12
Cuando llego al apartamento, todas las luces están apagadas. De inmediato, miro el reloj en mi teléfono y aprieto la mandíbula cuando veo que pasan de las once.
Andrea dijo que llegaría temprano. Claramente, no lo ha hecho y, pese a que no estoy muy seguro del motivo, me siento... inquieto. Preocupado.
Me quedo quieto al salir del elevador, pensando en la interacción que tuvimos esta mañana, y la sensación de malestar incrementa. No sé muy bien qué demonios pensar al respecto, pero me digo a mí mismo que, seguramente, está festejando con sus amigos lo bien que le fue en su entrevista de trabajo.
Con ese pensamiento en la cabeza, enciendo la luz de la terraza —para que Andrea la encuentre así cuando llegue— y me echo a andar hacia la habitación principal para ponerme algo de ropa cómoda. Luego, me encamino a la cocina. Esta noche tengo tanta hambre, que decido pedir tacos a domicilio. Encargo unos cuantos de más por si Andrea quiere comer un poco cuando regrese. Aún me siento en deuda con ella por la noche tan atroz que le hice pasar, así que, invitarle la cena se siente como lo correcto por hacer.
Cuando la comida llega, contemplo la posibilidad de comerla en el teatro en casa, pero descarto el pensamiento tan pronto como llega. Ahí duerme Andrea. No voy a invadir su espacio. Menos si ella no se encuentra ahí.
Así pues, termino tomando mis alimentos en un banco alto de la isla que se encuentra en la cocina, mirando un documental en el teléfono. Al terminar, miro la hora de nuevo. Es casi medianoche.
Otra punzada de preocupación me embarga, pero la empujo lejos y me digo a mí mismo que no debería importarme la hora a la que llega Andrea.
Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a arrastrarme de vuelta a la habitación para calzarme unas zapatillas deportivas y dirigirme al pequeño gimnasio del pent-house. Una vez ahí, me pongo auriculares y comienzo a ejercitarme.
Ni siquiera ha pasado una hora, cuando miro el reloj una vez más. Me pregunto si Andrea está en casa y me reprimo cuando me doy cuenta de la frecuencia con la que pienso en ella.
Media hora después, estoy fuera del gimnasio completamente bañado en mi propio sudor. Necesito una ducha... Y ver si Andrea ha llegado a casa.
De pronto, me siento molesto con ella. Con las pocas molestias que se ha tomado de avisar que está en casa —si es que de verdad ya llegó—, así que me apresuro hasta la sala, esperando encontrarla sentada en algún sillón, con el libro manoseado con el que suele vagar por todo el apartamento; o en la terraza, bebiendo café o algo por el estilo; pero, cuando llego ahí, no puedo verla.
La busco en la cocina, el cuarto de lavado, la terraza, el estudio... Incluso, me atrevo a buscarla en el baño de la habitación principal; pero no se encuentra en ningún lado.
Es la una y media de la madrugada, y genuina preocupación ha comenzado a embargarme. No sé qué hacer, así que subo a toda velocidad al teatro en casa para ver si está allá arriba, pero lo único que encuentro son cojines desperdigados por todos los sillones y penumbra.
Cuando bajo a la primera planta, lo hago con un solo pensamiento en la cabeza, así que apenas me toma unos instantes ir a la habitación, tomar mi teléfono y llamar a Dante.
—Si no me equivoco, allá en México es de madrugada. ¿Qué hace que me llames a esas horas, Bruno Ranieri? ¿Es que de nuevo has peleado con tu compañera de apartamento?
—No ha llegado a casa —digo, sin un ápice de tacto y el silencio que le sigue a mis palabras es satisfactorio de una manera enferma y retorcida.
—¿Qué?
—Pasa de la una y media de la madrugada y no ha llegado a casa.
—Seguro salió con sus amigos. —Dante razona.
—Esta mañana me dijo que iba a una entrevista de trabajo y hacer unos mandados, y que luego regresaría a casa temprano —digo, cada vez más irritado con su tono despreocupado—. Esto no es temprano.
—Déjame comentarlo con Génesis para que le llame. —Esta vez, cuando habla, suena serio. Como si se hubiese dado cuenta de que no estoy jugando—. Quizás se le hizo tarde o se quedó a dormir en casa de alguna amiga. Espera y te regreso la llamada, ¿vale?
—De acuerdo. —Asiento, pese a que no puede verme y, entonces, colgamos.
Me siento sobre la cama, pero la ansiedad es tanta, que tengo que levantarme.
Me quito la remera y la lanzo al suelo antes de salir de la habitación, en dirección a la sala. Hace rato ya que apagué las luces de todo el lugar, así que la única iluminación de la estancia es la que se cuela a través de las cortinas que van desde el techo hasta el suelo.
Estoy abriéndome paso a la cocina para ir por algo de beber, cuando, de pronto, la escucho...
—Estoy aquí. —La voz suave y débil a mis espaldas me hace girarme sobre mi eje solo para toparme de frente con la imagen de Andrea, mirándome desde la parte alta de las escaleras, con el teléfono en la oreja y los pies descalzos.
Alivio, enojo, vergüenza... Todo colisiona en mi interior y me abruma tanto, que no puedo formular una oración coherente de inmediato; así que me quedo aquí, de pie en medio de la sala, mirándola como si tratase de cerciorarme de que se encuentra bien.
—¿Hace cuánto llegaste? —inquiero, luego de que se despide de Génesis al teléfono y me mira fijo.
Pese a la oscuridad, soy capaz de ver la hinchazón de sus ojos y lo desastroso de su cabello; como si hubiese pasado mucho tiempo dormida.
—Antes que tú —dice, con la voz enronquecida por la falta de uso—. Me quedé dormida.
Aprieto la mandíbula, sintiéndome cada vez más estúpido y azorado, y la ira comienza a invadirme con lentitud.
—La próxima vez, avísame para no estar como imbécil molestando gente al otro lado del mundo —espeto y me arrepiento tan pronto como termino de hablar.
Pese a eso, me giro sobre mi eje, dispuesto a marcharme, pero su voz me llena de nuevo los oídos:
—Lo siento —dice, con suavidad—. Lamento mucho haberte preocupado.
—No me preocupaste —refuto, cual niño de tres años y quiero estrellar la cabeza contra el muro por eso.
—Puedo darte mi número, para que me llames la próxima vez que necesites algo. —Ella no parece reaccionar a mis comentarios hostiles. Al contrario, pareciera como si fuese capaz de entender lo poco que me gusta sentirme avergonzado o fuera de lugar. Eso me asusta.
No respondo, pero tampoco me marcho.
Me divido entre las ganas que tengo de irme y de preguntarle cómo le fue en su entrevista. Finalmente, la parte de mí que aún es decente gana y me giro sobre mi eje para encararla.
—¿Cómo te fue?
No responde.
—¿Dónde? —Suena confundida.
—En la entrevista.
Suspira y es todo lo que necesito para saber que no me dará buenas noticias.
—No tan bien como esperaba —dice y la voz le tiembla ligeramente.
Por favor, no llores, liendre.
—Lo lamento.
Suelta una pequeña risita, que suena más a sollozo y el corazón se me estruja de la pena.
—No pasa nada —dice, pero suena tan acongojada que, de pronto, las manos me pican—. Ya estoy acostumbrada.
Silencio.
No sé qué decir. No sé si decir algo va a ayudar en lo absoluto, así que me quedo aquí, mirándola fijo, sin saber qué hacer.
—¿Comiste algo? —No me gusta lo preocupado que me escucho, pero no puedo dejar de pensar en ella saltándose comidas solo porque se quedó dormida.
—Sí —responde—. En casa de mis padres. —Suspira y se cubre el rostro con las manos para luego apartarse el cabello lejos de la cara en un gesto frustrado—. Donde las cosas tampoco estuvieron bien.
Suelta un gemido quejumbroso y una pizca de humor me calienta el pecho ante el sonido tan peculiar.
—Fue un mal día, Andrea —digo, en voz baja y amable—, no es una vida.
Hace una mueca.
—Permíteme dudarlo —masculla, mientras se sienta sobre el primer escalón descendente de las escaleras.
Sonrío.
—Eres bastante melodramática, ¿te lo han dicho?
Hace un gesto con una mano para restarle importancia a mi comentario.
—Independientemente de ello, empiezo a creer que de verdad estoy maldita o algo por el estilo. —La seguridad con la que dice aquello me hace soltar una pequeña risa—. ¡No te rías! ¡Lo digo en serio!
—Dudo demasiado que existan las maldiciones o la mala fortuna —replico, pero sueno amable y relajado.
—Eso es porque nunca habías conocido a alguien como yo —dice, con una seguridad y una certeza que me hacen sonreír.
Entonces, comienza a relatarme una serie de historias de terror que parecen sacadas de la más dramática de las telenovelas mexicanas. Empezando por su nacimiento atropellado, para seguirle a un accidente automovilístico al que ella y su familia sobrevivieron de milagro. Me cuenta, también —aunque de manera muy vaga— acerca del despido de su empleo anterior y el desalojo que sufrió del apartamento que alquilaba antes de llegar a este lugar; así como de una cirugía de emergencia a la que tuvo que ser sometida. No entra en detalles sobre eso tampoco, pero no hace falta que lo haga para hacerme sentir como si debiera decirle algo para consolarla por todo aquello que ha tenido que vivir.
—Todo esto excluyendo la sarta de idioteces que he tenido que soportar gracias mis propias malas decisiones —dice, luego de terminar con su línea de tiempo sobre sus desgracias—. Ahí no tomo en cuenta el ridículo que hice al declararle mi amor a un fulano que, claramente, no tenía idea ni de mi existencia; ni de la decisión tardía que tomé de terminar mi compromiso a unas semanas de la boda.
Mis cejas se disparan al cielo, en total estupefacción.
—¿Estuviste comprometida?
—Aunque no lo creas, Bruno Ranieri, los hombres pueden fijarse en mí —dice y suena a la defensiva.
Una sonrisa lenta se desliza en mis labios ante su tono enfurruñado.
—De eso no tengo la menor duda, Andrea.
No tengo idea de dónde demonios ha salido eso, pero me obligo a sostenerle la mirada cuando clava sus ojos en mí.
Parpadea un par de veces, se moja los labios y me pregunto si estará sonrojada. La poca iluminación apenas me permite verle las facciones desde el lugar en el que me encuentro sentado — hace rato que me he instalado en uno de los sofás de la sala.
—Qué bueno que lo tenemos claro, entonces —dice, en voz baja, pero el tono en su voz hace que me remueva en mi lugar. ¿Incómodo?... No... Expectante.
—¿Cuántos años tienes, Andrea?
—Cumplí veintiséis hace unas semanas —responde.
—¿Hace cuánto estuviste comprometida?
—Hace dos años, más o menos —dice.
—¿Por qué demonios ibas a casarte a los veinticuatro? Habiendo tantas cosas por hacer antes de sentar cabeza —bromeo, pero, en lugar de escucharla reír o quejarse de mi comentario, como espero que suceda, suspira.
—Porque creí que estaba enamorada —dice, pero hay algo oscuro en su tono. Entonces, me dedica una mirada irónica para añadir—: Otra vez.
Sonrío.
—¿Qué te hizo darte cuenta de que no lo estabas? —inquiero, pese a que no es de mi incumbencia en lo absoluto.
—No me di cuenta —dice—. Al menos, no en ese momento. No de eso... —Suspira—. Me fui porque... Porque me di cuenta de que él no me amaba. Lo otro... que no estaba enamorada, quiero decir... lo supe en terapia. —Me dedica una mirada cargada de disculpa—. Lo siento. Ya crees que me faltan unas cuantas piezas, no me imagino lo que debes estar pensando de mí ahora.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Yo también fui a terapia. —Ni siquiera sé por qué diablos lo digo, pero las palabras me abandonan casi por voluntad propia—. Cuando mi mamá falleció, en noviembre del año pasado.
—Lo lamento.
—No lo hagas —digo, amable—. Estaba sufriendo mucho. Me gusta pensar que ahora descansa.
—Estoy segura de que lo hace, Bruno —dice y agradezco que lo haga. De alguna manera, sus palabras me tranquilizan. Me hacen sentir que mi madre de verdad está descansando.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.
—Lamento haber hecho que Génesis te despertara —digo, al cabo de unos instantes de silencio.
—No pasa nada —dice, y me sonríe—. Yo habría hecho lo mismo de estar en tu lugar. —Debe ver la confusión en mi gesto, ya que aclara—: Llamar a Génesis para que Dante te localizara, quiero decir.
Sonrío.
—¿Tienes hambre?
Asiente y hace un puchero.
—Me serviré un poco de cereal —dice.
—Tengo tacos en el refrigerador. ¿Quieres?
La sonrisa eufórica e infantil que me dedica me hace sonreír como imbécil a mí también.
—¿Sería demasiado abusar?
—Solo un poco —bromeo—, pero que no se diga que no soy un buen compañero de apartamento.
Entonces, sin esperar una respuesta, me levanto del sillón y me echo a andar en dirección a la cocina. Cuando estoy a punto de entrar, veo por encima de mi hombro solo para encontrarme con la imagen de Andrea siguiéndome a pocos pasos de distancia.
Acto seguido, me adentro en la espaciosa habitación.
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