Capítulo 12: Solo si quieres que te siga
Vladimir
El aeropuerto internacional McCarran está abarrotado. Trato de buscar mi maleta antes que el resto de pasajeros para no tener que demorarme mucho en el aeropuerto. La paciencia no es una de mis virtudes y quiero llegar cuanto antes al casino.
Volví después de once años a la "Ciudad del Pecado" y no recordaba que fuera tan excitante. Claro que cuando vine, no me di la oportunidad de hacer mucho turismo. Acababa de descubrir mi asombrosa suerte y decidí venir a Las Vegas aprovechando mi racha. Tuve muchísimo éxito. En solo una semana hice más de seiscientos mil dólares en diferentes casinos. Con ese dinero establecí una buena vida en Colombia; pero nunca me llamó la atención vivir aquí.
En esa época, tuve la idea de venir mínimo una vez al año para amasar una fortuna más a prisa, pero en Cali me iba tan bien que no vi necesidad alguna de ir a ninguna otra parte del mundo.
Por lo menos hasta que conocí a Loreta.
La suite del hotel Mirage es grande y moderna. Es la primera vez que lo visito y me gusta su lujo y comodidad. Aunque mis inicios en la vida fueron modestos, lo que he ganado a pulso y a ritmo de los dados, me ha convertido en un hombre con buen gusto que no teme consentirse de vez en cuando.
El botones deja mi maleta en el piso, junto a la puerta, y se marcha después de recibir una generosa propina. Me quito la chaqueta, la pongo en el perchero en la pared y recorro el lugar. Hay una gran sala cuya decoración en verdes y blancos se me hace fresca y relajante. La suite es amplia. La cama King size se ve muy cómoda y está impecablemente tendida. Todo huele muy bien, por fortuna. Para mí, muy pocas cosas entran por los ojos, pero muchas entran por la nariz.
Me acerco a la ventana, cuya vista me parece lo más bello que he visto desde que llegué. La ciudad se mueve como un organismo vivo; las luces de las edificaciones y los vehículos parecen sincronizarse con la sensación de euforia que se respira en el ambiente de la ciudad.
«A Loreta le encantaría esta vista».
Descubrirme pensando en ella me asusta. He viajado muchas veces por distintos lugares del mundo y jamás he querido compartir mi vista con alguien. ¿Será que Pablo tiene razón con aquello de que me estoy enamorando de ella? La idea me parece ridícula. Ni siquiera la conozco bien. Puedo decir que tengo solo un referente para la comparación, pero ni siquiera esa vez estaba convencido de que lo que sentía era amor.
¿Quién sabe qué es el amor, después de todo?
Tras descansar un par de horas en mi cuarto, bajo a conocer el resto del hotel. El área de las piscinas tiene mucha actividad. La piscina más grande, cuya cascada te recuerda a las pequeñas fuentes hidrográficas que encuentras por toda Colombia cuando viajas en carro, está atiborrada de personas. Cuando mis padres aún vivían, les encantaba llevarme de viaje por carretera. Tengo maravillosos recuerdos de esa época. Como cuando mi madre veía una cascada, y obligaba a mi padre a detener el carro para que nos mojáramos en la corriente de agua helada. No conservo muchas fotos de esos momentos especiales, pero no las necesito; están grabados en mi memoria y mi corazón para siempre.
Sigo mi recorrido y voy hacia el spa, que, en definitiva, visitaré mucho durante mi estancia. Después de un masaje relajante con una hermosa masajista, no me imagino una sensación de felicidad más grande. Bueno, sí hay algo que me hará más feliz, y que me está esperando con sus máquinas llenas de luces y sus tapizados geométricos. Ha llegado la hora de visitar el casino. Como esperaba, es mucho más grande que el del hotel en Cali, y también es bastante concurrido. De inmediato, busco la caja para poder jugar. Me acerco y cambio cinco mil dólares en fichas, luego me dirijo a la mesa de Blackjack.
La crupier es una mujer muy alta y rubia, con unos increíbles ojos azules y cuya perfecta sonrisa blanca podría desconcentrar a cualquiera. De hecho, esa es la razón por la cual debe trabajar ahí, para desconcentrar jugadores; pero no a mí. Ya me conozco todos sus trucos.
Todos los casinos del mundo funcionan más o menos de la misma forma, con el objetivo de confundir al incauto que va por primera vez o que a pesar de haber ido varias veces aún no es un gran apostador. La acomodación de las máquinas, la música, los colores de la decoración, las luces tenues; todo está pensado para que te quedes a gastar tu dinero sin que te des cuenta ni siquiera del paso del tiempo.
Tres personas se sientan a mi lado en la mesa de Blackjack. El primero, un hombre de unos cincuenta años, con un vaso de whiskey en su mano. "Gran error", pienso, si bebes en un casino tu cerebro funciona más lento y es más fácil que pierdas. La segunda persona es una mujer delgada, parece tener mi edad, con el cabello rojizo y la cara llena de pecas. La última persona es una alegre mujer de más de sesenta años, que empieza de inmediato a conversar con la crupier, con una voz chillona y cantarina. Es de esas típicas abuelas que te ponen conversación en la fila del médico, en el supermercado o en el transporte público. La crupier responde sus preguntas con amabilidad, pero siempre evita alargar la conversación.
Hacemos nuestras apuestas. El hombre entrega tres fichas, parecen unos ciento cincuenta dólares. Es precavido. La joven es más tímida y solo entrega una ficha de cincuenta dólares. La anciana sigue su ejemplo y dice que para empezar no quiere perder tanto. Mala mentalidad; cuando crees que vas a perder, pierdes. Esta señora será la primera en cambiar de juego. Yo entrego cinco fichas de doscientos dólares y todos en la mesa me miran asombrados.
—¡Wow, muchacho! Deberías controlarte o no durarás nada en el casino —me dice la señora a mi derecha en su perfecto inglés.
—No se preocupe —sonrío para suavizar un poco lo que voy a decir—, sé lo que estoy haciendo.
—Ay, hijito, el que no escucha consejos no llega a viejo. Te lo dice alguien que ha escuchado muchos consejos en su vida.
La mujer estalla en risas y yo le respondo con una discreta sonrisa para que deje de hablar y empecemos a jugar; no me gusta que mi suerte se duerma esperando.
—No va más —exclama la crupier para empezar.
Todos asentimos con la cabeza y la mujer empieza a repartir sus cartas. Me gusta ver las reacciones de mis contrincantes al recibir sus manos. El hombre recibe dos cartas, y su rostro luce impávido. La mujer estira la brazo, sonríe levemente y puedo notar que está satisfecha con la mano que le ha entregado la crupier. La anciana por el contrario tiene cara de póker, la misma cara que se pone cuando uno no tiene ni idea de lo que está haciendo.
A mí me han tocado un As y una Q. Un blackjack. La crupier destapa su carta y saca un ocho, luego pregunta si alguien se planta o dobla la apuesta y yo entrego cinco fichas más.
—Doblo —aseguro a la crupier.
—Wow ¡te vas a ir a tu casa sin un centavo! —Se asusta la joven a mi izquierda.
—¿Apostamos? —le pregunto con una sonrisa malvada—. Si ganas, te invito a un trago. Si gano, invitas tú. De todas formas, ganamos los dos.
Ella solo sonríe y se concentra en sus cartas.
—¿Listos para jugar? —interrumpe la crupier.
El primer turno es para la anciana. Pide otra carta y trata de ocultarla con un gesto exagerado.
Luego me toca a mí y, por supuesto, me planto. La crupier le da el turno a la joven, quien se ve confundida.
—Pide otra carta —susurro. Ella me mira agradecida y sigue mi indicación. Por encima puedo notar que recibe un cinco.
La crupier da turno al hombre y este recibe un dos; tiene el puntaje más bajo. La crupier destapa su carta y ha sacado una K. Las dos mujeres empatan con dieciocho y yo tengo Blackjack. El hombre pierde.
—¡Al menos no perdí! —exclama la anciana y se va alegremente de la mesa.
La joven tiene una expresión más decepcionada, pero por lo menos recupera su apuesta. El hombre se despide con cortesía, diciendo que ha sido un placer perder ciento cincuenta dólares a nuestro lado, y se va.
Yo voy a reclamar mis cinco mil dólares, pero antes, estoy dispuesto a cumplir un compromiso que he hecho.
—¿Cuál es tu coctel favorito? —Me dirijo a la joven peliroja que ya se dispone a irse.
—Gracias. No es necesario que me invites, felicitaciones por ganar —responde amablemente y empieza a caminar.
—¿Cuál es tu nombre? —La sigo.
—Giorgina. ¿Y el tuyo?
—Vladimir.
—Te agradezco por la invitación, Vladimir, pero tengo que irme. —Y así como llegó de repente a la mesa, se esfuma entre las máquinas y no puedo seguir su recorrido.
Decido hacer una última apuesta antes de ir a dar una vuelta por la ciudad y, como es de esperarse, vuelvo a ganar. Me entretengo un poco haciendo más y más apuestas, y salgo con veinte mil dólares de los cinco mil que invertí.
A pesar de lo que muchos piensan, ganar siempre no es tan divertido. Después de tantos años sin perder, empieza a perder gracia. Ya no tienes esa emoción que se experimenta cuando sabes que puedes perder, pero en cambio, ganas. He pensado muchas veces en dejar de apostar e invertir mi dinero en un negocio, pero no he encontrado la iniciativa. Nunca he invertido en nada y quiero primero investigar a fondo mis opciones; siempre tomo mis decisiones lo más informado posible.
Al volver al hotel, después de un corto recorrido por las calles y algunos casinos de Las Vegas, voy a tomar algo al bar. En todo el tiempo mientras caminé, aposté y tomé algunas fotos, no pude dejar de pensar en Loreta. ¿Cómo estará? ¿Estará pensando también en mí? ¿Estará saliendo con el perdedor que salió el día que fuimos a bailar? Constantemente sacudo la cabeza, como si eso pudiera alejar los pensamientos, pero es perder el tiempo.
«Veamos si tengo más suerte con algo de alcohol», pienso.
El bar no está muy lleno, por lo que me siento en la barra. Pido un whiskey en las rocas y observo a mi alrededor. El sitio es bonito y lujoso, como me gustan a mí los bares. Sin esperarlo, mi vista se enfoca en una pelirroja conocida que está sentada al otro lado de la barra y que aún no me ha visto. Tomo mi bebida y me acerco a ella desde un ángulo en el que no me puede notar.
—¿Me dejarás ahora pagar mi apuesta? —le susurro al oído, tomándola por sorpresa.
—Vladimir, ¿estás siguiéndome? —Su expresión es divertida.
—Solo si quieres que te siga.
Suelta una risa y su hermosura me embruja. Lleva un vestido negro ceñido al cuerpo que resalta sus bellas curvas y hace contraste con la blancura de su piel. El cabello rojo está recogido en una cola de caballo, muy lisa, y su maquillaje resalta sus facciones suaves. No tapa sus pecas, por fortuna; las pecas me parecen tan sexis.
—¿Puedo sentarme contigo o esperas a alguien? —pregunto.
—Siéntate.
Sigo sus órdenes y termino mi whiskey.
—Dicen que los hombres que toman whiskey saben lo que quieren. ¿Es verdad? —pregunta mirándome con un semblante sensual, rozando un poco mi mano para tomar la última gota de licor que queda en mi vaso.
Vaya, parece que después de todo, sí tendré con quién compartir la vista de mi habitación.
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