Capítulo 26-El deseo de Perseo
Podía escuchar el ruido de cañerías, gotas caían agrandando el rodal de humedad. Era como si un roedor se hubiera dedicado a escarbar en aquellas mugrientas paredes y luego hubiera restregado sus heces por todas partes. A decir verdad olía a eso. Allí los rayos de sol no tocaban y todo lo que se escuchaba era el lamento de los olvidados, o tal vez era él el que lloraba, había perdido la noción hasta de sí mismo. Tal vez se lo merecía, sabía que se lo merecía, no iba a quejarse por ello y decir que no. Había cometido muchos errores en la vida y tal vez el modo de expiarlos era pasar por todo aquello, agachar la cabeza.
Quería cambiar, no podía hacer nada por aquellos a los que había condenado: familias enteras, niños... Toda esa gente no volvería, ya lo sabía. Él se había dedicado a traficar personas, un negocio clandestino, pero no esclavos, niños griegos cuyas familias no podían alimentarlos y él les prometía que los cuidaría y los llevaría a un lugar mejor. Era mentira, de esos niños el que llegaba a la mayoría de edad, suerte tenía. Los vendía al mejor postor y se desentendía. Fue codicioso, ya no era así. Se arrepentía, ¿Ahora qué? No podía enmendarlo.
Me lo merezco, me lo merezco. Llevadme a mí, pero dejad vivir a mi familia Se decía. Su familia era muy pequeña; dos personas solo, con las cuales ni siquiera compartía genes de ningún tipo. Criaturas dejadas de la mano de los dioses, él había tratado de protegerlos, ¡Y qué difícil había sido! Pero no se arrepentía de nada. Si es que debía morir por ellos, con gusto lo haría.
Se echó sobre el suelo, la boca seca, el dolor era insoportable ya ni siquiera el hambre le importaba. ¿Cuánto tiempo llevaría encerrado allí? No había ventanas y tampoco le traían comida, así que nada sabía. Lo habían golpeado, pateado, tenía la espalda en carne viva a causa de los latigazos y cortes y quemaduras por toda su piel, pero ni por esas habían conseguido sacarle palabra.
Alguien, si alguien tiene compasión de este infame pescador, que me deje morir Pensó, tenía miedo de lo que sucedería mañana, las torturas iban a más siempre. Entonces comenzó a escuchar chistidos, como si algo siseara cerca de él. Miró hacia los barrotes con terror. No podía ser, ¿Ya era hora de que lo torturaran? Si acababa de volver. Del otro lado vio a un hombre alto con armadura, ¡Entonces sí! Lo torturarían. Estuvo a punto de gritar, pero el hombre le sonrió y por algún motivo eso le dio paz.
—Tú eres Dictis, ¿Verdad? —Dijo, se acuclilló a la altura del preso y su voz era delicada y suave.
Dictis llevaba un tiempo sin escuchar a nadie hablarle así, se acercó aunque todavía tenía temor. Tal vez era una trampa, tal vez habían pensado que después de tanta tortura una cara gentil le haría confesar.
—No te voy a decir nada... —Susurró —. Da igual lo que hagas.
No le diría nada sobre Dánae, sobre Perseo o sobre sus aliados, los rebeldes. Desde que Perseo se fue, su hermano Polidectes había tratado de ultrajar a Dánae y él tuvo que protegerla. Había jurado que mientras su hijo estuviera de viaje no permitiría que nadie la lastimara y aunque pensó que Perseo exageraba, pues conocía a su hermano y no tenía interés en las mujeres, resultaba que sí, estaba en lo cierto.
Polidectes no lo tomó bien y declaró a ambos traidores de Serifos. Sin embargo, Dictis ya había estado gestando una revolución desde hacía mucho antes, pues la tiraría de su hermano estaba llevando a la destrucción de su tierra y el descontento general nada lo podía aplacar. Quería despojarlo de su trono y entregarlo a Perseo, él se lo merecía, él haría las cosas mejor que los dos. Así que, el hecho de que el monarca enloqueciera sólo precipitó la cadena de acontecimientos.
—No es eso lo que quiero. —Respondió aquel hombre con voz dulce como néctar.
Se asustó, ¿Pues qué quería entonces? Nada tenía para darle y nunca le había gustado adquirir deudas.
—Entonces qué, ¡Tus truquitos no funcionarán conmigo! ¡No te diré nada sobre Dánae! —Insistió él, no sabía ni de dónde sacaba la fuerza porque en su cuerpo no quedaba una gota de esta.
Aquel hombre se rio y luego lo miró como con aire severo.
—Te sacaré de aquí sólo si me respondes a una pregunta.
Dictis entrecerró los ojos, sabía mucho sobre hombres y aquellos amables solían ser los peores, pero él quería salir de allí de cualquier modo. Tenía miedo, ¿Qué clase de pregunta le haría? Seguro que se trataba de algo relacionado con su pasado. Ese que no quería recordar. Sin embargo asintió con la cabeza y tragó saliva cuando vio a aquel hombre observarle con sus ojos grises repletos de misterio e inteligencia.
El soldado se aclaró la garganta y procedió a decir:
—¿Qué le regalarías por su cumpleaños a un chico de diecisiete años? —Dijo muy serio.
Dictis abrió los ojos tanto que creyó que las cuencas se le saldrían de las órbitas. ¿Qué narices? ¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Lo decía en serio?
—¿Perdona?
—Noo, a ver, es que tengo un amante de esa edad y va a cumplir dieciocho y no tengo ni remota idea de qué regalarle —Se encogió de hombros, parecía preocupado genuinamente. —. Y me han dicho, que tú tienes un mocoso de esa edad, ¿No? ¿Qué crees que querría él?
El preso estaba tan sorprendido que no sabía ni qué decir. Pensó en su hijastro, en las cosas que le gustaban que eran tres: sexo, alcohol y mujeres bonitas. Pero debía haber algo más, Perseo hacía muchas cosas antes de que esas tres adicciones llegaran a su vida.
—Lo siento, no creo que pueda ayudarte. Mi Perseo no es una persona material, por su cumpleaños siempre pedía lo mismo. —Negó con la cabeza y se sonrió, ojalá pudiera celebrar su dieciocho aniversario con él, pero no podía salir de allí por sí solo.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué es? —Aquel hombre se aferró a los barrotes.
Dictis no entendió por qué tenía tanto interés en saber sobre Perseo. Habría sospechado de no ser porque creía imposible que su hijastro se emparejase con un hombre. A los quince años, tenía muy buena relación con un joven que vivía cerca y sus padres se dedicaban a recolectar moluscos. Hasta que de repente un día vio a ese chico aparecer con un ojo morado y varios dientes menos, además cuando miraba a Perseo temblaba y al poco la familia se mudó lejos.
Dictis decidió preguntarle sólo por descarte, Perseo estaba quitando las escamas de los pescados y él simplemente se encogió de hombros:
«Ah pues sí, culpa mía y no me arrepiento de nada. Ese malparido trató de besarme y me dio tanta rabia que le pegué tal cabezazo, ¡Madre mía! tendrías que haberlo visto, ¡Lo reventé todito!»
Y se rio de forma sádica.
«Y él lloraba en el suelo y yo me reía y por supuesto, le escupí para que supiera quién mandaba».
Dictis recordaba haberse quedado aterrado después de eso, ya que él lo contó con toda tranquilidad. Él era a veces muy tranquilo hasta que se ponía violento y ese tipo de cosas sucedían. Así que no, dudaba mucho que ese joven fuera su pareja.
—Una fiesta íntima rodeado de toda la gente que lo quiere.
El hombre se llevó una mano a la cara y le pareció que se ruborizaba pero debía ser cosa de la oscuridad.
—Me place, te sacaré de aquí y no te vuelvas a dejar atrapar porque me da pereza rescatar humanitos. —Dijo y lo vio sacar un manojo de llaves.
—¡Pero! ¿Y los guardias?
Su rescatador abrió la celda y Dictis no cupo en sí mismo de la emoción. Era tan bueno que no podía creérselo.
—Dormidos todos.
—Pero... ¿Cómo?
—¡Con polvo de hadas! —Expandió las manos sobre su rostro formando tan solo un lado de un círculo.
Dictis creyó que se refería a alcohol, ¿Qué otra cosa podría ser? No era como si la magia existiera, al menos no para simples mortales como ellos.
• • •「◆」• • •
Perseo lo notaba, Hermes estaba muy emocionado. La mayoría de las veces era un capullo calculador que tenía todo bajo su control, pero a veces... Sólo a veces... Se emocionaba por tonterías y parecía un niño... Era adorable, pero no se lo iba a decir y menos en aquella situación. Él tenía los ojos vendados y el dios lo conducía a saber a dónde, las mano posadas en sus hombros mientras lo guiaba por los camarotes del trirreme o a saber por dónde porque no veía nada.
—Hermes, ¿Es necesario que lleve los ojos vendados?
—Absolutamente. —Comentó él y lo notó acariciarle.
¿Eso era necesario también? Se preguntó un Perseo que últimamente se excitaba al mínimo roce y esa vez no fue la excepción. Se notó erizarse.
—¿A dónde me llevas? ¿Es algún tipo de juego sexual nuevo? —Preguntó. Hermes tenía mucha imaginación para esas cosas.
—Luego, cachorrito —Lo escuchó susurrarle al oído.
Se estremeció, no veía nada por lo que no pudo prevenir que de repente lo escucharía justo en su oreja, la voz era cosquillosa, el ronroneo de una promesa que le hacía evocar sus manos, sus labios sobre su piel. La respiración en su oreja fue suficiente para sentir la urgencia. No caería en decir que "necesitaba" a Hermes o algo así, pero una vez que dejó de tratar de resistirse a sentirse bien, todo fue rodado y se estaba volviendo muy sensible a cosas que antes no lo fue.
Como la voz de un hombre, su olor, la nuez de Adán, los hombros anchos... Aunque cabía destacar que sólo le interesaban esos rasgos en el Dios, había intentado fijarse en las mismas facciones en otros y no le llamaban la atención en absoluto. En cambio, las chicas le atraían siempre y cuando fueran bonitas.
No sabía a dónde lo llevaba Hermes y aunque no le gustaba la incertidumbre y normalmente no permitiría algo así, confiaba en él, si había una persona a la que él le confiaría su vida, era ese dios. Se detuvieron de un momento a otro y fue sentado en una silla, a juzgar la situación diría que estaban en la cubierta; sentía el calor del sol sobre su piel y agudizando sus sentidos también le llegaba olor a comida, a comida deliciosa, se le estaba haciendo la boca agua.
—Cierra los ojos. —Dijo Hermes.
—¿Para qué? Si no veo nada. —Espetó él que por algún motivo siempre era reticente a hacer lo que le decían si no entendía el motivo detrás.
—Tú ciérralos —Insistió él, Perseo suspiró y acabó cumpliendo. —¿Los has cerrado? No me gustan los niños tramposos. —Le advirtió.
—Que sí, coño.
—Ay hijo mío, el dios de la guerra es más elegante que tú. —Se rio.
Entonces sintió la tela deslizarse fuera y no pudo cumplir su promesa, abrió los ojos en cuanto ese impedimento no estuvo ahí.
—¡Qué tramposo de mierda! ¡Mentiroso! —Escuchó a Hermes.
A Perseo le dio igual, lo vio todo. Había una mesa en la popa del trirreme repleta de manjares y todo estaba adornado con guirnaldas de árboles y flores y cinta dorada, un trozo de tela bordado con las palabras "Feliz cumpleaños, Perseo", y a un lado de la mesa, se encontraba Andrómeda que también lo miraba molesto. Estaba guapísima, con una túnica larga pero con caída elegante y un escote que se veía atrevido en ella, pero que nada qué ver, apenas se le veía un poco más de piel, una trenza de raíz que caía sobre mechones platinos.
En un abrir y cerrar de ojos, Hermes estaba junto a ella y él también lucía muy hermoso pero eso no era una novedad. Él no se arreglaba porque no hacía falta.
—¡Felices dieciocho, Perseo! —Dijeron al unísono como si lo hubieran ensayado.
—Yo sé que te gustaría que tu familia estuviera aquí, pero tranquilo, pronto lo celebraremos todos juntos. —Prometió Andrómeda, su sonrisa fue muy tierna.
El corazón de Perseo se llenó de calidez, era muy hermosa y encantadora.
—¡Eh! ¡El cachorrito ya tiene edad para tomar! Aunque ya tomabas alcohol de antes, perro lascivo.
Esta vez se rio, pudo sentir el afecto de Hermes también a través de aquellas palabras. Estaba muy contento, tanto que no las tenía todas consigo, no sabía si soportaría las mariposas en el estómago. Con tantos sucesos olvidó por completo su cumpleaños y es cierto que añoraba a su familia, pero también estaba muy feliz de tener a ambos. Se sentía completo ahora.
Fue hasta los dos y los abrazó con fuerza, Andrómeda se quejó un poco debido a ello pero ninguno de los dos se resistió.
—Gracias, los quiero —Cerró los ojos.
Su estómago estaba extraño (y no por su malestar físico), su pecho también y no podía parar de sonreír, hasta le estaban dando ganas de llorar (cosa que no haría porque los hombres NO lloraban). Hermes seguía tenso, Andrómeda no tanto. No entendía por qué su amante de todos, era el que más tenso se ponía en esas situaciones. Tenía ciertas sospechas, pero ni siquiera se atrevía a pensar en ello, ¿O sí?
—Espero que hayáis traído alcohol. —Dijo él.
—¡Nada de alcohol, Perseo!
—No. Denegado.
Dijeron ambos al unísono pero como sus voces estaban en diferentes frecuencias de alguna forma la de Hermes no pisó la de Andrómeda y viceversa y pudo recibir el mensaje completo.
—Pero por quééééééé, ¡Yo quiero emborracharme! —Se cruzó de brazos.
—Te jodes, no haber dejado que te pegaran tremenda paliza. —Dijo Hermes tan severo como de costumbre.
Andrómeda descubrió sus manos, las había tenido en la espalda todo el tiempo, no tuvo tiempo de reaccionar cuando su cuello fue atrapado por una tela suave y delicada como si ella le acabara de echar un lazo al cuello cual potrillo desbocado. Cuando Dictis amansaba caballos salvajes, eso hacía, empezaba por echarles una cuerda al cuello y cansarlos al trote.
Uff, Andrómeda, puedes trotar sobre mí cuanto quieras Pensó pero no lo dijo en voz alta, sólo sonrió como un lelo con esa cara de niño bueno, cosa que no era en absoluto.
—Te queda lindo, estás lindo —Canturreó ella tan adorable, ajena a lo que él pensaba. —¿Te gusta? Creo que luce con tus ojos.
Me la suda un poco la verdad, pero es lindo Pensó Perseo, se sentía anestesiado, como si le hubieran puesto una correa alrededor del cuello. Miró a Hermes, formó una garra con la mano, él también debía pensar que lucía como un canino.
Oh bueno, seré un perro. Tocará lamer su mejilla Se dijo antes de besar la mejilla de Andrómeda, podía hacer eso, ¿No? Esperaba que sí porque ya lo estaba haciendo. Su piel era suave, agradable. No estaba tan mal. Era el primer regalo que ella le hacía, lo llevaría aunque no solía usar esas mierdas.
—Gracias, me encanta. —Mintió un poco.
Andrómeda le sonrió ilusionada, las mejillas besadas de rojo, era encantadora, lo tenía desesperado. Miró a Hermes pues, ¿Qué le habría traído él? El dios le enseñó las manos, estaban vacías.
—Mi regalo es... Un deseo, pide lo que quieras. —Dijo el Dios sonriente.
¿Un deseo? ¿Lo que yo quiera? Perseo se llevó una mano al mentón, era un Dios el que decía eso, entonces, si le pedía la luna, ¿Se la daría? O, ¿Una estrella? O, ¿Riquezas sin igual? O, ¿Una constelación en su honor? O, ¿Poder sin igual? O, ¿Hacerse invisible? O, ¿Volar? Después de pensar en todo aquello, llegó a algo que realmente deseaba.
—Quiero que me beséis —Concluyó muy satisfecho de su deseo —. Ambos. —Señaló a Hermes y luego a Andrómeda.
—¿Quéééééééééé? ¡Pero yo ya te di mi regalo!
—¿En serio, cachorro? Estás tonto —Se llevó una mano a la cabeza y negó para luego suspirar —. Todos los que quieras.
Perseo puso morritos, eso era lo que realmente quería, había pensado en hacer una travesura y no se detendría ahora. Tuvo una idea.
—Pues en la mejilla. Uno en cada mejilla. Eso puedes hacerlo, ¿O no, princesa? —Puso su cara de cachorrito abandonado, no la usaba mucho porque no le gustaba lucir como pobrecito pero normalmente funcionaba. —. Es mi cumpleaños.
Andrómeda carraspeó y hasta eso fue tierno.
—Está bien.
Perseo sonrió ahora y se golpeó con los dedos ambas mejillas indicándole que esperaba por ese "beso doble". Hermes y Andrómeda se miraron brevemente, a él le daba la sensación de que tenían cierta complicidad. Incluso a veces le parecía que Andrómeda tenía más relación con el Dios que con él, era curioso.
Ambos cerraron los ojos y se dispusieron a besar una mejilla, Perseo los vio sonriente. Estaba siendo travieso, cuando estuvieron demasiado cerca de él, se apartó. Como la princesa era más bajita creyó que Hermes besaría su frente, pero no calculó el hecho de que ella se estaba alzando para alcanzar su mejilla y el dios encogiéndose sobre sí y cuando quiso darse cuenta...
¿Qué mierda...? ¡Esto está MAL! ¡TERRIBLE! Se dijo mientras observaba Me pone cachondo.
Perseo se ruborizó, los labios de Hermes se posaron sobre los de Andrómeda y él se quedó boquiabierto.
Mierda, mierda, mierda. Se echó las manos a la cabeza, debía estar enfermo, eso le prendió más que todo lo que había visto en su vida. Su amante besando a su esposa, eso era sucio, eso estaba mal, era terrible. Y sexy.
Hermes abrió los ojos y sus cejas se alzaron, miró a Andrómeda y de nuevo las cejas bajaron y los ojos formaron una suave línea como si los dejara caer relajados. Hubo una pausa de confusión (lo fue para Perseo).
Luego en un pestañear, el dios estaba ya junto a la barandilla del trirreme.
—¡Perseo! —Gritó Andrómeda, la cara ardiendo. —¡Eres un cerdo! ¡Me has besado! —Dijo y le dio un manotazo en el brazo que ella debió creer que era fuerte pero que Perseo sintió como el aguijón de un insecto, escocía pero era soportable.
¿Cómo le digo que yo no la besé...? Miró a Hermes en busca de ayuda, pero estaba distraído tenía un dedo posado sobre sus labios. No obstante, debió sentirlo, porque giró el rostro hacia Perseo y le sonrió. Una sonrisa sádica.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top