C•A•P•I•T•U•L•O• 44
Dentro del Tall se colaban los olores. Demian amaba esos olores. El humo de un cigarro lejano, el calor del termostato, licor, cerveza y el perfume de la cera en la madera. Demian amaba esa cera. Se aseguraba de pasarla al menos tres veces al día para lustrar el mostrador sobre el que siempre le apetecía apoyarse. Las luces tenues, que colgaban del techo como faroles rojos, se reflejaban sobre ella como el cálido fuego de una chimenea mientras que, de fondo, se colaba una canción de rock aleatorio, de esas que Alexis siempre se encargaba de configurar.
Lo único que lograba arruinar aquella paz se ubicaba en una de las mesas más lejanas de Tall, sobre el sofá incrustado entre dos paredes. Llevaba la camiseta negra desabrochada, los ojos desorbitados y una botella en la mano. Estiraba sus largas patas sobre el sofá mientras tarareaba la canción de fondo, sin pegarle a ninguna nota en lo absoluto. Cada que lo veía, Demian sentía la necesidad de suspirar.
—Tenle paciencia —habló Alexis. De pie junto a él, con la espalda bien recta y la comisura de su labio torcido hacia abajo, refugiaba las manos en los bolsillos de su chaqueta negra y observaba al sujeto del fondo como a un pobre tipo. Que lo era.
—¿Por qué? —bufó Demian—. Espanta clientes. Tus clientes.
Alexis chasqueó la lengua.
—Desde que se le murió la novia anda fatal —alegó. Demian soltó aire por la nariz. En su opinión, no existía momento en que Diego no se encontrara fatal. Era del tipo de personas que parecían disfrutar la angustia, puesto que jamás los notabas alejándose de ella. Era un pobre sujeto que no tenía demasiadas razones para serlo, en realidad.
Pero se le había muerto la novia.
—¿Hablas de la niñita que conoció por tres semanas?
—Algunos sienten el mundo, Demian —bufó Alexis. Apoyó los codos sobre el mostrador y relajó su postura, de modo que quedó hombro con hombro junto a Demian.
—Se está tomando toda la cerveza. Y se ve fatal. En realidad... —Demian comenzó a toquetear el trozo de un sorbete partido. Algunas personas tenían esa tendencia tan extraña: tomar un sorbete y mordisquearlo hasta hacerlo trizas. Eso era precisamente lo que había estado haciendo Demian minutos atrás—. Siento pena por él. De nosotros, se supone que él es el despampanante.
—Se supone, ¿no? —Alexis estiró el cuello y miró el techo del Tall. En realidad, tenía ganas de soltar un gruñido, pero no le parecía propio. Diego no era una mala persona, solo que quizás, a veces, se compadecía demasiado de sí mismo. Demian lo sabía. Alexis lo sabía. Ninguno dijo nada—. ¿La conociste alguna vez?
—¿A ella? —cuestionó Demian—. Acabo de llegar a Condina, ¿recuerdas?
—Quizás no vivía en Condina.
—No lo sé. ¿Puedes asegurarlo? Hasta donde sé sólo me consta que está muerta.
—¡Ustedes dos! —gruñó Diego desde su lugar. Había alzado la mano para señalarlos, pero sus extremidades se desplomaban sobre sí mismas. Todo en él lucía beodo—. ¡Dejen de hablar de mí, idiotas!
Acostumbrados al escándalo como para no preocuparse demasiado por él, un par de clientes giraron la cabeza por unos segundos para observarlo, pero volvieron a lo suyo. Los sujetos que asistían al Tall eran seres grandes y conservadores. Barbudos, algunos con el cabello lo bastante largo y tatuajes en los brazos. No tenían nada que hacer con un niñato alcoholizado.
Pero, de todos modos, los clientes a esas horas no eran muchos; tan solo cinco bien distribuidos por todo el bar como para dar la impresión de ser bastantes. Solitarios y silenciosos, disfrutando de buenas copas. Demian amaba a esos clientes.
—No quiero averiguar qué olor tendrá —murmuró Alexis. Demian respondió con una carcajada.
—¡Vengan aquí, amigos! —insistió Diego, apenas comprensible—. Vengan que les planto... ¡Un beso muy grande! ¡Vengan!
Diego estiraba los brazos hasta sus colegas, que lo observaban con el ceño fruncido y el semblante asqueado.
—¿Y a este que mosco le picó?
—No sé —Alex alzó las palmas—. No quiero averiguarlo. Hazme el favor y llévatelo a su departamento.
Demian observó a su colega y luego a su otro colega. No sabía con cuál quedarse o, más bien, a cuál abandonar. Alexis juntó las manos sobre su pecho y estiró el labio inferior en un puchero.
—Por favor —suplicó. Demian alternó la vista entre Alexis y Diego sin demasiada felicidad.
—¡Sí! —exclamó Diego—. ¡Tú, caramelo! ¡Tú!
Después de rodar los ojos en una expresión de molestia, Demian accedió. Arrastrar a Diego hacia la camioneta no fue tan complejo como se lo imaginó, porque el muchacho, en cuanto lo notó lo bastante cerca, se le lanzó encima como una doncella. Le rodeó el cuello con las manos y se dejó conducir como una pluma ebria hacia el asiento del copiloto.
—¿Por qué siempre que tomas te pones tan meloso? —bufó Demian. Había intentado apartarse de diego una vez este quedó sobre el asiento, pero el muchacho no se lo permitía. Prefería, en cambio, palparle las mejillas con las manos, sintiendo su suavidad.
—Porque no quiero que te apartes de mí.
—Ya.
Demian se deshizo del agarre con un golpe seco. Cuando finalmente logró cerrar la puerta del coche, el teléfono dentro de su bolsillo anunció una llamada. Le tomó unos segundos descolgar la llamada. En primer lugar, porque ya era demasiado tarde como para tratarse de buenas noticias. En segundo lugar, porque Diego no dejaba de poner las manos sobre el cristal de la ventana, como si en lugar de un pobre tipo se tratara de un animal enjaulado.
—No sé dónde está tu hermana —expuso Anna.
A lo lejos, en la esquina donde colisionaban las calles principales de la ciudad, fulguraban luces azules. A sus oídos llegó el sonido enlatado de una sirena.
Demian perdió el aire.
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