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Las lágrimas que me llenan la mirada no expresan ni de cerca el tamaño de la angustia que siento en estos momentos. El nudo que tengo en el estómago apenas me permite respirar y mis ojos se cierran con fuerza mientras escucho al abogado de oficio decirme que las cosas no van bien.

Quiero gritarle que haga algo. Que no se quede ahí, de brazos cruzados, mientras permite que mi mundo entero se caiga a pedazos; pero, en su lugar, no digo nada. Me quedo callada mientras lo escucho —y no— hablar sin cesar de términos que no entiendo mientras leo, por décima vez, la orden de desalojo que el casero pegó en mi puerta mientras estaba fuera.

El nudo en mi garganta se aprieta cuando, al fondo, soy capaz de ver el sobre sin abrir que contiene la información de mis cuentas bancarias, las cuales tampoco son las más prometedoras.

—Licenciado Guzmán —interrumpo la diatriba del hombre que, en tono monótono, me da más de lo mismo: respuestas vagas, evidencias inconcretas y malas noticias. Estoy harta de malas noticias—, ¿podemos hablar sobre esto después? Ahora mismo me surgió un imprevisto.

El hombre al otro lado de la línea enmudece durante unos segundos. Está claro para ambos que he utilizado el recurso más trillado del mundo para finalizar nuestra interacción, pero es que estoy tan cansada. Tan agotada y fastidiada de todo esto, que necesito un respiro. Necesito, por hoy, no pensar en eso.

—Está bien. —El abogado, finalmente, habla.

—Gracias. ¿Le parece bien si le regreso la llamada mañana por la mañana?

—Claro. Por supuesto.

—Bien —digo, amable, pese a que quiero colgarle—. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Y, entonces, cuelgo.

Mis ojos se cierran en el instante en el que bajo el teléfono y el llanto incontrolable escapa de mí, como un torrente desesperado, ansioso y doloroso que amenaza con acabar con la poca cordura que me queda.

Un sollozo rompe con la quietud en la que se ha sumido el apartamento en el que vivo y me quito los lentes para cubrirme la cara con las manos y llorar a mis anchas.

Pánico, terror y ansiedad me embargan por completo y apenas me permiten concentrarme. Quiero que todo esto sea una pesadilla. Que todo vuelva a ser como hace unos meses, cuando me habían dado la noticia de mi asenso y todo me salía de maravilla. Quiero retroceder el tiempo y volver al momento en el que tuve la oportunidad de alquilar mi propio apartamento, y comprarme un coche. Quiero volver a aquellos días en los que tenía el control y no sentía que el suelo bajo mis pies pudiese derrumbarse en cualquier instante.

La realidad es que, desde hace tres meses, mi vida comenzó a desmoronarse delante de mis ojos y no he podido hacer nada para detenerlo, por más que he tratado.

Todo comenzó con la demanda. Le siguió mi despido, la orden de aprehensión, las cuarenta y ocho horas detenida, el abogado particular, sus honorarios altísimos, la fianza, la venta de mi carro; más honorarios, desempleada, gastando todos mis ahorros... Era cuestión de tiempo para que el dinero dejara de alcanzarme. Dejé de pagar el alquiler, al abogado particular y busqué un empleo como cajera en un Walmart porque... bueno... nadie quiere contratar a una contadora acusada —y en juicio— de fraude fiscal. Y porque fue lo único que la novia de Sergio, mi mejor amigo, pudo conseguirme —y la verdad es que estoy muy agradecida.

Al trabajar en el área de recursos humanos, pudo romper un poco las reglas y contratarme, de contrabando, como una empleada de bajo perfil.

La verdad es que la paga apesta y me encantaría decir que aunque sea cubro mis cuentas, pero la verdad es que no lo hago. Con lo que gano, no puedo permitirme vivir aquí y es algo que no había querido aceptar.

Ahora, con una orden de desalojo entre los dedos, cien pesos en la bolsa y quinientos en mi cuenta bancaria, no puedo más que contemplar, con impotencia, la posibilidad de hablar con mis padres y contarles todo de una vez por todas; pero...

Oh, Dios mío, no quiero hablar con mis padres.

Un quejido se mezcla con el sollozo que traigo atorado en la garganta y me froto la cara con fuerza ante la sola idea.

No les había dicho nada porque no quería preocuparlos. Porque, una parte de mí esperaba que todo esto fuese un malentendido que podía resolverse conversando como la gente. Incluso, cuando las cosas empezaron a ponerse feas de verdad, creí que podría comprobar mi inocencia antes de tener que contarles lo que estaba pasando.

Ahora, con un caso abandonado por un abogado al que no pude continuar pagándole, y bajo la defensa de un abogado de oficio que, si bien sé que hace lo que puede, no hace lo suficiente —o no quiere hacerlo. No lo sé—, me siento perdida y a punto de hablarlo con ellos.

Lo único de lo que tengo certeza ahora mismo, es de que me enfrento a, por lo menos, de diez años de prisión por algo que —de verdad, lo juro— no hice.

Lo cierto es que no quiero volver a vivir en casa de mis padres. Los amo. Me han dado todo cuanto han podido, pero son... conservadores. Muy conservadores. Quizás, rayando en lo ridículo.

Y no es que yo sea la reina del libertinaje, pero, cuando tienes veinticuatro y debes llegar a tu casa antes de medianoche en fin de semana, sabes que tienes un problema. Y vale, tampoco es que a mis veinticuatro años hubiese querido pasar un fin de semana entero de fiesta en fiesta; pero nunca fui capaz de ver un amanecer hasta que me independicé.

Ahora, a un poco más de dos semanas de cumplir veintiséis años, y habiendo probado la libertad, dudo mucho que pudiera acostumbrarme a volver a vivir bajo sus reglas.

¿Qué voy a hacer?

La vibración en mi mano me hace pegar un salto de la impresión. Mi vista cae en el aparato que tengo entre los dedos y parpadeo un par de veces para que las lágrimas me permitan ver el nombre de Génesis en la pantalla.

El alivio inmediato que trae a mi sistema el que esté llamándome es casi insano. Tomo una inspiración profunda para calmar la colisión de emociones que tengo en el pecho y respondo.

—¿Te dieron buenas noticias? —Ni siquiera se molesta en saludarme. Esto está comiéndola viva y a veces me arrepiento de habérselo contado —sobre todo a tan poco tiempo de su boda—, pero es que necesitaba tanto que alguien... no... que ella —mi mejor amiga— lo supiera, que no pude guardármelo durante mucho tiempo.

Silencio.

—Oh, Andrea... —se lamenta y se me escapa un sollozo involuntario—. Por favor, déjame hablar con Dante. Nosotros podemos...

—No —la corto de tajo—. No puedo disponer del dinero de tu marido. No es correcto, Génesis.

—¡A la mierda lo que es correcto! —exclama—. Andrea, si las cosas se complican, podrías pasar el resto de tu vida en la cárcel, ¿es que no entiendes?

—¿De verdad crees que no lo hago? —atajo—. ¿De verdad crees que no entiendo que me estoy jugando la libertad?

—Entonces déjame ayudarte. Déjame hablar con Dante, por favor...

Cierro los ojos con fuerza.

—No —digo, finalmente—. Todavía no. Necesito... Necesito que me des más tiempo.

—No tienes tiempo, Andrea.

—Déjame reunirme con el licenciado Guzmán y, si creo que él no podrá ayudarme, entonces, lo hablamos con tu marido —digo, pero en realidad no tengo intención alguna de hablar con Dante Barrueco, el millonario español del que mi aventurera amiga se enamoró mientras pasaba una temporada trabajando en Cancún.

Su romance fue tan intenso y apasionado, que él, cual príncipe de cuento de hadas, desafió a su familia y luchó contra cielo, mar y tierra para estar con ella. Y no estoy exagerando. De verdad, así de maravilloso es el hombre del que mi mejor amiga se enamoró.

Finalmente, luego de apenas unos cuantos meses de haberse conocido, se casaron. Estaban en su luna de miel cuando todo el asunto de la demanda estalló.

Lo cierto es que no estoy dispuesta a aprovecharme de la buena voluntad y del amor ciego que siente ese hombre por ella.

Un suspiro largo escapa de la garganta de Génesis, trayéndome de vuelta a la realidad.

—Andrea, tienes que prometerme que va a decirme si algo ocurre. Por favor.

—Lo prometo —miento.

Ella deja escapar otra bocanada de aire.

—¿Cómo vas con lo del alquiler?

—Aún no encuentro nada —me sincero—. Y hoy me llegó la orden de desalojo.

—Mierda...

Una risita triste se me escapa.

—Estoy jodida, ¿verdad?

—Andrea, ya sé que me has dicho que no una y mil veces, pero ahí está el departamento. Nadie vive ahí. Nadie va a vivir ahí en un buen rato. Múdate. Te lo he dicho hasta el cansancio.

Me froto la frente, en un gesto cansado y contrariado.

Cada que tenemos esta conversación, alguna de las dos termina llorando, pero es que es tan necia y yo soy tan orgullosa, que es imposible lidiar la una con la otra cuando nos empecinamos en algo.

—Génesis, ya lo hemos discutido.

—Andrea, tienes que aprender a aceptar la ayuda de la gente. Está bien ser independiente, pero tu necedad raya en lo ridículo —me regaña—. El departamento está completamente vacío, se pagan todos los servicios viva o no alguien ahí. ¿Qué tanta diferencia puede haber cuando apenas vas a pasar tiempo ahí?

—No quiero abusar.

No es mentira. La realidad es que me parece bastante extralimitado de mi parte aceptar vivir en el departamento en el que deberían estar viviendo ella y su marido. Ese que el hombre compró aquí, en Guadalajara, para que mi amiga estuviese cerca de su familia.

Ninguno de los dos esperaba que sus planes se retrasaran. Mucho menos, el motivo. Al parecer, al padre de Dante le dio un ataque al corazón cuando estaban a la mitad de su —larguísima— luna de miel. Por supuesto, mi amiga y su marido tuvieron que viajar a España, para que él se hiciera cargo de la empresa familiar, mientras su padre se recupera y deciden qué harán con la presidencia de su corporación.

Ahora, a casi un mes de eso, aún no tienen fecha de regreso. Génesis dice que la situación pinta para muy largo. Quizás, hasta un año entero.

Dante le ha insistido que regrese ella a México para que esté cerca de su familia, pero Génesis se rehúsa a dejar a su esposo allá, solo, lidiando con todo sin su apoyo.

Así pues, los deja con un precioso departamento en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, inhabitado, amueblado y —a lo que ella ha dicho— con una vista maravillosa.

—¿Por qué eres tan orgullosa, maldita sea? —me reprime y, muy a mi pesar, esbozo una sonrisa. Es la primera de la semana.

—¿Vamos a tener esta conversación de nuevo?

—No la tendríamos en lo absoluto si aceptaras mi ayuda —objeta—. No me dejas ayudarte pagándote un buen abogado. Tampoco me dejas ayudarte cuando pongo un techo sobre tu cabeza.

—Quieres que viva en tu casa por caridad. Sin cobrarme ni un centavo de alquiler.

—¡Por supuesto que no es por caridad! ¿Recuerdas aquella vez en la universidad que hui de casa y me dejaste quedar en casa de tus padres durante casi una semana? ¿Qué diferencia hay entre eso y lo que trato de hacer? ¿Que no estoy ahí? ¿Que no vivo en el apartamento? —La seriedad con la que Génesis habla y el recuerdo que evoca, me encogen el corazón. Ella no sabe cuánto pelee con mis padres por haber dejado que se quedara en mi casa y no en la del imbécil que tenía por novio—. Por favor, Andrea. Quiero ayudarte. Tú harías lo mismo por mí con los ojos cerrados. Lo hiciste muchas veces.

Trago para deshacer el nudo que se aprieta en mi garganta.

No tienes dónde vivir. Quizás, podrías aceptar solo unos días. Mientras encuentras un lugar que se acomode a tus posibilidades.

Aprieto los dientes.

No quiero.

Me da vergüenza.

—Génesis...

—No me respondas ahora mismo —me interrumpe—. Piénsalo con calma. Date un día. Dos... Y me dices. Pero, por favor, considéralo. De verdad, estoy a una llamada de arreglarlo todo para tu llegada.

Me mojo los labios con la punta de la lengua.

—De acuerdo —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Me lo voy a pensar, ¿vale?

—Con eso me conformo por ahora.





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