Introducción
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LOS VANDERWAAL
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Al suroeste de Escocia, 1909.
Cuando Leonard VanderWaal finalmente comprendió el significado de los ojos dorados de su hija Nya, entendió a su vez la razón por la que quizás su esposa había muerto asesinada.
No lo supo en el mismo instante en el que la encontró sin vida, al pie de la puerta de su humilde casa; quizás fue un momento después, cuando por fin tuvo el suficiente coraje de confiar en sus instintos, los cuales le habían gritado, desde muy dentro suyo, la verdad que tanto había decidido ignorar durante años.
Ahora no podía quedarse en el mismo lugar, el mismo pueblo que vio crecer a su preciada familia, pero tampoco tenía ningún otro destino al cual poder ir. Estaba atrapado en el mismo sitio en el que creyó que la libertad era posible. No obstante, eran tiempos muy duros en todas partes, sobre todo para las personas que eran como su esposa, como su hija. Tenía claro que, en sus condiciones, no estaría a salvo en cualquier lugar. Debía ser cuidadoso, más de lo que su mujer debió haber sido.
El hombre soltó un pesado y desganado suspiro apenas pensó en su esposa. Pensar en ella provocaba que una presión insistente e invisible apareciera en su pecho.
Siempre supo que había algo extraño, algo fuera de lo común en Margaret. ¿Pero cómo podría haber dudado de la mujer que más amó de aquella manera? Eso habría sido muy parecido a ignorarla y después darle la espalda. Aquel acto era el más dañino y Leonard nunca habría sido capaz de llevarlo a cabo.
No obstante, la querida Margaret no confió lo suficiente en él. De otra manera, las cosas habrían resultado completamente distintas. Ella estaría a su lado. Ella le ayudaría en esos momentos. Y, a pesar de todos sus esfuerzos, la verdad solo podía permanecer oculta con un determinado periodo de tiempo. El suyo había caducado.
Subió los pocos escalones que daban a la entrada principal de su hogar, abrió la puerta con las llaves para después volverla a cerrar, una vez ingresó a la vivienda. Corrió la cortina que quedaba a un lado y, con una rápida mirada, se aseguró que no había sido seguido, que no habían personas acumulándose en el andén.
Caminar por la calle, tratar de pasar desapercibidos, fallar en el intento y de paso, ser señalado con descaro —ya fuera con miradas o gestos— era algo que una persona no podía soportar tanto tiempo. Él ya estaba cansado y no podía cambiar los hechos, mucho menos las opiniones de las demás personas. Los demás ya habían llegado a sus propias conclusiones; todo el pueblo sospechaba de él y su restante familia.
No había que ser el más astuto del universo para saber que algún vecino suyo había cometido el crimen de separarlo de su mujer a través de tal crueldad. El saber eso generaba un peso demasiado grande en su consciencia y en su corazón. No deseaba que alguien tocara a la puerta de su casa para decirle que era el autor de su más grande pesadilla. Nunca podría soportar ese tipo de dolor.
Dejó caer la tela devuelta a su lugar para después deshacerse de su desgastado abrigo marrón, dejándolo colgado en el desproporcionado perchero. Luego de eso caminó para desplomarse sobre el sofá, el cual resultó demasiado incómodo para su cansada anatomía.
Si tan solo el momento en el que cerrara los ojos, mágicamente la cosas se arreglaran y Margaret se encontrara acurrucada a su lado una vez más, estaba convencido de que encontraría la fuerza que tanto le hacía falta. Ansiaba aquella fantasía porque sentía que era lo único que le quedaba para poder avanzar.
Aprovechando el silencio del espacio que lo envolvía en una cómoda sensación de confort, hizo lo que deseó: cerró los ojos. No obstante, en el segundo en que sus pensamientos y recuerdos más preciados comenzaron a tomar forma detrás de sus cerrados párpados, un ruido de algo cayendo al suelo le sobresaltó. Seguido de eso, escuchó una queja y un llanto.
Salió de su ensoñación, su semblante decayendo todavía más.
—¡No soportaré más esto!
Apenas las palabras terminaron de ser expresadas en un molesto chillido que no hizo más que incrementar el llanto de la niña, el sonido de unos pasos sobresalieron en medio del bullicio. Eran pesados y ruidosos, consolidando la carga enojada de la persona que estaba bajando las escaleras.
—Señora Chamberlayn —saludó Leonard, levantándose del mueble.
La mujer nombrada giró su rostro en su dirección. Con un bufido dejó caer las faldas de su vestido y lo observó con creciente molestia. Un ceño fruncido al igual que los labios, en una mueca disgustada, junto a unas mejillas sonrojadas, fueron lo primero que se llevó la atención del hombre.
—Señor VanderWaal —respondió la mayor, el tono siendo pintado con desagrado —. Renuncio.
El castaño agachó la cabeza y se restregó los ojos con una de sus manos en señal de cansancio. Ya había visto venir ese anuncio desde que escuchó que el desconocido objeto caer. De todas formas, lo quería evitar a toda costa.
—Le duplicaré la hora.
La Sra. Chamberlayn se mofó de la respuesta de Leonard para después alcanzar su bolso y abrirlo con innecesaria fuerza sobre la diminuta mesa del comedor. Ingresó la mano al interior, buscando algo a ciegas. Cuando encontró lo que necesitó, no esperó ni un segundo antes de lanzar un manojo de papeles arrugados a la cara del contrario.
—Me dio cheques sin fondos, ¡otra vez! —se quejó exasperada.
Se colgó el bolso negro al hombro y se dirigió la puerta para salir de la residencia. No obstante, el hombre se apresuró a cortar su camino, posicionándose en frente de la mujer.
—Le pago en efectivo —trató de convencerla. Sentía la garganta apretada.
No podía dejar que cruzara la entrada. No podía permitir eso. Estaba convencido de que en el momento en el que la Sra. Camberlayn posara medio pie sobre la calle, las demás personas no tendrían dudas sobre lo que él estaba tratando de esconder con tanto esmero.
—¿Siquiera tiene con qué? —cuestionó posando sus manos sobre sus estrechas caderas. Sus ojos cafés oscuros se clavaron en los ajenos para así retarlo con la mirada.
Leonard alterno sus pupilas del rostro de la mujer a su abrigo desgastado, donde tenía su billetera. No emitió ningún sonido después de eso. No era ningún secreto que el dinero le estaba faltando, que apenas lograba mantener esa casa en pie y que la mayor parte de lo que ganaba —que seguía siendo una miseria— normalmente lo dejaba para su hija. Mientras él se partía la espalda en el trabajo, necesitaba que Dinah siguiera cuidando de la pequeña.
Cada vez le era más difícil mantener su empleo. Un obrero no tenía tantas oportunidades, mucho menos cuando tantos rumores rondaban alrededor suyo. Su nombre y apellido estaban comenzando a ser reconocidos en numerosos sectores, pero no por su buen desempeño o esmero en realidad.
—Buscaré la forma —trató de prometer, aunque su voz no llevó la fuerza de convicción que se necesitó.
—Mire, Sr. VanderWaal, si no quiere terminar como su esposa... si no quiere que Nya termine sin padres o igual que su madre, será mejor que la lleve con usted lejos de aquí.
Dicho eso, descolgó su abrigo y sombrero de ala ancha del perchero y se giró hacia la salida. Leonard, sabiendo que no tenía otra opción, se hizo a un lado y dejó que la mujer saliera de la casa sin ningún otro inconveniente.
Dinah Chamberlayn cerró la puerta de un fuerte portazo al salir, jurando en su interior jamás volver a posar un pie ahí.
Caminó con rapidez por las frías y húmedas calles, evitando miradas a diestra y siniestra, agachando la cabeza para no dejar que la tenue luz de un sol poniente iluminase su rostro. Temía que la reconocieran saliendo de la humilde residencia VanderWaal. No quería que fuera considerada como una de esas personas que solían buscar para agredir y acusar de terribles cosas.
Sin detener sus afanados pasos, se preguntó por qué razón los demás decidirían ir en su contra. Asistía todos los domingos a misa, la iglesia no estallaba en llamas cuando ella ingresaba. Se confesaba ante el Padre con regularidad y tenía buenas amistades alrededor del pueblo. Tenía lo que se podía considerar como una imagen impecable.
Sin embargo, todo se arruinó cuando decidió ayudar a Leonard VanderWaal, haciéndose cargo de cuidar a su pequeña hija. Y Dinah tenía buenas intenciones en el asunto, en verdad que sí. Ayudar era algo que le gustaba hacer, pero su entusiasmo pronto cambió cuando escuchó la historia de aquella familia. Podrían haber sido simples rumores, ella más que nadie sabía lo exagerados que llegaban a ser. Meras mentiras. No obstante, el nombre que era usado para referirse a ellos resultaba... incómodo.
Brujos.
Esa era una palabra que lograba causarle escalofríos, gracias a todas las historias que ya conocía. No era algo que se nombrara en conversaciones casuales, aunque tampoco era exactamente desconocida.
La Sra. Chamberlayn sabía que la esposa del Sr. VanderWaal había sido perseguida. Cazada. Justo como lo que ella temía: como una bruja.
Varias personas contaron que le habían atado las manos y tobillos, para después lanzarla al lago. La mujer se ahogó y murió. Otros contaban que había sido colgada del cuello hasta la muerte. De cualquier forma, el cuerpo de Margaret fue encontrado al pie de la puerta principal de su propia casa, solo para que su esposo la encontrara.
La mujer no podía creer que estuvieran en pleno siglo XX y esas cosas todavía sucedieran. Ya había pasado mucho tiempo desde las primeras persecuciones, las cuales pertenecían a la Edad Media y Renacimiento. Empero dudas y miedo eran lo que regían las actitudes y acciones de las personas. Miedo a aquello desconocido y que no podían explicar, dejando así a los VanderWaal en medio de eso.
Habiendo llegado a su propia residencia, Dinah cerró la puerta con seguro y recostó su espalda contra la misma, dejando que de sus labios brotara un suspiro de alivio. Era consciente de que quizás debió haber tenido más tacto para dirigirse a Leonard. El haber traído a colación a su esposa había sido brusco y malvado. No le fue difícil notar lo duro que la estaba pasando el señor, pero lastimosamente el susto y el desagrado ganaron en ella y reacción de tan decepcionante manera.
Pero ¿podían culparla? ¿Habría posibilidad de ser la peor persona del país por no saber qué hacer con una niña que le provocaba miedo? Sabía que había algo extraño en la pequeña, fuera de lo común en su totalidad. Ninguna persona que pudiera ser considerada normal tendría la posibilidad de portar tremendos ojos dorados.
Quizás la Sra. Chamberlayn no supo qué fue lo que cuidó en esas semanas. Quizás el pueblo tenía razón en sospechar sobre ellos dos, sobre padre e hija. Quizás nada de lo anterior fuera real.
Quizás.
Fuera cual fuera la verdad, ella prefirió terminar de asegurarse que no formaría parte de tales historias.
Admito que me hace bastante ilusión la edición de esta historia.
Me parece muy tierna y mágica, so... can't help it.
La introducción no cambió en mayor cosa, así que tanto viejos como nuevos lectores tienen la misma información que los personajes: nada jajajaja
Espero que les haya gustado. Es bastante corta para lo que he acostumbrado escribir, pero ajá, probablemente sea la única porque conociéndome, las cosas se alargarán.
¡Feliz lectura!
a-adromeda
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