C•A•P•I•T•U•L•O• 46

Como era de esperarse a la mañana siguiente, las tres muchachitas que habían sido testigos y víctimas del funcionamiento sobrenatural del universo, recibieron la tan esperada pregunta respecto a sus actividades clandestinas de la noche anterior.

—¿Qué pasó?

Lulú alzó las pupilas sin la mínima intención de ser honesta. Mia Parrish soltó un suspiro y montó una explicación ligeramente real de lo que había sucedido, intentando sonar veraz e inocente y mencionando eventualmente la misericordia de Dios. 

Lo primero le funcionó y, lo segundo, no tanto. 

La señora Navarro no había presentado cargos, pero había dejado explícitamente establecido que ninguna de las niñas culpables de tan espantoso acto vandálico podría asistir al funeral. 

Esa mala noticia llevó a Mia a encerrarse en la iglesia un tiempo indefinido.

Lulú Brunelli separó los labios y, después de un vago relato sobre una noche de cine y bebidas ocasionales, respondió «En todo caso, no me veo involucrada de ninguna manera en lo que la señora Navarro expone. Nosotras íbamos al paso y nos metimos porque Mia sentía aprecio por las cosas de su amiga y Danna tenía curiosidad».

Danna Fisher, en cambio, fue honesta. 

Después de mencionarlo todo, Anna quedó con los labios exponiendo un pequeño espacio entre ellos, como si se encontrara comparando el relato de su sobrina con el que había imaginado en su cabeza la noche anterior. 

Demian, con los codos sobre la mesa y entrecruzando los dedos bajo su nariz con semblante pensativo, intentaba hacerse a la idea de qué demonios hacía Mia Parrish en una noche como esa en un lugar como ese.

Recordó las palabras de su tía. «Esa niña esconde algo».

—O sea que... —Danna respiraba con la nariz y se toqueteaba los labios con el hueso de los dedos. Desde la perspectiva de Demian, todo indicaba que estaba pensando—. Llegamos tarde.

—Demasiado tarde —acentuó Anna.

—Magia negra —murmuró Demian, con la certeza de haber encontrado algo muchísimo más oscuro que su propia sangre.

Danna alzó los ojos, por primera vez desde que tomó asiento en la mesa y comenzó a dar sus explicaciones, y los centró en su tía, que se veía dubitativa.

—Tal vez intentan otro ritual —apuntó—. Karen está muerta. Quizás el ritual vale por su alma. Pero, ¿por qué querrían su alma?

—Esto me huele muy mal —murmuró Anna, masajeando su barbilla con los dedos como solía hacerlo cuando la situación se le iba de las manos; cuando el tarot ya no revelaba todo lo que se necesitaba revelar—. ¿Y dónde está ese muñeco del que me hablas?

—Lulú... Lo... lanzó —respondió Danna con acopio estólido.

—¿Cómo dices?

Danna estiró el cuello y divisó los lánguidos quiebre que realzaba la madera alrededor del foco de luz. Parecían bailar entre ellas como hilos negros y alborotados y dotaban a la casa de cierto aire pituco y vintage.

Pensó en su padre, y en el padre de su padre y, quizás, en el tan despierto Víctor pasando por debajo de ellas sin prestarles la más mínima atención. 

Aunque Víctor jamás había tocado el 66 de Rencor, la casa respiraba su energía como si nunca se hubiese marchado de la tierra. 

El apellido Fisher dotaba a un ser humano de esa esencia; de la esencia de un anciano con conflictos de grandeza y miedo a la muerte. Pero lo cierto es que Danna no estaba muy segura que ninguno de ellos se parase un solo segundo a mirar esas grietas. Solo ella, en todo su agonioso esplendor, se tomaba el tiempo de observar esas cosas y pensar otras tantas.

—Sí. Lo lanzó —enfatizó, como si admitiera en voz alta la veracidad de su propio relato—. Cuando caminábamos hacia la casa de Karen, lo escondió en el bosque por si acaso llegaba la policía.

—¿Eso hizo Lulú?

—Bueno, creo que fue la única de las tres que en verdad comprendió que estábamos haciendo algo ilegal —admitió Danna con un ligero asentimiento.

Demian separó los labios. Estaba a punto de resaltar algo cuando, de pronto, su teléfono vibró. Sobre la mesa el aparato aparentaba un ligero sismo con cada mensaje, de modo que tres pares de ojos se posaron sobre él hasta que su dueño lo asió con semblante desorientado.

—Debo irme —dijo, poniéndose de pie.

Las pupilas de Demian viajaban de izquierda a derecha sin encontrar rumbo. Estaba perdido o, tal vez, abrumado. La carta que había visto la primera vez que habló sobre Mia Parrish, cuando ella todavía era un sueño, comenzaba a manifestar su fuerza en el mundo real.

Esa era la peor parte del tarot.

Desde su perspectiva, no era la carta prediciendo el futuro; era la carta creándolo. De modo que prefirió no tocar nunca más el tema de conversación.

—Llegaré tarde a clases.

Danna recordó que Demian, además de trabajar y entrenar, también estudiaba. 

La cantidad incalculable de actividades que atiborraban el calendario de su hermano eran un hito desconocido en lo absoluto. Y aún con toda esa curiosidad, prefería no saberlo. Sospechaba que eso solo la llevaría a una inevitable comparación en la que se notaría falta de tareas y con demasiado tiempo extra como para sentirse productiva, y no tenía ganas de verse en la obligación de cambiar sus hábitos por ello.

Después de saludar tiernamente a ambas, Demian se marchó. Danna fijó sus ojos sobre Anna y, en respuesta, esta le dio un fuerte e interminable trago a su taza de té.

—Quizás podrías tirarme el tarot —indicó Danna.

Anna sólo la observó, sin dejar de beber su té, y permaneció en silencio el tiempo necesario como para hacer de esa situación algo incómodo. Afortunadamente para Danna, dado que ella era la mayor causante de esas situaciones, contaba con la inmunidad suficiente para tolerarlas.

Anna dejó la taza sobre la mesa con lentitud ensayada y pasó la lengua por la comisura de sus labios. Cada uno de esos actos resultaban tan conscientes y calculados, que Danna no pudo hacer más que molestarse.

—Nunca conocí a una bruja que no disfrutara tirar el tarot.

—En primera —zanjó Anna, manipulando una crudeza tan sorpresiva como impropia en ella—. No soy una bruja. Tirar el tarot no te convierte en una bruja. En segundo lugar, tengo mis razones para no querer tirar el tarot.

—¿Cuáles?

Anna observó a su sobrina por una buena fracción de tiempo. Esta vez, no con la intención de generar incomodidad, sino con la de buscar una respuesta tan apropiada como suavizada.

Desde que vivía en el 66 de Rencor su relación con las cartas se había transformado en algo oscuro y diminuto. Cada acción representaba al mismo ente y Anna no se llevaba bien con él. Por un tiempo se cuestionó el origen de tal criatura; podría ser Condina, podría ser la casa. La calle Rencor no presumía aspectos energéticos valorativos. 

En realidad, todo el antiguo campo se situaba sobre lo que alguna vez fue campo de guerra; con muertos asomando los dedos bajo la tierra y mujeres violentadas en la noche. El antiguo surco de agua que desembocaba en el Noem y que atravesaba todo el ralo bosque trasero de la casa provenía de una historia muchísimo peor; el arroyo de los muertos.

Anna no podía dejar de cuestionarse por qué sus padres habían accedido a vivir en Condina en primer lugar. Pero como le habían enseñado de pequeña, existían ciertas preguntas que no tenían respuestas o bien, existían ciertas preguntas que no debía preguntar.

Y con todo, Anna había logrado exhumar el origen de toda esa neblina posándose sobre sus visiones, sobre sus cartas, sobre la luz blanca que alguna vez había guiado sus predicciones y que ahora ya no estaba.

—Tú.

Danna parpadeó. Se lo pensó. Y volvió a parpadear.

—¿Yo o el duende? —inquirió, mirando cada costado en el cuerpo de Anna como si buscarlo bastara para verlo.

Sin embargo, Anna no le quitaba los ojos de encima, de modo que tenía que ser ella.

—Tu maldición —explicó—. Llamas a cosas de todo tipo. Tienes un poder magnético indescriptible y les facilitas mucho el trabajo de encontrarte a los fantasmas.

—¿Yo? —repitió Danna, aunque fuera más que obvio que se trataba de ella—. No.

—Me temo que sí. La casa se puebla de espíritus y seres del otro mundo —repuso Anna, consciente suprema de lo que había visto la última vez. Recordó al duende diciéndole que no era buena idea, agregando también cierta profesión femenina insultante para concretar el pensamiento—. Si sumas eso a que somos quienes somos, el resultado es inevitable. Cuando vivíamos en la ciudad, espantar todas estas cosas era un poco más fácil. Pero Condina...

Anna se lo pensó. Danna comprendió que el silencio se debía a que Anna, en realidad, no podía especificar si el problema lo generaba Condina o lo generaba la propia Danna.

—Pero mamá sí tiraba el tarot.

—No creo que lo haya hecho después de que comenzaras a padecer los enjambres de Víctor —replicó Anna—. Es peligroso exponer a las cartas a ambientes tan ruines.

—No lo recuerdo.

Anna suspiró. Recordó a un Demian furioso mencionando la aparente amnesia que su hermana tenía cuando se trataba de su vida en la casa embrujada, acudiendo también a explicaciones dadas al psicoanálisis que para nada podría expresarle a su hermana en voz alta sin recibir un insulto.

Allí era donde encajaba el papel de las tías; mencionando en voz alta aquello que nadie más quería mencionar. Preguntando en voz alta aquello que todos querían saber. Para Anna, su posición a veces implicaba incomodar y romper ciertos protocolos. Con Demian romper protocolos era un poco más sencillo, porque en primeras, Demian era más dado a las conversaciones, pese a su mal gesto heredado. 

Danna, portando en el rostro ese mismo mal gesto heredado, no era tan dada a las conversaciones.

Anna no terminaba de comprender si se trataba de timidez, rechazo, introversión o simple desinterés.

—Deberías revisar tus lagunas. Son extrañas. No se supone que una niña de tu edad olvide tantos detalles de su infancia. Yo recuerdo bastante bien la mía.

—Quizás no es que los olvide. Quizás es que no me importa recordarlos.

«Ah, de modo que se trata de lo último».

—En todo caso —habló Anna, llevando la taza de té a sus labios —, no está de más preguntarse el porqué.

Danna soltó un suspiro y se puso de pie. En sus ojos brilló algo; algo que nunca se había despertado antes. Anna notó aquello como quien nota una mota de cristal entre la tierra.

Danna observaba la ventana al patio y luego, desviaba sus pupilas hasta el extremo de la cocina; el techo oscuro que Lulú había señalado la primera vez.

La embriagaba una sensación estremecedora. Era un antes y un después entre los peldaños, solo que Danna no estaba segura de qué peldaños se trataba, ni de si serían buenos o malos.

Hacía poco tiempo una muchacha ajena a la familia había ingresado por primera vez al 66 de Rencor sin balbucear ninguna plegaria. Hacía un mes atrás sus padres habían perdido la vida en un accidente de auto. Hacía tan solo una noche se había lanzado a un pozo porque un tordose lo había dicho.

La certeza de que todo saldría mal: que el flujo del universo no estaba siguiendo el curso que debería para funcionar, se desdibujaba y terminaba por evaporarse. De aquello solo quedaba una galaxia de polvo donde algunas motas brillaban y otras se apagaban.

—¿A dónde vas? —inquirió Anna.

Danna regresó la mirada a su tía, que la esperaba con la taza a medio camino de sus labios y las cejas en alto.

Sabía que, si no lo decía en voz alta, quizás no se volviese real.

Así que tenía que decirlo en voz alta.

—Voy a tirar las cenizas de mis padres —Y luego agregó algo que la antigua Danna; la que tenía padres con vida jamás habría dicho—. ¿Me quieres acompañar?


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top