Capítulo 3
«Polos opuestos»
Escuchando a lo lejos el timbrazo que anunciaba el fin del almuerzo, Sehun se preguntó si el chico frente a él tenía pensado apresurarlo a terminar el gimbap (que estaba delicioso) o si su voluntad sería tan fuerte como para acallar su alma de nerd y la vocecita del ángel sobre su hombro que ya lo estaría urgiendo a levantarse y echar a correr para llegar a tiempo a la clase.
Para ser honestos, había esperado que saliera huyendo luego de amenazarlo, nada más por eso arrojó aquella tonta advertencia, pero el ciervo se limitó a asentir con la cabeza y se tumbó junto a él, jugueteando con las ramitas del césped en un silencio que no resultaba incómodo, aunque Oh habría preferido que dijera algo, lo que fuera. Cualquier cosa que explicara el repentino interés por ser su amigo.
—¿Qué tal es-es-estu-estuvo? —Luhan preguntó, al verlo cerrar la caja de almuerzo y limpiarse con la manga de la camisa los restos de arroz que habían quedado en sus labios.
—No tan mal como esperaba —mintió el otro—, algo pastoso el arroz, pero bah, ¿quién se fija?
...nada. El castaño ni siquiera le regaló un esbozo de esa radiante sonrisa que poseía por intentar sonar gracioso y amenizar el ambiente, limitándose a contemplar la caja de comida. Sehun se la devolvió.
—Te-Ten-Tengo que ir a cla-cla-clase.
Entonces lo vio ponerse de pie, un montón de pastitos se habían pegado a su pantalón, aunque antes de que pudiera señalárselo o estirar la mano y sacudírselos él mismo, Luhan le dedicó una sencilla reverencia y murmuró:
—Gra-Gra-Gracia-Gracias.
Por sorprendente que fuera, pero juraría que empezaba a acostumbrarse a su tartamudeo.
—...por el se-se-secre-secreto y por co-co-comer aunque su-su-supi-supiera mal.
Sin darle tiempo a disculparse por esa pésima broma y aclarar que, de hecho, su comida estaba riquísima, el castaño giró sobre sus pies y echó a andar con rumbo al edificio principal. No parecía importarle tanto llegar algunos minutos tarde a su salón, como tropezar con las piedras sueltas y acabar tendido a mitad del patio.
Sehun lo siguió con la mirada todo el rato que pudo, intentando desentrañar que clase de chico era ese. A simple vista, parecía el típico nerd, introvertido y poco sociable. Padecía un incontrolable problema del habla, lo que quizás explicara su falta de conversación y aunque iba por la vida encogido de hombros, no tenía ningún motivo para ocultarse, es decir, ¡era hermoso!
Todo en su rostro rezumaba ternura y una belleza poco habitual, desde sus brillantes ojos marrones que parecían agrandarse detrás de sus gafas, hasta su naricita respingona bañada de una finísima capa de pecas. Y qué decir de sus labios, rojos como un buen dulce de sandía, que al sonreír iluminaban lo mismo que una bombilla led.
—Señor Oh, ¿es que no piensa ir a su salón? —bramó a sus espaldas una de las profesoras—. Hace rato que sonó el timbre y usted, como siempre, campechaneando en el patio.
—Ya voy, ya voy.
—Mejor que cuide esos modales, no querrá que le levante un reporte.
Sehun se alejó del lugar. El mal humor de la maestra acababa de echar por tierra sus intenciones de ir a clase o igual podía alegar que la presencia de Luhan le había privado de echar una siesta antes del segundo período.
Se le ocurrió que la próxima vez que lo viera, le diría que por su culpa se perdió una importantísima sesión de ecuaciones diferenciales y que si al rato acababa la preparatoria sin saber matemáticas, tendría que compensárselo con otro de sus deliciosos almuerzos.
«Idiota, no habrá próxima vez», se dijo, al tiempo que pasaba junto al edificio, con rumbo a la cancha de futbol.
—¿Qué evento marcó el final de la Primera Guerra Mundial? —preguntó el Sr. Choi, a un grupo que desde hacía rato había dejado de prestarle atención.
No podían culparlos, era la última hora de un caluroso viernes y luego del examen sorpresa de la clase pasada, los estudiantes pedían a gritos un momento de descanso.
Para su desgracia, el maestro de Historia tenía esa extraña pasión por los temas que impartía y la tendencia a elegir una víctima al azar cuando notaba que sus alumnitos empezaban a quedarse dormidos. Lo bueno era que en la clase se hallaba Kyungsoo, un alma tan radiante que siempre parecía tener energías y tan bondadoso, que no le importaba de nada echarse sobre la espalda el bienestar de sus compañeros y responder él las preguntas, antes de que Minho pudiera señalar a ninguno.
—El tratado de Versalles.
—Correcto. ¿Y la fecha?
Luhan garabateó en su cuaderno: 28 de junio de 1919, justo por debajo del documento que los países en guerra habían firmado para sellar la paz. No era la primera vez (y seguramente no sería la última) que contestaba a las preguntas de los profesores apuntando las respuestas en el papel y es que, aunque ser un ávido lector le concedía la ventaja de conocer y recordar un montón de datos, prefería evitarse la humillación de levantar la mano y tartamudear frente a sus compañeros.
En ese sentido, no podía negar que envidiaba muchísimo a Kyungsoo.
Nada que ver con que fuera el novio del chico que le gustaba, sino por la confianza que poseía su voz, su porte y hasta su andar. Seguro que el de labios acorazonados no tenía idea de lo que era volverse el centro de las burlas o hallarse en medio de una habitación repleta y encogerse lo más posible, deseando desaparecer. Si es que hasta parecía imposible que Kyungsoo cuidara cada paso que daba por miedo a enredarse con sus pies y terminar yéndose de bruces al suelo.
Ojalá pudiera parecerse a él. O a Yixing. O a Sehun.
A decir verdad, Luhan sería sumamente feliz si pudiera ser un chico normal. Alguien con quien la gente quisiera estar, una persona que se sintiera cómoda siendo ella misma. No pedía un millón de amigos, ni que el mundo entero lo adorara. Le bastaba con mirarse al espejo y encontrar en el reflejo a alguien que no estuviera siempre a un paso de cometer luhancidio. ¿Por qué la vida no le había dado seguridad, así como amor por los libros?
—Eso es todo por hoy —anunció el profesor, medio minuto antes de que sonara la campana—. No olviden entregar sus tareas y espero ver en mi escritorio el ensayo sobre la Primera Guerra, el lunes a primera hora.
La clase entera lo despidió, pero sin importar que todos ansiaran ir a casa, los tres asignados para la limpieza debían esperar a que el salón se vaciara y poner manos a la obra. Luhan se contaba entre ellos, así que no tenía prisas por guardar sus cosas y salir de ahí, ni siquiera sabiendo que el equipo de americano entrenaba esa tarde. Después de todo, el presidente de la clase también se quedaba a asear.
Kyungsoo sugirió que repartieran las tareas para agilizar sus deberes. Mientras uno barría, otro ordenaba los estantes y el tercero limpiaba las mesas. No les tomó mucho acabar, aunque todavía debían devolver las cosas a la conserjería, sacar la basura y regresar unos materiales a la biblioteca.
El ciervo se ofreció para esto último, tomando los libros junto con sus cosas para marcharse tan pronto los hubiera devuelto e ir directo a su turno en el trabajo. A su padre no le agradaría nada si supiera lo que hacía, solía decir que los adolescentes no debían trabajar y que su única responsabilidad era cumplir en la escuela, así como la de los padres era costear una buena educación. Claro que Luhan no había buscado un empleo porque le faltara dinero.
Realmente, su única motivación para responder al anuncio donde solicitaban ayudantes, había sido la necesidad casi desesperada de escapar al silencio y la soledad que habitaban con él cuando Lu Tian no estaba.
Quien lo viera, abstraído en sus libros y sin aparentes ganas de socializar, no pensaría que ansiara tanto la compañía, pero una cosa es estar solo y otra muy distinta sentirse solo, algo que el ciervo había comprendido al darse cuenta de que no le importaba si las personas que iban a la biblioteca jamás le hablaban o miraban en su dirección, le bastaba con percibir sus presencias, el ruido que hacían al leer bajito para ellos o el calor que generaban al apretujarse en las mesas, buscando un espacio donde sentarse a estudiar.
«Así debió sentirse el tipo de Soy leyenda», pensó alguna vez, comparando su soledad y el anhelo de compañía con la del protagonista de un libro que, sin mentir, lo hizo llorar la primera vez que lo leyó.
Iba ya de camino a la salida del colegio, cuando el equipo de americano se atravesó en su camino, lucían cansados y también mojados, pero aunque la mayoría escurría tras una buena ducha, había unos pocos que todavía apestaban a todo lo que habían sudado durante el entrenamiento. A diferencia de otras veces, el quarterback se hallaba entre ellos.
Lucía la sonrisa más encantadora que hubiera visto jamás y su piel bronceada casi parecía brillar bajo la luz del sol, se había cortado el pelo durante las vacaciones y lo peinaba hacia atrás, dejando que el viento hiciera de las suyas en días como ese. Llevaba puesto el uniforme del diario, incluso la corbata, que le colgaba algo chueca sobre el pecho, aunque no debía importarle.
No pasó mucho antes de que Kyungsoo apareciera, sacudiéndose las manos luego de haberse lavado al tirar la basura. Jongin se olvidó del mundo en cuanto su novio entró en su radar, despidiéndose del equipo para darle alcance y saludarlo con un beso. El bajito se sonrojó y al apartarse, acomodó como era debido el nudo de su corbata, un gesto que le mereció algunas mofas de parte de los chicos que todavía no se habían ido.
Desde su sitio, el ciervo los observó hasta que todos juntos decidieron marcharse y entonces, al acercarse a la reja y mirar a lo lejos el camino que conducía al campo de futbol, no pudo evitar preguntarse si cierto motero habría ido a dormir bajo las gradas. «Su cama debe ser muy incómoda si prefiere acostarse ahí», pensó.
Habían pasado algunos días desde que le llevó el almuerzo, pero aunque una tarde asistió a mirar la práctica y otro pasó por el jardín donde lo encontró durmiendo, Luhan no volvió a verlo. Tal vez no estaba yendo a la escuela o quizás (y lo más probable) era que su rutina no solía empatar con la del castaño. Después de todo, antes del episodio en el pasillo y sin contar que a ambos les gustaba visitar la cancha, sus caminos no habían chocado jamás.
Seguía pensando en él cuando se detuvo para cruzar la calle. La tienda de conveniencia se hallaba justo enfrente y aunque no era inusual que aprovechara para pasar y comprarse algo de comer, esa tarde Luhan demoró en retomar su camino al advertir la motocicleta y al chico apoyado contra esta.
Lucía más como el Sehun que irrumpió en la biblioteca, con la chaqueta, los vaquero gastados y las botas. Fumaba sin prisas, sujetando el cigarrillo entre los dedos y dando profundas caladas que retenía hasta que la nicotina acariciaba su garganta. Envuelto en humo y vestido como todo un badboy, se lo veía mayor, intimidante y también peligroso, justo como la clase de chico de la que todos los padres intentan advertir a sus hijos.
—¡Ta-tan!
La chica que acababa de salir de la tienda no podía ser de su edad, pues además de su aspecto, agitaba en el aire una bolsa repleta de cervezas. Vale, que siempre podía verla mayor por su maquillaje o ella tener una de esas identificaciones falsas para hacerse con bebidas alcohólicas; en cualquier caso, el botín del que tanto alardeaba arrancó una sonrisa ladina al motero.
Metiendo la compra al compartimento bajo el asiento, el pelinegro dio una última calada a su cigarro y arrojó la colilla al suelo, pasando a apagarla con la suela de su bota. Luego montó en la carroza fúnebre que conducía y su amiga lo siguió, inconsciente (o no) del peligro que corría al ir trepada ahí. Luhan los vio, temiendo que en cualquier momento una pobre chica pudiera salir volando y no fue capaz de evitar el sobresalto al oír el rugido del motor, como el de una bestia salvaje que se prepara para atacar.
Ya cuando se alejaban, dejando a su paso nada más que una estela ruidosa, el castaño se animó a cruzar, deteniéndose donde antes habían estado para agacharse y recoger los restos triturados del cigarrillo.
—Tarado —gruñó por lo bajo—, si no piensa en sus pulmones, bien, pero ¿qué culpa tiene el medio ambiente?
Aparcó frente a la casa, las luces estaban apagadas, aunque tal vez se tratara de una trampa para hacerlo pensar que se habían ido a dormir. Bien, lo más probable era que su hermana y su padre se hallaran ya en el quinto sueño, pero si conocía a su madre y en diecisiete años, Sehun podía decir que lo hacía, no le sorprendería encontrársela al cruzar la sala, con su bata de dormir y una taza de té reposando en la mesita.
No todos los hijos podían jactarse de tener padres que los entendieran, de esos que antes de retarlos les daban la oportunidad de explicarse y optaban por buscar el punto medio de la situación, en vez de imponer su voluntad y despertar el rencor en los menores. Los mellizos Oh eran un par de esos pocos afortunados.
Los criaron para que confiaran en sus papás, sin miedo a los juicios y siempre mostrándose honestos. Irene sacaba provecho de esa libertad para involucrarlos en su vida lo más que podía, contándoles de sus citas y amigas, de las clases que más le costaban y los exámenes en los que sus notas apenas alcanzaban para aprobar. Sobre todo, apeló a su buena relación para sincerarse y confesar que no quería ir a la universidad, pues su sueño era audicionar a una empresa y debutar como cantante.
Sehun era más reservado, pero no por eso les ocultaba las cosas. Acudió a ellos para aprender a conducir y juntos establecieron los planes cuando se le ocurrió que quería una moto. El día en que su franqueza llegó al punto más alto, fue la noche en que se declaró abiertamente bisexual; su madre sonrió como diciendo «Ya sabíamos» y su padre lo avergonzó al ponerse a hablar de métodos anticonceptivos, prácticas sexuales seguras y visitas médicas regulares.
Con ese antecedente, el tema de las fiestas no debería ser un problema y, en teoría, no lo era.
Tenía toque de queda hasta las diez para los días de escuela y a la una, los fines de semana. Y aunque todavía le faltaba un rato para la mayoría de edad, podía beber una cerveza si le apetecía, pero nunca conducir borracho o además de pagar él la multa, se quedaría en la estación hasta que sus padres quisieran ir a recogerlo. La regla más importante, sin embargo, rezaba que no se mandaba solo y que siempre que tuviera planes debía avisar por adelantado, aunque fuera un par de horas.
—Ya sé —murmuró, deteniéndose bajo el marco de la puerta al encenderse la luz de la lámpara de pie—, olvidé escribir más temprano y mi teléfono murió a mitad de la fiesta. No iba a volver tan tarde, pero pasé a dejar a Chennie a su casa. Como sea, lamento haberte preocupado.
Su madre lo fulminó con la mirada, había cabeceado un poco mientras esperaba, pero toda mujer sabe que las energías se reponen enseguida cuando se trata de reñir a alguien, sobre todo si es tu hijo.
—No pongas a mi niño de excusa —gruñó, entonces—. Y quita esos ojos de cachorrito o consideraré castigarte.
El pelinegro esbozó una sonrisa, sabiendo que acababa de librarse de una buena. Cruzó el tramo que los separaba y saludó con un beso a su mamá, quien no perdió oportunidad para olisquearlo y comprobar si había bebido.
—Me invitaron una cerveza al llegar —explicó Sehun—, pero sólo esa. Apesto un poco porque el borracho de Jongdae me venía abrazando.
—¿Y Minseok?
—Se pidió un taxi a casa, los seguí en la moto. Si dejaba al ruidoso con él, hyung no iba a pegar ojo en toda la noche.
La señora rio, pudiendo dar fe de lo escandaloso que era el amigo de su niño. No tardó en enviar a Sehun a la cama, pero el adolescente se moría de hambre y aunque disfrutaba mucho de la compañía de su mamá, era demasiado tarde para pedirle que se quedara con él. Yoo-he mencionó que quedaba arroz en la arrocera y que las guarniciones estaban en la nevera, luego lo besó en la mejilla y, por fin, subió a dormir.
El chico se calentó la cena, no negaría que lo único malo de las fiestas era que casi nunca daban de comer, al menos nada más que botanitas y, si el evento lo organizaban los universitarios, todo el alcohol que los asistentes pudieran ingerir.
Hani solía invitarlo cuando el equipo de americano ganaba algún juego, sabía que le gustaba el deporte y divertirse como los grandes. La había conocido por accidente, una de esas veces en que llevaba a su hermana al salón de belleza, la otra era amiga del dueño y tenía una debilidad por los chicos con chaqueta de cuero, un accesorio que a Sehun le quedaba como a pocos.
No dirían que salieron, más bien se besuquearon un poco y se embriagaron con vodka en la primera fiesta a la que ella le llevó. Jongdae se alegró de que no llegara más lejos, pues no quería que se burlaran de su amigo por andar con una abuela, como si su novio no fuera un año y tres meses más grande que él, aunque igual, él mejor que nadie sabía que aunque el pelinegro luciera como todo un fuckboy, la realidad era una bien distinta.
Sehun terminó de cenar y como todavía le quedaba un huequito, robó el último pastelito que quedaba en el congelador. Seguro que Irene le haría un dramón al día siguiente, pero eso le pasaba por cuidar la línea y dejar los postres al alcance de las golosas manos de su mellizo. Iba a apagar las luces e ir a su habitación cuando un libro sobre la barra de la cocina llamó su atención.
"Los miserables", leyó en la portada.
—Esto era lo que leía ese ratoncito de biblioteca —murmuró, sonriendo de medio lado. Hojeó un poco la contraportada, nada más para saber de qué se estaba perdiendo al no animarse a leerlo, pues ni loco iría a meterse en una lectura tan pesada como esa. No estaba mal y aunque al final jamás pasaría de la primera línea, decidió que quería conservarlo y tener un recuerdo de la primera vez que habló con el castaño.
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