C•A•P•I•T•U•L•O• 43


Esa no era la primera vez que sucedía.

Como siempre, Danna despertó con el ritmo agitado de su respiración.

 En esos pequeños latidos de tiempo antes de abrir los ojos, se sentía presa de un cuerpo de agua; un piso entero apresando su cuerpo contra las profundidades, arrastrándola hacia abajo con pereza y constancia. Después de abrir los ojos, tal vez algunos segundos después, podía respirar otra vez. Sacaba la cabeza del agua, como en un sueño. Justo antes de perder la conciencia.

Justo antes de morir.

Y respiraba.

Y respiró.

—¡Danna! —exclamó Lucrecia que, tan agitada como ella, se aproximaba al rescate para socorrer algo que era imposible rescatar.

Danna extendió los brazos sobre el césped húmedo y quedó allí, con el cuerpo hecho cruz como Jesús, solo que sin ser expuesta a los tornillos y con la importante ausencia de la sangre sagrada.

Danna Fisher era un sujeto domado por la curiosidad. El pozo era un pequeño objeto curioso de entre muchos otros, de modo que, despertar fuera de su tranquilidad, no la alteró demasiado. Había estado vagando en un mundo extraño y oscuro las últimas horas y no estaba muy segura de qué habría pensado con Lulú en ese tiempo.

Cada que era tomada por algún muerto, su mente se perdía como en los recuerdos insustanciales de un sueño, y tomar algo de todo aquello se volvía complicado; un esfuerzo inútil y laborioso que rara vez arrojaba algún resultado. Debía hacerlo rápido antes de cobrar vida de nuevo. Y lo había logrado. Y lo reprimió. Ahora existían cosas más importantes que atender.

Lo primero que notó, además del dolor muscular, fue el cielo esculpido en estrellas y al tordo elevándose como una masa negra bajo todas ellas.

—¡Danna!

El rostro de Lulú se hizo presente en su campo visual. Estaba preocupada o, tal vez, solo un poco asustada. Danna intentó mover los músculos, pero descubrió casi de inmediato que prefería no hacerlo. Cada centímetro dolía como los mil demonios: como si la masa de agua por la que descendía hubiera sido reemplazada por una masa de escombro. Después de recordar, casi de repente, que hasta hacía dos gramos de conciencia ella se encontraba enterrada en el impenetrable vacío de un pozo, pensó que tal vez de allí provenía su dolor. ¿Habrían caído finalmente? Y si no, ¿cómo es que ya estaba fuera?

«¿Qué pasó?» el pensamiento fue tan obvio como vago. Aun se sentía algo adormilada, pero también bastante despierta, como recorrida sutilmente por alguna corriente de energía extraña.

Ah, la curiosidad. Qué bello don aquel don.

—Lulú...

La voz le salió áspera, quizás demasiado. En lugar de sonar como una niña de dieciocho años, parecía más bien un anciano adicto al tabaco. En cualquier caso, Lulú suspiró y cerró los ojos, aliviada.

—Sí eres tú... —murmuró.

En el exterior el viento ondeaba sobre el campo. Los árboles, la hierba y ellas mismas eran víctimas del ventoso clima que acariciaba las colinas de Condina. Por un momento, el silbido fue lo único que se escuchó, suave y ligero.

—Dime que no intentó matarte...

—No lo hizo —Lulú alzó las pupilas, como si por un momento dudara de su propia respuesta, y luego las devolvió a Danna—. No, no lo hizo.

—Genial...

En un gesto inconsciente, Lulú acarició y peinó la frente de Danna. Luego recordó lo evidente:

—Explícame ya mismo que acaba de pasar.

Danna volvió a hacer un intento por sentarse, pero en cambio volvió a apoyar la cabeza en el césped. Necesitaba unos segundos extras de descanso. Ser expropiada de su propia carne afectaba las destrezas de la misma. Sentía que le arrebataban baldes de energía que la dejaban agotada, adormilada y adolorida. Ya había pasado antes y, en realidad, ese día no era muy diferente al resto de días.

—Eso deberías hacerlo tú. Yo no sé dónde estaba... Oh, el cuervo...

Danna localizó al emplumado ser de pie sobre una de las rocas que bordeaban el pozo. Como siempre, las miraba, impertérrito y ajeno, como si lo supiera todo y no se atreviera a mencionar nada. De todos los espectadores que podrían existir en la escena él era sin dudas el peor.

Y Danna lo recordó.

—Un pozo mágico ¿eh? Ingenioso e irreal...

—Danna, ella te poseyó. TE POSEYÓ. Usaba tu cuerpo. Tus extremidades. Tu cara. Y... Dios, fue tan horrible. ¿Cómo te sientes? ¿A dónde fuiste todo ese tiempo?

Decidida a finalmente recomponer su postura, Danna dejó una mano extendida a la altura de su rostro y Lulú reaccionó de inmediato. Solo tomó unos segundos de agonía dejarla completamente sentada, con el cuello tenso y los hombros contraídos. 

Sentía como si su cuerpo, por horas, hubiese estado en la misma postura incómoda sobre una tabla de madera. Lo cierto era que el ingreso de un fantasma suponía ciertas posturas antinaturales que lograban contracturar sus huesos. Danna no podía saberlo, apenas tenía dos gramos de conciencia cada que sucedía. Pero recordaba un día muy lejano en que aquel proceso de expropiación corporal duró más de lo planeado por el fantasma. 

Una Danna Fisher un poco más pequeña, cansada y fastidiada, que había comenzado a reusarse a salir de su cuerpo. En un conjunto de pequeños instantes de retorceduras y agonía, logró verse a sí misma en el suelo, sufriendo.

—Estoy bien —farfulló Danna, torciendo el cuello de esquina en esquina hasta tronar todos los huesos. Cuando alzó las manos para apartarse la cara, Danna notó en ambas palmas el recorrido de tres estelas rosadas. ¿Eso estaba ahí antes? No. Ardían con el frescor de una herida nueva.

—Pero tú... —Lulú quedó boquiabierta, por unos segundos, en un silencio típicamente dubitativo—. Danna, ¿por qué no estás sorprendida? Actúas como si esto fuera normal para ti.

Danna tan solo alzó una ceja y la observó de reojo, como si en lugar de mirar a Lulú se encontrara frente a la presencia de una olorosa rata, o tal vez una bolsa de basura. 

Lo cierto era que ya no sabía qué tanto podía mentir. La verdad de los Fisher, después de todo, era un secreto demasiado a medias; no existía ser pensante en el pueblo que no murmurara sobre las maldiciones, las pieles y los ojos del infierno. 

Lucrecia, entre todos ellos, tan solo se negaba a aceptar que los rumores no siempre eran tan solo rumores; existía cierta verdad en ellos, aunque fuera imposible creer algo así. ¿Quién pensaría que los dichos en un pueblito repleto de gente paranoica eran, en verdad, reales? Verdaderamente verdaderos. Pero, ¿y quién no?

La vi caminar sobre la calle de mi casa —citó Danna, monocorde y ausente. Cuando advirtió el silencio y la completa atención de Lulú, continuó: —. Era de noche y ella lucía muerta.

En respuesta, Lulú parpadeó, pero Danna notó cómo contuvo el aire.

—¿Qué estás diciendo? —se atrevió a pronunciar, en un hilo de voz casi impredecible.

Danna no respondió, en su lugar, decidió que el silencio era una respuesta considerablemente mejor.

Por razones que sus padres entenderían bastante bien, Danna no podía admitir en voz alta, ante la presencia de ningún extraño, que estaban malditos. Esa noche oscura en medio del bosque, sin embargo, no estaba admitiendo nada. Solo se limitaba a citar los rumores del pueblo en voz alta sin pronunciar ningún comentario al respecto.

Asumir los dichos de Condina como reales era tan trágico como formar parte de ellos.

Lulú negó con la cabeza, desconcertada y boquiabierta.

—Esto no puede...

Una sombra extraña la interrumpió. 

Nada más que una silueta humanoide naciendo de la alameda más lejana al pozo. Ambas la observaron en silencio, quietas en el lugar. 

Lulú, no muy segura de qué podría resultar más tenebroso que una Danna que no era Danna y, Danna, suplicando internamente que no se tratara de ningún fantasma con conflictos sin resolver. 

Conforme avanzaba, la figura se volvía más frágil y menos amenazante. Lo único que ambas podían atisbar, era la mano de aquello tendida a una altura próxima, como palpando el viento con los dedos. 

Cuando la sombra de las hojas cedió sobre eso, la luz de la luna lo bañó.

El cabello de Mia Parrish brilló bajo la luz de la luna.

Danna no pudo evitar pensar que la situación cada vez se ponía más rara.

De estatura pequeña y botas rojas, Mia Parrish, se acercaba dando pasos lentos, con una mano extendida; sujetando un hilo amarrado a un objeto que viajaba de izquierda a derecha con pesadumbre. 

Tenía los ojos fijos sobre ellas, e incluso Danna contempló el brillo cristalino que se esparcía en ellos. Una vez terminado, al parecer, el recorrido, Mia quedó a unos pasos de las niñas. Sus pupilas viajaron del objeto colgando hasta el pozo y su cabello brilló bajo la luz de la luna.

En un parpadeo, Danna entendió qué era eso y para qué funcionaba. Un escalofrío le trepó la espina dorsal.

«No tiene sentido».

—¿Ustedes qué hacen aquí? —cuestionó Mia con la voz trémula.

Lulú, que ya estaba confundida, frunció la frente con más consternación. Danna, en cambio, se repitió su pensamiento una y otra vez, sin cambiar de opinión; sin encontrarle sentido a nada. Y, no obstante, el tordoseguía ahí.

—¿Qué hacen con Ahuítzotl? —insistió Mia. El tordotan solo torció la cabeza de lado a lado para mirarla.

Tan perdida en su propio asombro, Danna demoró en averiguar que Mia, en realidad, estaba asustada. Muy asustada. Le temblaban las manos, tenía los ojos bañados en nervios y el cuerpo tenso. Se acobijaba sobre sí misma como un roedor a punto de ser devorado y, sin embargo, continuaba allí, de pie, frente al pozo y a las niñas: aquel dúo con el que esperaba no toparse jamás.

El gato apareció sobando al muñeco vudú con la corona de su cabeza. Al verlo, Danna entrecerró los ojos.

—¿Y tú? —replicó Lulú, al igual que Danna, muy concentrada en el juguete que se tambaleaba—. Mia, ¿qué haces con eso?

Mia le dirigió una mirada rápida al objeto, como si de pronto hubiese olvidado por completo que lo tenía allí. Después miró el bosque y regresó a ellas.

—Lo encontré en el bosque.

Lulú frunció el ceño. Danna alzó las cejas. El gato se sentó. El tordomiró al objeto con sus dos ojos y agitó las plumas. El muñeco quedó suspendido y, detrás de él, se meció otro objeto más, pero Danna ya no pudo descifrar de qué se trataba. Y toda la situación se envolvió en un silencio tenso, punzante y estremecedor.

—¿En el bosque? —replicó Lulú, con la voz ligeramente temblorosa—. ¿En qué parte?

Danna no precisaba hacer preguntas, solo escuchar las respuestas. Pero su ojito que todo lo veía; ese que le había dicho que el día no estaba yendo como debía de ir, le decía también que esa cosa habría de estar enterrada en algún lugar del bosque, y que la persona que decidió colocarlo allí no se encontraba presente. Mia era un juguete más dentro de la caja polvorienta de muñecas.

—No sé —balbuceó Mia, dando pequeños pasitos en el lugar con sus botas rojas repletas de barro fresco—. Allí. En el bosque. Ya no recuerdo el sitio. Es... es lejos, muy lejos.

—Ah... —suspiró Lulú, en absoluto convencida del relato. Danna interpretó que su compañera se encontraba ejecutando un plan en su cabeza, y que ese era el motivo de tanto silencio.

—¿Ustedes qué hacen aquí? —repitió Mia, esta vez más nerviosa y decidida.

Lulú separó los labios para hablar, pero Danna la interrumpió al instante:

—Dice la verdad.

Mia frunció ligeramente el ceño, como si no comprendiera exactamente por qué aquello se había puesto en duda en primer lugar.

—Claro que digo la verdad —protestó—, ¿por qué diablos estaría mintiendo?

Una ola de viento despeinó el cabello de Danna. Mia se acurrucó bajo la gran cortina de abrigo que llevaba puesta; de color verde impermeable, provocando que el juguete se moviera un poco más. Todas fijaron sus ojos sobre él con la misma expresión de horror, como si de un cadáver se tratara.

Adolorida, Danna se puso de pie intentando no sentir mucho más de lo soportable. No estaba muy segura de todo lo que había hecho Karen mientras intentaba ingresar a su cuerpo, pero dolía.

—Mia —habló Lulú con la voz tensa—, ¿por qué cargas un muñeco vudú contigo?

—No lo sé. ¿Qué es un muñeco vudú?

—¿No lo sabes? —cuestionó—. Vives en un hogar repleto de religión tóxica ¿y no lo sabes?

—¡No, no lo sé!

—¡Lulú! —reprochó Danna. La aludida mostró la palma de las manos y se encogió de hombros.

—Esto estaba en el bosque —explicó Mia, pero no mirando a Lulú, sino mirando a Danna—. Karen quería que lo encontrara.

—¿Cómo diste con él? —preguntó la aludida.

—Seguí el rastro.

—¿El rastro?

—Sí. Pero, ya no está. Se fue.

—Mia, ¿puedes ser más clara? —bufó Lulú—. ¿A qué rastro te refieres?

—Uno de luz, largo... muy largo. Hace horas estoy caminando. Y termina allí —Con su dedo helado Mia señaló el pozo por el que, hacía un par de horas, tanto Danna como Lulú habían caído.

En su mente, brillante y despierta, Danna hiló ideas. Posiblemente contrariando la lógica de Lulú, para Danna sí tenía sentido aquello de la luz. El mundo, al fin y al cabo, era eso; retazos, uno tras otro, conectando la totalidad del universo, dándole forma a los lazos invisibles. Quizás Mia pudiera comprender de qué manera funcionaran esas cosas y tal vez Karen Navarro, su mejor amiga, lo supiera.

Aquello no era un muñeco vudú o, al menos, no se trataba solo de eso. El terrorífico colgante que se mecía con las caricias del viento nocturno, representaba un embrujo; un juego sucio, de esos que vuelven con la potencia del número tres.

Danna se volteó para observar a Lulú.

—¿Qué fue lo que te dijo Karen?

—¿Ustedes también hablaron con Karen? —terció Mia—. ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Dijo que tenemos que limpiar su habitación —respondió Lulú, alternando la vista entre las dos muchachas—. Dijo que alguien la busca y que debemos deshacernos de todo lo que pueda ser usado para un ritual. Y mencionó su funeral. Creo que quiere que lo hagamos antes de eso.

Danna devolvió los ojos al objeto, y gracias a las revelaciones de Lulú, supo de inmediato de qué se trataba aquel otro objeto. Ambas hablaron al mismo tiempo y con el mismo nivel de asombro, como si hubiesen tocado la misma fuente de agua a la vez, pero mientras que Lulú dijo «¡El espejo de tocador!» Danna dijo «¡No fue un suicidio!».

—¿Qué? ¿De qué están hablando? —intervino Mia, inquieta. Sus ojos volvieron a encontrarse con el pozo y con Ahuítzotl—. ¿Cómo es que ustedes también hablan con Karen?

Danna caminó hacia los límites del pozo y, como si se tratara de la primera vez, escrutó de nuevo su interior. 

La luz nocturna y blanca de la luna ya no servía demasiado para apreciar el sitio, en realidad, Danna percibía cómo se apagaba lentamente, y comprendió que se trataba del tiempo. Hacía tal vez horas se encontraban allí dentro. La noche pasaba rápido y la luna perdía presencia en el cielo.

—Ella se comunicó con nosotras a través del tordo—anunció Lulú, y como si su propia respuesta le pareciera ridícula, agregó: —. Eso dice Danna.

Mia agitó la cabeza.

—¿Ahuítzotl puede hablar?

—Sí, parece que sí. Bueno, en realidad, parece que Danna puede entenderle, más bien.

—Tenemos que ir a la casa de Karen ahora —anunció la aludida, girando sobre sus talones para verlas. Mia quedó con los ojos puestos sobre los límites del pozo, admirando lo cerca que se encontraba Danna de caer dentro de él. La muchacha no era consciente de eso o poco lo importaba, así que Mia alzó la mano y murmuró:

—Sí, pero aléjate de ahí...

—No podemos hacerlo —zanjó Lulú, pasando por alto las palabas de Mia—. Sería invadir propiedad privada. Además, los Navarro deben de estar en sus casas, durmiendo, ¿qué crees que haremos entonces si nos encuentran? Paso. Es un plan estúpido y arriesgado.

—Pero tenemos que hacerlo —insistió Danna.

—Oigan... —murmuró Mia.

—¡Es arriesgado! —insistió Lulú—. No es que no me guste arriesgarme, pero, si lo que ella dijo es verdad entonces ya no nos queda tiempo. Dijo algo sobre su funeral; que debía ser antes de eso. Y, ¿cuánto nos queda? Tan solo unas horas.

—¡Chicas!

—¡Oh por Dios! —Lulú se arremangó la chaqueta impermeable para captar la hora en su reloj negro y grueso de última generación—. ¡Carajo! Estuvimos fuera toda la noche, ¡mis padres van a matarme!

—Mientras nosotras perdemos el tiempo hablando aquí, lo que sea puede estar pasando afuera —Danna señaló su alrededor; la hierba, el cuervo, ellas, el mundo, contempló todo alargando el alcance de sus manos—. Necesitamos actuar rápido.

Lulú quedó silenciada, al parecer, maquinando pensamientos en su cabeza, como si supiera que Danna, en realidad, decía la verdad, pero se negara a admitirlo tan rápidamente. Ninguna dijo nada. El ruido del mundo fue lo único que pudo escucharse. Ni siquiera Ahuítzotl, quien bien parecía comprender la situación, se atrevió a intervenir. Tan solo se limitaba a girar la cabeza para mirarlas a todas con sus dos ojos, mientras que el gato, por su lado, solo miraba a Danna con su único ojo.

—Bien —farfulló Lulú. Soltó un suspiro pesado y peinó sus rizos hacia atrás—. Tienes razón.

Danna mostró los dientes en una sonrisa.

—Entonces vámonos.

—¡No hagan eso! —chilló Mia—. ¡No tomen una decisión así sin consultarme, esto también me compete!

—No se trata de si te compete o no —replicó Lulú, no muy cordial—. Se trata de que todo esto está muy gordo para pesarlo mucho. No hay más opciones que esta.

Mia observó a Danna y esta respondió alzando los hombros. De cualquier manera, esa chica no recordaba la noche en que verdaderamente se conocieron; cuando apareció medio muerta en el jardín de Navarro. 

Y desde la perspectiva de Danna, Mia Parrish tampoco habría de recordar la verdadera vez en que se conocieron; cuando ella lloraba a los pies del Noem y un fantasma la hizo dormir. En la conciencia de la otra, esa era la primera vez que se veían y ambas estaban conscientes de ello.

—No es necesario que vengas —zanjó Danna, y alineando hombros con Lulú, le dieron la espalda y comenzaron a marcharse a ritmo acelerado.

Mia apretó los puños.

—Bien —pronunció, y pisó las rocas salientes del pozo. Desde las alturas observó su interior, con la luz de la luna bañando su cuerpo en diagonal, a dos segundos de perderse por en el horizonte.

El juguete y el espejo quedaron colgando sobre el pozo. Los nudillos de Mia ardían en blanco, contrastando por completo con el bronceado de su piel.

Oliéndose el silencio, Danna se volteó sobre sus talones y notó una imagen espectacular: Mia Parrish de pie a punto de lanzar objetos malditos a un pozo mágico. No podía ser una buena combinación. Tal vez Lulú advirtió lo mismo, porque lo primero que dijo fue:

—¿Qué crees que haces?

—Me deshago de esto —respondió Mia. Danna mostró las palmas y comenzó a acercarse a paso cauteloso.

—Oye, no te lo recomiendo —advirtió—. No sabes si podrás recuperarlo luego.

—¿Por qué querría recuperarlo? Es horrible —Mia buscó algo a su alrededor, sin encontrarlo—. Y el camino terminaba aquí dentro. Creo que Karen quiere que lo lance.

—Deberíamos conservarlo para indagar —alegó Lulú—. Es importante para comprender qué hizo que Karen se lazara del puente.

—Pero... —Los ojos de Mia alternaron entre dúo y el pozo, vacilantes—. ¿Qué pretendes que haga con esto? ¿Qué lo conserve?

—Si te tranquiliza —terció Danna, estirando la mano—, yo me encargo.

Los ojos de Mia quedaron sobre la figura de la muchacha un buen rato antes de acceder. 

Bajó de las rocas con cuidado y le entregó el juguete a Danna, quien lo recibió no con la punta de los dedos, sino con todo el puño. Sin asco, sin miedo, como si fuesen instrumentos de todos los días. 

Lo alzó hasta la altura de sus ojos y escrutó con sus ojos oscuros y sedientos cada uno de ellos: el muñeco feo con cabello rubio y boca cocida y el espejo de tocador empapado en flecos de barro; pequeño, rectangular y dorado.

Recordaba vagamente la operación que se revelaba en ese tipo de embrujos. O quizás, la palabra correcta fuese «reconocer». Sí, era eso. 

Danna reconocía vagamente la operación que revelaban aquellos objetos; el perverso embrujo que componían y envolvían. Si tenía que analizarlo, en realidad no estaba demasiado segura de dónde provenía aquella certeza. Quizás de algún recuerdo, algún sueño, alguna predicción. Pero no era nada de todo eso. 

El ojito de Danna situado entre sus cejas no le permitía atisbar rastros del futuro. Ella no contaba con esas capacidades, por lo que eventualmente quedaba suspendida en los hechos del pasado por horas. Le tomó unos segundos de introspección, de búsqueda interna y frecuencias de pensamientos veloces, entender qué la llevaba a reconocer lo que tenía entre las manos.

La conclusión fue simple.

«Ah» pensó, «estamos hechos de lo mismo».

Maldiciones y embrujos.

Solo se diferencian entre ellos.

—Iré con ustedes.

Danna movió las pupilas y observó a Mia, regresando de sopetón a la realidad. La morena se hundía las cejas con decisión. Tan impecable como admirable, su voz había cobrado cierta crudeza de la que no podían escapar. Ahuítzotl en cambio, alzó vuelo.

—¿Por qué? —cuestionó Danna—. Pensé que tenías miedo.

El gato ocultó la cabeza detrás de los pies de su nueva cuidadora, sobando todo el lomo sobre la tela barata de su pantalón. Danna le clavó los ojos y volvió a Mia.

—Karen es mi amiga —respondió Mia, y Danna pudo advertir cierto temblor—. Si su alma está en problemas, quiero ayudar.

—No podemos perder tiempo —les recordó Lulú, asomando la cabeza.

—No las haré perder el tiempo, lo juro.

—Bueno —Danna entregó los instrumentos de la magia negra a Lulú, quien los recibió arrugando la nariz del asco y los enterró en el interior de su mochila—. Vienes.

''no sé ni cuántass veces tendré que limpiar esto para que no me tufe la mochila el resto de mi vida''

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