C•A•P•I•Y•U•L•O• 18

Llovía, pero aun así Lulú se acomodó en su auto y condujo a la escuela. Para los Brunelli mantener el régimen de calificaciones en su máximo estatuto era de suma importancia y, para su disgusto, Lulú pertenecía a aquella familia de renombre italiano. Y como todo Brunelli que se respetara, debía de asistir además al Instituto Morgan; aquella gótica estructura arquitectónica que tanto llamaba la atención en el pueblito.

Costoso y rimbombante, el instituto Morgan se presentaba en los límites del pueblo como un gran castillo en la Europa renacentista, y sus terrenos colindaban con los bosques del norte. Lulú adoraba ir a la escuela porque allí se sentía a salvo, comprendida y en calma. Pero esa mañana no era una buena mañana para salir. El clima estaba penumbroso y violento. El Mitsubishi-evo, transitando la ruta lateral a los bosques, se veía fuertemente opacado por el agite del viento, que amenazaba con lanzarlo con todas sus fuerzas fuera del camino. Afortunada por sus capacidades como conductora, Lulú se encaminaba en aquel turbulento escenario casi con naturalidad. No le temía al viento, ni a los truenos, ni a la lluvia. Francamente, la energía de ese tipo de climas lograba endulzarle las mañanas.

Pero ese día era veintitrés de julio y las cosas para Lulú no podían salir bien.

Una chica había muerto recientemente en el río Noem. Rubia, alta y bonita y, además, bien conocida por Lulú.

La vio, de soslayo, muy desdibujada en el camino delantero. Casi cerca, aunque en realidad a lo lejos. La muchacha necesitó parpadear unas cuantas veces y entrecerrar sus ojos a través de sus toscos lentes.

¿Esa era Karen?

Mojada, llorando y observando el coche que se encontraba a un par de metros de arrollarla, la estática figura parecía cobrar vida. La conductora precisó unos segundos para notar que, en efecto, no estaba alucinando y, sin más, estancó el pie en el freno de una patada. Lo había hecho en ocasiones, solo que sin el cemento mojado haciendo presión. Las llantas del Mitsubishi tambalearon y se quemaron tras el impulso. El ruido no se hizo esperar y, ante la desestabilización que amenazaba con arrollarlo todo, Lulú necesitó girar el manubrio hacia la izquierda. Las gomas chillaron y su cuerpo se vio agitado. Fueron cuatro eternos segundos que culminaron con el corazoncito bombeando más sangre de lo normal. El Mitsubishi quedó varado en medio del camino, con cuatro preciosas marcas negras sobre el asfalto estirándose detrás.

El silencio le entregó el murmullo de la lluvia sobre el parabrisas. Lulú respiró, agitada, y bajó del coche para revisar debajo de él la posibilidad de haber atropellado a alguien. Como casi siempre a esa hora, no había nadie presentando cara. Solo un largo camino estrecho que se extendía hasta perderse en el bosque, a lo lejos, desdibujando su aspecto a medida que cobraba distancia.

—¿Qué carajos? —murmuró y, por un momento, el sonido de su propia voz se le antojó extraño. Todo estaba tan vacío que su propio dialogo se escuchaba violento. Pero... había visto algo, ¿no?

Era Karen. Estaba segura. O, en todo caso, se trataba de alguien bastante parecida a Karen.

Aquella chica era la rubia que asistía al instituto Morgan antes de ser expulsada. Lulú no la culpaba por ello; ser expulsada en Morgan resultaba tarea sencilla. Un par de malas palabras, llegadas tarde y peleas con el profesor de historia bastaban para darte por muerta en la institución.

Y no tenía sentido que Karen se encontrase allí, de todos modos.

«En efecto» se recordó Lulú, «eso es porque no está».

La escuela pública quedaba del otro lado. Del otro lado de todo Condina. ¿Por qué Karen se tomaría la molestia de aparecerse por allí, en aquella ruta desolada? No había ningún motivo para ello, en realidad.

«Fue tu imaginación».

Y así lo era. Así podría haberlo pensado por mucho tiempo de no ser porque, de pronto, un mensaje tocó la pantalla de su celular. Su estómago se revolvió y la embardunó una sensación de incomodidad. Por algún motivo que no logró identificar, Lulú presintió estar tocando algo prohibido. Pero no estaba tocando nada. ¿Qué era lo que sucedía con ella? ¿Por qué de pronto se ahogaba tanto en sus propias percepciones?

Eso no significaba nada, ya lo había decidido.

«Un muerto. Un cadáver...» se repitió, observando el final del camino. Y aunque suene irracional, ella no sabía por qué lo pensaba, por qué aquellas palabras se habían colado en el interior de su mente hasta formar esa oración tan desagradable.

Lulú regresó al auto, mojada y con los rizos goteando. Antes de colocarse el cinturón de seguridad, reparó en la pantalla encendida de su iPhone. Lo observó, entrecerrando los ojos y, sin más, lo tomó.

CATHERINE:

Karen Navarro está muerta.

Catherine podía decirse ser «amiga» de Lulú, aunque el resto de mundo no se encontrara muy de acuerdo con ello. Eventualmente aparecía, eventualmente tan solo se esfumaba para acompañar a otras personas, y en ocasiones como la última, se enfadaban por no recibir dinero de las carreras. Lucrecia había perdido contra Alexis en la carrera nocturna del páramo. Lulú no recibió los cincuenta billetes que Alexis, en cambio, tan solo la recibieron los ojos de Catherine, con expresión amargada como la de un anciano y los brazos cruzados.

Lulú no tenía problemas con eso, estaba muy bien acostumbrada a ese tipo de relaciones. Compartir todo con una sola persona no era lo suyo, ni tampoco lo de Catherine. Ellas eran, en otras palabras, conocidas que se texteaban, se veían ocasionalmente y dejaban de hacerlo después. Ahora mismo, aquel mensaje ocasional revelaba una muerte.

—No puede ser —murmuró Lulú.

Lo que acababa de ver entonces tomó otro sentido.

CATHERINE:

Esta mañana la encontraron.

El Rio Noem.

Mierda, Lulú. ¡El río Noem!

Estuvimos allí anoche.

Lulú intentó no recordar demasiado esa noche. Catherine había dicho dos cosas «me lo debes» y «no seas cobarde». Lulú había llegado a disculparse por la carrera, por los cincuenta billetes y por los mensajes que no había respondido esa mañana. Las cosas habían terminado en el asiento trasero del carro que ahora mismo se encontraba conduciendo camino a la escuela.

LULÚ:

Sí, estuvimos ahí anoche y no vimos a Karen. ¿En qué momento sucedió esto?

CATHERINE:

No lo sé, no me importa, ¿comprendes? No ves el puto problema, Lulú, entérate.

LULÚ:

¿Enterarme de qué?

CATHERINE:

Allí, anoche, olvidé mi brazalete.

LULÚ:

¿Tu brazalete? Estás jodiéndome, ¿verdad?

CATHERINE:

Necesito buscarlo antes que la encuentre la policía. Si llegan a verme en la escena del crimen estaré en problemas.

Me ayudarás a salir de esto, ¿me entiendes?

Lulú soltó un suspiro. Aquella era mucha información de un solo golpe; uno tortuoso que le dejaba ruidos constantes en la cabeza. Lo había experimentado una vez tras caer de un árbol. Su hermana Carola había asomado su rostro en el panel visual de la agonizante Lulú, donde comenzó a mover los labios sin dejar ninguna idea expuesta. Era exactamente la sensación que le escurría en la piel en ese momento.

LULÚ:

Sí. Te entiendo. Tranquila, la buscaremos.

Existía una historia entre ambas. No se remontaba a siglos en el pasado, sino que revivía con cada hurtadilla afuera de la escuela, con cada carrera ilegal de autos y cada secreto confesado con una botella de cerveza en la mano. No eran de las mejores amigas, pero, para Lulú, eso era lo mejor que podía esperar de una amiga.

Si Catherine lloraba, debía ofrecerle ayuda. Eran un equipo, no quedaba de otra.

Y su compañera de equipo ya había visitado demasiado la correccional.

De nada había servido, claro está. Catherine no era una persona que pudiera refaccionarse, o «corregirse» como le gustaba decir a su padre. Era un alma libre. O una condenada. Dependía mucho la perspectiva según quién lo dijera. Para algunos, Catherine era genial. Para otros, Catherine era una pesadilla. Para Lulú, Catherine lo era todo. No estaba abierto a discusión.

Estaba lloviendo y ella se encontraba mojada. Húmeda, en realidad. Su ensortijado cabello se encrespaba sobre su cráneo produciéndole una increíble molestia. Necesitó, para su alivio, recurrir a la coleta que llevaba en su muñeca. Se acomodó la melena en un rodete que pretendió verse formal pero que, en realidad, le dio un aspecto aún más descuidado. Observó su reflejo en el espejo retrovisor y permaneció unos segundos analizando la imagen.

Aquel no era el aspecto que con tanto entusiasmo intentaba simular en Morgan. Pero esa mañana estaban pasando cosas y pensar en su aspecto la tenía sin cuidado. Por supuesto, de estar su madre allí presente, comenzaría a regañarla. No se veía lo suficientemente bonita, prolija, educada. Lulú daba la impresión de hallarse enterrada en medio de una crisis. El dichoso duelo interior o, como lo llamaba su hermana a veces, «crisis existencial», tenía muchísimo sentido para ella en ese momento. Se sorprendió porque, en realidad, aquellas terminaciones jamás ocuparon un papel fundamental en su vida.

Pero ahora el oxígeno se palpaba diferente. Incluso escaseaba.

Quizás era la humedad. Quizás era el bendito brazalete de Catherine.

Lulú revisó en su mente las posibles excusas y se encontró con una verdad mucho más cruda y horripilante.

Karen estaba muerta y ella lo había predicho, sentada en la mesita de la cocina durante su solitario desayuno. Y Nona era testigo. Bueno, tal vez no lo era, pero de alguna manera, sí.

¿Recordaría Nona aquel comentario? ¿Por qué Lulú lo sentía como un sueño lejano?

«Y no me sorprendí, ¿por qué no me sorprendí? Además...»

Lulú alzó la vista. Hacía diez minutos que había llegado a Morgan y aún continuaba en el auto, con los brazos endurecidos al agarre del manubrio y el cuerpo gélido de la impresión. Las gotas de lluvia continuaban cayendo, pero con un poco más de tranquilidad y tardanza. Era un chispeo casi nostálgico.

Desde la altura, las gárgolas de la institución la observaban como todas las mañanas. Casi parecía que las maldecidas criaturas intentaban saludarla.

«Además la vi»

Lulú captó la hora en la pantalla de su celular. Debía bajar para mantenerse sentada en el pupitre las siguientes nueve horas. La clase de francés comenzaría en tan solo cinco minutos y no podía permitirse una llegada tarde al salón de Madame Dubois. La anciana no era muy minuciosa, pero detestaba las llegadas tarde. Además, cualquiera debía tener coraje de hierro para soportar su mirada, que pesaba como la de un gato en tiempo de caza. Así que se apeó del Mitsubishi, bajo un nerviosismo premuroso que la obligaba a endurecer el cuerpo para no temblar, y se insertó en Morgan recibiendo un poco del calor interior que brindaban los calefactores del pasillo.

Pero su mente era una tormenta viva. Jamás había estado tan confundida y, como en toda situación que incitara aquella molesta sensación, Lulú presintió que necesitaba beber café.

En la escuela la situación no fue distinta. Si antes todos murmuraban sobre la extraña estudiante llamada Danna que vivía, nuevamente, en La Casa Embrujada, ahora no paraban de mencionar a la exalumna que decidió ponerse de pie tan cerca del vacío.

El rio Noem se había popularizado de la peor manera. Y Lulú tenía un lío en la cabeza, tanto literal como simbólicamente, que le impedía si quiera comprender a dónde se estaba dirigiendo.

—Tu cabello apesta —señaló una de sus compañeras. Era Carla y no estaba de buen humor. Aunque encontrarse a Carla de malas era cosa de todos los días—. Y tu clase queda para el otro lado, ¿te enteras?

Lulú alzó las cejas como si recién comprendiera las palabras de su competencia a mejor promedio.

—Sí —afirmó, tanteando el entorno. El pasillo que debía seguir era, literalmente, el opuesto. La clase de francés se celebraba en un rincón recóndito de Morgan, porque Madame Dubois decía no tolerar el ruido típico de la institución—. Es verdad, tienes razón.

Carla movió las pupilas de arriba abajo. Todo en Lulú se veía... anormal.

—¿Todo bien en casa? —bufó.

Apenas enterada del mundo, Lulú asintió y formuló una sonrisa. Aferro sus brazos al grueso de los libros de francés y, girándose sobre sus talones, comenzó a caminar en dirección apuesta. La clase de francés la recibía con las puertas abiertas y los rumores a flor de piel.

Madame no demoró en aparecer. Siempre puntual y pomposa, la anciana de gran peso corporal se hizo con el fibrón más oscuro del que disponía y comenzó a escribir los verbos más complejos.

Lulú amaba francés con todo su ser, pese a los regaños de Nona, que decía que el italiano era un idioma igualmente hermoso y mucho más interesante. Pero el ruido de su propia consciencia no le permitía si quiera sentir algún interés en aquellos verbos.

Acababa de ver a Karen. Acababa de ver a la chica que supuestamente se encontraba muerta. Ahora posiblemente su cuerpo se hallaría sobre una camilla de metal siendo examinado. O tal vez sus padres ya le estarían depositando besos húmedos y crudos sobre la frente. Los textos de Catherine no lo confirmaban, pero Lulú lo escuchó en el pasillo y ahora, en la clase, lo escuchaba a sus espaldas.

Karen se había matado y unos niños la habían visto.

¿Por qué Catherine tenía tanto miedo de eso? Estaba claro que no tenía nada que ver.

Madame elevó la vista sobre la clase y notó a todos esos sinvergüenzas moviendo los labios. Debía admitirlo, ciertamente, se habían transformado en unos expertos en eso de casi no vocalizar a la hora de hablar y, a la vez, mantener un tono de voz y una pronunciación lo suficientemente baja y entendible.

«¿Por qué no estás sorprendida?» se preguntaba Lulú a sí misma. Los hechos se revivían en su cabeza como reproductor averiado. Incluso en alguna de esas reproducciones se avistaban nuevos eventos. Estaba perdida. Tenía el ruido interno de una persona tendría en seis meses de confinamiento.

—¿Qué tanto balbucean? —inquirió, a lo alto, Madame. El estudiantado se tumbó en el silencio. Las manecillas del reloj decoraron el ambiente con su ritmo secuencial y brusco. Madame alzó la nariz. Claro que nadie respondería, ella lo sabía, pero su posición de autoridad le obligaba insistir—. ¿Nadie lo dirá? Los noté muy conversadores. ¿De quoi tu parles, clochards?

«Clochards» se repitió Lulú. Quizás era la única en todo el salón que comprendía el significado de aquella palabra, pues nadie protestó. Bueno, en realidad, nadie habría protestado de todos modos, porque la única estudiante que podría haberlo hecho ahora se encontraba idiotizada por el relato de su propio ruido. Significaba «vagabundo».

—Allez, parlez. Ne sois pas lâche —habló nuevamente Madame, con evidente hastío.

«Lâche» se repitió Lulú. «Cobarde».

Quizás era la palabra que había estado buscando evocar todo ese tiempo.

«Lâche»

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