Capítulo 14

Eijirou estaba más emocionado de lo que debía.

Él no podía evitarlo —los robos y los atracos hacían que su corazón latiese exaltado, preguntándose qué botín tendría entre sus garras cuando llegase la medianoche.

Y esa noche —la del Festival de las Estrellas— tendría el mejor de todos.

Escuchaba decir a todos sobre lo deshonesto que era robar: le quitaban a personas honestas, solo porque eras lo suficientemente flojo como para ponerte a trabajar.

Para Kirishima Eijirou, las cosas no eran tan blancas o negras: tenían un punto medio. Para empezar, él no robaba a pobres. Simplemente les quitaba a las personas que parecían tener un pasar económico estable y que no extrañarían un par de monedas.

Quien sea que tuviese la legendaria máscara del héroe Trece, ciertamente no iba a extrañarla.

Porque también la había robado.

Ya ven, entre los gajes del oficio de un ladrón, estaba el hecho de que probablemente alguien te robaría de regreso. Era la ley de la vida.

Y a Kirishima le habían quitado muchas cosas —su familia, su hogar, ahora su mejor amigo— así que no tendría remordimientos de llevarse una antigua máscara que no tenía idea ni para qué podría servir.

—¿Te podrías apurar? —Bakugo chasqueó la lengua, un par de metros más adelante—. ¡Haz que tu daga sirva para algo!

—Ya, ya —Kirishima apretó la boca—. Puedo sentirla vibrando, pero... podría estar en cualquier rincón.

—Eres un inútil.

Eijirou suspiró. Era cierto lo que decía: su daga parecía brillar levemente, incluso si llevaba algunas motas de oxido por los años; las piedras púrpuras que decoraban el mango tenían un destello que antes no estuvo allí.

Él recordaba los orígenes de aquella daga. Su padre, que también había sido un ladrón, se la dio cuando todavía era pequeño. No podía entender cómo semejante objeto valioso había ido a parar a las manos de un medio dragón y criminal.

Kaminari solía envidiarla. Nada de lo que ellos dos robasen podía equipararse a la belleza de aquella daga, con piedras incrustadas que habrían servido para hacerlos ricos a ambos.

Si es que Kirishima no se hubiese negado de hacerlo desde el primer momento. Denki solo se encogía de hombros y esperaba la siguiente oportunidad para decirle que la vendiese.

Se preguntó si, de haberla vendido, su mejor amigo estaría a salvo con él. Con el dinero suficiente se podía comprar un barco y huir, huir al continente del que todos hablaban. O simplemente tener una vida más digna.

A Kirishima le hubiese gustado saber si era su culpa que se llevasen a Denki. Un día estaban con él y, al siguiente, ya no.

Su mejor amigo había dicho que atracaría algunos comercios de la zona. Kirishima había estado cansado luego de una noche de engañar señoritas en una taberna para robarles las piedras que lucían en el cabello y vestidos.

Pero Denki jamás regresó. Y cuando Kirishima fue a buscarlo, solo quedaba el pañuelo que su mejor amigo usaba en el cuello como un recordatorio de que se lo habían llevado a la fuerza: él nunca dejaba sus cosas atrás.

La Guardia les había seguido la pista un tiempo. Sabían que eran ladrones, pero debieron sospechar que ambos tenían algo más especial escondiendo como secreto —eran dragones. Milenarias criaturas que la gente normal —a excepción de los Firewalkers— jamás fue digna de dominar.

Así que Eijirou se ató el pañuelo de Denki en la muñeca y partió en su búsqueda. Meses y meses en los que no había tenido ni una sola pista de su mejor amigo. De preguntar en tabernas y posadas, en antros y prostíbulos, en cárceles y también en mataderos.

Era como si se hubiese esfumado.

Pero tiempo después apareció Bakugo —un Firewalker con un porte magnífico, que caminaba como si la tierra fuese suya. No sabía la razón exacta que pasó por su mente para amenazarlo y querer obligarlo a que le ayudase, pero lo hizo.

Y aunque las cosas se torcieron, todo terminó dándose a su favor. Ya no estaba solo —ahora tenía todo un grupo de compañeros— e incluso había sido capaz de recuperar su imagen de dragón; ser capaz de surcar otra vez los cielos y dejar que su yo interno saliera por un rato.

Incluso si Bakugo siempre lo miraba como si no fuese más que un gusano, Kirishima no podía estar más que emocionado por aquella misión.

—Oye, cabello de mierda —Bakugo lo codeó—. Mira esa carpa de allá.

Eijirou siguió el camino que indicaba su dedo: una pequeña carpa, algo raída y sucia, por la cual entraba mucha gente de buen porte y sacos de monedas colgando de los cinturones.

Los ojos le brillaron.

—¿Sabes lo que eso significa? —preguntó el Firewalker, sonriendo—. Ningún ricachón entraría en una pocilga así a menos que fuese importante.

La daga pareció pulsar también emocionada. Debía ser allí. Tenía que ser allí.

No podían dejar pasar esa oportunidad —por Denki, por el príncipe, por todo Yuuei.

Bakugo y Kirishima se cubrieron con las capas de los disfraces, y se metieron a la atestada carpa.

No era la primera vez que visitaba una subasta. Aunque claro, Kirishima nunca fue a una para comprar precisamente.

Aquella no era la excepción.

—Este lugar es un asco —Bakugo rodó los ojos—. Si me dejasen sacar mi sable...

—Bakugo, no.

—¡Sería más fácil acabar con todos estos insectos!

Una mujer que vestía un vestido tradicional y finas joyas en el cabello los miró mal. Katsuki torció su boca en su gesto característico, como si quisiese intimidar a aquella mujer.

—Deberían empezar a restringir la entrada a algunos incivilizados —la escucharon murmurar a su marido—. Si sabía la clase de gentuza que vendría, me quedaba en casa.

Bakugo dio un par de pasos ante esa mujer y su marido que reía socarrón, pero Eijirou le puso el brazo encima del pecho. No podía dejar que jodiesen su momento único para por fin obtener otro de los objetos.

Pero se dijo a sí mismo que, si tenían la oportunidad, le robaría todas las joyas a esa desagradable mujer.

—Hay que sentarnos adelante. Atrás siempre van los compradores de más clase y dinero —le dijo a Katsuki cerca de su oído.

—¿Estás diciendo que no tengo clase ni dinero? —espetó Bakugo.

—Eh...

—Porque tienes razón, maldito bastardo —chasqueó la lengua—. Espero tengas un plan.

—Yo... creo.

Tenía algo —era pequeño y nada perfeccionado, pero podría funcionar.

O podría matarlo.

No dentro de mucho iban a descubrirlo.

Un par de lámparas iluminaban al pequeño escenario improvisado. Había algunos objetos importantes dispersos por allí, para que los compradores pudiesen ver lo que los subastadores ofrecían.

Espadas, libros de hechicería, piedras mágicas, armaduras, cuerdas que clamaban no poder cortarse, diamantes tan gordos como un dedo pulgar. Cientos de cosas y mentiras que Kirishima podía detectar con sus conocimientos de ladrón. Era divertido ver cómo las pujas de monedas subían, a veces por baratijas sin valor.

Pero su daga no dejaba de pulsar inquieta. Tuvo que quitársela de adentro de la ropa porque estaba comenzando a quemar en su piel. Rápidamente la metió en su chaqueta, porque no podía permitir que todos esos lobos viesen lo que llevaba encima.

Los ladrones no siempre vestían ropa sucia y vieja como Kirishima. Muchas veces, llevaban finos trajes y vestidos dignos de la realeza.

De hecho, los ladrones más peligrosos lucían como reyes. Era su única manera para hacerlo.

Las voces de repente dejaron de cuchichear, ya que dos figuras se encaramaron sobre un par de sillas en el escenario. Kirishima abrió los ojos como platos al reconocer a aquella pareja que llevaba a cargo la subasta.

Se llamaban Sero Hanta y Ashido Mina —o así clamaban llamarse— y eran el par de subastadores más jóvenes —y estafadores— con los que él y Denki se habían cruzado. Aunque claro, ellos también lo eran: les habían robado en más de una ocasión.

¿Cómo es que una máscara tan poderosa había caído en manos de esos dos?

—¡Bienvenidos, a nuestra subasta anual del Festival de las Estrellas! —exclamó Mina con fingida cordialidad—. Nos alegra ver rostros conocidos y también muchos nuevos.

—Nosotros les agradecemos por confiar en nuestros tan codiciados productos —agregó Sero, rodeando a Mina por los hombros—. Es por eso, que este año trajimos muchas cosas especiales.

El corazón de Kirishima palpitó con más fuerza. No se dio cuenta que había agarrado la mano de Bakugo, apretando sus dedos por los nervios.

—No me vuelvas a tocar —musitó furioso—. ¡Concéntrate!

—Vale —respondió Kirishima, todavía exaltado—. Perdona, estoy nervioso.

—No se te ocurra estropear esto.

Él frunció el ceño. Claro que no iba a estropearlo —ya había estropeado demasiadas cosas en su vida.

Tenía que hacerse con aquella máscara. Aunque fuese lo último que hiciese en vida. No podían perder la pista del objeto, ya que nadie les garantizaba que iban a recuperarlo. Ya no tenían al Oráculo a la reina de los elfos para ayudarles.

Kirishima respiró hondo, contando hasta diez, mientras la subasta daba comienzo.

Al principio se subastaban pequeños objetos y otras estupideces sin tanto valor —a menos que fueses un gran conocedor, no te darías cuenta de la diferencia. Eran cosas que Sero y Mina se encargaban de recolectar a base de robos y engaños a sus compradores más adinerados.

Kirishima repasó su plan: el dinero y el objeto siempre eran intercambiados al final de la subasta, en la parte de atrás de la carpa y que iba cubierta por una lona. Su plan era engañarlos con alguna suma de dinero —no tan exorbitante, o sospecharían— y luego noquearlos al final de la jornada.

Si todo salía mal, Kirishima terminaría con un cuchillo clavado en el estómago. O la máscara la compraría alguien más.

Bakugo también lo observaba inquieto. Eso lo ponía más nervioso. Trataba de convencerse que era por la incertidumbre del momento, aunque algo en su interior se removía, como diciéndole que podía existir otra razón.

Se golpeó en la cara: no era momento para distracciones.

Las subastas seguían, y poco a poco, las espadas, piedras y demás consiguieron sus dueños. Bakugo comenzaba a impacientarse —murmurándole de mal humor cada dos minutos— y Kirishima se mordía frenético las uñas. Podía ver que por allí también zumbaba como loco el asistente que servía para ellos dos; un muchacho de rasgos duros pero con una mirada casi inocente e infantil.

¿Y si se habían equivocado? ¿Y si la subasta era otra y ahora la máscara yacía en manos equivocadas?

Sero volvió a tomar la palabra:

—Bueno, hemos llegado a nuestro último objeto para venta pública de la noche —Se escuchó un par de gimoteos que rápidamente acalló—. ¡No se sientan mal! Es solo que algunos objetos son muy... valiosos para ser puestos a la mira de cualquier posible delincuente.

Ahogó un jadeo; tenía que estar hablando de la máscara. No había más opción.

Pero necesitaba un cambio de plan urgente. No podría asistir así como así a la venta privada: no vestido como un bufón acróbata.

Mina alzó una inmensa espada y se la mostró a los presentes. No era como la que las leyendas de Toshinori, pero sí casi tan grande como esa. Brillaba en plata, con el mango en oro y llena de incrustaciones de las piedras de la casa real de los Todoroki: en rojo y en blanco.

Kirishima estaba empezando a desesperarse —y, en su miedo, tuvo una idea incluso más alocada que la anterior.

—Bakugo —llamó al Firewalker, tironeando de su ropa.

—¿Y ahora qué?

—Ofréceme como pago por esa espada.

La mandíbula del muchacho se abrió con estupefacción.

—Pero, ¿de qué mierdas estás hablando...?

—Ofréceme —repitió Kirishima, sintiendo el sudor que corría por su espalda—. ¡AHORA!

—¿Alguien da más que dos mil monedas por esta espada? —preguntó Sero, señalando a una seductora Mina que posaba tontamente con el arma—. ¿Tal vez tres mil? ¿O cuatro mil?

Bakugo.

El Firewalker se puso de pie. La gente miró con sorpresa a ese supuesto acróbata al que nadie daría ni cinco monedas de cobre.

Sero rio; su sonrisa siempre parecía estar mofándose de ti.

—¡Hemos encontrado un adinerado comprador! —La audiencia carcajeó, mientras Bakugo apretaba los puños—. ¿Cuánto da usted por esta maravillosa espada? Estoy seguro que ni siquiera necesitarás clases con tan magnífico filo, hasta un tonto podría usarla.

Otra vez todos rieron. Kirishima también quería reír, pero porque nadie imaginaba realmente de lo que era capaz Bakugo con una espada —era un verdadero monstruo.

El Firewalker tenía la boca apretada, pero algo en las burlas de Sero y del resto de la audiencia pareció despertar su lado más sanguinario salvaje.

Porque, antes de hablar, Katsuki les sonrió:

—Oh, tengo algo para ofrecer —dijo con autosuficiencia—. Quizá debería pedirte más reliquias por lo que estoy a punto de poner en bandeja.

Algo brilló en los ojos de los subastadores: codicia. Incluso si Bakugo estaba mintiéndoles, aquella frase siempre despertaba la curiosidad en esas dos serpientes hambrientas de tesoros.

—¿Y qué es, colega? —preguntó Sero—. ¿Qué crees que vale más que esta espada?

—Un dragón. Tengo un esclavo híbrido de dragón para darles.

No es que le hacía gracia ser la moneda de cambio; para nada. Pero había sido la única idea que tuvo a su disposición para al menos tener una oportunidad de llevarse la máscara.

Así que Kirishima hizo lo que siempre hacía: adaptarse a la situación.

Después de que Bakugo lo ofreciese como pago, las risas estallaron en la carpa —incluidos Sero y Mina— para martirio del primero. Se había enfurecido tanto, que comenzó a gritar y lanzar puñetazos al aire.

Todo un símbolo de la madurez.

Eijirou se hubiese reído, pero tenían trabajo que hacer; así que no le quedó más remedio que transformarse a medias: con enormes alas brotando de su espalda y las extremidades convertidas en garra, con brillantes escamas escarlata.

Era doloroso, sin embargo. No era como una transformación completa, en la que los huesos y músculos de su cuerpo se adaptaban a la forma de reptil.

Una transformación a medias lastimaba su piel y dejaba cicatrices. Se había prometido no hacerlo otra vez, pero si para salvar a Kaminari —y a todo Yuuei—, Kirishima debía lastimarse a sí mismo en el proceso, no iba a dudar en hacerlo.

Los ojos de los subastadores brillaron al verlo. Era un ejemplar único —la mayoría de personas ni sabían que la gente como él todavía existían. Todos enloquecieron. Le ofrecieron todo tipo de riquezas a Bakugo por la posesión de Eijirou, pero él no se dejó flaquear.

Y aquello le sorprendió, si era honesto. No cualquiera era inmune a las riquezas —incluso Kirishima quiso poder venderse a sí mismo luego de escuchar las pujas— pero Bakugo no parecía interesado en absoluto.

Aquel chico solo tenía hambre de una sola cosa: y eso era el poder.

Fin de la historia larga, Kirishima fue puesto en custodia al instante. Uno de los matones que tenían Sero y Mina lo tomó con fuerza para arrastrarlo al vagón donde estaban casi todos sus tesoros.

No podían permitir que un pago tan bueno se les escapase de las manos. Pero si creían que Kiri era tan dócil como se mostraba, entonces tendrían problemas.

Eso le hizo sonreír, mientras Bakugo lo miraba desde el gentío. Le guiñó un ojo en señal de todo estará bien. De todas formas, él era un dragón.

No es como si un par de cadenas —porque sí, lo tenían encadenado— pudiesen detenerlo.

—Bah, he salido de cosas peores —se dijo a sí mismo.

En menos de un segundo, transformó la piel de sus antebrazos para quebrar las cadenas. Tenía la piel en carne viva, pero no le importó en ese momento —de hecho, estaba seguro que su espalda estaba sangrando también— ya que aquel vagón estaba oscuro y lleno de chucherías.

No tenía encima su daga. Había tenido que dársela a Bakugo, en caso de que los subastadores quisieran arrebatarla. No podía arriesgarse a perder uno de los objetos.

Así que no le quedó más opción que ponerse a buscar una máscara. Tan solo esperaba que no hubiese más de una. O iba a llevárselas todas, maldición. No tenía tiempo para ponerse a debatir.

Tendría aproximadamente unos diez minutos, mientras se hacía una revisión de los compradores. Luego, Mina y Sero los dirigirían a aquel vagón para hacer el intercambio. Y ahí que estaría jodido.

Confiaba en que Bakugo armaría una escena para ganar tiempo. Aquello le hacía sonreír con diversión; ese Firewalker le divertía demasiado, pero también le causaba respeto.

Kirishima empezó a hurgar en la pila de basura que ese vagón tenía. Olía a metal y la cantidad de polvo podría haberle hecho escupir los pulmones por la nariz. Casi todo estaba tan descuidado y oxidado, que más de una vez terminó cortándose accidentalmente con la hoja de los cuchillos y las espadas.

Allí había tantas cosas que le hubiese gustado hurtar —Kaminari también se habría puesto loco. Terminó guardándose una pequeña bolsita con piedras mágicas para Uraraka, unas estrellas arrojadizas y también unos frascos que clamaban ser medicina. Si iba a robar, mejor que fuese por necesidad que por codicia.

—Mierda, mierda, mierda —masculló, tirando varios objetos para hurgar más a fondo—. ¿En dónde está?

Había cascos y algunos sombreros, pero nada que pareciese ser una máscara.

¿Y si se habían equivocado...? Kirishima no tenía manera de salir de allí más que armando jaleo, y eso provocaría que los guardias del Festival comenzasen a perseguirlo. Eso mataría sus oportunidades de seguir investigando.

Tenía que estar allí. Tenía que. No podía haber otra opción.

—Seis minutos. Me quedan seis minutos.

Se repetía incesantemente, mientras una parte de su cabeza contaba frenético los posibles segundos para que Sero y Mina apareciesen. Cada vez el número iba subiendo, más y más, mientras que la pila de tesoros se reducía y nada aparecía por allí.

Los dedos empezaban a temblarle, volviendo su tarea un poco más torpe. Hacía demasiado ruido y ya no le importaba —si lo descubrían, igual escaparía o tal vez incluso pelearía.

Tan solo deseaba no tener que convertirse en dragón, a la vista de centenares de personas que estaban allí en el Festival. Suficiente era con los que lo habían visto en la carpa.

Comenzarían a darle caza en cuanto supiesen de su escape. No dejarían que viviese tranquilo —no cuando podían tomarlo y esclavizarlo para sus propios fines retorcidos.

Pero Kirishima solamente servía a una persona en la actualidad. Y deseaba que así se quedase.

Seguía arrojando objetos y desesperándose. No debían faltar más de tres minutos.

Dos minutos.

Un minuto.

Ya casi podía escuchar las voces de los compradores y el meloso —pero cínico— tono que Mina y Sero utilizaban. No podía escuchar a Bakugo, y tenía miedo de que hubiese montado un escándalo tal que tuvieron que verse obligados a reducirlo.

Él no iba a permitir eso, ¿no? Nadie podía detener a Bakugo.

Queremos agradecerles por sus generosas compras —empezó a decir Sero, al otro lado de la puerta—. Es por eso que, para mostrarles lo felices que estamos, queríamos presentarles algunas piezas de colección privada y que requieren un... precio especial.

La risa de Mina hizo que su corazón se acelerase con nerviosismo. Allí no había nada. Ni un puto indicio de la máscara. Se preguntó si en verdad no estaba o es que estaba en algún lugar especial al que solo podría acceder con su daga.

Hasta que tuvo una idea.

Los vagones de subastadores solían tener escondrijos en el suelo. Tablas flojas, puertas secretas y cualquier otro tipo de anomalía que servía para ocultar los objetos en verdad valiosos.

Kirishima comenzó a dar pisotones en cada espacio del suelo sin cubrir. Todo parecía normal, hasta que una tabla hizo un ruido hueco en cuanto posó su bota sobre ella.

Tomó el cuchillo más cercano y la arrancó del suelo. Sus ojos se abrieron de par en par, y ahogó un jadeo de sorpresa y maravilla en cuanto la habitación pareció relucir con lo que allí se ocultaba.

Era una máscara —no, no solo una máscara; era la máscara. La del héroe Trece, la que brillaba con pequeñas piedras plateadas en los costados.

Bueno, técnicamente no era una máscara... parecía más bien un antifaz, pero ¿qué importaba? ¡Kirishima la tenía! ¡Era suya!

Pero también tenía encima a los subastadores y al menos una docena de compradores junto con sus matones.

Pensó en que debería abrir un hueco con sus puños convertidos en alguna de las paredes —llamaría la atención, pero podría huir a tiempo. No le tomaría más que un par de segundos.

Al tacto, la máscara era fría y metálica. No tenía un solo bolsillo para esconderla —el disfraz ya estaba casi rasgado— así que no tuvo mejor idea que ponérsela.

¿Quién iba a sospechar? Los acróbatas y artistas usaban máscaras todo el tiempo.

Kirishima empezó la transformación de sus puños en escamas y afiladas garras. Estaba tardando demasiado —su piel estaba demasiado dañada y dolía como la mierda.

El pestillo de la puerta giró.

Eijirou ni siquiera había tenido tiempo de golpear la pared de metal del vagón. En un momento, la luz del Festival inundó el interior, haciendo que centellaran los cientos de objetos allí dentro.

No le quedó más que esconderse —al menos, ganaría un par de segundos antes de iniciar su transformación y destrozar aquel vagón en el proceso. Eijirou iba a meterse entre unas cajas, pero perdió el equilibrio y trastabilló. El tintineo de objetos llamó al instante la atención de Mina y de Sero.

Bueno, adiós a aquellos segundos que podría haber ganado.

Se giró, con el corazón golpeteando pero decidido a pelear. Iba a abrir la boca para advertirles que se vendría algo feo, pero la voz de Sero resonó estridente sobre la suya.

—Pero, ¿qué haces? ¡Mira el caos que dejaste aquí! —exclamó mientras se sujetaba la cabeza.

Mina, a su lado, también resopló.

—¡Koda, tienes que tener más cuidado! —agregó ella—. ¿Y trajiste el vino del puesto que te dije?

Kirishima estaba anonadado.

Koda. Le habían llamado Koda, ¿pero quién...?

La realización lo golpeó. Koda debía ser el asistente de cara infantil de aquellos dos estafadores.

Pero Koda no estaba —ni había estado en ningún momento— allí.

Solo estaba Kirishima. Kirishima y la máscara.

Estaba demasiado nervioso y asustado como para ponerse a atar todos los cabos sueltos para hilar una teoría sobre lo que estaba pasando.

La mirada de Sero escaneó el lugar, zumbando con horror al descubrir rápidamente que Kirishima no estaba —o no lo veía, técnicamente.

—¡Koda! ¡¿Y el dragón?!

—Eh...

Sero atravesó la pila de objetos solo para tomar a Kirishima por la ropa y zarandearlo, en busca de respuestas. Se veía completamente desesperado.

—¡¿Dónde diablos está nuestro dragón?!

Tragó saliva con dificultad, practicando en su mente la voz más aguda que podía imitar:

—Cuando vine... ya no... ya no estaba.

El horror de Sero se transformó en furia, mientras soltaba bruscamente al presunto Koda. Empezó a chillar a Mina:

—¡Hay que encontrarlo! ¡No puede haberse ido lejos!

La muchacha también se veía rabiosa. Tomó un par de cuchillos que tenía cerca, así como unas cadenas que se ató a la cintura.

—Encima ese Firewalker también ha huido con la espada —Mina apretó los dientes—. ¡Con razón no estaba interesado en venir a ver los tesoros privados!

Kirishima tuvo que contenerse de esbozar una sonrisa: ¡Bakugo había escapado!

Ese tenía que ser su pie para huir el también, antes de que todos descubriesen lo que pasaba —o que apareciese el Koda real.

En cuanto Sero y Mina se lanzaron a perseguir a Kirishima, este se escabulló entre las sombras y se alejó del vagón.

Con la máscara todavía puesta. Luciendo como Koda —o eso le decía el reflejo de sí mismo que observaba en una de las pequeñas estrellas arrojadizas.

Aquella máscara no solo era la real que perteneció al héroe Trece, sino que era mágica; de verdad única y singular. Que pulsaba con ocultismo y brillaba más que las lámparas del Festival. Podía sentir aquellos impulsos a través de la piel que tocaba el metal, casi como si fuese algo vivo y no un objeto inanimado.

Pero ya tendría más tiempo para probar sus usos.

Kirishima corrió y corrió por el lado opuesto que tomaron los subastadores; tenía que abrir la mayor brecha posible entre ellos. No tardarían en descubrir la farsa.

Sentía algo de pena por el Koda real, al cual se le armaría una grande. Pero la vida no siempre era justa para todos. Solo el más astuto sobrevivía.

Cuando sus piernas comenzaron a fallar, Kirishima empezó a caminar más despacio. Buscaba por todas partes, en cada rincón oculto, un atisbo de la cabellera rubia de Bakugo.

No debía haberse alejado de su área —eso habían acordado en caso de separarse. A menos que sí que dejase a Kirishima a su suerte, porque a él solo le importaba salvar su propio trasero.

Lo divisó varios minutos después, rumiando con su capa puesta, como si esperase desesperado a Kirishima. Era adorable de ver —o todo lo adorable que un furioso Firewalker podría verse— aquel gesto ceñudo bajo las capas de maquillaje.

Kirishima empezó a esbozar una sonrisa.

—¡Bakugo! ¡Eh!

El muchacho se giró en el mismo instante en que escuchó su nombre, mientras Kirishima agitaba la mano para que lo encontrase entre la gente.

Él había pensado que Bakugo sonreiría o, al menos, estaría aliviando de verlo allí, vivo. No sabía si le importaba, pero alegrarse de encontrar a tu colega vivo debía ser un acto inherentemente humano, ¿no?

No estaba preparado para que Bakugo lo tomase de la camisa y lo arrastrase hasta un punto muerto en medio de las sombras, donde la gente casi no pasaba. Lo arrojó al suelo y aprisionó su cuerpo con ambas piernas.

Kirishima rio nerviosamente.

—Vaya, Bakugo, yo también estoy feliz de vert-...

Se quedó callado al sentir el frío metal del sable curvo contra su garganta.

—Te doy tres segundos para que pienses tus últimas palabras antes de morir, engendro.

—¡Hey! ¿Pero que te...?

—¿En dónde mierda está Kirishima? —gruñó, apretando el sable hasta el punto que un hilillo de sangre salió de su cuello—. Me lo vas a entregar o te mataré en al menos cien formas diferente.

¿Acaso Bakugo había ingerido polvo de elfos —la droga de moda allí en Yuuei— o...?

Eijirou ahogó un jadeo al darse cuenta.

Todavía tenía la máscara puesta. Seguía viéndose como Koda, el asistente de Sero y de Mina.

—¡Bakugo! —exclamó desesperado—. ¡Soy yo! ¡Kirishima! ¡Tu dragón!

Aquello pareció encender más la furia en los ojos del Firewalker.

—¿Acaso crees que nací ayer, maldito imbécil...?

Alzó la mano para ensartarlo con su sable, pero Kirishima fue lo suficientemente rápido para quitarse la máscara y revelar su rostro a Bakugo.

Pudo ver el momento exacto en que sus furiosos ojos cambiaban a un gesto más blando, más desorientado.

Y, quizás estaba exagerando, pero creyó ver un poco de alivio en ellos también.

El sable cayó con un ruido sordo al lado de ambos. La mano de Bakugo seguía elevada en el aire, pero bajó lentamente para arrebatar la máscara de los dedos de Eijirou. La inspeccionó por un rato.

—Así que esta es la máscara de mierda.

Kirishima rio.

—Eh, sí... no es tan genial como mi daga, pero...

—Tu daga también es una mierda.

—Vale, lo que digas —rodó los ojos—. Ahora, Bakugo, ¿te importaría...?

Hizo una seña con su mirada a las piernas del Firewalker que todavía lo aprisionaban contra el suelo. No era genial, porque su cuerpo seguía doliendo por las transformaciones a medias y no es que Bakugo fuese la persona más liviana del mundo.

Aquellos músculos debían pesar bastante.

Sin mucho cuidado, Katsuki se levantó abrupto del cuerpo de Eijirou y tomó toda la distancia posible. La máscara yacía en el suelo, junto al sable, así que la sostuvo entre sus dedos como si fuese una pieza demasiado frágil.

Bakugo todavía daba vueltas con desesperación.

—No estoy enojado —dijo Kirishima con una sonrisa.

—Me vale mierdas si estás molesto.

—¿Y entonces...?

—¡Cállate! —espetó Bakugo entre dientes, escupiendo por la intensidad de su tono—. Esos imbéciles de la subasta están ahí afuera.

Y, en efecto, Sero y Mina estaban avistando el panorama en busca de aquellos dos muchachos que acababan de estafarlos. Y robarles, pero no estaba seguro si ellos encontraban al tanto de esto.

Kirishima y Bakugo no tenían otra salida más que aquella que daba directo a sus cazadores.

Los dos intercambiaron una rápida mirada y se prepararon para ponerse al ataque en el peor de los casos.

Eijirou tomó la mano libre de Bakugo, quien no opuso demasiada resistencia. Luego, trotaron a la salida y empezaron a moverse con desesperación entre la gente.

Sero debió divisarlos al instante, porque lo escuchó gritar:

—¡Eh!

—Corre —gruñó Bakugo, tironeando de la mano de Kirishima—. ¡O te voy a dejar!

No tenían que decírselo dos veces.

Los dos serpentearon entre las personas, que les dedicaban malas caras cada vez que alguno les pegaba un empujón o los pisoteaba en su afán por escapar. Eijirou musitaba disculpas, pero dejó de hacerlo porque observó por el rabillo del ojo que tanto Sero como Mina estaban pisándoles los talones.

Solo se ocurrió una escapatoria para ello.

Transformó los músculos de su cara, soportando el ardor de dolor y los cientos de huesos de su mandíbula como si se estuvieran quebrando en milésimas de segundos.

Soltó la mano de Bakugo, posicionándose en medio del pasillo entre las carpas. El Firewalker se detuvo, molesto de que Kirishima se detuviese.

—¿Qué se supone que...?

Se quedó callado al observar su rostro, completamente diferente al sonriente Kirishima humano.

Ahora se veía como un verdadero monstruo —no lo suficientemente persona, no lo suficientemente animal. Para él, los monstruos llevaban lo peor de cada uno.

Cuando Sero y Mina comenzaron a acercarse, inspiró fuertemente el aire y lo transformó en calor a través de su sistema respiratorio.

Expulsó una llamarada de fuego por sus fauces, quemando su lengua todavía humana y parte de su garganta. Las llamas salieron en gran cantidad, quemando el césped y parte de las carpas, haciendo chillar a la gente que por allí transitaba.

—¡Una bestia! —gritó alguien.

Probablemente tuviesen razón.

Creó un arco de fuego que le cerró el paso a los dos estafadores; lo único que podía ver era sus rostros enrarecidos, buscando otra vía para alcanzar a esos dos ladronzuelos.

Cuando Kirishima se destransformó, sintió todo el peso del dolor caerle como plomo. Estaba seguro que iba a desplomarse contra el suelo, pero un par de brazos detuvieron su caída justo a tiempo.

Bakugo lo estaba cargando en brazos.

—No tienes idea la que me debes.

Kirishima quiso sonreír, pero le era imposible. Al menos le bastaba con estar consciente en ese momento.

Bakugo empezó a correr con destreza, como si cargar a Kirishima y manejar un sable con la otra mano fuese cosa de todos los días.

Aquel Firewalker era sorprendente.

No supo cuánto tiempo huyeron, hasta que Bakugo lo depositó contra una columna decorativa, bastante alejados de todo el ajetreo del Festival. El muchacho jadeaba y sudaba; se dejó acostar a un lado de Kirishima.

No sabía si era la adrenalina en su cuerpo o el terror de estar al borde de la muerte, pero tuvo un fuerte impulso de besarlo.

Así que, ignorando todo el dolor que su cuerpo tenía, lo tomó del cuello de la capa y atrajo su boca hasta la suya.

Saboreó el gusto de la victoria, y también el miedo que ambos habían tenido. El miedo que conquistaron con la valentía de estar al lado del otro.

Pensó que su boca era suave, a diferencia de la dureza que el resto de cuerpo presentaba. Kirishima había besado a muchas, muchas personas —hombres y mujeres— pero aquel beso removió algo en el interior de su cuerpo. Ese algo que le hacía sentir vivo.

Que le había hecho sentirse útil —como aquella vez que lo salvó de morir luego de que Mitsuki fuese atacada.

Bakugo lo alejó de un empujón.

—¡¿Estás queriendo que termine de rematarte?! —gruñó, limpiándose la boca—. ¡¿Qué mierda te pasa a ti?! ¡Estúpido!

—Lo siento —balbuceó Kirishima con una sonrisa apenada—. Es solo... que estoy feliz. Estamos... vivos.

Bakugo lo fulminó con la mirada. A Kirishima no le afectaba del todo que lo mirase de esa forma; sabía que esa era su manera de lidiar con todo aquello que lo abrumaba.

Ni siquiera sabía por qué había besado a Bakugo —no es que le pareciera atractivo; aunque sí lo era, claro, pero estaba seguro que no era por eso.

Es que era tan varonil, con aquella seguridad en sí mismo que lo caracterizaba y lo había salvado y luego estaba allí, luciendo indefenso por una vez en la vida, con la respiración entrecortada —tan vivo y presente.

Y Kirishima no pudo resistir sus impulsos. Y se había sentido bien. Mucho más que bien.

Como unos cinco segundos de pura gloria.

—No se te ocurra volver a hacer eso —espetó Bakugo con furia.

Eijirou asintió, fingiendo inocencia. Le dolía demasiado todo como para ponerse a replicar solo para molestar al Firewalker.

Lo cual agradecía, por supuesto; no estaba seguro de poder prometer una cosa así.

Capítulo antes de tiempo ;v; y desde la perspectiva de mi hermoso bebé

No pude evitar subir este cap. Es que tuve algo así como un atacazo artístico (???) y la inspiración fluyó casi sola para escribir este capítulo. Es un pequeño regalito por todas las veces que demoré y también como festejo a que la fic es la destacada del mes.

Esto provocó que me atrase con mi otro fic, pero bueno (?) yo soy de esas personas que prefieren seguir las ganas específicas de escribir algo en lugar de forzarse con otra cosa.

¿Les gustó el besito KiriBaku? Yo estoy segura que sí ;; el próximo capítulo es el final del arco del Festival (aquí también tenemos arcos haha) y lo narrará Todoroki, para que veamos qué pasó con él y Uraraka. Esperen los desastres. Ya tienen la máscara pero recuerden que Nejire les dijo que debían buscar algo más allí en el Festival ;)

Muchísimas gracias por todos sus votos y bellos comentarios. También le doy la bienvenida a los nuevos lectores, que estos días llegaron varios <3

¡Nos vemos la semana que viene con el próximo! Besitos.

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