Capítulo 25: Me encanta la salsa
Loreta
Luisa ha estado muy rara durante la última semana. Aunque le he preguntado varias veces, no ha querido decirme qué es lo que le pasa. "Nada" puede ser la respuesta menos clara y sincera que alguien pueda decir.
A veces me da la impresión de que soy su hermanita menor y que me está sobre protegiendo. Es muy raro, ya no me deja ni siquiera ir sola a la tienda. Siempre se ofrecen ella o Sebas a acompañarme, cuando antes tenía que rogarles para que fueran conmigo.
Termino de organizar mi ropa en mi armario y dejo listo mi atuendo para el próximo show sobre el tocador que tengo frente a mi cama. Recuerdo las primeras veces que tuve que usar un vestuario similar; quería morirme de la vergüenza. Reconozco que solía ser muy tímida al inicio, cuando solo con quince años empecé a presentarme en shows profesionales. Sin embargo, ver que el público me miraba con más admiración que morbo, me hizo relajarme un poco. Ahora veo los shorts y el brasiere como algo totalmente cotidiano en mi vestimenta. Además los adornos del vestido ayudan a ocultar algo y no permiten que se vea vulgar.
Pensar en la poca tela que se utiliza para bailar salsa en el casino me da una idea, sin embargo, siento que lo que se me ha ocurrido sería pasarse de la raya y hasta podría meterme en problemas. Trato de no pensar en eso, y la mejor forma de no pensar en nada es hablar con Lu. A veces podemos tocar temas tan triviales que me sorprende que sean parte de una conversación de dos mujeres adultas.
La encuentro en la cocina, preparando algo rápido.
—¿Sabes? He estado pensando cuál puede ser la mejor manera para vengarme de Marcela, pero necesitaré tu ayuda —digo para iniciar una conversación.
La mujer brinca como una loca y deja caer un sartén que tenía en la mano.
—¿Qué te pasa? ¿A quién le debes plata o qué? —le pregunto aterrada porque no entiendo su sorpresa; ni que viviera sola en el apartamento y de repente oyera el comentario.
—Ay, perdón. ¿Qué decías?
—Que qué te pasa, estás muy rara.
—Perdón amiga, es que llegaste de repente y me asusté. Estaba concentrada pensando en los huevos del gallo.
Ahí está esa expresión que hace tiempo no usaba y que detesto.
—No lo dudo...
—Perdón, Lore, ¿qué decías?
—Que si me vas a ayudar a vengarme de Marcela López.
—Claro que sí, amiga. —Deja escapar una sonrisa y por un segundo vuelve a ser la Lu de siempre.
—He estado pensando que lo más justo es... ¡pero ponme cuidado!
Empezar a contar algo importante pero que no me presten atención es algo que me saca de quicio. Prefiero dejarla sola con sus pensamientos e ir a ver un rato televisión. Miro a mi amiga con disgusto y salgo de la cocina.
—¡Oye, perdón, Lore! —grita desde donde está pero solo la ignoro. Ella no insiste más, sabe que cuando estoy molesta es mejor dejarlo así y hablar de otra cosa.
Después de cinco minutos, Lu se sienta a mi lado con una taza de café con leche para ella y otra para mí.
—¿Qué ves? —pregunta enfocando su visión en el aparato que manipulo con el control remoto.
—Nada, ya sabes que nunca veo televisión.
—Es verdad, eres la única persona que conozco que se sienta frente a la tele con la única intensión de cambiar los canales como loca.
Ambas dejamos escapar una risa. Bebemos nuestros cafés con tranquilidad, sin soltar palabra, salvo para hacer algún comentario sobre la programación que se muestra en diferentes canales, hasta que somos interrumpidas por el timbre del teléfono.
Luisa corre a contestar, como lo ha hecho todos los días de esta semana. Si no estuviera con Sebas pensaría que está esperando la llamada de algún tinieblo del que no me quiere hablar.
Me quedo observándola de reojo para analizarla, pero todos mis intentos de bromear con el tema del tinieblo cesan cuando veo la expresión de su rostro. Se ve muy preocupada, y muy pocas cosas perturban a Lu de esa manera. Por lo que escucho, entiendo que alguien ha tenido un accidente y me empiezo a preocupar tanto como ella. Al colgar se levanta de la silla de inmediato, sin decirme nada.
—¡Oye! ¿Qué pasa Lu? —inquiero preocupada.
—Mi mamá ha tenido un accidente. Está en la clínica, me llamó Sebas... —Sus ojos se empiezan a nublar y corro a abrazarla.
No sé mucho cómo reaccionar ante estas situaciones, pero trato de que mi abrazo le transmita todo el cariño que siento por ella y por Victoria. Sé lo mucho que ama mi amiga a su mamá y su corazón debe estar destrozado.
—¿Quieres que te acompañe?
Asiente, y la llevo a su habitación para que se calme. Entro a la mía y hago lo mismo, buscando ropa cómoda pues sé cómo son esas estadías en la clínica. Tomo mi celular y veo cinco mensajes de Vladimir. No pienso contestarle, menos ahora que no tengo cabeza para su indecisión.
Toco la puerta del cuarto de mi amiga pero no responde. Abro y la veo en su ropa interior, sentada en la orilla de su cama, con la mirada perdida hacia su armario.
—¿Lu, por qué no te has vestido? —le pregunto casi susurrando, pues no quiero sorprenderla o asustarla.
—No sé qué ponerme... Siempre me gusta arreglarme para mi mamá... pero... pero si no me puede ver... —Suelta todo lo que tiene por dentro y empieza a sollozar con fuerza.
—Amiga... Todo va a estar bien. —Su tristeza es bastante contagiosa, pero trato de conservar mi entereza para no derrumbarme igual que ella. Victoria, su mamá, me cae muy bien; espero que no le haya pasado nada grave. Le ayudo a vestirse y pedimos un Uber.
Entramos a la clínica y nos dirigimos a recepción para preguntar por el médico que la está atendiendo. Las enfermeras nos indican el camino y cuando llegamos a cuidados intensivos me sorprendo al ver un hombre alto, de cuerpo atlético y cabello negro que me recuerda mucho a Vladimir.
Me reprendo mentalmente por estar pensando en él en una situación así, pero llevo ya no sé cuántos días sin saber nada de él porque ni siquiera me he atrevido a leer los mensajes, pero admito que me hace muchísima falta.
Luisa y yo caminamos por el pasillo de entrada a la estación de enfermería. Debemos preguntar por el doctor Capriani, quien atendió a Doña Victoria y nos dará toda la información.
—Buenos días, ¿dónde podemos hablar con el doctor Capriani? —pregunta Luisa a una enfermera que se encuentra detrás de una gran estación similar a una recepción pero llena de enfermeras y doctores que corren de un lado a otro.
—Yo soy el doctor Capriani, ¿en qué puedo ayudarlas?
¿En qué momento llegué al set de Grey's Anatomy? Frente a mí tengo al más sensual doctor que he visto en la vida. ¿Dónde estabas y por qué hasta ahora solo me habían atendido viejitos gordos y chiquitos? ¡Qué suerte tiene doña Victoria! Bueno, tal vez no tenga la mejor de las suertes justo ahora, pero con un doctor así yo me consideraría la accidentada más afortunada del mundo. Obviamente no puedo comentarlo con Luisa porque me pegaría un puño si en este momento le dijera algo de la evidente belleza del doctor Papasito.
—Mucho gusto, soy Loreta Lara, ella es Luisa, su mamá tuvo un accidente y nos dijeron que usted la atendió —le digo con amabilidad, estrechándole la mano y mirándolo directo a los ojos.
El doctor me sonríe con sutileza y luego ve a mi amiga.
—La señora Rodríguez fue transferida a la habitación 504. Síganme y les iré contando sobre su estado de salud.
El doctor nos conduce por un gran pasillo hasta un ascensor que nos lleva tres pisos más arriba. Durante el trayecto nos cuenta que doña Victoria fue atropellada por una moto. Se quebró tres costillas y tuvo una pequeña hemorragia interna que tuvieron que corregir con cirugía, pero ya está fuera de peligro. Tendrá una recuperación algo complicada por su edad, pero por suerte la moto no iba tan rápido y no hizo tanto daño.
—¿Puedo hablar un momento con mi mamá a solas? —pregunta mi amiga girándose hacia nosotros para que no entremos con ella al cuarto.
—Claro, amiga. Estaré pendiente para poder entrar a saludarla —respondí.
Luisa abre la puerta de la habitación 504 e ingresa. El doctor Capriani y yo nos quedamos afuera.
—Francisco Capriani —dice el hombre extendiéndome su mano—, encantado de conocerte, Loreta.
Su mano es fuerte y su piel es suave. Se nota que se preocupa mucho por su aspecto, ya que al mirar sus uñas puedo verlas perfectamente arregladas.
—¿Casado, soltero, separado...? —pregunto con seguridad.
—Soltero ¿y tú?
—Soltera.
Ahí está nuevamente esa sonrisa que vi hace un rato. Podría acostumbrarme a ver esa sonrisa todos los días.
—¿A qué te dedicas?
—Soy bailarina de salsa.
—Me encanta la salsa.
—A mí me encantan las medicinas... este... es decir, admiro a los médicos...
—Sí, sí, te entendí —dice soltando una discreta carcajada—. Escucha, hoy acabo turno temprano, ¿te gustaría ir a tomar algo conmigo?
—Hoy tengo show en la noche... pero podemos salir después de eso, ¿te parece si me recoges en el hotel Inter a las once?
El doctor asiente y, actuando por impulso, pongo mi mano sobre el bolsillo de su bata. La expresión de sorpresa en su rostro me da ganas de sonreír. Muevo mi mano hacia el bolsillo de su pantalón, no sin antes sentir un poco de vergüenza —pero ignorándola— y siento lo que estoy buscando. Meto la mano a su bolsillo y saco su celular.
—¿Código de desbloqueo? —pregunto sin esperar respuesta, asombrándome a mí misma por mi desfachatez.
—2412 —contesta el doctor con una expresión entre sorprendido y divertido.
Desbloqueo el celular y voy a contactos. Luego grabo mi número y me hago una llamada perdida.
—Ahora somos contactos. —Le sonrío y él me devuelve el gesto.
Mi amiga me llama para que entre a saludar a su mamá y me quedo fría cuando veo quién está parado al lado de la cama de Victoria.
Al parecer lo que creí ver hace rato no fue parte de mi obsesiva imaginación.
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