C•A•P•I•T•U•L•O• 47
Pese a lo que todos pudieran pensar, Mia Parrish no era una muchacha tranquila. Existían muchas palabras con las cuales la niña huérfana del hogar Misericordia de Jesús era descripta por los pueblerinos de Condina. Entre todas las cualidades resaltaba la de «tranquila» «amigable» «sonriente» y «la amiga de Karen».
Mia estaba muy al tanto de la diferencia entre ser una persona «sonriente» y una persona «feliz», pero intentaba que, con frecuencia, el resto de la gente no la notara. Sus interacciones viajaban entre sonrisas y tratos amables y atentos.
De modo que, aunque esa no fuera su intención, Mia Parrish confundía a la gente. Y había confundido a todos, a excepción de una única persona; una que se transformaría en todo aquello que Mia adorara y anhelara en el futuro; algo que había logrado destrozar por un tiempo el dolor del abandono, y su nombre era Karen Navarro. Y en Condina Karen reflejaba exactamente las cualidades opuestas que Mia.
Karen Navarro no era «tranquila» ni «amigable» ni «sonriente». Por lo general el peso de su temperamento se volvía explosivo, su indiferencia hacia cualquier persona se transformaba en algo molesto y la arruga entre sus cejas se correspondía con un gesto inherente a su rostro. En su memoria los Navarro intentaban comprender qué era lo que había pasado con la niña que en un principio mostraba la dentadura tan a menudo.
Mia la conoció una tarde de verano, cuando el sudor le empapó la camiseta y el peso de las reglas escolares la arrastraron a las afueras de la oficina de la directora.
Con trece años, cargaba un tajo carmesí decorándole parte del labio inferior, y dos manchas azuladas en el rostro. Hacía tan solo unos segundos se había desatado una pelea en el patio escolar y, como era costumbre, Mia tenía las de perder en cuestiones académicas, porque la muchacha con la que había peleado además de tener dinero tenía padres.
Sabía que la hermana Laura no demoraría en llegar como también sabía que la expulsarían un par de días de la escuela por su mal comportamiento.
La puerta de la oficina se abrió y de allí salió la niña con la que había discutido. Caminó lentamente y dejó ver su rostro. Tenía un hilo de sangre escurriéndose de una de sus fosas nasales, un raspón en la rodilla y dos hematomas en las mejillas. Su cabello se desgreñaba en una nube de hilos dorados y sus ojos azules estaban ligeramente humedecidos por la presencia de un par de lágrimas.
Con la expresión que cabría esperarse en ella, tomó asiento a un banco de distancia de Mia: niña que, pese a ser mucho más enana que ella, había prestado buena pelea.
—Si serás estúpida —gruñó Karen—, ahora vendrán nuestros padres
Así comenzaba a construirse una relación pasional, fuerte y duradera: iniciando de la peor manera que cabría esperar.
Mia Parrish y Karen Navarro en una situación que, en el futuro, nadie les creería que sucedió jamás.
—Querrás decir, los tuyos —replicó Mia. Se cruzó de brazos y aplastó la espalda encorvada contra el respaldar de la silla.
Los ojitos de la rubia quedaron unos segundos sobre ella. De poco a poco, la arruga entre sus cejas se disipaba para dejar lugar a una expresión similar a la sorpresa.
De pequeña como en ese entonces Karen contaba aún con la capacidad de sorprenderse de ciertas cosas. En el futuro muchas cosas cambiaron. De estar viva, de pensarlo bien, Karen admitiría que, tal vez, todo había comenzado ese día; sentada fuera de la dirección escolar, farfullando y repartiendo insultos con una desconocida.
—Por eso me pegaste, ¿no? No tienes a nadie que te castigue, entonces haces lo que te da la gana.
Mia abrazó sus piernas y ocultó un poco el rostro. Esa posición, sumada al hecho de tener una capucha sobre la cabeza, imposibilitaba a Karen el verle los ojos.
—Te pegué porque tú me pegaste.
—Y yo te pegué porque tú me pegaste a mí —replicó Karen—. Y me pegaste más fuerte.
—Tú me jalaste el cabello.
—¡Y tú me lanzaste tierra a la cara!
—Y tú me pateaste el estómago.
—¡Y tú me pegaste en la cara, estúpida! ¿ves esto? ¿Lo ves? —Karen se señaló el hilo de sangre de la nariz—. ¿Sabes cuánto te costará?
Mia observó la herida con una ceja en alto. Aquello no era nada comparado a los golpes que sabía darse. Y Mia no acostumbraba a lastimarse en peleas, aunque tampoco podía negar que las tenía.
La verdad era que todas las heridas de su cuerpo provenían de la mera exploración del entorno: desde trepar el árbol más viejo e inestable hasta meterse de hurtadillas al colegio abandonado del Misericordia. En esos casos, las zapatillas que se sabían donar a la iglesia no funcionaban del todo bien. La suela, ya muy gastada por los años, resbalaba sobre la piedra o la corteza y la hacían caer varios metros.
Aquella línea de sangre en el perfecto rostro de Karen no era nada en comparación. La chica solo estaba exagerando, y exageraba porque el dinero otorgaba ese poder.
Pero Mia Parrish no tenía dinero, y estaba muy convencida de que aquello también otorgaba ciertas cualidades y poderes. Entre ellos la creatividad y, también, la tozudez; el creerse grande y fuerte solo por la frustración de saber que en verdad no lo era.
—Lo que sea que cueste, no pienso pagarlo.
—No me refiero al dinero, perdedora. ¿Sabes quién es mi padre?
—A juzgar tu cara de fresita caprichosa, puedo darme una idea que alguien muy gordo y anticuado.
—Al menos a mí sí me compra calzado —soltó Karen, señalando con el dedo sus zapatos importados de color borgoña—. Esa remera que usas, esa que intentas cubrir con ese horrible suéter, me la compraron el año pasado. Es mía. Mi madre la donó sin preguntarme. No sabía dónde estaba y ahora que la veo en ti, sé que la donó.
Mia sintió un nudo en el estómago y en la garganta. De pronto el suéter azul no era lo suficientemente grande como para cubrir el unicornio estampado en la camiseta blanca. De pronto los ojos de Karen eran demasiado grandes como para poder verlo todo. Y de pronto la ropa que usaba, casi siempre con tanta naturalidad como indiferencia, se volvía más fea y antipática que de costumbre.
Se trataba de una sensación que con el tiempo se había vuelto costumbre.
Vergüenza.
—Mucho te quiere tu madre si dona tus cosas sin consultarte, ¿no crees?
La señora Navarro en realidad era una buena mujer. Mia logró comprobarlo la primera vez que ingresó en la casa de los Navarro y la recibió con una sonrisa. Era los ojos y la sonrisa de su hija en todo su esplendor, al igual que el señor Navarro.
Pero ese día, con esa edad tan joven y ese humor aplastado, Karen no tenía muchas cosas buenas que compartir con sus dos progenitores. De hecho resaltaban todas las cualidades negativas de la madre de su madre.
—Al menos la mía no me abandonó en un orfanato.
Aunque la discusión entre ambas señoritas estaba caldeada, la verdad era que el comienzo de la pelea se había generado por una tontería sin sentido; un comentario soltado a azar con el afán de sonar divertido y cruel.
La niña con la que estaba discutiendo había sido expulsada del colegio elitista Morgan; un colegio solo para chicas en el que brillaba la grandeza institucional y las cosas no parecían ir a mejor en los que respectaba su comportamiento. Había escupido frente al rostro de Mia dos de las palabras que no toleraba «eres la tipa más rara del mundo, esfúmate» y «Agh, ¿por qué tienes un bicho entre los dedos?».
Ese día Mia no solo había descubierto que tenía un lado salvaje y problemático sino que también había conocido a la única persona capaz de sacarlo a la luz con tanta facilidad.
Karen era un monstruo, un espectro del mal diseñado para minimizar la importancia del resto de seres en la tierra. Pero, contrariamente a eso, Mia se sentía más importante a su lado; más grande y poderosa.
Había golpeado en el rostro a la niña más rica del pueblo y le valía nada. En cambio, a Karen Navarro sí parecía importarle haber golpeado en la cara a una niña pobre y bajita; por ese entonces, ligeramente más bajita.
Cuando el padre de Karen llegó a la escuela le dedicó una mirada ácida a su hija. Estaba claro que no se salvaría de esa: y Mia lo notó porque Karen tragó saliva en cuando se cerró la puerta de la dirección.
—Te van a castigar —murmuró Mia con cierta satisfacción que intentó no dilucidar.
—Y a ti también, tarada.
Karen quedó en silencio por unos segundos. La habitación de la dirección era tan hermética que cualquier sonido se perdía dentro de ella, de modo que ninguna podía escuchar lo que la directora hablaba con el señor Navarro.
Laura se presentó en el pasillo, dando pasitos apresurados hasta llegar a ellas. Observó a ambas niñas con las cejas encorvadas de la preocupación y los labios apretados. La culpa emergió en Mia porque, pese a no arrepentirse de nada, no existía nada que le doliera más que infundir preocupación en Laura.
Tocó la puerta. Al parecer, recibió la indicación de ingresar, porque a los segundos la abrió y se perdió detrás de ella.
Cuando el señor Navarro salió una sola mirada a su hija bastó para advertir que no estaba orgulloso de la situación y los dos se retiraron. La gran silueta del señor Navarro por delante y la pequeña y diminuta silueta de su hija por detrás.
Como toda relación de amor real y duradero, no comenzó de la mejor manera. Las dos muchachas que en el futuro fueron inseparables, en un principio se odiaron.
La siguiente vez que se encontraron no fue en la escuela sino en el centro de Condina, que era un pequeño espacio reducido en al menos seis calles con tiendas y bares de comida rápida en donde la mayoría de los trabajadores eran estudiantes mayores de dieciséis años.
Mia estaba admirando una pintura expuesta en las vidrieras de un bar y Karen Navarro se aproximaba desde el extremo de la calle, con una malteada rosa y el teléfono celular entre las manos, en compañía de su hermana y una chica más.
Cuando ambas se notaron, se enseñaron el dedo medio y sonrieron con acidez, mostrando los dientes. Aquel gesto habría sido petulante de no ser porque lo ejecutaron al mismo tiempo, de la misma forma, con exactamente la misma intención.
Karen lo notó, Mia lo notó, y al instante decidieron ignorarse.
Así había comenzado a forjarse un vínculo entre ambas; notando que tal vez en realidad no eran muy diferentes la una de la otra.
Los vínculos no necesariamente debieran ser buenos para existir y Mia estaba al tanto de eso, porque tenía muchos de los malos atándose a su cuello. En aquel momento, Karen Navarro formó parte de los malos hasta que el destino cambió esa suerte.
Pero eso ya no importaba porque ella ya no estaba.
Su cuerpo yacía bajo tierra, a varios metros encerrado en una tumba presumiblemente negra. Mia lo sabía porque reconocía los gustos de los Navarro, pero no por estar presente en el funeral.
Después de encontrarla a hurtadillas en el cuarto de su hija con todo el entorno ensombrecido y destrozado la familia Navarro había decidido no presentar cargos, pero le habían prohibido la presencia en el funeral.
Esa noche había visto luces, había visto a un gato y se había presentado con Danna Fisher; muchacha cuya oscuridad no había llegado a sus oídos aún. Y la respuesta a todos esos eventos de tipo traumático fueron resueltos de la misma forma que sabía hacerlo: una que le habían enseñado de pequeña para superar las crisis y que, desde entonces, se había transformado en un refugio.
Mia Parrish no solo era católica, sino que también amaba la iglesia. Las amaba a todas por igual y se sentía a salvo en ellas, pero tenía cierto aprecio particular por la que se hallaba en los últimos peldaños de la colina Misericordia, a tan solo unos peldaños más arriba que el hogar. Aquel era un sitio amplio y antiguo; un galpón donde en la antigüedad se reservaban vinos pero que, cierto día, fue transformado en un templo.
No tenía un techo demasiado alto, pero era suficientemente poético como para perder la mirada en cada arista de madera. Del techo colgaban tres candelabros antiguos y revestidos en polvo, y como ninguno de ellos funcionaba correctamente, Mia los prefería apagados.
La compañía de las velas y las estatuillas de los santos era mejor que cualquier luz eléctrica, en especial en momentos de oración.
San Expedito en una esquina, sosteniendo la magnifica cruz en lo alto cual guerrero y los mandamientos de Moisés en la otra. Aquel Santo puede haber existido nunca, en realidad. Mia estaba al tanto de la maravillosa historia que envolvía al personaje y, en lugar de aquello desalentar sus creencias, las fortalecía.
De pronto una caja repleta de estatuillas había llegado a las puertas de un convento con «Spedito» escrito en ella. Aquellas reliquias no identificadas habían sido extraídas directamente de las catacumbas de la plaza Denfert-Rochereau. Y cuando las monjas hicieron sus rezos, asumiendo que Spedito era un nombre y no una dirección, los milagros comenzaron a suceder.
Las tenues e inestables cortinas de luz de las velas bañaban a Expedito, resaltado la cruz en su mano. Desde su posición Mia podía ver su cabeza, el rojo de su capa y lo que con tanto orgullo exponía en lo alto.
Devolvió la mirada al techo y cerró los ojos.
Se estaba disculpando, pero de pronto, mientras oraba, perdía el hilo de su propio pensamiento.
Se disculpaba, pero, ¿de qué? ¿De seguir los hilos? ¿De salir durante la noche? ¿De encontrar cierto escenario desagradable en el cuarto de su amiga? ¿De terminar en la correccional? Mia estaba muy segura de que Dios no estaría enfadado por aquello. Y luego de un rato de pensarlo descubrió que, en realidad, quería disculparse con Karen y no con Dios.
No estaría en su funeral. No estaría con sus padres. Y, quizás más importante, no estaría con Dylan.
Sin hacer nada le estaba fallando a un montón de personas que la querían y la necesitaban. Lo que más le dolía a Mia era saberse parte de aquel sentimiento porque lo había experimentado en carne propia durante toda su vida, incluso desde antes de reconocerlo como tal.
Una Mia Parrish pequeña esperando a su madre en las bancas de un parque lejano. Una Mia Parrish con las patitas colgando de los asientos de un hogar de niños. Una Mia Parrish enterrada en el interior de una patrulla. Una Mia tan pero tan pequeña que no alcanzaba el picaporte de ninguna puerta, y había abierto esta poniéndose de puntitas. Tan pero tan pequeña que le había costado entender que un camper en realidad no era una casa, y que el líquido en el suelo no era vino, por mucho que se le pareciera.
Y tras ser una persona decepcionada constantemente por el resto de personas, Mia se había dictaminado la consigna de jamás fallarle a nadie.
La puerta de la iglesia se abrió. Mia estaba de espaldas, pero podía advertir que alguien entraba por el suspiro de viento que agitaba la llama de las velas y la cortina de luz blanca que se hacía de pronto, bañando de brillo la madera lustrada de las butacas.
Mia desplomaba el cuerpo a lo largo de uno de los asientos y su posición allí; con las manos sobre el pecho y la mirada en el techo, representaba bastante bien la última escena clásica de la blanca nieves. Solo que esta Blanca Nieves no era tan blanca, era más bien trigueña, y jamás dejaría que nadie osara en nombrarla como Nieves. Aquel era un nombre ridículo.
Las puertas de la iglesia se cerraron. La cortina de luz dejó de existir. Las llamas de las velas volvieron a estirarse.
Mia habría resguardado su posición de no ser porque nadie manifestó en voz alta su presencia, y eso era algo que no solían hacer las hermanas del hogar.
Mia tenía la mala fama de soltar golpes al sentirse repentinamente acechada. Por algún motivo que ninguna monja del hogar había terminado de interpretar, aquella reacción tan violenta tomaba forma cuando alguien le rozaba las costillas, le hablaba demasiado de cerca sin que lo advirtiera o la cogían en un fuerte abrazo por la espalda.
De modo que, para evitar incidentes innecesarios, advertían su presencia en el escenario y se acercaban.
Cuando alzó la cabeza, ceñuda, se topó con una muchacha quizás tan morena como ella, de rizos prominentes y vestuario extraño. Llevaba una sudadera oscura y holgada (quizás demasiado holgada) y unos pantalones tan oscuros que se camuflaban dentro de la penumbra de la iglesia.
—Deja de insistir —zanjó Mia, y regresó a su posición inicial.
La muchacha avanzó a paso lento por el vestíbulo, observando de uno en uno a las estatuillas. Reparó en aquella que era favorita entre todas de Mia y luego fue hasta Jesús crucificado.
—Pensé que Jesús tenía los ojos en el cielo —comentó la muchacha—. Pero los tiene sobre mí.
Mia no respondió.
Reconocía de antemano la reacción de una persona ajena al catolicismo pisando la iglesia por primera vez. Al parecer el salvador era demasiado aterrador, incluso más que las películas dedicadas al género. Mia no había crecido conociéndolo, pero recordaba que, al verlo la primera vez, no había sentido miedo sino compasión. Los ojos de Jesús no la observaban, observaban los faroles altos de la iglesia; en el exacto punto donde se presentaba la luz.
—Mia Parrish.
El rostro de la muchacha obstruyó el panel visual de Mia. En donde antes estaba el techo de la iglesia, ahora estaba esa niña.
—Tenemos que hablar.
Mia soltó un bufido y recompuso su postura.
No era habitual que nadie la interrumpiera en sus momentos íntimos, pero estaba claro que Helena no se manejaba con prudencias de ningún tipo.
—Soy una buena persona —aclaró Mia—. Pero ahora no estoy de humor y prefiero reservarme los insultos para mí misma. Déjame, por favor, necesito rezar.
—¿Rezas para que desaparezcan o por amor al arte?
—Amor al arte.
—Bien —Helena tomó asiento en el lugar detrás de Mia—. Te espero.
Mia torció la cabeza para mirarla. Aquellos ojos repletos de vida iban perdiendo energía y lentamente se transformaban en algo que era más ocasional ver estampado en el rostro de Danna, o de algún Fisher. No era normal que Mia se impacientara. Al contrario, en ella solía reinar la calma y la comprensión. Pero esa noche, en especial esa noche —después de tener una extensa y agobiante conversación con Marisol, Laura y Lilian, después reprimir la angustia de no haber presenciado el entierro de su mejor amiga, después de soportar el hecho se sentirse sola— Mia no tenía muchas ganas de controlar el revoltijo emocional que representaba.
—¿Podrías, por favor, dejarme sola?
—No —respondió Helena con naturalidad—. Esto es importante.
—Siempre es la misma excusa.
—¡Y nunca terminas de escucharme! —replicó Helena, en un gritito furioso y contenido, alzando sus puños muy cerrados con impotencia. Tomó aire, buscó calma y lo soltó—. Deberías agradecerme todo esto. No cualquiera se toma la molestia de estar aquí.
—Preferiría que nadie lo haga...
—Mia, sé que te sientes miserable. Puedo sentirlo, eres energéticamente muy expresiva —explicó Helena, y palpó amistosamente el hombro de Mia—. Por eso quiero que me escuches. Por eso quiero ayudarte. Lo que te pasa te pasa porque no lo entiendes.
Agobiada por el hecho de que quizás Helena tenía razón, Mia dejó caer la espalda sobre el asiento y se cubrió la cabeza con la capucha de su chaqueta. Aquella no era la misma chaqueta que había usado cuando peleó con Karen en el patio escolar, pero se parecía mucho. Oscura, holgada y usada. En especial usada.
Las cosas no habían cambiado desde entonces.
Pero sí que habían cambiado.
Karen Navarro estaba muerta.
—¿Qué debo entender según tú?
Y en todo su esplendor, cargando una confianza y familiaridad con el nombre que Mia no podía entender, Helena dijo:
—Que eres un ser vincular.
Mia apartó respetuosamente la mano de Helena de su hombro y giró el cuerpo para verla de frente.
No era una muchacha mucho mayor que ella. Mia sospechaba que Helena habría de tener tan solo uno o dos años más. Pero ese año bastaba para que se encontrara disfrutando de su libertad durante las madrugadas en lugar de internarse en un instituto escolar. Tal vez ese era el motivo de que contara con tanto tiempo libre como para aparecérsele de pronto.
La cera derretida de las velas caía con paciencia, deslizando hacia donde alcanzaba la base de acero. El pábilo se deterioraba con lentitud. La luz dentro del templo temblaba sin desaparecer. Y Mia y Helena continuaban observándose.
La mirada de Mia no era tenebrosa y, de hecho, distaba mucho de generar una sensación similar. De modo que cuando Mia se enfadaba, solo podía notarse por la forma en que se torcían sus cejas, y esa noche sus cejas se unían y hundían en una zanja perfecta.
—Vincular —repitió, con un tono de voz áspero y ligeramente gutural. Helena respondió asintiendo con la cabeza.
Mia repasó aquella peculiar palabra por unos segundos y, después de un rato, reconoció que le parecía un chiste de mal gusto.
De todos modos, de ser un chiste podría haberse utilizado cualquier otra palabra, pero el hecho de que se implementara justamente aquella lo volvía burlesco. Aunque, si el universo tenía que sincerarse con Mia, quizás toda su completa existencia se debiera a un chiste de mal gusto, a una burla o en retrospectiva, una paradoja.
«Paradoja» era sin lugar a dudas una mejor palabra.
Nacer para vivir muriendo.
Vincular sin tener vínculos.
Vincular una muchacha aislada.
—Sí, vincular —afirmó Helena—. Las cosas que tú ves; eso que piensas que son luces, son los hilos vinculares. Es el cuerpo de las conexiones emocionales.
Mia repasó la noche en el bosque, con el muñeco y el gato negro.
El gato negro solo figuraba como ser de buena compañía, pero el muñeco estaba atado en su tobillo sin ninguna explicación.
Si el hilo conectaba vínculos entonces toda aquella imagen repleta de líneas rojas no era más que la representación de todos los vínculos de todas las personas en Condina. Visto así, tenía del todo sentido que se enredaran, que la enredaran, que se perdieran y estiraran y jamás se rompieran.
Pero entonces el muñeco...
—Con personas —aclaró Mia.
—Hasta ahora lo estoy investigando —admitió Helena, y por primera vez se dejó caer sobre el respaldar—. De pronto me encuentro con algunos enredados en objetos.
«Sí».
Mia sintió que se le revolvían las tripas.
«Como yo».
En Condina se orquestaban ferias en el día de la Resurrección de las Hermanas: el aniversario que conmemoraba la formación del pueblo como tal. Allí se exhibían de todas las atracciones pensadas: en especial esas que gozaban de grandes alturas y escasos seguros médicos.
Mia había visto el martillo retorciéndose en el aire, en el punto más cercano al cielo, mientras escuchaba los gritos espavoridos de quienes osaban en subirse a él. Lilian y, en especial, Laura, jamás permitieron a Mia subir a esos juegos.
Lilian resumía la cuestión en una simple oración: «ningún ángel custodia eso y tú debes alejarte de las cosas que los ángeles no custodian». Sin mucho ánimo, Mia obedecía, pero se contentaba con arrimarse lo más que podía a la atracción y torcer el cuello hacia arriba. La sensación de vértigo que lograba era bastante similar, en especial cuando el martillo caía y la bañaba en aire.
Eso mismo estaba sintiendo, pero con cierto agregado de horror.
—Da miedo —admitió.
—Al principio a mí también, pero, cuando les tomas confianza, te das cuenta que en realidad son hermosos. Deberías sentirte grata, no todos pueden ver los vínculos.
—Parecen hilos de sangre —zanjó Mia—. No creo que sea algo de lo que sentirse grata.
—¿Desde cuándo los ves?
Mia dudó unos segundos en contestar aquella pregunta. Hablar sobre los hilos se le antojaba mucho más extraño que verlos. Había sido un secreto que se había reservado para ella misma por tanto tiempo que mencionarlos en voz alta y admitir la relevancia que cobraban en su vida se volvía difícil, violento, una experiencia nueva que no estaba muy segura de querer abordar.
Su mandíbula se contrajo hasta desencajarse. Sus dientes se apretaban con tanta fuerza que se arrastraban y desmoldaban de la mordida habitual. Aquella era la forma en que Mia evidenciaba que reprimía un pensamiento. Helena ablandó la mirada, incentivando esas ideas para que salieran a la luz.
Mia soltó aire por las fosas nasales.
—Desde que tengo memoria —admitió —. Quizás después de los seis.
—¿Qué? —cuestionó Helena—. ¿Desde los seis?
—Sí... —musitó Mia, temiendo que la expresión en el rostro de Helena no fuera la que esperaba. De pronto advirtió que no era la que esperaba, y lo hizo sintiendo una presión en el pecho. — ¿Por? ¿Eso es raro? ¡Me dijiste que tú también las veías!
Helena no respondió. De pronto la seriedad encrudeció las facciones de su rostro. Mia supuso que la respuesta no le había convencido o que, quizás, se trataba de algo que no esperaba escuchar.
—También las veo —concretó Helena, pero eso no hizo que Mia se sintiera mejor. Seguía palpitando en ella la sensación de saberse diferente; apartada de la norma. Helena asintió lentamente, con las pupilas perdidas. Llevó una mano hasta su barbilla y colocó un dedo en el borde de su labio. Finalmente, regresó a Mia—. Entonces las ves desde los siete años...
Mia se encogió sobre el asiento, sin ánimos de responder a mas nada.
—Y no sabes nada de ellas todavía —finalizó Helena, colmando el silencio de la iglesia con una deducción obvia.
—No —farfulló.
—Pues eso es genial —combinó Helena—. Porque yo tampoco.
Las cejas de Mia recorrieron su frente hasta el punto más alto. De pronto una gama de pensamientos atropellaron su mente. El rostro de Helena, cubierto en parte por las luces de las velas, se volvió ligeramente oscuro.
—¿Qué?
—Quiero que formemos un equipo —Helena cruzó las piernas y los brazos, adquiriendo, desde la perspectiva de Mia, el semblante de una mujer lo bastante grande y despabilada como elegante—. La cosa es simple; ni tu ni yo sabemos nada de nada sobre el universo. Aunque puedo presumir que cuento con un poco más de ventaja que tú en la materia. Yo te enseño lo que sé y tú me ayudas a investigar los hilos.
—¿Por qué yo?
—Porque puedes verlos —respondió Helena con obviedad—. Y, como ya te dije antes, no cualquiera puede. Entonces, ¿trato?
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