Capítulo 19: Por algo la llaman "La sucursal del cielo"
Loreta
Me siento física y mentalmente agotada. Sin embargo, me recorre una sensación de paz. Saber que a pesar de la horrible noche que he tenido, me encuentro acompañada por un buen amigo es el Isodine que cura una herida sangrante.
Vladimir tiene buen gusto. Al menos para los muebles. Su sala parece sacada de una revista de arquitectura, o del programa Cribs, que pasaba MTV por allá a principios del 2000, cuando todavía tenía programas interesantes.
Mientras observo las fotos de paisajes que veo en la pared frente a mí, percibo un olor delicioso. Lo que prepara Vladimir definitivamente me está abriendo el apetito, y como ya me estoy aburriendo de estar sola en esta enorme sala blanca y organizada, decido ir a hacerle compañía en la cocina.
—¿Qué se te ofrece? —pregunta Vladimir apareciendo frente a mí de la nada, impidiendo que me asome por la ventana para ver qué es lo que hace.
—Acompañarte, eso es todo —respondo con una sonrisa.
—Gracias, pero no quiero que veas qué es lo que estoy preparando.
—Huele delicioso... —aseguro mientras inspiro el aroma.
—Lo sé, pero no quiero que te arruines la sorpresa.
Mi corazón pega un brinco y trato de calmarlo sin que se me note. Nunca había visto a Vladimir tan amable y tan a gusto consigo mismo. Quiero creer que mi presencia le gusta tanto como a mí la suya.
Me toma de los hombros y me conduce de regreso hasta el sofá. Se sienta primero y estira su mano para tomar la mía. Se la doy y me hala con suavidad y delicadeza para que me siente a su lado.
—¿Cómo te sientes? —pregunta con cariño.
—Feliz —respondo sin siquiera pensarlo.
—Eso me hace feliz también. —Sus ojos sonríen sin proponérselo—. Espérame un momento, voy a ver si estuvo ya la comida.
Se levanta del sofá y noto que, del enorme balcón por el que se cuela una agradable brisa, entra un gato negro al que no había ni siquiera sentido. El animal se acerca a mí y, por instinto, subo mis piernas. No soy mucho de animales, menos de gatos, y mucho menos si es negro. El gato se sube al sofá y después de unos segundos, se acerca a mí, empujando su cabeza contra mis piernas. El gesto me parece lo más tierno del mundo y se me quita el miedo que antes me había provocado. Empiezo a acariciarle la cabeza y el animal se mueve un poco para acomodarse mejor.
—Veo que le simpatizas a Ebisu —dice Vladimir llevando un plato cubierto hasta la mesa del comedor.
—Ah, sí, no sabía que tienes un gato negro.
—Es mi mejor amigo. Ven a comer.
Me indica el asiento donde me va a servir lo que ha preparado y, con calma y pesar, tengo que mover a Belcebú para poder ponerme de pie.
Cuando muevo su cabeza lanza sus patas hacia mis piernas, como evitando que me vaya y deje de acariciarlo.
—Lo siento, amiguito, pero tu papá ya me sirvió la comida —susurro para que solo el gatito pueda escucharme, mientras Vladimir termina de colocar platos, jugos y cubiertos en la mesa.
Cuando por fin puedo acomodar al animal sin que se enoje por haberlo incomodado, me acerco a la mesa donde Vladimir ya se ha sentado y me mira entusiasmado. Parece un niño pequeño, orgulloso de hacer algo por él mismo por primera vez.
—Te va a encantar lo que te preparé. ¡Voilá! —exclama levantando la tapa del plato más grande. Unos espaguetis bastante provocativos aparecen ante mis ojos y el hambre se multiplica.
—Si saben como se ven creo que será lo más delicioso del mundo —digo entusiasmada ante tanta atención.
—Saben mejor... son mi especialidad. Bueno, en realidad son lo único que sé preparar... —sonríe y me encanta. Podría quedarme toda la noche viéndolo y creo que eso bastaría para estar satisfecha.
Es guapo, atento, rico y cocina. Ni en las novelas se ven los hombres así. Lástima que sea tan difícil. Hasta ganas de darle agua de calzón me dan.
—¿Qué? —pregunta al darse cuenta de que lo miro pensativa.
—¿Por qué tienes un gato negro? ¿No dicen que es de mala suerte? —Lo mejor es cambiar el tema, si le confieso en lo que estoy pensando saldrá huyendo de su propio apartamento.
—Al contrario —asegura—. En muchas culturas antiguas, los gatos negros eran considerados portadores de buena fortuna. De hecho en Gran Bretaña aún están asociados con la buena suerte. Ahí y en Irlanda, celebran el día del gato negro el 27 de octubre.
—Deberías decírselo a mi mamá; sufre ataques de pánico cuando ve un gato negro. —No puedo evitar soltar una pequeña risa y un suspiro—. ¿Cómo es que se llama tu gato? ¿Belcebú?
—Ebisu. Es la deidad japonesa de la buena suerte.
—Pues sí que te aseguras de que nada te falle, ¿no?
Suelta una risa y se estira para tomar mi plato. Con unas tenazas toma una buena porción de espaguetis y los sirve. Después hace lo mismo con su plato. Acerca una salsa blanca que huele delicioso a ambos platos y baña los espaguetis, luego espolvorea queso parmesano sobre cada porción y me acerca los cubiertos.
Tomo un tenedor y enrollo los espaguetis en él, lo llevo a mi boca y en seguida recuerdo la escena de la película Ratatouille cuando Anton Ego prueba aquel platillo que lo devuelve a su infancia y le quita lo amargado —sí, lo sé, soy una friki de las películas—. Es delicioso, creo que mi cara lo dice todo pues Vladimir me mira y se ríe.
—¿Ves? Te dije que es mi especialidad —afirma sonriente.
—Pues has perfeccionado muy bien el único... perdón, tu especialidad —río— ¡Está delicioso! ¿Qué es?
—¡Ah, no, ni creas que te daré mi receta! Nah, no es cierto. Son espaguetis a la carbonara.
—Creo que nunca los había probado, pero son mi nuevo plato favorito.
Su mirada me dice que le gusta escuchar eso. Hace unas semanas, cuando conocí a Vladimir, nunca imaginé que llegaríamos a este punto, charlando relajados como buenos amigos. Había demasiada tensión entre nosotros, ahora se respira tranquilidad. A pesar de la noche de mierda que he tenido, creo que sin importar lo que pase, esta noche nunca podré olvidarla.
Comemos en silencio por un momento, cada uno concentrado en disfrutar el sabor de la comida, hasta que veo en dirección a Vladimir y me concentro en los gestos que hace. Engulle una buena porción de espaguetis y uno de ellos queda más largo que los demás. Lo chupa con delicadeza, cerrando sus labios al rededor del fideo, que antes de desaparecer unta de salsa su barba incipiente, dejándole una gota muy cerca de sus labios. Él no se percata ni de aquella gota ni de mi forma de mirarlo embelesada, hasta que termina todo el plato y toma un sorbo del jugo de mango que preparó.
—¿Qué? —pregunta.
—Nada —respondo casi en un susurro—, pero tienes algo...
Acerco mi dedo pulgar a su cara para limpiar la gota de salsa. Sus labios son tan tentadores, que no puedo evitar pasar mi dedo por ellos, tan suavemente que parece que el contacto hubiera detenido el tiempo. Nuestras miradas se encuentran, y cuando siento que me voy a desmayar, termino con el contacto y bajo la mirada hacia mi plato. ¿Qué me pasa? En otros tiempos, me habría lanzado directo a sus labios para unirlos con los míos, pero ahora me siento demasiado intimidada.
Él lo nota y guarda silencio por unos segundos, sin dejar de mirarme.
—¿Qué piensas? —irrumpe.
—Na... Nada.
—Sé que debes estar pensando algo... y como ya te conozco podría decir que no es nada bueno...
—¿Qué? ¿Yo cuando pienso cosas malas?
—Mejor ni respondo...
Empezamos a reír y rápidamente termino lo poco que quedaba en mi plato, mientras él sigue mirándome de una manera que me hace sonrojar.
«¿Qué es esto? ¡Parezco boba, yo nunca me sonrojo! »
Luego de que recoge los platos en contra de mi voluntad, pues dice que los invitados no tienen por qué mover un dedo en su casa, me toma de la mano y me conduce hasta el balcón. Es enorme y está lleno de diferentes plantas y flores que expelen aromas suaves y relajantes. Tiene dos sillas asoleadoras y una hamaca. Nos acomodamos cada uno en una silla, y la hamaca me da unas cuantas ideas en las que será mejor que no piense ahora.
—¿Quieres vino? —me ofrece.
—¿Tinto o blanco?
—El que prefieras.
—Blanco. —El tinto me provoca dolor de cabeza, y prefiero que esta noche siga siendo así de perfecta como va.
Se para de su silla para entrar nuevamente al apartamento, y noto que el gato sale al balcón y vuelve a buscarme para sentarse sobre mis piernas.
Miro al cielo y me sorprende ver lo despejado que está. El cielo de Cali es una de las cosas que más me gusta de esta ciudad. Tan lleno de estrellas, de tonos que cambian de rojos a naranjas durante algunas tardes de agosto, tan despejado cuando queremos inspirarnos con la luna.
—Veo que ya tienes otro admirador en esta casa —dice Vladimir mirando a su mascota, mientras se vuelve a acomodar en su silla.
—Creo que no me admira a mí, sino a mis piernas.
—No lo culpo.
Mis labios se curvan en una sonrisa.
—Es muy tierno, se nota que es cariñoso.
—¿Cariñoso? Ese gato es el Grinch. No quiere a nadie, a todo el mundo le sisea. Bueno, a todo el mundo menos a la gente especial.
—¡Wow, pues me haces sentir muy especial, Belcebú! —digo acercándome al gato quien me mira con sus enormes ojos verdes.
—Lo eres. Claro que lo eres. —Vladimir me hace voltear a verlo cuando dice esto y no puedo evitar sonreír como una idiota—. Pero se llama Ebisu.
Si me viera Lu me estaría haciendo bullying, recordándome todas esas veces en las que me burlé de las parejas enamoradas cuando se veían a los ojos con cara de pendejas; ahora entiendo por qué lo hacen. Es algo inevitable, como si tus ojos fueran un lente que solo puede enfocar a esa persona especial y, como todo lo demás lo ves borroso, no tienes más remedio que concentrarte en lo único que es totalmente nítido.
—¿Sabes qué me encantaría en este momento? Saber qué piensas —pregunta el hombre sacándome de mis cursis pensamientos.
—Que tienes un apartamento hermoso. Y la vista de este balcón, ni se diga. —Giro la cabeza hacia el cielo, para cambiar un poco el tema del monólogo que me está dando mi yo interior.
—El cielo de Cali me encanta, fue una de las razones por las que compré este apartamento. Me enamoré de la vista.
—Por algo la llaman "La sucursal del cielo".
—Sí, de todos los apodos que tiene Cali, ese es el más acertado.
Entre trago y trago del delicioso vino blanco que ha traído Vladimir, nos contamos cosas de nuestra vida. Reímos y nos conmovemos. Nos vamos conociendo más a fondo y creo que, como si fuera posible, este hombre empieza a gustarme cada vez más. Me cuenta que sus padres eran una pareja de españoles que vivieron en Madrid hasta que él tuvo siete años. Motivados por algunas personas que les dijeron que Colombia era un buen país para invertir, llegaron a Cali con un buen capital para montar un restaurante de comida española, pero no tuvieron tanto éxito. Su padre era un hombre muy terco, que no escuchaba las súplicas de su esposa para que vendieran todo y, con lo poquito que les quedaba, regresaran a España, donde por lo menos contaban con el apoyo de amigos y familiares. Dicho orgullo no le permitió regresar a su país con el rabo entre las piernas, así que decidió endeudarse para hacer el último intento de sacar su restaurante a flote.
Hicieron cambios locativos y en el menú, también redujeron sus gastos personales para invertirle todo al negocio y cuando ya parecía que iban saliendo a flote, y Vladimir contaba con dieciocho años, sufrieron un accidente automovilístico y fallecieron, dejando al adolescente lleno de deudas y prácticamente en la calle.
Vladimir tuvo que cambiar el estilo de vida al que estaba acostumbrado poco a poco, así que quedar sin nada no fue un golpe tan duro, pero tener que mantenerse a sí mismo sí lo fue. Sus padres, en especial su madre, no lo dejaba ni siquiera ayudarles en el restaurante; decía que quería que se enfocara en sus estudios.
El primer trabajo que consiguió fue como mesero, apoyado por uno de los meseros que trabajaba con sus papás y que tenía su misma edad; Pablo. Él le enseñó con paciencia todo lo que tenía que saber, aunque Vladimir era torpe al principio, pero gracias al apoyo de su amigo fue adquiriendo experiencia pronto. Se volvieron inseparables, como el hermano que ninguno de los dos tenía porque ambos eran hijos únicos, y siempre trataban de conseguir un trabajo donde les pagaran mejor, así que cuando uno de ellos lo conseguía, se llevaba al otro.
Fue Pablo quien consiguió el trabajo como mesero en el Hotel Intercontinental, donde ahora trabaja como barman y donde Vladimir llegó a conocer a la mujer que, según sus palabras, fue quien le enseñó todo lo relacionado con las apuestas y los juegos de azar.
Cuando trato de preguntar más sobre aquella mujer, Vladimir cambia su semblante y me hace entender que prefiere no hablar del tema. Decido no insistir por ahora, pero será algo que más adelante tendré que averiguar, aprovechando las nuevas dotes de investigadora que estoy adquiriendo.
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