11. Cuando perdés otro laburo

—Dari, la sal, por favor.

El muchacho abrió la puerta de la alacena, encontrándose con un paquete de galletitas de chocolate y frutilla además de la sal. Agarró ambas cosas y estiró el brazo para entregarle a su madre lo que pedía, pero ella, en vez de sostener el tarrito de plástico, le dio una palmada en la mano que sostenía las galletas. Él se quejó cuando ella le quitó ambas cosas.

—¡No toquetees que son para el Ale!

Darío hizo una expresión de ofensa muy fingida.

—Consientes más a él que a mí.

—Él necesita una dosis de dulzura en su vida, vos no.

—Oh, gracias, mamá —dijo con sarcasmo—. Gracias por dejarme seguir siendo un amargado.

Ambos esbozaron una sonrisa cómplice y ella continuó cocinando, escondiendo las galletitas detrás del microondas a sabiendas que Darío la estaba mirando, pero consciente de que él era incapaz de agarrarlas sin permiso. Él la ayudó con la mesa y a servir la comida mientras su padre terminaba de ducharse y Alexis llegaba del trabajo. Tenía una expresión sombría, con los ojos y los hombros caídos, y el cabello con varios mechones escapándole del moño. Saludó con apenas un monosílabo, con la voz grave y falto de emoción. Darío supuso que no había sido un buen día.

Julieta se dio cuenta de su expresión, le dijo que se lavara las manos y le sirvió la comida primero aunque Héctor aún no se había sentado. Se terminó las milanesas en un santiamén, agradeció quedamente y fue a ducharse.

—¿Qué le habrá pasado? —preguntó Héctor, mirando hacia el pasillo por donde había desaparecido su sobrino. Le preocupaba su bienestar más por encima del suyo después de perder a su hermano. Hugo no lo perdonaría si dejaba a su hijo descuidado o pasándolo mal.

Julieta le sirvió más tomate a su esposo, quien había puesto en su plano apenas una rodaja. Él apenas hizo una mueca, pero no se atrevió a decir nada.

—Mientras no le haya pasado nada malo... —suspiró la mujer mientras extendía el bowl con los tomates y la lechuga hacia Darío, en una invitación casi obligada de servirse.

El muchacho se terminó la cena rápidamente, disculpándose y levantando su plato para dejarlo en el fregadero. También le inquietaba la actitud de su primo, por lo que se metió en su dormitorio y lo encontró tirado sobre su cama con brazo tapándole la cara. El pelo mojado se esparcía sin cuidado por la almohada y tenía el celular descansando sobre el pecho, tocándolo apenas con los dedos.

Darío cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido.

—¿Alexis? —murmuró.

—¿Mmm?

—¿Estás... —Se acercó con cuidado y se sentó sobre su propia cama— ...bien?

Alexis se incorporó. Tenía el ceño fruncido y apretaba los labios conteniendo el temblor del mentón. Soltó un suspiro, chasqueó la lengua y se acercó, sentándose a su lado dejando caer la cabeza en su hombro. Darío se quedó inmóvil, con las manos temblorosas y las mejillas quemando. El corazón latía con tal furia que creyó que su primo podría oírlo por la cercanía, pero estaba demasiado consternado, demasiado sumergido en sus pesares para darse cuenta. Estaba roto, ajado, destruido. Dejó que se desahogara con la cara metida en su hombro, con la barba incipiente cosquilleándole la clavícula.

—Qué mierda, eh —murmuró, con la voz ahogada. Al parecer se le había pegado ese monosílabo tan propio de su primo—. No sirvo ni para mantenerme en un puto laburo.

Dario alzó la mano, debatiéndose entre darle unas palmaditas en la espalda o enterrar los dedos en sus cabellos húmedos que olían a champú. La sostuvo en el aire, titubeando, hasta que la dejó caer sobre la cama. Había pasado casi una semana desde que Alexis había caído enfermo también y le había dicho que tenía ya una observación por llegadas tarde. Supuso que no había corregido en absoluto su falta de compromiso y terminó, o discutiendo con su jefe y renunciado, o echado por irresponsable.

Entonces Alexis se separó, apretando los labios y desviando la mirada. Sabía que se estaba portando como un niñato mal criado hijo de papá, pero ya estaba harto. Harto de fingir que le daba igual, harto de contener esa fachada de badboy cuando la muerte de sus padres le dolía como una herida abierta y profunda a la espera de ser remendada.

Darío se empujó los lentes, aun con los nervios traicionándole en dedos inquietos.

—No estás acostumbrado, eso es todo —le dijo, también mirando hacia otro lado.

Alexis soltó una sonrisa cargada de sarcasmo y él no pudo quitar la vista de sus labios. Tenía gravedad propia que lo atraía irremediablemente hacia él pero, como un cometa a la deriva, trató de alejarse de la fuerza de atracción de ese agujero negro.

Al fin y al cabo, aunque la sangre demostrara lo contrario, seguían siendo primos.

Darío se levantó y caminó por la habitación, ocupando sus manos juntando algunas cosas que estaban tiradas. Encontró un lápiz que había estado buscando en los últimos dos días. Alexis soltó el aire con fuerza y se dejó caer hacia un lado, tendiéndose sobre la cama e ignorando el hecho de que no era la suya. Se quedó observando cómo el muchacho daba vueltas inquieto, con la cabeza metida en la almohada y pensando muchas cosas, ninguna positiva, sobre sí mismo.

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