C•A•P•I•T•U•L•O• 4

Tiempo y mareas, a nadie esperan - Daphne du Maurier



El Departamento de Pencus era una gran extensión de tierra que parecía no tener ni principio ni final. La pequeña marca que delimitaba el inicio de aquella amistosa delimitación política era apenas una lastimosa diferencia en la estructura de la calle; de pronto cemento y, de pronto, tierra rocosa. 

Según lo viajeros, cuando el carro comenzara a dar saltos y zancadas, estabas en Pencus. Nadie prestaba atención al simpático cartel oxidado que especificaba en letras grandes y aparentemente azules: «¡Bienvenidos a Pencus!». Así de abandonado era. Su interior era un salpicadero de pueblitos, algunos más pequeños que otros, enterrados entre montañas, porque Pencus estaba repleto de montañas. 

Los viajeros menos experimentados en la materia sufrían grandes bajas de presión y nauseas al rodear y trepar las cumbres por la ruta. Era ocasional ver a alguno vomitando a los pies de la calle, o a un par más bajando en el estacionamiento más cercano para comprar agua y caramelos masticables. Aun así, el paisaje era precioso; la vegetación se expandía a lo lejos ondeando, contrastando su verde color con el azul del cielo.

Condina era un pequeño pueblito en el ojo de Pencus. Sin llegada directa más que una ruta abandonada franqueando el bosque, Condina quedaba ligeramente condenada al abandono social. Y aun así era un pueblito encantador. Olvidado por el resto del país, el resto del continente y el resto del mundo, los habitantes de ese pequeño espacio entre montañas disfrutaban de la tranquilidad que suponía vivir inmersos en el medio de la nada.

Danna también apreciaba Condina, aunque con frecuencia quería largarse de allí en un auto a toda velocidad, gritando, con un refresco en la mano y alguna canción de Queen de fondo. Era una idea que había perdido sentido después del accidente de sus padres.

La llegada de toda la familia Fisher no hizo más que alterar al pueblo. Con apenas un par de habitantes de más, Condina era perfectamente consciente de la familia rara que solía habitar La Casa Embrujada. Como era consciente también de su huesuda vegetación del cierto bosque en el este y la repentina y conflictiva sobrepoblación de zanates. Y claro, ver a toda una muchedumbre rancia caminando por las calles, desprendiendo toda la energía contaminada que cargaban en la sangre, no alegraba a nadie.

Era la «magia de los Fisher».

Así decía su madre.

«Es nuestra energía».

Así decía su padre.

«Estamos malditos».

Ahí combinaban los dos.

Por un lado, los ciudadanos eran atacados por los zanates. Por otro, del otro lado de la acera, franqueaban los Fisher. ¿Qué era peor?

Como sea. Los ancianos se alejaban. Los padres tomaban a sus niños y los apartaban. Los devotos le rezaban a la virgen y otros, se alejaban del camino con premura. De haber algún bebé por la zona, comenzaría a llorar desconsoladamente como el primer día. De haber un espejo pequeño, de esos que las mujeres solían llevar a hurtadillas en el bolso, este se quebraría de pronto. La aguja del tacón se quebraría. Alguna puerta se azotaría. Alguien tropezaría. Cualquier situación mínimamente trágica, la transformaban en un verbo condicional y, sin más, se convertía en una inminente probabilidad.

Y así.

Cómo no.

Esa tarde de luto, de funeral, de color negro y olor a rosas, La Casa Embrujada se encontraba más atiborrada de lo normal de la presión sobrenatural de los maldecidos.

Anna había entregado la noticia con esa dulzura tan típica de ella. Esa que su padre nunca había logrado obtener. Danna, Demian y ella vivirían nuevamente en La Casa Embrujada. El apartamento en el que vivía, que se encontraba en el centro del pueblito, ya no sería su hogar nunca más, como tampoco sería nunca más el hogar de sus padres.

De alguna forma, Danna agradeció la noticia. La Casa Embrujada no era para nada reconfortante, pero si debía compararla con la experiencia de vivir en el antiguo piso de sus difuntos padres, entonces La Casa Embrujada cobraba un nuevo brillo, uno que en realidad ni siquiera tenía.

Pasando a su lado, los presentes palmeaban su hombro con pesar.

Su madre había muerto y ningún integrante de su familia se encontraba allí, porque en realidad, no los tenía. David había conocido a Rebeca cuando esta no tenía nada y vivía de tirar el tarot y servir café en un bar de cuarta. Quizás el amor fue muy intenso, porque ella lo aceptó incluso con una maldición de sangre que se le pegaría.

—Necesito tomar aire —murmuró Danna a quien fuera a escucharlo. Entre la multitud, fueron todos. Danna se puso de pie y se retiró, dejando un momentáneo silencio en el comedor de la casa.

Sobre la mesa se encontraban las cenizas de mamá y papá, y Danna ya no soportaba aquella imagen. Interiormente, lo único que podía despistarla en aquel momento era buscar algún sitio en donde poder esparcirlas. Quizás en algún bosque bonito. Su madre adoraba el borboteo del agua, entonces quizás un río no resultaba mala idea. Pero, ¿a dónde irían a parar las cenizas si las lanzaba a un río? ¿En dónde terminaba el río? ¿Sería ese un lugar apetecible para su madre?

El exterior de la casa le entregó la frescura de Julio.

Julio era de esos mese helados, donde el viento se transformaba en una navaja y el cuerpo humano en un aparato trémulo y desorbitado. Pero Danna, que acostumbraba aquel clima, que casi siempre vagaba diurnamente por él de manera inconsciente e indeseada, era una con el frío.

Su piel blanca no la ayudaba en nada, claro está. La sangre Fisher no sólo entregaba maldiciones y su aspecto físico era la prueba. Su hermano mayor Demian, con quien no había cruzado más que un par de palabras durante la cremación, era la viva imagen de su padre, aunque él se negara a toda costa a aceptar algo como eso.

«Demian Fisher» pensó Danna, recordando las tan pronunciadas palabras de David, «Demasiado diferente como para estar con nosotros» y a la oración le seguía otra igualmente cargada de desprecio «No es necesario tenerlo aquí».

Demian Fisher.

Ojos ámbar, piel blanca y cabello espesamente negro.

Los Fisher eran fotocopias.

Ojos ámbar, piel muerta y cabello penumbroso.

Los Fisher compartían hasta los traumas.

Danna sólo podía pensar en que volverían a vivir juntos en la misma casa de sus pesadillas. Sería como revivir aquella infancia en la que eran amigos, con la pequeña diferencia de que ahora ella no lo soportaba.

Demian Fisher. Barbilla cuadrada y bien afeitada, cejas espesas y tan negras como su cabello, mirada ladina y nariz perfecta y alargada. No era hijo de David Fisher; era la versión modificada y jovial de David Fisher. A lo largo de su brazo y, tras ver su espalda demasiado repleta de cicatrices como para ubicar el decorativo allí, un tatuaje que le trepaba hasta el costado derecho de su cuello y culminaba allí. Desde la perspectiva de su hermana, Demian era un grafiti humano demasiado tosco a la vista.

—Vete —fue lo que dijo Danna. El aludido se encontraba justo detrás de ella, debatiéndose internamente en tener o no aquella conversación. Analizaba la espalda de su hermana con toda la intención de cubrirle los hombros con una manta. El frío de Julio se representaba en aquella piel de porcelana.

—¿Qué haces aquí afuera? —inquirió. Por un momento, Danna se sorprendió del sonido tan gutural de la voz de su hermano. No quería pensar que su relación era tan inexistente como para olvidar su voz, pero fue lo único que se le vino a la cabeza entonces.

¿Pasaría lo mismo con sus padres? ¿Olvidaría el sonido de sus voces?

Demian tomó asiento junto a su hermana en los escalones del pórtico. Extrajo de su chaqueta un paquete con cigarros y prosiguió al místico acto de meterse uno entre los labios y encenderlo.

—Lamento lo que les sucedió —murmuró.

Danna no quiso mirarlo. Estaba muy segura que, de hacerlo, le entraría ganas de golpearlo. Y Demian Fisher merecía todos los golpes del mundo.

Era un mal hermano. Era un mal hijo. Era una mala persona.

—¿En serio? —bufó—. No te la crees ni tú mismo.

Concentrado en el humeante contenido de su boca, exhaló un suspiro de humo que fue arrastrado por el viento.

—¿Por qué dices eso? —inquirió. Ahí Danna comprendió la primera diferencia entre Demian y su padre, David.

«Demasiado diferente»

Estaba, en efecto, muy tranquilo. Danna dudó por unos segundos recordarlo tan alterado como para encestar un golpe en la mesa, soltar un grito seguido del nombre de su esposa o patear algo en la calle.

David Fisher acumulaba todo menos esa calma en su ser. Demian aparentemente sí.

—No te veo sufrir —respondió Danna. Y en efecto, Demian no sufría.

Quizás él era más fiel a sus sentimientos de lo que cabría esperar de todas aquellas personas que se acumulaban en la cocina de la casa. Llorando, con una mano en el pecho y la otra secando sus lágrimas. Los funerales provocaban un sentimiento agridulce en Danna. Por un lado, agradecía la oportunidad de despedirse espiritualmente de alguien. Por otro, detestaba todo el ritual ciertamente hipócrita que se desataba alrededor.

No por morir eres un santo. No por llorar en un funeral eres más humano.

La mitad de los presentes eran familiares cercanos, los Fisher. La otra mitad, personas muy lejanas. Danna incluso notó a su prima soltar un par de lágrimas, y eso la asqueó. ¿Por qué lloraría ella por gente con la que poco y nada se relacionó?

—¿Crees que el sufrimiento sólo se mira por fuera? —respondió Demian, ignorando por completo la acusación de que, en todo el evento, no había soltado una lagrima.

Danna tampoco había soltado una lágrima, en realidad. Eso de llorar en los funerales no era lo suyo.

Cada año un Fisher moría. O al menos así se sentía.

Danna había presenciado tantos entierros que con frecuencia los olvidaba. Y jamás, en ninguna de esas múltiples y desagradables ocasiones, Danna se encontró ante la tentativa de llorar.

Pero ella no necesitaba llorar. Su rostro era un solo hueco. Sus ojos, parpados sin alma. Atisbaba a lo lejos la fatalidad de su ser. Y Demian Fisher, su hermano, era el primero en notarlo.

—Sé que esto no te duele —respondió ella, casi de manera automática.

—Me duele lo que te está pasando a ti.

—No mientas —bufó a lo bajo, con la exasperación consumiéndole el alma.

Danna Fisher. Diferente a su hermano Demian, aferrada a su padre David, enemistada de a ratos con su madre.

Desde la perspectiva de quienes la conocían, Danna era totalmente polar. Si la conocías tenías la oportunidad de caerle bien o, por el contrario, caerle muy mal. Aquella característica tan típica de su conflictiva personalidad se veía acompañada por su incapacidad de fingir cualquier sentimiento.

Si Danna te quería, estabas en buenas manos. Si Danna te odiaba, te movería la cara, te haría algún gesto obsceno y se retiraría del sitio farfullando insultos.

Eso según quienes en verdad conocían a Danna Fisher y, quien en verdad la conocía era su hermano Demian Fisher, que tenía la desgracia de caerle mal.

—No miento.

—Te fuiste —soltó Danna de repente, como si se tratara de una confesión que ya comenzaba a intoxicarle el pecho—. Tú te fuiste y me dejaste. Me... —Danna cortó sus palabras, tomó una repentina bocanada de aire y, esta vez mirando a su hermano, continuó—: Nos abandonaste.

—La cosa no fue así.

—Ah ¿no? —cuestionó, entornando los ojos—. ¿Cómo fue?

Demian permaneció unos segundos observando los ojos de su hermana. Entendió que en ellos sólo residía el dolor y el rencor. Esos sentimientos lo señalaban, lo perseguían y se encajaban en su pecho como las dagas de sus sueños.

Demian comprendió una de las tantas semejanzas que Danna tenía con su padre, David.

—Yo no era feliz aquí, así que me fui —se limitó a responder, antes de inhalar su cigarro de vuelta.

—Y no volviste a llamar. No supimos nada de ti. Te borraste, Demian.

Una noche de tormenta se marchó y a los días llegó para recoger algunas cosas. Danna notó la mirada de su hermano, en ese entonces quinceañero, y la puerta cerrándose frente a su cara.

No fue ella quien la cerró.

—Intenté volver, Danna, en serio —replicó su hermano. Aquellas palabras se asemejaron al sutil gesto de tocar una herida fresca.

Danna quedó momentáneamente colapsada, porque en todos los recuerdos catastróficos que habitaban su mente a diario, eso de «intentar volver» no figuraba allí. Sólo había tormenta, relámpagos y cierto desamparo amargándole la garganta. El llanto de su madre y los eventuales gritos de su padre se figuraban también entre todas esas escenas.

Un Demian pequeño que venía a recoger sus cosas y se marchaba para siempre.

Un Demian pequeño que ni siquiera se parecía al que estaba allí sentado, soltando explicaciones y fumando un cigarro.

—Mientes.

—¿Por qué crees que miento?

—Porque yo estaba ahí, Demian, no nací ayer —musitó, con la voz afectada. Necesitó observar el cielo unos segundos para recordarse que debía mantener la calma. En un gesto desesperado por no colapsar, inhaló y exhaló. Volvió a su hermano, que continuaba mirándola con los ojos aterciopelados, y se dispuso a hablar—. Tu jamás volviste. Yo terminé en un hospital; tuve problemas, y no viniste. Ahora solo figuras aquí porque ellos ya no están, porque de seguir vivos estoy muy segura de cómo serían las cosas.

Demian no tuvo cómo contestar. En parte, todo lo que Danna gritaba tenía sentido y era cierto. Al menos, cierto a su manera. Pero desde su perspectiva era absurdo querer darle explicaciones a alguien claramente afectado por la vida como lo que representaba su hermana. Habría que entender qué le habían dialogado sus padres sobre el tema.

¿David? Él de seguro había dicho muchas cosas. Muchas mentiras. O verdades, pero con su propia forma, no con la forma que en efecto les pertenecía.

No, Danna no había nacido ayer. Demian estaba muy seguro de que su hermana contaba con recuerdos, pero dudaba ciertamente de la objetividad de los mismos. Con personas como David haciéndole compañía, de la mente de Danna podía esperarse cualquier cosa.

—Yo habría vuelto, eventualmente —respondió Demian, con una templanza que comenzaba a gestar ira en Danna. ¿Cómo podía expresar una indiferencia tan pronunciada en un momento como ese? O, más bien, ¿eso era indiferencia?

—¡¿Habrías vuelto?! —repitió Danna en un grito—. ¡Vaya, Demian, eres un imbécil! ¿Se supone que con esa probabilidad entonces todo tiene que simplemente estar bien entre nosotros?

—No me refiero a eso...

—No, ¿sabes? Olvídalo, ya veo cómo funcionan las cosas en tu mundo. Me disculpo por enfadarme, no consideré que después de cinco años ibas a volver. Luego te traigo tu premio al hermano del año —Danna no esperó más y se puso de pie, con ímpetu y ferocidad, dispuesta a marcharse antes de soltar su ira con algún otro ser existente en la tierra.

—Danna...

—Vete a la mierda, Demian. Vete a la mierda y no regreses, por favor. Aquí no te necesito. Nadie te necesita.

Y dicho eso, Danna se perdió nuevamente en el cavernoso interior de la casa embrujada.

Esa tarde de luto, Demian soltó un suspiro recargado, sorbió lo último que quedaba de su cigarro y escuchó un trueno retumbar desde el este.

Los truenos siempre comenzaban en el este.

Acompañando el sonido de la naturaleza, un tordocantó y Demian lo encontró tranquilamente posado sobre un árbol, haciendo lo que todos los zanates en Condina sabían hacer: espiar desgracias. A aquellos ojos rojos los avivaba el dolor.

Y el tordo volvió a cantar.




○•○•○

ALÓ ¿Cómo nos encontramos todos el día de hoy? Bueno, antes que nada agradezco que se estén tomando el tiempo de leer esto, en serio :) 

Si tienen alguna corrección que hacerme, la acepto con mucho gusto.

Por favor, voten y comenten la historia para saber qué tal les está pareciendo.

Bueeeeno sin más que decir, nos vemos otro día, en otro capítulo que nadie me pidió jamás de esta historia que a nadie le gustó nunca.

Chau chaauu. Se me portan bien chamacos, me comen sus verduras y me limpian el cuarto.

:*

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