15

No quiero ser híper consciente de Bruno... pero lo soy.

Inevitablemente, mi cuerpo entero se siente en alerta solo porque está aquí, en el espacio que ahora se siente como mi habitación, tumbado con los brazos cruzados sobre el pecho y gesto de concentración, mientras mira la pantalla del proyector.

Es la tercera vez que veo este capítulo de la serie en cuestión y no estoy entendiendo nada... de nuevo. Esta ocasión, sin embargo, no se debe a la poca capacidad de retención de mi cerebro; sino al distractor más grande que ha existido en la historia de la humanidad: Bruno Ranieri.

No he podido concentrarme para nada en lo que se supone que vemos y he empezado a desesperarme. Incluso, he considerado la posibilidad de colocar una almohada en la cara al chico en cuestión, para que así no sea capaz de ponerme en este estado nervioso.

No estoy muy segura de cómo moverme a su alrededor. Sobre todo, luego de lo que pasó entre nosotros anoche. Con todo y eso, me las he arreglado para mantener a raya toda esta ansiedad desbordante que me atenaza el cuerpo.

Esta mañana, después de recordar toda la sarta de estupideces que le dije —mientras devolvía el contenido de mi estómago en el retrete—, quería morirme de la vergüenza. Casi deseé que no estuviese aquí mientras agonizaba en el baño; pero, como siempre, la fortuna no jugó de mi lado y tuve que pasar el momento más embarazoso de mi semana con él como único testigo.

Ahora, instalados en este lugar, no puedo dejar de darle vueltas a todo lo que dije —e hice— y me siento tan avergonzada, que quiero fundirme entre los cojines sobre los que me encuentro recostada.

—¿Ella quién es? —inquiero, cuando, por enésima vez, aparece un personaje que no conozco.

—Es la abuela, pero joven —Bruno responde y mi ceño se frunce un poco.

—¿Cómo es que no te confundes con tantas caras para un mismo personaje? —Me quejo, al cabo de un rato, y siento cómo sus ojos se fijan en mí casi tan pronto como termino de hablar.

Un sonido —similar al de una carcajada corta e irónica— se le escapa de la garganta.

—Poniendo atención es como lo hago —me dice y le dedico mi mirada más venenosa.

—Estoy poniendo atención.

—Sí, claro. —Esta vez, es un bufido el que le sigue a su afirmación, pero ya ha centrado su atención en el capítulo en cuestión.

—¿Qué estoy haciendo si no es poner atención, genio? —espeto, sintiéndome ligeramente atacada, luego de unos segundos de silencio. Él me dedica una sonrisa incrédula.

—Estás haciendo todo menos poner atención, Andrea.

—Por supuesto que no. Estoy mirando la serie, justo como tú.

—No, no lo estás haciendo. —Entorna los ojos en mi dirección—. Estás mirándome a mí en lugar de ver la pantalla.

Sus palabras hacen que toda la sangre del cuerpo se me agolpe en los pies y la vergüenza que me invade es tan grande, que el aliento me falta.

De pronto, la posibilidad de fundirme con el material de los cojines no se siente tan descabellada. Cualquier cosa es mejor que esta horrible mortificación.

¡Estúpida, estúpida, mil veces estúpida!

Verdadero horror me escuece las entrañas; pero, a pesar de eso, me obligo a dedicarle mi sonrisa más condescendiente.

—Por supuesto que no estoy viéndote —me las arreglo para decir y él sonríe.

El gesto es tan descarado y cargado de certeza, que un puñado de piedras se asienta en mi estómago en el instante en el que lo veo esbozarlo.

—¿Por qué te pones así de nerviosa? Yo solo estaba jugando —se burla y el bochorno que siento es tan intenso, que toma todo de mí no lanzarle un almohadón a la cara para después cubrirme con él.

—Eres insoportable —mascullo, al tiempo que cruzo los brazos sobre mi pecho y clavo la vista en la imagen que se proyecta en la pantalla. Ni siquiera pasan diez segundos, cuando añado—: Y, para tu información, no estoy nada nerviosa.

—Pues déjame decirte que no luces relajada —replica, socarrón y le dedico una mirada irritada.

—¿Y tú qué haces viendo si luzco o no relajada? Se supone que vemos una serie —refuto, azorada.

—Una serie que yo sí estoy entendiendo y tú no.

—Porque no me dejas poner atención.

—Entonces admites que te distraigo —sentencia y, esta vez, no puedo reprimir el gesto indignado que se dibuja en mis facciones.

—Nunca dije que me distrajeras. —Esta vez, cuando hablo, sueno a la defensiva.

—Quién lo diría —dice, al tiempo que, cual Cleopatra, se recuesta sobre su costado—. Sigo teniendo el poder de ponerte nerviosa. Aún después de, ¿qué? ¿Diez años de nuestra pequeña historia?

—En primer lugar, tú y yo nunca tuvimos una historia. Supéralo, por favor- —Es mi turno de girarme para encararlo—. Y, en segundo, te tienes en una estima muy alta porque no me pones nerviosa.

—No te creo. —El eco de mis palabras en las suyas hace que enmudezca durante un segundo y que, inevitablemente, una oleada de recuerdos sobre lo ocurrido anoche me azote con violencia.

Yo le dije eso mismo ayer por la noche. Fui yo quien utilizó esas palabras en su contra.

De pronto, no puedo dejar de pensar en él. En su cercanía. En la forma en la que, durante un doloroso instante, me tuvo a su merced.

Un escalofrío me recorre entera y un nudo de anticipación se instala en mi vientre. Mis ojos se posan en sus labios durante una fracción de segundo y, de pronto, no puedo dejar de imaginarlo besándome. No puedo dejar de verme besándolo como siempre fantaseé hacerlo. Sin embargo, esta vez, el beso de mis fantasías ha dejado de ser dulce y amable. Ahora, es intenso y arrollador. Del tipo de beso que podría robarte hasta el alma si se lo permitieras.

El aliento me falta.

—No necesito que me creas —replico, pese a que mi respiración falla un instante, y la sonrisa peligrosa que se desliza en sus labios me hace saber que recuerda a la perfección nuestra interacción. Cada detalle de ella.

—Qué bueno, porque no lo hago —dice y, en ese momento, se vuelca hacia enfrente, en esa postura desgarbada que tenía hace unos instantes, y clava sus ojos en la televisión con una sonrisa suficiente en los labios.

El regusto extraño que me dejan sus palabras en la punta de la lengua, me hace sentir confundida y molesta en partes iguales. Me hace querer probarle que no me pone nerviosa en lo absoluto —pese a que sí lo hace—, y me hace querer probarme a mí misma que, por primera vez en la vida, puedo estar al mando de la situación.

Así pues, presa de un impulso envalentonado, bajo del sillón y me pongo de pie.

Mis pies descalzos hacen contacto con el material suave de la alfombra que cubre parte del espacio y, sin darme tiempo de pensar dos veces mis movimientos, me acerco y me detengo justo frente a él.

Su vista —aburrida y para nada sorprendida— se alza para encontrarme y, mientras una sonrisa salaz tira de las comisuras de sus labios, adopta una postura desafiante. Pese a que es él quien se encuentra recostado y yo de pie, no puedo evitar sentir como si estuviese retándome a continuar con lo que sea que pretendo hacer... Aunque ni siquiera yo estoy segura de qué sea eso.

Una ceja se arquea en su rostro, en un gesto arrogante y burlón, y espera, paciente, por mi siguiente movimiento.

—Vamos dejando un par de cosas en claro, Bruno Ranieri —digo, con una seguridad que ni yo misma me compro y él reprime una sonrisa—. En primer lugar: No me pones nerviosa. —Él asiente, atento, sin dejar de mirarme con esos ojos entornados cargados de diversión—. Y, en segundo... —Me inclino hacia adelante, de modo que invado su espacio vital —y mi cabello cae como cortina sobre nosotros— y soy capaz de poner mis ojos a la altura de los suyos—: Yo pongo las reglas del juego.

Él me mira los labios y el corazón se me estruja con violencia.

—Creí que no estabas jugando ninguno —dice, en voz baja y ronca, y trago duro. Entonces, me mira a los ojos y todo dentro de mí comienza a colisionar.

Un escalofrío de pura anticipación me recorre entera y tengo que reprimir el impulso salvaje que siento de sentarme a horcajadas sobre él y besarlo de una buena vez por todas.

En lugar de eso, me quedo quieta, sosteniéndole la mirada. Él me aparta un mechón rebelde de cabello y lo coloca detrás de mi oreja, al tiempo que se moja los labios.

—Dime, Andrea, cuales son las reglas, entonces... —dice, en voz tan baja, que apenas puedo escucharlo—. ¿Quién gana? ¿El que enloquezca al otro primero?

El corazón me da un tropiezo cuando pronuncia aquello y todo pensamiento coherente en mi cabeza se fuga al instante. De pronto, solo puedo pensar en él. En la forma en la que me mira —como si fuese la criatura más fascinante del mundo—. En el embriagante aroma de su perfume y en la miel líquida que tiñe su mirada.

—Quizás lo hace el que sucumba primero... —susurra, al tiempo que se incorpora ligeramente, obligándome a retroceder un poco. En respuesta, me sostiene por la nuca, enredando sus dedos en las hebras de mi cabello—. ¿A dónde vas, preciosa? Creí que eras tú la que trataba de intimidarme.

Su toque no es brusco; mucho menos me obliga a mantenerme en mi lugar. Es solo una presión suave que, si quisiera, podría desperezarme en cualquier momento.

—Suéltame —le pido, pese a que bien podría apartarme por mi cuenta; pero la realidad es que no quiero que lo hacerlo... Y tampoco quiero que me deje ir.

Su sonrisa se desvanece y es reemplazada por otra cosa. Por un gesto tan intenso y abrumador, que no puedo hacer más que mirarlo de lleno.

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —inquiere, al tiempo que clava sus ojos en los míos. La respiración se me agota, el pulso me late con fuerza detrás de las orejas y un zumbido agudo se ha apoderado de mi audición.

Huele a perfume y café, y sus dedos presionando mi cabello son cálidos y firmes.

—No... —admito, con un hilo de voz y su mirada se oscurece.

—¿Qué es lo que quieres, Andrea?

Que me beses.

Me mojo los labios con la punta de la lengua y un sonido gutural —casi salvaje— se le escapa de la garganta cuando clava su vista en ellos. En ese instante, todo dentro de mí se retuerce con violencia.

—No voy a hacerlo si no me lo pides... —dice, en voz baja y ronca, y mi corazón se salta un latido porque él sabe a la perfección qué es lo que estoy pensando en estos momentos. Sabe que muero por besarlo.

Maldita. Sea.

Pánico, ansiedad, emoción, nerviosismo, deseo... Todo se revuelve en mi interior creando una tormenta atronadora que no me permite pensar como se debe.

Mis párpados revolotean, en una clara amenaza por cerrarse; tengo los dedos helados, cerrados en puños y estoy convencida de que voy a hacer implosión si me besa...

...Y también si no lo hace.

Trago duro y lo miro a los ojos. Él me mira de regreso. Entonces, armándome de un valor que no sabía que poseía, pronuncio con un suave hilo de voz:

—Bésame, Bruno.

Y así lo hace. Sus labios encuentran los míos en un beso urgente y feroz. La clase de beso que podría hacerte olvidar hasta tu nombre si se lo permitieses. El tipo de contacto que solo existe en los más recónditos lugares de tu cabeza y es tan abrumador y poderoso, que sería capaz de llevarte a cometer las más horribles atrocidades solo por volver a probarlo. A sentirlo...

Un gemido ahogado se me escapa cuando su lengua busca la mía con avidez y no puedo evitar ahuecarle la cara con las manos para sentirle el vello áspero que le baña la mandíbula angulosa.

Él, en respuesta, envuelve su mano libre en mi cintura y me atrae más cerca, de modo que tengo que subirme al sillón en el que se encuentra y acomodarme a horcajadas sobre él.

Mis labios abandonan los suyos con brusquedad solo porque necesito un segundo para espabilarme y el calor me abochorna por completo. Bruno, sin embargo, no me da tiempo de poner en orden mis pensamientos y vuelve a besarme.

Esta vez, el contacto es más suave que antes. Más lento. Parsimonioso. Profundo.

Bruno se toma el tiempo de explorar mis labios con los suyos. De mordisquear y lamer cada parte de ellos hasta dejarlos entumecidos y doloridos por la insistencia de su caricia.

Es solo hasta ese momento —cuando los labios me arden de tanto besarle—, que una estela de besos húmedos me recorre desde la mandíbula hasta el punto en el que se une con mi cuello. Entonces, un sonido ahogado se me escapa y echo la cabeza hacia atrás ante lo abrumadora de la sensación.

Su boca desciende por la longitud de mi cuello y me besa las clavículas antes de que mis dedos se enreden en las hebras oscuras de su cabello y tiren de él con suavidad para obligarlo a encararme.

El fuego en su mirada me hace sentir intimidada y, al mismo tiempo, la postura dominante que mantengo me envalentona y lo beso una vez más. Planto mis labios sobre los suyos en una caricia lenta y sinuosa.

Su lengua y la mía se encuentran en el camino y un escalofrío me recorre entera cuando sus manos se deslizan por mi espalda hasta anclarse en mis caderas y presionarme hacia él. Hacia su abdomen firme y fuerte.

Se aparta de mí con brusquedad en ese momento y une su frente a la mía.

—Andrea, si no me pides que pare, no voy a detenerme.

—¿Quién ha dicho que quiero que lo hagas? —respondo y no sé de dónde diablos viene aquello, pero ya es demasiado tarde para retractarme. Tampoco quiero hacerlo, si puedo ser sincera.

Él me mira a los ojos durante una fracción de segundo y, cuando creo que va a volver a besarme, me acaricia el pómulo con los nudillos y clava la vista en mis labios.

—Tan preciosa... —murmura y el corazón se me encoge ante la abrumadora sensación que me provoca escucharle decir eso. Entonces, de un movimiento, envuelve un brazo en mi cintura y nos gira; de modo que, ahora, está sobre mí. Asentado entre mis piernas.

El corazón me late con tanta fuerza, que me duelen las costillas y el delicioso peso de su cuerpo sobre el mío me deja sin aliento. Un extraño y doloroso nudo de ansiedad se instala en mi vientre y, de pronto, un fugaz recuerdo desagradable me invade el pensamiento, pero me obligo a empujarlo lejos cuando veo a Bruno observándome como si fuese, de verdad, como me ha llamado: preciosa.

Se acerca hacia mí, para hundir el rostro en mi cuello un segundo y lamer la piel de esa zona.

—Tan abrumadora... —dice y sus labios suben con lentitud hasta el lóbulo de mi oreja. Entonces, susurra ahí—: Tan sexy...

Su boca encuentra la mía una vez más y, esta vez, el beso es más intenso que el anterior.

Su tacto experto se desliza por mis costados hasta llegar al borde de mi remera grande y floja, y casi siento que voy muy desnuda cuando sus dedos cálidos y ásperos se deslizan hacia arriba, acariciándome el torso con las yemas, hasta ahuecarse en mis pechos.

Un sonido estrangulado escapa de mis labios cuando sus pulgares trazan caricias sobre las turgentes cimas, por encima del material del sujetador y, de pronto, no puedo pensar con claridad.

Un sonido ahogado brota de mis labios cuando, con dedos expertos, empuja el material hacia a un lado para dejar al descubierto esa parte de mi anatomía un segundo antes de continuar su deliciosa tortura. Esta vez, por supuesto, lo hace sin restricción alguna.

La vocecilla en mi cabeza me dice que voy demasiado rápido. Que debo detenerme un segundo; pero, otra parte de mí, esa que es impulsiva, soñadora, y que desea esto —o algo por el estilo— con él, no deja de instarme a continuar. A darle entrada abierta a lo que sea que esté dispuesto a ofrecerme.

Sus manos están en todos lados, sus palmas trazan caricias suaves en mis muslos, mi rostro... Sus labios trazan senderos cada vez más profundos, y mi espalda se arquea cuando, finalmente —y con manos expertas—, se deshace del broche de mi sujetador. En ese momento, lo empuja hacia arriba y ahueca de nuevo, con sus palmas abiertas, los montículos de mis pechos.

Es hasta ese momento, que todo cae sobre mí como baldazo de agua helada y caigo en la cuenta de lo que está ocurriendo. Es hasta ese preciso instante, que me doy cuenta del peligroso juego que estoy jugando con Bruno Ranieri.

—Tan dulce... —susurra contra mi oreja, para luego lamer la piel debajo de ella y mis labios se abren en un grito silencioso cuando succiona suavemente.

Mis dedos se aferran a las hebras oscuras de su cabello y tiro de ellas con suavidad cuando la estela de besos desciende otro poco.

El material de la remera que llevo puesta empieza a elevarse con lentitud. Sus dedos cálidos suben junto con él y me encienden la piel a su paso. Sus manos están en mis costillas...

Entonces, el hechizo se rompe.

El familiar sonido de una llamada entrante lo invade todo. Bruno suelta una palabrota, al tiempo que se incorpora y se saca el teléfono del bolsillo delantero del pantalón de chándal.

Cuando mira la pantalla, lo lanza al sillón junto a nosotros, al tiempo que escupe:

—A la mierda.

Acto seguido, me besa de nuevo; sin embargo, el teléfono suena una vez más.

Una retahíla de palabrotas se le escapa y creo escucharle decir que va a asesinar a su hermana antes de que, como impulsado por un resorte, se aparte de mí y tome el aparato para responder.

—¿Qué? —espeta, al tiempo que, sin pudor alguno, acomoda la prominente erección que alcanza a verse por encima del material del chándal que viste. La imagen hace que me ruborice por completo y me obligo a apartar la vista mientras me incorporo y me acomodo la remera en su lugar una vez más.

Bruno cierra los ojos con fuerza, como si hubiese cometido una estupidez y se presiona el puente de la nariz en un gesto frustrado.

—Oscar, lo siento. Pensé que eras mi hermana —se disculpa y tengo que reprimir una sonrisa idiota al ver el arrepentimiento en sus facciones. Guarda silencio unos instantes y luego, dice—: ¡Sí! ¡Claro! No lo olvidé. Por supuesto que iré a recoger el comprobante médico. —Me dedica una mirada torturada y una punzada de decepción me embarga tan pronto como le escucho decir aquello—. Claro. También sigue en pie la cerveza.

En el instante en el pronuncia eso, la desilusión me enfría el cuerpo por completo.

—Sí —dice, luego de un largo momento, al tiempo que me dedica una mirada cargada de disculpa—. Por supuesto. En media hora está perfecto. —Otro silencio—. Vale. Gracias, Oscar.

Entonces, finaliza la llamada.

—¿Qué tanto necesitas ese comprobante médico? —inquiere, al tiempo que me mira como si pudiese desnudarme con la mirada.

—No demasiado —miento y él esboza una sonrisa torturada al tiempo que se acerca.

—Mentirosa —murmura, mientras se acuclilla delante de mí. Luego, me acaricia el pómulo con los nudillos y suspira con frustración—. Tengo que ir. Se lo prometí desde en la tarde. Además, tengo que recoger el condenado papel.

Asiento.

—Está bien —digo. No quiero sonar decepcionada, pero lo hago.

—Andrea...

—Ve —lo corto—. Pensándolo bien, sí necesito ese justificante médico.

No miento. Lo necesito; sin embargo, ahora mismo me encantaría que no fuese de esa manera.

Es su turno de asentir.

—De acuerdo. Volveré pronto.

Le regalo una sonrisa suave.

—No tardes demasiado —pido, sin aliento, sintiéndome osada y su mirada se oscurece.

—Trataré de no hacerlo —promete y, entonces, planta sus labios en los míos en un beso suave y se pone de pie para marcharse.

Antes de bajar por las escaleras, me echa un último vistazo y el aliento me falta.

Otra palabrota se le escapa luego de eso y, sacudiendo la cabeza, se dirige hacia la planta baja del pent-house.

Cuando escucho al elevador llegar y marcharse, me dejo caer de espaldas sobre el sillón y me cubro la cara con un cojín para ahogar un grito entusiasmado y frustrado en partes iguales.

No sé qué demonios habría pasado si no le hubiesen llamado. No sé qué carajos habría ocurrido entre nosotros si su amigo no nos hubiese interrumpido. Eso me asusta.

No se necesita ser un genio para saber que Bruno Ranieri no es un hombre que se tome en serio a las chicas. Me lo dejó bastante claro al traer a aquella mujer al apartamento hace no demasiado.

¿Qué te hace pensar que a ti te va a tomar en serio, tonta Andrea?

Mis ojos se cierran con fuerza tan pronto como el pensamiento aparece en mi mente y, de pronto, todo lo que ocurrió entre nosotros hace unos instantes me azota con violencia.

La sola idea de haberle permitido besarme de esa manera hace que quiera reprimirme eternamente y, al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en ello. En la forma en la que sus labios y los míos colisionaron entre sí.

—Eres una tonta, Andrea Roldán —me reprimo, en voz baja, mientras aparto el cojín lejos de mi cara para clavar los ojos en el techo, con frustración—. Una completa estúpida.





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