Capítulo 26: ¿Desde cuándo conoces al doctor?
Vladimir
Cuando veo en las películas que los huérfanos recuerdan detalles peculiares de sus padres, los envidio un poco. A pesar de que yo no perdí a los míos tan joven, recuerdo pocas cosas de ellos. Creo que los daba por sentado y no me interesaba por compartir mucho con ellos. Ahora no hay un solo día en el que no me arrepienta de eso.
Según Pablo, esa es la razón por la que dejo entrar muy pocas personas en mi vida. De hecho, dice que por eso es mi único amigo, y esa es la razón por la que me preocupo tanto y me esfuerzo por que esté bien. Tal vez esté en lo cierto; ese hombre es muy perspicaz.
Sin embargo, sí hay una cosa que recuerdo muy bien de mi mamá: sus dichos. Para cada situación de la vida, ella tenía un refrán que lo describía a la perfección. Unos eran muy populares —cada vez que los escucho me acuerdo de ella— y creo que se inventaba otros cuantos.
Recuerdo que me dijo muchas veces "Debes aprender a jugar con las cartas que te tocaron". Por obvias razones es el dicho que más se me quedó grabado y el que más aplico en mi vida cotidiana; pero justo el día de hoy, este dicho está demostrando toda su veracidad.
"Recuerda, Vladimir, que por algo la Tierra gira. Todo vuelve a su lugar, la vida da muchas vueltas y no puedes escupir para arriba. Siempre el universo se encarga de poner las cosas en su lugar" me decía con cariño en los escasos momentos que pasábamos juntos, cuando se tomaba un descanso de su trabajo.
«Ay, mamá, hoy me serviría uno de tus refranes»
Muchas veces he visto en películas o leído en libros, que hay un día en concreto en el que te levantas, y por un sentimiento divino —llámese sexto sentido o mera casualidad— sabes que ese día será diferente. Es como un punto de quiebre donde tu vida entera cambia.
Puede ser cuando conoces a alguien, cuando nacen tus hijos, incluso el día en el que se desencadenan los hechos que te llevan a tu muerte. Pues a mí me parecía un día como cualquier otro. No tuve ninguna corazonada, nada de intuición o presagio; nada de nada, pero estoy seguro de que el día de hoy tiene que ser un punto de quiebre para mí.
Salgo a trotar muy temprano, como lo hago desde la adolescencia. Lo hago por unos cuantos kilómetros, que voy revisando constantemente desde mi iWatch, hasta que llega el momento de hacer una pausa para rehidratarme, y escucho un fuerte golpe, acompañado de los gritos de las pocas personas que se encuentran a nuestro alrededor.
Cuando volteo a mirar, veo a una señora algo entrada en años tirada en el suelo. Junto a ella, a unos cuantos metros, hay una moto de bajo cilindraje cuyo motociclista se levanta rápido del suelo para huir de la escena sin auxiliar a la señora. Mi primera reacción es salir a correr detrás de él, como si pudiera correr más rápido que la moto. A veces me sorprendo a mí mismo por ese tipo de decisiones que toma mi subconsciente, que debe haberse expuesto demasiado a series como Guardianes de la Bahía o La Ley y el Orden. Como es lógico, no lo alcanzo. Saco mi celular y le tomé una foto a la placa, pero no puedo revisar si quedó nítido el número; pero más tarde me ocuparé de eso.
Cuando mi cerebro consciente empieza a trabajar, corro a auxiliar a la señora, tal como lo hicieron dos personas que pasaban por la zona. La calle no es muy transitada, así que lo único por lo que nos preocupamos es por que la mujer no sea atropellada por un carro.
—¡No la muevan! —grito mientras llamo una ambulancia—. Pueden lastimarla más.
La mujer que acaba de darle la mano a la señora para ayudarla a levantar, la suelta de inmediato. La accidentada hace un gesto de dolor.
—Ey ¡Tenga cuidado! —le grito a la mujer, quien se pone nerviosa y prefiere salir corriendo. Me dirijo a la que está lastimada:—¿Cómo es su nombre?
—Victoria.
—Ya estoy llamando a la ambulancia, doña Victoria. Quédese quieta hasta que ellos lleguen.
El resto de chismosos que se habían quedado, y unos cuantos que se asomaron por las ventanas de los edificios que nos rodean, siguen con sus asuntos.
Yo me quedo con la mujer hasta que la ambulancia llega, la veo muy nerviosa. No sé si se habrá golpeado en la cabeza o si solo es de ese tipo de personas dramáticas que todo lo exageran; pero me pide, me ruega que no la deje sola, que teme perder el conocimiento, y me da el número de su yerno para que le avise a qué clínica la llevará la ambulancia, que se empieza a escuchar justo cuando termino de guardar el número del hombre. Según la mujer, si llama a su hija, la pobre entraría en pánico, así que lo mejor es que su yerno la calmara primero.
Los paramédicos muestran experticia y diligencia subiendo a doña Victoria a la ambulancia, mientras ella me ruega que la acompañe hasta la clínica. Al principio lo dudo un poco, pero me convence con su mirada suplicante, y le prometo que iré después de cambiarme de ropa.
Después de las indicaciones de los paramédicos sobre la clínica a la que llevarán a la señora y ver partir a la ambulancia, me dirijo lo más rápido que puedo a mi apartamento. Doy de comer a Ebisu, me cambio de ropa y me voy para la clínica. Al llegar ahí, recuerdo que no he llamado al yerno de doña Victoria para avisarle, así que es lo primero que hago.
Hacerle compañía a la mujer mientras llega su familia es entretenido. Victoria —me pidió que la llamara así porque el "doña" la hacía sentir vieja— tiene una única hija que, casualmente, es bailarina de salsa. Saberlo me produce cierta gracia; ¿será que vivir en la capital de la salsa no te permite tener otra profesión?
Su yerno llega unos cuarenta minutos después de que le avisé. Me parece reconocerlo pero no puedo recordar de dónde, sin embargo, por su expresión deduzco que él sí me reconoce, aunque no dice nada al respecto.
Ver la relación de ese muchacho con su suegra me enternece. Ahora que lo pienso, nunca he tenido una suegra a la cual conquistar ni un suegro al cual pedirle permiso. Debe ser chévere vivir experiencias cotidianas de esa manera. ¿Cómo serán los papás de Loreta? Espero que sean tan divertidos y locos como ella.
Y que me quieran, aunque si no lo hacen, tampoco es que me importe mucho.
La puerta de la habitación se abre interrumpiendo mis pensamientos. Siento algo entre confusión y sorpresa cuando veo entrar a Luisa con su cara acongojada y soltando unas cuantas lágrimas por su mamá.
Afuera puedo escuchar la voz de Loreta. Algo en mí se siente diferente. Debe ser lo que siente un adolescente cuando la joven que le gusta aparece por sorpresa.
Bien, parece que por fin sabré por qué ha estado ignorando mis mensajes.
—Mamá, ¿qué fue lo que te pasó? ¿Estás bien? ¿Tú qué haces aquí? —Luisa formula esta última pregunta dirigiendo su mirada hacia mí.
—Pasaba por el lugar donde tu mamá sufrió el accidente y llamé a la ambulancia.
Ella regresa su rostro a su prioridad, sin prestar mucha atención a mi presencia o lo que le estoy diciendo. Con suavidad pero con premura, sube la mitad de su cuerpo a la cama y se acomoda junto a su mamá, quien también empieza a ponerse emocional. Luego del abrazo, la joven llama a su mejor amiga, que cuando me ve, parece que ha visto un fantasma.
—¿Tú qué haces aquí? —Otra...
—Estaba en el lugar del accidente... —Suspiro por tener que explicarme otra vez, pero soy interrumpido por el doctor de Victoria, quien ingresa a la habitación y comienza a revisar el monitor al que está conectada la mujer.
—No pueden estar todos aquí al mismo tiempo. Creo que lo más prudente es que la señora esté con su hija. —Primero mira a Loreta y luego a mí. Su expresión se torna rígida y siento que de alguna manera estoy siendo juzgado.
«¿Por qué, si este ni siquiera me conoce?»
Todos salimos de la habitación y el doctor comienza a caminar a través de un pasillo largo y vacío. Supongo que irá a hacer sus rondas.
—¡Te llamo esta noche! —le grita Loreta, a lo que el doctor se voltea y con señas le indica que baje la voz y que espera su llamada.
Me pregunto si se conocían de antes o lo acaban de hacer. Verlos así me produce una molestia muy grande, como cuando vas conduciendo y ves que el carril de al lado se mueve más rápido que el tuyo. Podría decir que son celos, pero me parece una estupidez ponerse celoso por eso. Aún así, me sigue molestando.
—En los hospitales debes guardar silencio —le digo suavemente.
—In lis hispitilis dibis güirdir silinci —contesta volteando sus ojos; burlándose de mí.
—Qué respuesta tan madura de tu parte.
—¿Y yo para qué quiero madurar? Madurar está sobrevalorado.
Diciendo esto, camina hacia una pequeña sala de espera vacía que hay en medio de dos pasillos. Se sienta y se pone a escribir algo en su celular.
—Ah, entonces tu celular SÍ funciona —afirmo, sentándome a su lado.
—¿Por qué creíste que no lo haría?
—Porque no contestas mis mensajes.
—Eso es porque no te quiero contestar, no creas que el universo ha conspirado para evitar que me comunique contigo.
—¿Estás molesta conmigo?
—Estuve molesta, ahora me das lo mismo.
Cansado de su manera de contestar tan antipática, voy hacia una máquina expendedora y saco unas galletas integrales.
—¿Quieres algo de comer, Loreta? —le pregunto levantando un poco la voz.
—No gracias, no tengo hambre. Además no me gustan las cosas empaquetadas de las máquinas expendedoras.
Regreso a la sala de espera pero no me siento a su lado. Si no quiere hablar conmigo, será mejor que le dé su espacio. Sé muy bien que está enojada porque la rechacé por segunda vez. Lo comprendo. Me gustaría poder explicarle bien qué es lo que me pasa y por qué la rechazo, pero ¿cómo puedes explicar algo que ni tú mismo entiendes?
Pasan unos pocos minutos, cada quién inmerso en su celular, sin hablarnos entre nosotros. Solo puedo mirarla de vez en cuando y pensar que incluso con un pantalón deportivo, una blusa holgada y su cabello recogido en un moño desorganizado, es la mujer más hermosa que he visto. Me veo tentado a tratar de iniciar una conversación sobre cualquier tontería, pero temo que me responda mal de nuevo.
De repente, el doctor con el apellido extraño llega y se sienta junto a Loreta. Le pasa una avena y unas galletas y ella le sonríe como idiota.
—¡Gracias, me estaba muriendo del hambre!
—Lo imaginé. Espero que te gusten las galletas integrales.
—¡Me encantan! —responde Loreta con exagerada emoción y algo se revuelve dentro de mí. ¿No que no le gustaban las cosas empaquetadas?
—Bueno saberlo —dice el médico idiota con su sonrisita petulante y una mirada que desviste a Loreta. A mi Loreta—. La hora de visita debe estar por terminar. Dile a tu amiga que si quiere quedarse esta noche con su madre, puede hacerlo, pero ustedes deben irse ya.
—Entiendo. Supongo que tú y yo nos veremos esta noche entonces.
—Claro que sí, a las once. Te estaré esperando afuera del hotel. Adiós Loreta. —El hombre se inclina y posa sus labios sobre su mejilla.
Juro que puedo notar que la piel de su cuello se eriza y sus mejillas se tiñen de un sutil rosa. Me debato entre darle un puño al doctor o no, pero no tendría una buena justificación para eso.
El hombre se va y Loreta se levanta de la silla sin siquiera mirarme. Camina hacia la habitación de Victoria y la sigo. Espero afuera mientras se despide de su amiga y su mamá. Cuando ella sale, decido entrar a despedirme también y al salir del cuarto, me sorprende ver que Loreta no se ha ido.
—¿A dónde vas? Te llevo —propongo sin preguntarle qué hace todavía ahí.
—No, gracias, me voy en Mío —responde secamente.
—¿Por qué? Puedo llevarte.
—Sé que puedes llevarme pero no quiero. —Empieza a caminar por el pasillo.— Adiós.
Me quedó observándola entre molesto y asombrado. Está bien que lo más probable es que a ninguna mujer le gustaría pasar por lo que le hice, pero creo que exagera.
Rápidamente empiezo a caminar para darle alcance y tal vez hablarlo con ella, si no es que termino golpeado o algo así.
—Sé que estás molesta y lo entiendo, ¿pero no crees que estás exagerando? —Le digo cuando llego justo detrás de ella.
—Ya te dije que no estoy molesta.
—¿Desde cuándo conoces al doctor? —Okay, creo que no debí haber hecho esa pregunta.
—Ah, pero parece que el molesto es otro. Lo acabo de conocer, si tanto te importa.
—No es que me importe —miento— ¿Pero crees que está bien que andes saliendo tan tarde con alguien que acabas de conocer?
—¿Estabas escuchando nuestra conversación? —pregunta molesta.
—Estábamos en una sala de espera vacía en un silencioso hospital. No escucharlos sería imposible.
—Sí, claro. —Deja de caminar de repente y se para frente a mí—. Escucha, Vladimir. Con quién salga yo no es tu problema. No eres ni siquiera mi amigo.
Eso me dolió.
—Sabes que lo soy. Y solo quiero que estés bien, no voy a poder rescatarte todo el tiempo.
Ríe con fuerza mientras retoma su caminata hasta el ascensor. Presiona el botón con fuerza y voltea a mirarme de nuevo.
—Yo no necesito que nadie me rescate, mucho menos tú. Gracias por tu preocupación, pero tal vez deberías buscar alguien más por quien preocuparte.
—Tal vez lo haga —sentencia mi ego, y no puedo ver su reacción.
El ascensor abre las puertas y ella entra. Está casi lleno así que decido esperar el siguiente. Antes de que el aparato retome su marcha, Loreta se despide de mí con una tenue sonrisa cargada de algo que quiero pensar que es tristeza.
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