo con la impresionante imagen de su cuerpo, con todos los músculos tensos, la mandíbula apretada y el cuello echado hacia atrás.
Luego de eso, me besa con fiereza una vez más. Cuando se aparta de mí y une su frente a la mía, susurra:
—¿Quién iba a decir, Andrea Roldán, que serías así de dulce?
En el proceso, me aprieta un muslo, al tiempo que, aún dentro de mí, se remueve.
Un espasmo me recorre entera y cierro los ojos un instante antes de encararlo.
—¿Quién iba a decir, Bruno Ranieri, que sabes cómo complacer a una mujer? —bromeo y él me dedica una sonrisa ladeada.
—¿Quién te dijo que eso es todo lo que puedo darte? —replica, ofendido y divertido al mismo tiempo—. Aún tengo que mostrarte lo que puedo hacerte en la ducha. O en el jacuzzi... —Me besa una vez más—. Hay un par de cosas que me encantaría hacerte en el gimnasio y, por supuesto, nada me haría más feliz que mostrarte la infinidad de cosas que puedo hacerte sobre el escritorio del estudio.
Una sonrisa nerviosa se desliza en mis labios ante la perspectiva, y la anticipación burbujea en mi interior casi al instante.
—Hablas demasiado, Ranieri —digo, al tiempo que hago un gesto desdeñoso con una mano, como para indicar que no le compro el discurso de macho alfa y su mirada se oscurece ante el reto en mis palabras.
—Y tú juegas con fuego, Roldán —dice y, entonces, sin darme tiempo de decir nada más, me besa de nuevo.
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