Capítulo 1-El hijo de Zeus

Perseo había hecho un largo viaje para poder ofrecer un regalo a su patrón Polidectes para que, esté a su vez, pudiera desposar a la princesa de otro reino y así desistiese en cortejar a su madre. Debía dar muerte a una de las gorgonas[1], de entre las tres la más joven y la más letal. Tenía el poder de petrificar a todo aquel que la mirase a los ojos pero Perseo no tenía miedo, el miedo era inseguridad y él saldría airoso o perecería con honor.

Había cruzado África en busca de las grayas que eran tres ancianas que personificaban la espuma del mar y además eran hermanas de las gorgonas. No obstante, éstas no quisieron revelarle la ubicación de Medusa así que haciendo gala de su astucia, les robó su único ojo y amenazó con destruirlo si es que no le proporcionaban lo que andaba buscando. Ellas sólo tenían un ojo y lo iban intercambiando entre ellas por lo que no tuvieron otra alternativa que ofrecerle valiosa información: le contaron que no conocían el escondite de la mortífera gorgona pero le indicaron el camino hacia las ninfas esperando que ellas tuvieran la respuesta. Así con todo, Perseo la emprendió contra ellas y tiró su ojo al mar para que no pudieran ver por dónde se marchaba y así alertar a sus hermanas (o esa fue la excusa que puso cuando Atenea le preguntó).

De las ninfas no recibió solo la ubicación de las gorgonas, sino todo tipo de regalos: El casco de Hades y un zurrón mágico en el que guardar la cabeza de Medusa. Pertrechado con todos estos obsequios se dispuso a cumplir su cometido. La sabia Atenea apareció entonces y le hizo un último regalo, un escudo de bronce tan pulido que todo se reflejaba en él, ella dijo:

—Cuando os encontréis frente a la bestia, recordad nunca mirarla a los ojos, si es preciso, usad el escudo que os brindo como espejo y en cuanto la tengáis en el punto de mira, no dudéis y de una estocada cercenadle el cuello.

La voz de Atenea era grave y suave a la vez, como si no necesitase alzar la voz para ser escuchada pues la potencia emanaba en sus formas y no en el volumen. Sólo un necio contemplaría semejante grandeza y osaría no postrarse.

—Hay un problema... —Dijo Perseo no temeroso, pero si contrariado pues se hallaba ante una divinidad.

Los glaucos y poderosos ojos de la diosa se posaron sobre el semidiós que se vio obligado a bajar la mirada, ¿Cómo osaría?

—¿Cuál? —Inquirió.

—Es la ubicación de la cueva de las gorgonas —Explicó él. —, necesitaría ser un pájaro para llegar hasta allí, ¿Creéis que podría escalar? —Se llevó una mano al mentón, pensativo.

—Ya había fraguado la solución —Dijo con firmeza provocando que Perseo se sintiera necio al no pensar que Atenea, en su grandeza, había visto antes lo que él no. —¡Hermes! Yo os convoco.

A Perseo no le dio tiempo a digerir la idea de que conocería a otro de los doce grandes, todo lo que pudo notar es que una fuerte brisa se alzó arrastrando consigo una nube de tierra y de la nada apareció Hermes, el mensajero de los dioses, en toda su gracia.

—Atenea, me llamasteis y aquí estoy —Se anunció, su voz era cantarina y alegre como la flauta de pan pero severa a su vez, aunque más jovial de lo que Perseo había esperado.

—Hay algo que necesito de vos —Anunció yendo como siempre al grano, salvo cuando debatía prefería no divagar —, me prestaréis vuestros zapatos.

Perseo se quedó pasmado, Atenea era tan grande y tan poderosa que podía exigir a otros dioses lo suyo, era digno de admiración y de temor. ¿Qué salvación encontraría alguien que violentara a semejante eminencia? No quería ni pensarlo.

—Con gusto, Atenea —Contestó —, si es que podéis pagar el precio.

El semidiós se llevó las manos a la cabeza en su asombro, había cruzado África y enfrentado a varias criaturas en el camino pero nada era tan memorable como ver a dos dioses medirse.

—En efecto, os explico, Hermes —Repuso y se volvió hacia el joven Perseo, Hermes lo hizo a su vez. —, os lo presento, él viene conmigo, se llama...

No tuvo tiempo de terminar la frase cuando el benéfico Hermes ya se encontraba frente al mortal en cuestión y sus ojos grises lo escudriñaban con asombro y expectación. Perseo tuvo que bajar la cabeza de nuevo.

¿Un mortal? pensó Hermes ciertamente intrigado. Es la primera vez que me ofrecen un mortal, hmmm... se quedó en actitud contemplativa, normalmente le regalaban animales (que era lo suyo) o riquezas, pero nunca le dieron un hombre. ¿Por qué no? ¡Me place! Comenzaba a aburrirme.

Se fijó bien en él, era un hermoso ejemplar, en demasiadas buenas condiciones para tratarse de un esclavo, Atenea tenía buen ojo. No era fácil encontrar siervos de cabellos cobrizos (pues era símbolo de belleza y también de superstición) los suyos además tenían reflejos dorados como si Apolo lo hubiera acogido en su gracia, de tez pálida como la nieve y figura esbelta con porte elegante y prominentes músculos, era muy joven también y juraría que ni siquiera había cumplido la mayoría de edad. Hermes llevó una mano a su mentón y lo alzó sintiéndose súbitamente hechizado por aquellos ojos que parecían dos esmeraldas incrustadas en su rostro. Tenía una mirada poderosa e inteligente pero él enseguida la bajó intimidado.

Le llamó la atención que el joven no temblaba o lloraba como hacían la mayoría de mortales en su situación (algunos incluso sufrían de incontinencia y bueno, prefería no hacer comentarios al respecto...), se mantenía firme con la espalda erguida con orgullo pero la cabeza gacha como cabía esperar. Era un efebo singular.

Me gusta, me lo quedo, pensó él. Aunque yo habría pedido mucho más por un ejemplar así, cómo se nota que Atenea no sabe de negocios, ¡Pues mejor para mí!

—¿Eres puro? —Preguntó, notó la perplejidad en su rostro.

—¿Es menester...?

Hermes negó con la cabeza, eso no importaba tanto, si Atenea se lo ofrecía sería porque no tenía mácula.

—Tus medidas, ¿Cuáles son? —Inquirió, ahora sí lo notó tensarse no entendía por qué.

—¿Disculpe...? Yo lo desconozco, poderoso y benéfico Hermes, siento no poder ayudaros pues...

—No recuerdo haberte pedido que me cuentes tu vida —Le cortó, no es como si le importase saber lo que un esclavo pensaba —Desnúdate.

—¿CÓMO? —Exclamó él y alzó el mentón para encararle.

Hermes arqueó una ceja, ¿Qué clase de esclavo osaba mirar a su amo a la cara? Y encima a un Dios, lo pasó por alto porque bajó la mirada al instante.

—He dicho que te desnudes. —Ordenó sino cómo iba a comprobar la mercancía en todo su esplendor, la ropa era un estorbo.

El joven pareció entender pues su lugar en el mundo y se deshizo de su clámide[2], bajó después el tirante del quitón[3], todavía no temblaba. 

¿Por qué no tiembla? ¿Qué le pasa? Oh bueno, no es como si me gustasen los mocosos llorones se dijo, ese era suficiente motivo para que no tuviera esclavos como tal, justo cuando el joven dejó expuesto su formidable pecho Atenea se interpuso entre ambos.

—Pero, ¡¿Qué creéis que estáis haciendo?! ¿Cómo osáis? —Hizo un gesto al joven que paró de desvestirse. 

Hermes chasqueó la lengua 

—¡Y delante de mí! —Exclamó ella.

El mensajero la miró con sorpresa, no entendía a qué venía tanto pudor aunque bueno ella era la eterna virgen, tal vez por eso.

—¿Y cómo pretendéis, pues, que compruebe si lo que me ofrecéis es de calidad? —Vio como Atenea fruncía el ceño contrariada.

—¿Qué decís? Este es mi protegido y no está a la venta, ¿Qué es lo que pretendéis con él, lobo errante? —Le espetó —Además es hijo de Zeus.

Ahora fue Hermes el que se echó las manos a la cabeza pues por un momento confundió a un hijo del más grande con un simple esclavo. Ya decía él que esa cara le quería sonar.

—¡Hostia, Atenea! Esas cosas se avisan antes.

Pero ahora lo deseo más pensó Hermes meditando sobre la situación, nunca había yacido con un semidiós tendría que pedirle permiso a Zeus, aunque conociéndolo lo mismo ni se acordaba de que existía.

—Eso intentaba pero vuestros impúdicos impulsos de bestia libidinosa os preceden. La codicia, la lujuria, todo eso emponzoña la mente y el alma. —Recriminó

Bueno no me cuentes tú tampoco tu vida, que yo de doncella tengo lo que tú de benevolente pensó pero le dedicó una sonrisa conciliadora, esa por la cual los mortales lo conocían como "benéfico", el dios alegre.

—Vaya —Se rio de repente al tiempo que se rascaba la nuca despreocupado —, ¡Qué situación! ¡Pero es una divertida anécdota! ¿A que sí? Esto... —Se dirigió al mortal ahora que para disgusto del dios, ya se había vestido de nuevo.

—Perseo, para serviros. —Hincó una rodilla en tierra, la cabeza gacha de nuevo. 

Cierto era que Perseo no entendía nada en absoluto, todavía no superaba el hecho de que un dios del calibre de Hermes le hubiera preguntado por sus medidas y luego le hubiera ordenado desnudarse. No es que tuviera pudor, no era la primera vez que se desnudaba en frente de otra persona, pero estas no solían ser DIOSES y tampoco solían mirarle como si se lo quisieran zampar de un bocado. ¿Qué demonios? Se seguía diciendo, su mente era un caos ahora. Aun con todo había conseguido mantenerse estoico pues poseía una gran entereza mental y quería entender que estaba malinterpretando la situación, le extrañaría que un Dios se fijase en él de ese modo pese a lo que los mitos contaban, uno nunca creía que se encontraría esa china en su zapato.

—¡Perseo! Ya te conozco, ¡El mundo es un pañuelo! Eres el hijo de Dánae, ¿Me equivoco? —Dijo con tanta alegría que nadie diría que era el mismo Dios que parecía que lo iba a fundir con la mirada si es que no se desvestía.

—Así es. —Dijo con orgullo, nunca se arrepentiría de sus raíces porque eran las que le habían hecho tal cual era.

—Ya veo... —Se llevó una mano al mentón meditabundo mientras contemplaba al efebo —¿Y qué es lo que necesitas de mí? y ¿Para qué?

—Hermes, con el debido respeto... —Empezó a decir Atenea interviniendo por su protegido.

El aludido fijo su mirada en la diosa y dijo lo siguiente:

—Atenea, ¿Son para vos mis sandalias?

—No.

—Ah, son para él, ¿No?

—Sí, pero...

—Entonces que las pida apropiadamente. —La interrumpió Hermes y volvió a dirigir su atención en el semidiós.

Perseo buscó a Atenea con la mirada en busca de ayuda pero ella a regañadientes se hizo a un lado, y él no sabía qué dios le intimidaba más. Atenea era severa y parecía que cualquier excusa que le diera le serviría para reducirlo a polvo, pero era algo constante, en cambio Hermes era voluble; primero alegre, luego autoritario, luego alegre, luego otra vez severo, ni siquiera su aguda mente podía adelantarse a sus cambios de humor. No saber cómo complacer a un Dios era un método de suicidio muy eficaz.

 Cerró los ojos y entonces vio negro, en medio de esa oscuridad buscó ese punto de equilibrio en él y pensó en todas las veces en las que su audacia le había permitido salir airoso de las peores situaciones.

Hermes es un dios pero yo soy Perseo y puedo con esto pensó tras inhalar y exhalar, su voz salió clara y vigorosa. Alzó la mirada al frente pero sin mirar a ningún dios a los ojos sólo dando la cara porque no tenía nada que ocultar.

—Es cierto, soy Perseo, hijo de Zeus, padre de hombres y dioses, y Dánae. No soy un héroe y no pretendo serlo, he venido por la cabeza de Medusa porque deseo salvar a mi madre de las garras de mi patrón —Dijo la verdad porque pensaba que una verdad dicha una vez era más poderosa que una mentira dicha muchas veces —, necesito cruzar el océano y para ello requiero vuestros zapatos, si es que vos me consideráis digno —Se aclaró la garganta —. Ya veis, no busco la gloria, tampoco la fama me basta con proteger aquello que amo y me honra.

Volvió a agachar el rostro, no era timidez, era sumisión. Él dijo "pídelo apropiadamente", así que eso hacía. De pronto sintió algo cálido presionar contra sus mejillas y pudo darse cuenta de que eran sus manos, el dios le alzó el mentón y sus ojos fueron a parar con los grises de él, no un gris cualquiera, alrededor de su pupila poseían un halo dorado. Hermes sonrió complacido.

—No sólo te prestaré mis sandalias, hijo de Zeus —Le aseguró y al notar que Perseo quiso bajar la mirada, le forzó a levantar el rostro de nuevo —, también os daré una hoz con la que cercenar su cuello pues me temo que esa espada mellada flaco favor te hará. Te haré entrega de estos obsequios cuando llegues a tu destino.

El semidiós lanzó una exclamación pues no cabía en su asombro, otros como él no habían contado con tanto apoyo pero Perseo era escéptico por naturaleza y se le ocurrió preguntar:

—¿Y qué debo daros a cambio? —Enarcó una ceja, él era el dios del comercio no creía que apostase en nada si no veía beneficios.

La sonrisa de Hermes se ensanchó en su rostro y Perseo vio en aquellos dientes blancos como perlas su ruina.

—Esperad paciente, querido Perseo —Dijo y acarició sus mejillas, sus manos eran suaves como terciopelo por lo que tuvo un escalofrío. —, pero no me olvidéis porque siempre cobro mis deudas.

Perseo abrió la boca para replicar sin embargo Hermes desapareció en lo que él pestañeaba y como prueba el polvo que delataba por dónde se fue. El semidiós se levantó poco dispuesto a dejarlo pasar.

—¡Volved! ¡Todavía no me habéis dicho lo que queréis! ¡Hermes! —Lo llamó, no había nada que odiara más en el mundo que deber favores, aunque la intriga también era algo que lo mataba. —¡Poderoso y benéfico Hermes! —Lo volvió a llamar a ver si así lo conseguía, no hubo respuesta de ningún tipo.

Dirigió pues la mirada hacia Atenea siempre procurando no encontrar sus ojos, ella le miró de vuelta y ante la duda en el rostro de su protegido ella simplemente se encogió de hombros. Ni ella sabía qué era lo que Hermes quería de él pero tenía una idea aproximada y ella rara vez fallaba en sus deducciones. Tampoco era como si le importase, Perseo sólo era importante mientras tuviera el objetivo de destruir a Medusa, después, el dios mensajero podía valerse de su cuerpo como más le placiera. Los mortales eran solo carne, ella detestaba la carne. El semidiós miraba al infinito consternado.

Oh mierda, tanto esfuerzo sólo para que otro se beneficie a una princesa de otro reino, ¿Y yo qué? ¿Cuándo me voy a dar un homenaje? Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que caté una mujer, ¡Pero juro que a la que se me ponga por delante le doy bendiciones! A Zeus pongo por testigo que me da igual que sea fea, gorda o bajita, ¡Es que ni siquiera me importa si no tiene todos los dientes! ¡Pues mejor! ¡Se congratulará en el oral! Han pasado cerca de dos meses desde la última vez, esto no es vivir Se dijo Perseo.


las gorgonas[1]: Eran tres las gorgonas Medusa, Esteno y Euríale y eran monstruos mitad mujer mitad serpiente, en algunos mitos se les atribuyen alas y colmillos de jabalí.

clamide[2]: Capa de viaje rectangular que se ponía sobre la túnica griega especialmente cuando se viajaba.

Quitón[3]: Es una túnica por lo común sin mangas que llegaba hasta el codo y se ceñía a la cintura.

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Helloooo, it's me. Pues hasta aquí lo dejo, me daba pena subir sólo un prólogo así que os dejo el primer capítulooo. Sólo avisar que en principio el género de la obra iba a ser cómico, si lo encontráis muy rocambolesco y caricaturesco, es por eso, no os esperéis una crónica súper seria y profunda jajaja. Y bueno, voy a escribir el relato por partes, en esta primera parte, Hermes tendrá papel protagónico, espero que os guste

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