Capítulo 1: ¿Quién anda ahí?

Loreta

Con desesperación, busco mi ropa por todos lados pero es en vano. No la veo por ningún lado. ¡Maldita sea! Me la hicieron.

En la academia de salsa en la que trabajo hay una tradición: escoger una víctima al azar dentro de los bailarines y jugarle una broma al finalizar el último show de la primera función de un nuevo contrato. Esta vez he sido yo. 

Idiotas, ya verán, esto no se queda así.

El casino en el que hemos comenzado a bailar hoy tiene un camerino muy lujoso; con grandes armarios y duchas para hombres y mujeres. El show principal, que es el último de la noche y en el segundo en el que participo, consiste en diez minutos de intenso baile entre cuatro parejas de bailarines y una puesta en escena que se asemeja a una obra de teatro. Lo hemos ensayado desde hace meses, y esta noche ha sido la premier.

Todo ha salido a pedir de boca, como no puede ser de otra manera cuando practicas más de diez horas diarias, seis días a la semana. Los bailarines escogidos para el show somos perfeccionistas y hemos dado lo mejor de nosotros, tanto en los ensayos como en la presentación. El gerente ha venido cuando estábamos todos en el camerino y nos ha felicitado con evidente emoción en su rostro, y nos ha invitado a celebrar en el restaurante del hotel.

El casino hace parte de uno de los más tradicionales y prestigiosos hoteles de Cali, la capital mundial de la salsa. La ciudad que me vio nacer y crecer. Los asistentes a nuestros shows son, en su mayoría, huéspedes o importantes personalidades de la escena caleña.

Estoy exhausta y sudorosa; y aunque suene ilógico, dado a lo que me dedico, yo odio sudar. Siempre que lo hago soy una de las primeras que corre a bañarse, o me gasto un paquete entero de pañitos húmedos para limpiarme, si no tengo una ducha disponible.

Esta noche he sido una de las últimas en encontrar una ducha vacía, pues mis compañeros fueron más ágiles. El agua estaba tan refrescante que me metí bajo el chorro y me dejé llevar. Cuando por fin regresé del lugar a donde había viajado mi mente, terminé de ducharme y, al salir, me asombró el silencio.

Ahora veo por qué.

Todos se fueron, dejándome sin mi ropa y con las luces apagadas. Ni siquiera encuentro el pequeño short con adornos con el que bailé. Voy a mi casillero para buscar mi celular y pedirle auxilio a Luisa, mi mejor amiga, pero también se llevaron mi bolso.

No tengo más remedio que buscar algo para cubrirme y salir a buscarlos. Me envuelvo en la pequeña toalla que me han dejado para secarme aunque, la verdad, no cubre demasiado. Estoy a punto de ponerme a llorar. Con mi mano, doy algo de viento a mis ojos para que las lágrimas no salgan. Si uno de mis compañeros ve mis lágrimas, no dejarán de molestarme el resto del año.

En el espejo de uno de los tocadores de maquillaje hay un mensaje escrito con lápiz labial rojo: "Encuentra tus cosas en el restaurante. Claro, si te animas a salir desnuda"

—Grrrrrr —gruño en voz alta para liberar mi frustración.

El reloj en la pared marca la 1:24 de la mañana. En el restaurante deben estar todos mis compañeros, esperando mi llegada para tomar fotos y burlarse de mí. A pesar de eso, es posible que el camino hasta ahí esté despejado. Recuerdo lo que nos enseñaron el día que conocimos el casino: hay un pasillo que conduce al restaurante del hotel, y otro que lleva directamente a la calle, para que podamos salir con discreción sin interrumpir las actividades de los huéspedes.

Con la toalla miniatura envuelta sobre mí, descubro que una parte de mi cuerpo quedará expuesta sin que lo pueda evitar. Pongo el minúsculo trozo de tela en mi trasero y lo enrollo como una falda, que sigue siendo vergonzosamente corta.

No es que me moleste mostrar mi cuerpo, para nada, lo hago todas las noches cuando bailo. Además, me siento orgullosa de él; pero una cosa es bailar artísticamente y otra muy distinta es andar con una pequeña toalla en las nalgas y las tetas al descubierto. Las cubro un poco con mi pelo, por si me encuentro con alguien en el camino, rezo en silencio para no llegar a esa desafortunada situación.

Salgo del camerino y atravieso un pasillo que me lleva a tres puertas cerradas que no tienen ningún letrero o señalización para indicar hacia dónde van. Mi nerviosismo me impide recordar cuál es la puerta que debo atravesar, y además nadie nos habló de la tercera opción que ahora tengo frente a mí.

Me lleno de valor y abro la puerta de la mitad. Todo está muy oscuro y silencioso, no puedo ver nada. Con una mano sostengo mi toalla y, con la otra, voy tanteando la pared para no tropezar con algo y tratar de seguir por el pasillo. Duro unos cinco minutos caminando, muy lentamente, como un gato recién nacido, hasta que veo un pequeño haz de luz a lo lejos y me dirijo a él.

Llego a un cuarto mucho más amplio que el pasillo por el que venía, y me asusto al soltar la pared. Sigo avanzando, moviendo mi mano para no tropezar, pero eso no impide que golpee algo con mi pie y me caiga al suelo. Suelto toda clase de vulgaridades —lo acepto, las groserías me ayudan a liberarme cuando quiero pegarle a alguien— y me levanto tratando de acomodar de nuevo mi toalla.

Descubro que la luz viene de una puerta al final de la habitación llena de chécheres y trastos viejos; voy hacia ella. La abro muy despacio pues no sé qué me encontraré al otro lado.

Asomo la cabeza y veo que he llegado a una parte del casino que está iluminada pero tiene varias máquinas tragamonedas sin utilizar. No sé si es por la hora, o porque las han dejado abandonadas ahí, pero el lugar parece estar vacío.

—¿Buenas? —pregunto en voz alta, con la intensión de descubrir si el lugar está solo. No obtengo respuesta.

Me dirijo hacia las máquinas, haciendo lo posible por esquivarlas para buscar a alguien que pueda ayudarme, pero no veo a nadie.

—¿Quién anda ahí? —me contesta una voz masculina.

—¿Quién es? No puedo verlo, señor.

De repente siento que alguien me toca el hombro desde atrás. Este contacto me genera una especie de reacción de pánico que no sé a qué se debe. Grito asustada y suelto la toalla. Volteo a ver quién ha sido el idiota que me ha asustado de esta manera y me quedo sorprendida al ver que el imbécil está muerto de la risa.

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