Capítulo 21-Olvidando principios
Estaba hirviendo, cada fibra de su ser se retorcía en una agonía sin igual y era como si la única forma en la que pudiera dar rienda suelta a su emoción fuera por medio de la espada. No era sangre lo que recorría sus venas, ni siquiera era fuego, ¡Era peor! Magma y le quemaba con furia. Habían tocado a su esposa, habían lastimado a su esposa, habían tratado de matar a su esposa, así que ahora él los mataría a todos sin excepción.
¡Le daba rabia! Hermes había matado a dos y él los quería matar a todos. Si es que quedaba alguno con vida cuando acabase con ellos, lo torturaría, nunca lo había hecho. A lo mejor podía probar a ver qué se sentía. Algo oscuro bullía en su estómago, y era desagradable y emocionante a la vez.
—¿Quién? ¿Quién de vosotros golpeó a MI mujer? —Dijo mientras blandía su espada hacia los soldados, que habían quedado impresionados mas no por Perseo, sino por la aparición de Hermes.
Cuando se dieron cuenta de que aquel ser ya no estaba allí, dirigieron su atención hacia aquel niño, que sí, era musculoso y blandía una espada pero, ¿Eso qué? Los soldados se miraron entre sí sonrientes y luego miraron al joven de nuevo.
—¡Niño! ¡Vuelve con tu madre! No tienes edad para empuñar espadas.
Aquel hombre hizo el amago de reírse, pero Perseo fue tan veloz que tan solo le dio tiempo a sonreír, después su cabeza rodó tal como lo hizo la del hombre que trató de matar a Andrómeda. Por supuesto no era tan veloz como Hermes, ellos definitivamente lo habían visto moverse, sólo no les dio tiempo a reaccionar.
—¿Quién fue? Sí me lo decís, sólo mataré a esa persona —Anunció con una calma que no tenía, porque estaba hirviendo.
Hubo un momento de aturdimiento, si algún inocente quedaba en la sala, tiempo tuvo para escapar.
—¡Fui yo! —Soltó uno entre la multitud —. Yo golpeé a esa perra, ven a por mí si es que puedes.
Perseo posó su mirada sobre aquel sujeto, sentimientos oscuros se retorcían en su estómago cómo espinas que envenenaban la persona que creía ser. Se movió rápido de nuevo hacia él, pero ese hombre era un hábil guerrero y pudo bloquear su estocada, el ruido al chocar hierro con hierro fue atronador. Pero el semidiós ya contaba con eso y como su espada era de medio alcance, con la mano restante golpeó en el estómago a aquel desgraciado.
El golpe fue espantoso, lo hizo caer de rodillas, mas no lo mató, solo lo golpeó en el cuello y perdió la conciencia. Tenía otros planes para él. Se volvió hacia los otros y casi al instante se abalanzó sobre ellos pese a que había prometido que no dañaría a nadie más. Así que sí, estaba faltando a su palabra por primera vez en su vida, blandiendo una espada con intención de lastimar. Realmente quería matarlos a todos, no le importaba si seguían órdenes o si estaban allí por error. Así que fue directo a asestar golpes fatales.
Varias cabezas rodaron hasta que pudieron reaccionar, se movía entre filas con sorprendente velocidad, la sala le favorecía también, porque aunque eran muchos, no podían atacarle al mismo tiempo y al parecer ni siquiera habían entrado todos. Estaba atacando a personas que la mayoría de las veces no podían responderle y le daba igual.
Aun así intentaron rodearlo y lo consiguieron, los vio tratar de atacarlo pero en ese estado de frenesí era como si viera todo a su alrededor suceder con lentitud. Se agachó y ellos no tuvieron tiempo de detenerse, se hirieron los unos a los otros y la túnica blanca de Perseo ahora era carmesí. Si es que alguno quedó vivo, lo remató, porque no quería que ABSOLUTAMENTE NADIE sobreviviera.
Avanzó a la siguiente fila, dispuesto a terminar con todos, pero se detuvo en seco pues uno de los hombres usaba de escudo al rey Cefeo. El filo de una espada cruzando su cuello, el rostro magullado, esos malditos lo habían golpeado. Se detuvo.
—¡Quieto ahí! O el rey Cefeo vivirá sus últimos momentos.
Perseo frunció el ceño molesto, ¡Esos cobardes! De nuevo escoria sirviéndose de los débiles, ¿Cómo se atrevían? Era mayor y rey, ¿Es que no tenían honor?
—¡Soltadlo, malditos! ¡Os mataré a todos! —Amenazó espada en mano.
Vio como aquel hombre que tenía una cicatriz en el ojo izquierdo, presionaba con más fuerza la espada pues un hilo de sangre se deslizó por la hoja. Perseo apretó los dientes con rabia.
—No matarás a nadie más, tira la espada —Le advirtió, tenía una voz ronca y grave.
—Inténtalo, y veremos qué es más rápido, tu filo o el mío —Amenazó el semidiós, estaba casi seguro de que podía matar a ese hombre antes de que pudiera reaccionar.
El hombre rio, cosa que hizo que el semidiós lo mirara con confusión, ¿Qué era tan gracioso? No estaba en posición para reírse.
—Tal vez me mates a mí, pero observa a tu alrededor —Le dijo aquel hombre, y eso hizo, estaban rodeados al menos veinte hombres armados les impedían el escape. —, puedes matarme a mí y huir, este viejo no.
Perseo apretó los dientes más, eran como sierras entre sí, le rechinaban de pura ira. Estaba trazando rutas, posibilidades. No había contado con tener que salvar al padre de Andrómeda, claro, él podía moverse entre líneas con relativa facilidad pero, ¿Cómo lo haría Cefeo? Ese hombre tenía cojera y era mayor. ¿Podía cargarlo? No, lo pondría en peligro y él sería menos veloz.
—¡Hijo no! ¡No lo escuches! haz lo que... —Empezó a decir Cefeo pero le cubrieron la boca.
—Te lo diré de nuevo, tira el arma o mato a este hombre, y ni se te ocurra resistirte porque entonces también lo mataré. —Amenazó el hombre de la cicatriz.
Frunció el ceño, si tan solo encontrara la forma de distraerlos el tiempo que él sacaba a Cefeo de allí... Pero no podía hacer nada, no dejaría morir al padre de su esposa. Tiró la espada y vio la expresión de horror en el rostro de su suegro.
—Patéala lejos —Le indicó el hombre, eso hizo Perseo. —. Eso es... Al suelo ahora.
Perseo se mostró dócil mientras pensaba en cómo podía salir de aquella, él solo ni siquiera se lo replantearía, pero no abandonaría a Cefeo, nunca abandonaba a la familia y cualquiera que fuera capaz de hacer algo así no era digno de empuñar un arma.
—Bien, ¡Divertíos pero no lo matéis! ¡Este hijo de perra es hijo de un Dios! —Dijo, parecía darle respeto, era comprensible hasta cierto punto. —Pediremos un rescate y si los dioses no lo reclaman, ya veremos.
Menos mal que no tienen ni idea de que mi padre no sabe ni que existo no supo si llorar o reír ante esa idea. No tuvo mucho tiempo de eso cuando la primera patada le llegó, impactó contra su estómago y tampoco pudo quejarse, pues después de esas vinieron muchas más. Lo patearon, lo pisotearon y hasta le escupieron encima. Nunca se había sentido tan humillado, aun trató de mantenerse todo lo digno que podía y soportar el dolor en silencio pese a que era como si lo rompieran desde dentro.
—¡Grita semidiós! ¡Llama a tu padre! Dile que venga. —Se rio uno de ellos antes de pisarle la cabeza contra el suelo.
Perseo soltó un leve quejido cuando su nariz se rompió contra la piedra y la sangre comenzó a caer, el sabor metálico le llegó a la boca, aunque estaba literalmente bañado en carmesí. Estaba temblando, y no era miedo, era rabia. Mas controlaba su mente, tratando de pensar entre tanto dolor, en cómo salvar a su suegro.
—¡Eh! ¡Venga! ¡Grita para nosotros! ¡No es divertido así! —Lo patearon de nuevo.
—Yo creo que está inconsciente —Dijo otro y se agachó para cerciorarse, lo tomó del cabello con violencia y Perseo se encontró con aquellos ojos marrones que lo miraron con sorpresa. —¿Qué es esto? ¡Pero si es más hermoso que mi mujer! —Exclamó, y se escucharon risas, el semidiós sólo pudo fulminarlo con la mirada porque ni las palabras le salían. Aquellos ojos se tornaron lascivos de repente —¿Quieres ser mi esposita, ricura? Te haré muuuy feliz todos los días, ¿Qué dices? Te saco de aquí si me das un besitooo.
A Perseo se le revolvieron las tripas sólo de ver cómo ese tipo acercaba su rostro al suyo, pero esperó a tenerlo lo suficientemente cerca como para poder escupirle y acertarle en el ojo.
—Mejor preséntame a tu mujer... —Dijo el semidiós como pudo porque le dolía hasta el alma, aunque fue peor cuando Medusa lo golpeó —... la haré más... feliz que tú —Dijo y esbozó una sonrisa de medio lado y simuló con una mano el tamaño irrisorio de lo que imaginaba sería su falo.
—¡Maldito desgraciado!
Un puñetazo le vino al rostro y de nuevo mordió el polvo. Si tan solo pudiera matarlos a todos... Pensó frustrado, podía llamar a Hermes, pero no quería su ayuda ya que a la que habían ofendido era a su esposa y no al dios. Por su honor que todos morirían, sino ahora, pensaba perseguir a cada uno de esos hijos de perra hasta que no quedase ni uno en pie.
Sólo necesitaba... De pronto se formó gran revuelo, escuchó a aquellas criaturas infames gritar, exclamar y lanzar maldiciones. La mayoría se volvieron hacia lo que acontecía, Perseo comenzó a escuchar el característico sonido del hierro con hierro, ¿Qué es esto? ¿Refuerzos? Lanzó una mirada furtiva al hombre de la cicatriz, él también se había distraído, y sus hombres se habían dispersado. Si no hacía algo, entonces él igualmente usaría a Cefeo como rehén, mas él no lo miraba a él.
Ya te tengo Pensó. Fue más rabia que fuerza lo que pese a todos los golpes lo impulsó a agarrar la primera espada que encontró y apresurarse con sus últimas fuerzas a desplegar poder divino. Rápido como una flecha llegó hasta ellos y como el guerrero era más alto, pudo decapitarlo sin riesgo y salvar a Cefeo.
—¡Perse...! —El soberano enmudeció cuando Perseo se llevó un dedo a la boca pidiendo por su silencio.
—Padre, escóndase... —Comenzó a toser, pudo cubrirse a tiempo la boca, era sangre pero no le importó de momento.
—Perseo... estás herido, hijo. —Le dijo preocupado, el semidiós negó con la cabeza y posó una mano sobre su hombro.
—Tengo un plan, escóndase y cuando le de una señal, hago que todos sus soldados se agachen. A usted le escucharán. —Pidió, le costaba un poco respirar también, pero si todo salía bien, terminaría rápido.
El semidiós observó con alivio como aquel hombre cumplía con el plan, ahora sólo tenía que pasar a la segunda fase aunque su cuerpo le pedía otra cosa. Puedo con esto, tú puedes Perseo, por Andrómeda, por Hermes, por Dánae y Dictis. Tú puedes Se repetía, siempre que creía que desfallecería, pensaba en todo lo que tenía por perder, todas las cosas que amaba, eso le daba fuerzas.
Se movió sigiloso entre soldados aprovechando que era pequeño, ligero y ágil y obtuvo lo que andaba buscando. Lo había dejado entre sus pertenencias pues nunca se separaba demasiado de semejante artefacto. Cuando lo tuvo entre sus manos, volvió cerca de Cefeo.
—Ahora. —Le instó.
—¡Agachaos! —Ordenó, se notaba que tenía voz de líder.
Perseo desenfundó la cabeza de Medusa y al instante todo el que osó mirar en su dirección se convirtió en piedra. No era el sufrimiento al cual deseaba someterlos, pero desde luego era una muerte segura. No todos fueron petrificados, pero una gran mayoría de ellos sí, el resto pereció bajo el filo de los soldados reales.
Otra cosa le preocupaba, fue justo al lugar donde dejó al tipo que golpeó a Andrómeda, y como parecía que estaba despertando, lo pateó y lo ató con jirones de ropa que ya nadie necesitaría pues los muertos no ocupaban togas. Cefeo se acercó de nuevo a él.
—¿Qué haces hijo? —La preocupación plasmada en su rostro
—Este maldito golpeó a Andrómeda, le haré pagar. —Trató de patearlo de nuevo, pero tuvo un pinchazo en el abdomen y de nuevo tosió con sangre.
—Hijo, lo que necesitas es asistencia médica, de nada temas, yo mismo me ocuparé de este hombre —Le aseguró y le dio una suave palmadita en la espalda —. Sospecho que yo de esto sé más que tú, y antes de que tuya, es hija mía.
Perseo le sonrió, se alegraba de que estuviera sano y salvo, no tuvo tiempo de preguntarle porque Casiopea fue a sus brazos, preocupada. Él solo se hizo a un lado y los dejó hablar. Estaba contento de que todo hubiera resultado bien.
De la nada aparecieron Hermes y Andrómeda, tampoco tuvo tiempo de reaccionar cuando esta misma se arrojó a sus brazos comenzando a sollozar.
—¡Perseo! —Dijo ella.
Le sorprendió pero cerró sus brazos alrededor de ella y acarició su cabello que era suave y le recordaba en color al algodón. Fue agradable, dulce, era muy linda y se sintió querido por ella. Sintió su pecho cálido.
—Princesa... ¿Estás herida? Debiste estar muy asustada, perdóname —Depositó un beso en su cabeza mientras permitía que su cercanía poco a poco redujera sus instintos asesinos, era como despertar de una pesadilla (aunque no se arrepintiera de nada). —. La próxima vez te protegeré mejor.
La princesa lo calmaba un poco al menos, aunque siempre fuera por la vida a un ritmo desenfrenado.
—¡Idiota! ¡Debiste pedirle ayuda a Hermes! ¡Mira que dejar que te lastimen tanto! ¡No te lo perdonaré! —Lloraba ella y se aferraba a él.
Y hablando de Hermes, no se había olvidado de él, era solo que no había dicho una palabra desde que llegaron. Lo miró, tenía en su rostro una mueca de consternación, debía estar molesto porque no había pedido su ayuda. Perseo no quería favor divino, todavía le pesaba en su orgullo que Atenea le ayudara a dar muerte a la gorgona.
Pero si había algo que podía hacer. Extendió su mano hasta él y él lo miró confundido, luego negó con la cabeza pero Perseo insistió reiteradas veces, hasta que él vino a regañadientes.
—¿Qué? —Le dijo, siempre que él decía eso estaba molesto, algunas veces Hermes era obvio, otras no tanto.
Tan pronto lo tuvo cerca, lo agarró y tiró de él hasta poder abrazarlo a él también. Con un brazo tenía a Andrómeda, con otro a Hermes, y al tenerlos a los dos así se sintió completo y feliz. Cerró los ojos, todo merecía la pena ahora. Si puedo estar con los dos, entonces todo está bien. Gracias padre por permitir que viva Le dijo, le hablaba, sabía que no escuchaba, pero le hablaba.
Hermes parecía tenso, Andrómeda no tanto. Le dio igual, haría que funcionase de algún modo. Estaba siendo codicioso, pero quería tenerlos a los dos y no lastimar a ninguno. Era demasiado, ¿Verdad? Como Ícaro volaba cerca del sol[1], se arriesgaría. Siempre se arriesgaba, ¿Qué era la vida si no se vivía al límite de las posibilidades? Sólo algo temía, y ese algo era perder todo lo que amaba, el resto le daba igual. Las personas iban y venían, las riquezas se agotaban, los imperios caían, su amor no.
—Os quiero. —Susurró desde el fondo de su corazón.
Estaba feliz, muy feliz, pero su cuerpo no correspondió con esa emoción y se sintió colapsar. Ya no pudo sostenerse sobre sus dos piernas con normalidad, sin embargo, no llegó a tocar el suelo, ni siquiera lo rozó. Abrió los ojos de nuevo, estaba en brazos de Hermes, lo cargaba del mismo modo que llevó a la princesa, mas no lo molestó.
Apoyó la cabeza en su pecho, era cálido y reconfortante, sentía su amor. No era un Dios distante y autoritario (a veces un poco), era en realidad muy gentil y cariñoso y aunque sus ojos grises lo miraban con aire severo, le sonrió.
—Me lo voy a llevar. —Declaró Hermes.
—¡No! —Dijo Andrómeda y Perseo la miró, parecía muy preocupada y no entendía por qué.
—A que lo sanen. —Especificó el Dios, no entendió por qué tuvo que aclararlo ni porque la princesa se alarmó tanto.
—Aquí tenemos médicos también, son buenos... Son...
—No te ofendas princesa, los míos son mejores que todos los que tú puedas tener. —Escupió y no esperó a que ella dijera nada.
Vio al padre de Andrómeda también contemplar la escena con asombro y ya no vio a nadie más, pues desaparecieron. Hermes debió pensar que era mejor simplemente aparecerse en aquella cabaña, ya que no le pareció que usaran su velocidad. Fue extraño, pero al menos no notó la presión en el cuerpo que sentía cuando lo cargaba y corrían. No se fijó en dónde estaban, apenas un poco del interior.
Era una cabaña rústica pero equipada con todo, incluso tenía una chimenea, muebles en madera y una cama sobre la que el Dios lo depositó con mucho cuidado. Era cómoda, olía un poco a Hermes, le agradó. Él se sentó a su lado y comenzó a analizarlo, estaba molesto, lo sentía, pero aun así fue absurdamente delicado.
—Hermes... —Susurró y tomó su mano, este se tensó.
—No, Perseo, siempre haces estupideces, ¿Por qué no pediste ayuda? —Frunció el ceño. —. Incluso ese hombre te tocó...
Perseo lo observó, Hermes tenía una mueca de disgusto muy intensa, debía referirse al pobre diablo ese. Aun así le agradecía que no hubiera intervenido, no quería tener al dios como niñera, suficiente con que fuera su amante. Si lo necesitaba, lo pediría, no obstante, mientras él pudiera no lo haría. Nunca había tenido ayuda de ellos hasta hacía poco y había sobrevivido, ahora también sería así.
—Eh, ¿Qué te pasa, copito de nieve? —Le repitió sus propias palabras, se la había estado guardando hasta ahora. —¿No puedes soportar al menos eso? Los hombres son así, poco les importa el agujero si el rostro es hermoso. A veces ni eso. —Explicó.
Ni siquiera era la primera vez que se sacaba a un tipo de encima, lo habían intentado muchos, pero nadie lo consiguió, sólo Hermes. Además era terrible, en Serifos ningún hombre se atrevería a tocarlo así, pero en Etiopía no lo conocían todavía, tiempo al tiempo. El Dios seguía molesto, alargó una mano hasta su rostro y acarició su mejilla.
—Un hombre de verdad debe proteger lo suyo —Aseguró a Perseo, si no respetaban a Andrómeda, él haría que la respetasen.
Nadie tocaría a un ser querido suyo. NADIE. Todo lo bueno y gentil que era, acababa cuando tocaban las cosas que amaba. Con Hermes estaba tranquilo, él no necesitaba protección de ningún tipo, aunque siempre estaría si él lo llamaba. Lo vio fruncir el ceño.
—Todo por esa mujer que NO te ama —Espetó Hermes molesto. —. Pues yo sí te amo. ¿Por qué no me amas sólo a mí y ya? Es una pesada, un lastre, olvídala. —Le ordenó.
Así que es eso... Se dijo, Hermes estaba celoso. Ya le extrañaba que hasta ahora no lo hubiera demostrado, sobre todo teniendo en cuenta cómo reaccionó con el asunto de la corona y Apolo. Llevaba un tiempo pensando que se contenía, era extraño, siempre era demasiado gentil con él. Tal vez tenía miedo de herirlo como la otra vez, desde entonces, nunca lo había tratado con tanta rudeza y si se molestaba se alejaba. Tenía esa sensación de que no quería lastimarlo de ningún modo, de estar siendo mimado y cuidado entre paños de lana.
Extendió débilmente los brazos hasta él y lo abrazó, al dios no le quedó otra que recostarse sobre su pecho. Tal vez no fue lo mejor porque pesaba mucho y no estaba en su mejor condición física, pero quiso abrazarlo.
—Andrómeda no tiene nada que ver, Hermes... —Susurró y se dedicó a acariciarle el cabello. —. Os sigo amando igual, incluso más que antes... Siempre —Le aseguró, cuando él amaba no era algo que pudiera olvidar. Las personas que quería nunca lo abandonaban del todo, tal como Hermes declaró hacía tiempo atrás. —, y sí, es verdad que anhelo a la princesa también, no es algo que pueda controlar... Pero nada va a cambiar, no voy a reemplazar a ninguno de los dos.
Acariciaba su cabello con infinito amor, realmente lo adoraba, adoraba a Hermes desde el fondo de su corazón. Lo notó relajarse un tanto aunque imaginaba seguía contrariado.
—Pues no lo entiendo.
—Lo sé... —Susurró Perseo, tampoco él entendía cómo es que se podía querer a dos personas a la vez, si él estaba mal o qué.
Había escuchado que en una relación cuando uno comenzaba a enamorarse de otra persona era porque estaba dejando de sentir por su pareja, ¿Cómo puede ser eso? Yo lo sigo amando igual o incluso más, mi amor no se ha alejado ni un instante, ¿Entonces qué? Se preguntaba. Tampoco estaban en un punto donde su relación por sí sola no funcionase, no lo sentía así, pero también quería a Andrómeda. Lo separaba lo uno de lo otro, eran dos cosas diferentes y no se afectaban entre sí. Como las constelaciones era su amor, ambos estaban reflejados en el cielo de sus pensamientos, no se tocaban entre sí, pero estaban conectados el uno con el otro.
—Pero es así, os amo a los dos, de verdad. Si es que miento, pues que Zeus me fulmine con un rayo —Juró porque estaba seguro —, ¿Os quedaréis conmigo, Hermes? Os necesito...
—Siempre.
Ícaro[1]: Ícaro era un joven que vivía junto a su padre Dédalo en la isla de Creta. Ambos querían escapar, pero el tirano Minos controlaba todas las rutas de escape, menos los cielos. Dédalo que era arquitecto, fabricó alas de cera y enseñó a su hijo a volar con ellas advirtiéndole que no debía volar muy arriba o sus alas se derretirían. Sin embargo, al ir a escapar, Ícaro se volvió codicioso y quiso volar más arriba y el sol derritió sus alas de cera de modo que él cayó al mar y murió.
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¡Holaaaaaaaa! ¡Holaaaaaaaaaa! Siento que la acción me quedó muy FLOOOOOOOOOOJA, perdonadme jajsja, de verdad no se me da bien narrar estas cosas. Cada vez que tengo que narrar una escena de estas estoy como "no weee, cómo lo hago???" todavía si es uno contra uno, como que me las apaño, pero cuando son muchos a la vez, no sé, muy complicado!!!!
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