Capítulo 24-Vuestra sombra

Polidectes estaba inquieto, si sus fuentes eran verídicas, entonces Perseo no estaba muerto. De hecho estaba demasiado vivo. ¿Cómo podía ser eso? Lo había enviado a matar a un monstruo temible. De hecho, cuando se enteró de que ese bastardo estaba en África, pues tenía ojos en todas partes, vio su oportunidad y pidió a un hombre de confianza que vigilaran los caminos y si veían a un chico pelirrojo al instante le dieran muerte. Iba a ser un accidente, intereses cruzados entre tribus africanas y un griego que por rebote falleció trágicamente en medio de un conflicto que no le incumbía.

No fue así, ¿Cómo podía ser? Le dijeron que mandarían cerca de veinte hombres, Perseo no era tan fuerte como para derribar a tantos él solo. Lo había visto entrenar, y eso no era posible. Alguien tenía que estar ayudándole. ¡Los dioses! ¿El dios del trueno viene a por mí? Se abrazó a sí mismo, de ser así, no tendría lugar a dónde ir. ¿Por qué? ¡No puede! ¡He sido bueno! Lo he criado como si fuera mío. Yo le he dado todo lo que tiene y no lo he dejado sufrir en absoluto. Se decía angustiado.

¿Fue porque traté de matarlo? ¿Los dioses lo sabrán? Miró a todos lados aterrorizado. Desde el mismo momento en que Perseo llegó junto a su madre, supo que aquello era obra de lo divino. Una caja de bronce no llegaba desde Argos a Serifos por azares del destino, la mano de un dios estaba detrás.

Así que cuidó de Perseo aunque no era suyo y él odiaba a los niños, por eso no tuvo. Una vez quiso, tuvo una mujer a la que tomó a la fuerza pero ella era frágil y murió en el parto, el niño salió deforme y tuvo que matarlo también. Debido a tantas molestias, se deshizo de la idea de ser padre. Entonces llegó Perseo, quiso quererlo, pero no lo hizo en absoluto. Cuando lo miraba, sentía los ojos del dios trueno sobre él y su respiración soplándole en la nuca.

Veía una amenaza por lo que trató de hacerlo su aliado, de haberlo conseguido habría tenido a los dioses de su lado. No pudo porque su hermano Dictis se entrometió, lo volvió en su contra llenando su cabeza de mentiras. ¿Y quién le había dicho que tenía libertad? ¿Derechos? ¿Dignidad? Esos eran para los nobles, no para los plebeyos como él y menos si vivían de otros como asquerosos parásitos. Maldito Dictis, ¡Todo esto es culpa tuya! Debí matarlo cuando pude. Fui débil. Pensó, pero estaba a tiempo de enmendar ese error.

Fue ingenuo también, nunca vio en Perseo una pizca de poder. Se confió, creyendo que en realidad no había heredado nada de su padre, sí, era un buen guerrero, ¿Y qué? Polidectes tenía muchos buenos guerreros a su lado y más útiles, pues no los ataban códigos morales y éticos, como era el caso de su protegido. Así que abandonó la idea de tenerlo a su lado. ¿Para qué lo quería? Era un cándido incapaz de hacer daño a una mosca igual que Dictis, hombres débiles. Así que se olvidó de él un tiempo, pero él comenzaba a hacerse mayor y no tenía herederos.

Dánae era dócil, complaciente, ella era adecuada y bella, y al menos no tenía ese desagradable pelo rojo. Pensó en tomarla, pero encontró un obstáculo en el camino. Una noche, convenció a aquella mujer de hablar sobre la educación de Perseo, sobre planes a futuro. Era ingenua no se dio cuenta de que vertió cierta sustancia en su bebida y ella estaba demasiado atontada y adormecida, podía recordar la situación:

Era tarde, noche sin luna como si hasta ese astro se avergonzara de las atrocidades que acontecían bajo aquel tupido manto de estrellas. Resguardado en la oscuridad, Polidectes cargaba a una inconsciente Dánae, pero ni la noche era tan lóbrega como el corazón de aquel soberano. Ella convalecía, respiraba pesado, todo de acuerdo a su plan. Tendría un hijo y lo educaría para que fuese como él quisiera, evitando cometer viejos errores. Sería rey como antes lo fuera él.

Anduvo por los angostos pasillos y todo era silencio, escuchaba sus propios pasos en lo que iba hasta su cuarto. La droga la mantendría aletargada un buen rato, no tenía prisa. Dánae no era pura, pero sólo estuvo con Zeus y él estaría donde antes estuvo un Dios. Eso le excitaba. Su rostro se retorció en una expresión salvaje: una sonrisa que se extendía por su rostro, ojos embargados de júbilo que reflejaban sus oscuras intenciones y fue tal su éxtasis que hasta se relamió como el depredador que era.

Alzó la vista de repente, Perseo estaba frente a él y lo miraba como si acabase de ver a un fantasma. Polidectes se puso nervioso de repente.

—Perseo, es tu madre, no se encontraba bien, la llevo a sus aposentos.

El joven Perseo pasó del asombro a una expresión que no supo descifrar. Sus labios formaron una línea, los ojos entrecerrados y le pareció que una sombra incluso más oscura que sus intenciones caía sobre su rostro.

—Sus aposentos están en la dirección opuesta. Debéis estar ebrio —Lo dijo a media voz, pero de algún modo el soberano tuvo un escalofrío. —. Yo la llevaré.

Estaba sorprendido, había tenido a Perseo desde que ni siquiera gateaba y nunca en su vida se había sentido amenazado por él. Temía a los dioses, pero no a él como individuo. Apenas pudo reaccionar cuando su protegido se disponía a arrebatársela de los brazos. Entonces actuó, él podía verse amenazante, pero seguía siendo un chucho abandonado y Dictis era el dueño de todos los perros que habitaban en Serifos.

—Temo que no va a poder ser, Perseo. —Se impuso, siempre había funcionado. Podían reñir porque aquel mocoso creía saber de la vida más que él, pero al final siempre agachaba la cabeza y se iba.

Trató de recuperar a Dánae, llevó su mano hacia ella. Perseo la interceptó y fue como si una serpiente se le enroscara alrededor. Apretó de repente con tanta brutalidad que estuvo a punto de gritar.

—¡Perseo!

Alzó la mirada para desafiarlo, para intimidarlo, pero lo que encontró en aquellos ojos verdes le encogió el estómago. Era una mirada atroz, como si una bestia terrible lo marcara como su presa y en cualquier momento fuera a cerrar sus feroces fauces sobre su cuello. Tuvo miedo.

—Yo me ocupo de Dánae desde ahora —Dijo muy calmado. —, así que, cada vez que os sintáis tan bondadoso con mi madre, recordad que soy vuestra sombra.

Escalofríos recorrieron su cuerpo, tal vez habría sentido menos terror si él lo hubiera amenazado directamente. No fue así, la incertidumbre de no saber a qué atenerse lo hizo sentir atrapado.

—Buenas noches, mi señor. —Perseo agachó la cabeza frente a él en un gesto de lealtad, justo antes de marcharse con Dánae en brazos.

Polidectes se quedó clavado en medio del pasillo asustado de sombras que no había visto pero que sentía sobre su cuerpo. ¿Desde cuándo Perseo podía mirarlo así? Algunas veces lo contradecía, pero nunca lo desafiaba. No se atrevía. Entonces, ¿Qué demonios?

Desde ese día, allá a donde fuera encontraba a Perseo de un modo u otro. Salía del despacho y justo él pasaba por allí, giraba una esquina y allí estaba de nuevo, visitaba la ciudad; detrás estaba él entre la gente. No pudo hacer nada porque le daba vergüenza reconocer que tenía miedo de un chico de dieciséis o... ¿Eran diecisiete? años. Era asfixiante, sentía que realmente lo mataría si es que daba un paso falso y también temía tomar acciones directas contra él por si los dioses desataban su ira en él. Atrapado.

Entre la espada y la pared, Polidectes vio su oportunidad con una treta y consiguió engañar al semidiós con su falsa intención de desposar a la princesa de otro reino. Perseo lo creyó y por su cuenta, decidió embarcarse hacia lo que sería su muerte. No lo fue.

¿Por qué sigues vivo? No lo entiendo Polidectes se llevó las manos a la cara en actitud reflexiva, los codos sobre el escritorio y el cuerpo ligeramente encorvado sobre este. Tocaron a la puerta.

—Adelante.

Esperaba que fueran buenas noticias, Perseo muerto o capturado, pues había dado claras órdenes de atraparlo en cuanto se acercara a Serifos porque SABÍA que él iba a volver, y desconocía de qué ánimo. A sus tierras habían llegado todo tipo de fábulas, como que había dado muerte a Medusa y a un monstruo atroz surgido de las profundidades marítimas. No sabía si creérselo. El Perseo que conocía, difícilmente estaba a la talla de semejantes hazañas.

Vio pasar a Akakios, su más fiel informante y en ocasiones consejero, un hombre menudo de rasgos extravagantes: nariz prominente y puntiaguda, mofletes de ardilla, pies grandes pero una sonrisa entrañable. Era grotesco y curioso a la vez.

—Espero que sean buenas noticias. —Amenazó, no sería la primera vez que mataba a un informante por transmitirle un mensaje que no le favorecía.

—Su alteza —Hizo una cortés reverencia —, hemos capturado a Dictis tal como usted lo ordenó.

Eso sacó al soberano de su estado de retraimiento, ¡Eran buenas noticias! Hasta se permitió sonreír un poco. Ahora sólo tenía que sacarle dónde había escondido a Dánae y tendría un escudo anti-Perseo infalible.

—Bien, bien, ¿Dónde lo tenéis? —La sonrisa no cabía en su rostro.

—En los calabozos sin comida ni agua tal como lo ordenó. —Aseguró aquel grotesco ser.

—Bien... —Hasta tuvo ganas de reírse, era tan bueno —. Usad cualquier método para interrogarlo, quiero saber dónde esconde a la perra de Dánae y el escondrijo de los rebeldes.

Akakios comenzó a escribir las demandas del soberano no sea que se le fueran a olvidar. A veces Polidectes lo tomaba por atrasado, pero ese tipo conseguía la mejor información siempre.

—Y una vez haya confesado, ¿Qué hacemos con él, mi señor?

—Ejecutadlo pues. —Sentenció sin un ápice de escrúpulo.

Matar a Dictis era algo que debió haber hecho hacía mucho tiempo atrás, pero fue débil y le permitió vivir como un plebeyo.

—Más aún. ¿Qué sabes sobre Perseo? —Inquirió, era lo que más le inquietaba, desde que una de sus fuentes le informó de que regresaba, había protagonizado sus pesadillas. —¿Es cierto que ese bastardo regresa?

—Sí, mi señor.

La euforia fue sustituida por ira y preocupación. Ese mocoso era un problema, debía matarlo o tratar de persuadirlo, ¿Qué funcionaría con él? Si lo dejaba vivo y él conseguía llegar hasta Dánae, tendría problemas. No se había portado bien ese último año y por supuesto no hizo esfuerzo por mantener su palabra a la espera de Perseo.

—¿Por dónde? ¿Por mar?

—Por tierra. —Respondió Akakios.

Por tierra Se repitió a sí mismo él, tal vez eso le comprase tiempo para trazar un plan. Había subestimado la incomodidad de Perseo para viajar por mar, no se imaginaba que sería suficiente para que decidiera trazar un camino más largo.

—¿Desde dónde?

—Desde Tracia, mi señor —Respondió —. Mis hombres calculan que tardará entre uno y dos meses en arribar.

—Ya veo... —Pudo respirar tranquilo ahora, pues se creía con tiempo para reaccionar. —. Aquí tienes, la información esta vez fue de primera calidad. —Extendió un saco de dracmas a aquel hombre.

Justo en ese momento reparó en él, juraría que sus ojos antes eran marrones, no los recordaba grises. ¿Tenía Akakios los ojos grises? Parpadeó varias veces, debía estar cansado, sólo eso.

—Puedes retirarte. —Le indicó con un gesto de mano que se marchara.

—Gracias, mi señor. —Hizo otra nueva reverencia antes de marcharse en silencio.

Caminaba por los pasillos con parsimonia y cuando se supo lejos de Polidectes, empezó a andar dando saltitos, la bolsa rebotaba y a él le encantaba el sonido del dinero al golpear. Era quizá uno de sus favoritos.

—El dinero es, magia y poder~ —Iba canturreando feliz, sonreía en una imagen grotesca pues parecía una duendecillo. — y ya que me sobra, le compraré algo bonito que haga juego con sus ojos. —Se dijo con aire soñador.

Iba dando brincos y tarareando muy alegre. Tenía muchas cosas en las que pensar, llevaba un tiempo investigando sobre la situación en Serifos, no tenía buena pinta, cabía destacar. No quería intervenir, pero estaba preparado para hacerlo en caso de que fuera necesario.

Hizo la ruta hacia su casa, vivía lejos, en el bosque alejado de todo el mundo. Curioso para alguien que se dedicaba a recopilar información, tal vez no le gustaba ser encontrado. Los bosques de Serifos eran húmedos pues era una isla y la cercanía del mar hacía del clima algo insoportable, a juzgar por él, en verano el calor se pegaba al cuerpo, en invierno el frío calaba los huesos.

Árboles de laurel por todas partes predominaban aquel lugar, verde pasto hermoso que desentonaba con el gris de la ciudad. Las flores comenzaban a florecer, pues Perséfone había vuelto con su madre y todo comenzaba de nuevo a florecer, Hades debía estar triste.

Akakios, siguió el camino hacia su casa, se detuvo frente a una cabaña bastante humilde pero mejor construida que muchas de las de Serifos. De madera y arcilla, se sostenía con gracia allí, en medio de la naturaleza. Se detuvo frente a la puerta y buscó en sus bolsillos hasta que dio con un juego de llaves. Las miró.

—Cuál será, cuál será~ —Canturreó pues estaba feliz —la que tú corazón abrirá~ —Y a dedo escogió una al azar.

Trató con ella, pero no era, la fortuna no estaba de su lado. Probó con otra y esta sí giró y la puerta se abrió con un horrible chirrido.

—¡A estas puertas hay que echarles mantequilla! ¿Eh? —Gritó aquel ser como si quisiera ser escuchado.

Caminó de nuevo dando saltitos con su bolsa de dracmas rebotando. El salón tenía más polvo, que su vieja casa en Macedonia, nunca le dio un uso, la tenía sólo por aumentar patrimonio. Los muebles estaban ajados a pesar de que ese tipo tenía dinero para comprar un pequeño dominio y autoproclamarse señor feudal. Los humanos eran codiciosos.

Llegó pues hasta un armario y al abrir se encontró a otro Akakios amordazado, atado y desnudo, que lo miró de vuelta temblando con sus ojos marrones. El que sostenía los dracmas sonrió, fue una sonrisa tan grande que no le cabía en el rostro.

—Te voy a quitar la mordaza, grita y te mato. —Aunque lo dijo muy alegre, no por eso sonó menos aterrador.

El pequeño hombre asintió con la cabeza, y el usurpador le cortó la mordaza con un puñal y se rio al ver el terror en aquellos ojos saltarines.

—¿Quién sois...? —Repuso asustado. —. Por favor no me hagáis daño, tengo una familia.

—¡Qué mentiroso! Si a ti no te quiere ni tu perro, se te escapó nada más lo solté —Lo tomó de la cuerda y del armario lo tiró al suelo con violencia, este se quejó. —, ¡Pero me caes bien, rata apestosa! Te lo diré.

Chasqueó los dedos y comenzó a crecer, alto, esbelto y de cabellos como el caramelo. Ademanes de caballero y una sonrisa de diablillo.

—Me llamo Hermes, pero para qué decirte. Cuando despiertes, no recordarás nada en absoluto. —Cortó las cuerdas de aquel hombre que lo miraba con terror.

—¿Hermes...? ¿El dios? —Se encogió sobre sí mismo aterrado.

—¡Así es! —Dijo cantarín —. Me iré ahora, pero ya que estoy aquí, te preguntaré, ¿Por qué teniendo tanto oro vives como un miserable?

—P-para... ser rico en mi próxima vida. —Le escuchó decir.

Hermes se rio, era una risa histérica de hiena desquiciada, el hombre se encogió sobre sí mismo con temor.

—¡Qué idiota! ¡Pocos son los que renacen! Y tú vas directo al tártaro, tus crímenes son —Se aclaró la garganta al tiempo que sacaba de su zurrón un pergamino que al extenderlo cayó sobre el suelo y aún siguió desarrollándose allí como si se tratara de una alfombra. —, traición, infamia, depravación y... —Hizo una pausa dramática —¡Ser feo! ¡Eres muy feo! A los dioses no nos gusta la gente fea como tú. Si Prometeo te viera, lloraría, pero claro él está ocupado siendo torturado, ¿A quién has salido tú? ¿Eres pariente de un hecatónquiro?

Guardó su pergamino con pasmosa velocidad, el hombre lloraba, más no por los insultos. Temblaba como un asustado conejito, Hermes habría sentido lástima de no ser porque era horrendo, era como si un orangután tratara de moverse como un gato. Espeluznante. Aún así aquel hombre alargó la mano hacia la bolsa de dracmas del Dios.

—Eh, eh, eh, ¿Qué crees? Esto es mío, que tú ya tienes mucho oro y a mí siempre me falta —Dijo él, aunque era una sensación infundada, tenía más oro del que gastaría nunca. —, lo hago por tu bien, qué conste, tener tanto oro te hace mal. Dámelo a mí, me hace feliz. ¿Sí? ¿No? ¡Eso es sí! Gracias, es un regalo, de mí para mí.

Akakios lo miró horrorizado, el dios se guardaba su dinero en aquella bolsa y quería gritarle pero no lo haría.

—¡Hala! ¡Qué vaya bien! Recuerda que vas al Tártaro —Luego se golpeó la frente —. ¡Fallo mío! No recordarás nada de esto. Perdón.

Chasqueó los dedos una vez más y aquel hombre se durmió. Hermes salió volando por la ventana y abandonó aquella vieja casucha meditabundo.

Así que... Van a ejecutar a Dictis y quieren capturar a Perseo... Esto es interesante


▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂▂

Holaa, estoy como un poco triste y desmotivada porque siento que me lee poca gente U.u, y me toma mucho esfuerzo escribir y pensar en cositas para vosotros, no sé si alguien me estará leyendo, estaría bien si pueden que me dejaran un comentario ni que sea para decir "me ha gustado el capítulo", así yo lo siento, jeje. No sé, a veces es como si mis espectadores fueran fantasmas. En fin, espero que os guste cómo van las cosas. De aquí en adelante se va a podrir todo MÁS.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top