C•A•P•I•T•U•L•O 37
La idea de que Vanesa estuviera tan triste como Karen antes de saltar del puente espantó a Mia Parrish. En cuanto lo notó, ella tomaba asiento junto a sus amigas y la directora del instituto comenzaba a dar un discurso pequeño. Pero Vanesa no miró a nadie más después. Tan solo quedó con sus cristalinos ojos brillando frente a la luz de la vela. Y Mia también.
Comenzaba a pensar que el camino de velas había sido una mala idea. No dijo nada en un principio, y tampoco lo haría jamás, pero dentro de Mia palpitaba la culpa y se expandía. Estaba claro que el mensaje de Vanesa iba dirigido a los dos mejores amigos de su hermana; los que siempre la acompañaban y los que no se habían enterado de nada. A los ojos de los Navarro, ellos dos eran parte los culpables de su caída. Pero Mia no necesitaba razones para sentirse culpable. No necesitaba de un suicidio, de un accidente, de un lamento ni de una tragedia para sentir el paso de la responsabilidad sobre sus hombros.
El día siguiente sería el verdadero día. Allí todos podrían apreciar que Karen no solamente había desaparecido de la faz de la tierra, sino que la verían recostada sobre la seda blanca del interior de un ataúd. Dylan Derry era más consciente de eso que cualquiera. El camino de velas era solo un respiro para todo lo que se vendría el día siguiente. Su mundo giraba despacito para terminar de cabeza, con los brazos colgando y el vértigo atorado en la garganta. Pero tenía que ser más rápido que todos sus sentimientos. No podía dejarse llevar por la envidia de saltar de un puente, y el simple pensamiento de aquello lo hacía estremecerse, asquearse, sentir pánico de su propia mente.
En un momento de silencio destinado a la meditación, Dylan tenía los ojos muy abiertos y los nervios a flor de piel. Quizás había sido afortunado de no tener la cara de Eva allí, ni la de su esposo, pero sabía que la suerte no le duraría mucho. Pronto se haría mañana y pronto estaría tumbado a los pies de sus propios secretos familiares.
Cuando la reunión terminó con el padre dando gracias a Dios, anhelando el bienestar de las almas del purgatorio y dibujando la señal de la cruz sobre su torso, los presentes comenzaron a marcharse lentamente. Las velas quedaron en el suelo, en donde debían estar hasta el día siguiente, y Mia Parrish colocó la suya y la de su amigo bien juntas una al lado de la otra.
—¿Quieres quedarte un rato más?
Dylan notó demasiado tarde las lágrimas sobre sus mejillas, pero las limpió rápidamente. Mia, en cambio, se esforzó por no figurar dolor en su rostro. Ese no era su momento de llorar. Dos no podían doblarse.
Dylan carraspeó su garganta y sintió ardor. Esa noche de frio intenso traería más que simples copos de nieve al pueblo.
—No. Vámonos.
Dado que el Parque de Los Patos ahora tenía otra connotación, Mia Parrish no insistió en quedarse. Deseó, en cambio, llegar al Hogar Misericordia de Jesus y lanzarse a su hundido colchón para cerrar los ojos y perder el tiempo que pudiera la conciencia absoluta sobre el mundo.
Pero esa noche no pudo dormir.
Cuando su mente atisbó en apagarse un recuerdo fugaz le cruzó la cabeza. De golpe, Mia se sentó sobre la cama con el corazón pateándole el pecho con insistencia.
No. ¿Eso había sido un recuerdo o un simple sueño? De pronto Mia perdió certeza sobre cuál era cuál. Las diferencias entre ambas se volvían inconclusas cuando una y otra compartían sentimientos fuertes y escenarios reconocibles.
Era Karen, en la cocina de su casa, esa noche.
Karen se acercaba hasta ella y movía los labios. Las palabras habían llegado a Mia hasta después de despertar.
«Debes tener cuidado».
Pero en el recuerdo Karen no estaba tan despampanante e impecable a como acostumbraba siempre. En cambio, tenía el cabello enredado y los párpados hinchados en rosado. Sin maquillaje, sus pestañas caían sobre su propio peso, y sus labios se perdían en un rosa pálido y apagado. Incluso sus manos se encontraban húmedas, como si hubiese sudado mucho, o como si hubiese...
Mia se tocó las manos. Las de ella también estaban húmedas, o tal vez sudadas. Prefirió pensar que se trataba de traspiración y no de las lágrimas de su amiga, porque encontró un peculiar liquido mojando el exacto borde de su pulgar. El borde de un pulgar era un sitio importante porque solo servía para una cosa.
Pero si eso no era un recuerdo, ¿qué era?
Los labios de Karen se separaron nuevamente y comenzaron a pronunciar palabras sordas. El sonido llegó a Mia mucho después, de manera lejana y casi enlatada, como si ambas se encontraran cruzadas por diferentes líneas comunicativas.
«Te quiero mucho». Eso decía, pero luego seguía hablando, con los ojos desprendiendo lágrimas y el semblante preocupado, asustado. Tomó a Mia por los hombros con desesperación. «Tienes que despertar. Escúchame».
Estática en el lugar, Mia sintió cómo las largar uñas de silicona de Karen se clavaban sobre su piel. Se trataba de un agarre peligroso, conflictivo; manos tan grotescas como las que advertiría escapando desde debajo de la cama. Pero todo lo que Karen pronunciaba frente a ella era infinitamente mayor a lo que Mia podía escuchar desde el otro lado. Las palabras quedaban cortas, cortísimas, si tenía que compararlas a los movimientos vocales de Karen.
«No te entiendo» pensó Mia. «No es que no quiera, solo no te entiendo».
«Ahora ellos están buscándolo» La voz de Karen era como eco dentro de una cueva. Confuso, ensordecedor y marcado. «Cuando lo encuentres ocúltalo. Destrúyelo. Pero... Mia... ¡MIA!». El sonido llegaba con tanta violencia que a Mia le dolían los oídos. Con toda la fuerza que podía manipular medio dormida, se llevó las manos a las orejas y las tapó, pero los bramidos de Karen continuaban igual que antes o incluso peores. «¡PON ATENCIÓN!».
«La pongo...»
Karen fijó sus ojos sobre los de Mia.
«Las luces, ¿las recuerdas?».
«¿Qué luces?».
«Síguelas, Mia... ¡MIA!»
Mia agitó la cabeza con los ojos bien apretados. Por unos segundos el miedo la invadió. Lo que sea que estaba sucediendo, entendió, formaba parte de un sueño. No uno lindo, ni uno de película con final feliz, pero en el mundo de Mia Parrish eso era posiblemente lo más cercano a un amistoso reencuentro con su mejor amiga.
No acostumbraba a que las cosas le salieran bien, para nada. Su madre la habían abandonado. El novio de su madre la había golpeado. Sus amigas del orfanato habían sido adoptadas. Su mejor amiga fallecía por voluntad propia y, finalmente, volvía a quedarse sola.
Para Mia Parrish, despertar de aquel sueño significaba no volver a ver a Karen jamás. Aunque fuese frío y violento, estaba segura de que aquel contacto sería el último, aquel sueño sería el último, y tras despertar tendría que olvidarse para siempre de que alguna vez contó con una buena amiga que la entendió.
Karen amarró a Mia en un fuerte abrazo. Su cuerpo estaba helado y húmedo, pero Mia no pudo reparar en eso. Rodeó a su amiga con sus brazos y la sintió por completo; no como en un sueño, no como en un recuerdo. Eso era tan real como el perfume en la chaqueta de Dylan.
—Te quiero.
—Yo te quiero más.
—Te extraño.
—Yo te extraño más —Karen hizo una pausa en la que tragó en seco—. Los extraño a todos. Lamento no estar aquí para protegerte.
—¿Protegerme?
Karen se apartó y tomó entre sus manos el rostro de Mia. No habían reparado en que ambas lloraban hasta ese momento y la situación fue tan triste que a Karen no le quedó de otra que sonreír. Pero la sonrisa la borró al instante.
—Hice algo terrible, Mia. Se me fue de las manos. Lo siento, te puse en peligro, perdóname.
Mia tomó con delicadeza las muñecas de Karen. No había advertido lo mucho que deseaba volver a ver a Karen hasta ese momento. Lo que dijera ahí no cobraba sentido, porque Mia no estaba dispuesta a acabar el sueño. En su mente se repetía una y otra vez lo mucho que deseaba seguir durmiendo, nadando en esa realidad imposible que no respetaba el tiempo. Karen podía seguir pidiendo disculpas, explicando desesperadamente cosas, pero Mia solo quería estar ahí.
—Karen... ¿qué fue lo que te pasó?
Karen le echó una mirada alrededor. Mia notó muy tarde el lugar tan extraño en el que se hallaban; ya no era la cocina de la casa Navarro, sino otro lugar. Aquel espacio no tenía una forma fija ni un color fijo, ni un aspecto específico. No existía en el mundo real. Se le antojó que era lo más parecido que vería jamás a un lienzo sin fondo. Pero las esquinas de lo que fuera que era aquello comenzaban a ensombrecerse. A Mia le tomó un tiempo advertir que había musgo alrededor, y arañas, y una brisa, un ruido, un alguien asediando. Pero no podía verlo.
—Mia, escúchame. Pon atención. Debes seguir las luces, ¿de acuerdo? No me queda tiempo.
—No te vayas, espera...
—¡No! Sé que esto no es lo que esperabas que pasara. Honestamente, tampoco es lo que yo me esperaba que pasara. Pero debes saber algo, Mia, de haber tenido un problema, habría ido contigo —Karen se tomó un tiempo para tomar aire. Sus ojos, tan celeste como la genética se lo permitía, viajaron por cada facción en el rostro de Mia—. Solo que este problema era muy grande. Sigue las luces.
—¿Por qué no te quedas? —insistió Mia—. ¿Por qué no te quedas?
—Ahora estoy bien, pero pronto estaré mal. Hice muchas cosas malas.
—¿A qué te refieres?
—Escúchame, Mia. Sigue las luces.
Y todo se desgastó, lentamente, en negro. El rostro de Karen Navarro desapareció en las penumbras.
«¡SIGUE LAS LUCES!»
Mia regresó a la realidad dando un salto sobre la cama. Las mantas de lana que eventualmente le generaban comezón, ahora se arrugaban sobre ella con cada patada que daba. Sentía los oídos tapados del aturdimiento y un frío particular en el cuerpo. No había dormido fuera con nieve cayendo sobre su cabeza, pero la sensación era lo bastante familiar.
Con una mirada rápida captó su alrededor y se encontró con la típica templanza que el Horgar Misericordia de Jesús tiene a las tres de la mañana. La luz del exterior se colaba sobre la ventaba de la pared opuesta, y realzaba a la vista las oscuras siluetas de las niñas en sus camas.
Pero no era lo único allí.
Mia contuvo el aire y quedó tiesa en el lugar. Por unos segundos, sus pupilas viajaron con cuidado sobre cada una de ellas y las examinaron con atención.
De esquina a esquina, enredándose en los pies de la cama, en la punta del mueble, capturando libros en el camino, introduciéndose debajo de la puerta, por los minúsculos espacios de los marcos de la ventana, se despertaba una inmensa red de hilos rojos, ensombrecidos por la oscuridad, que iban y venían sin rumbo aparente. Sobre su cabeza, un gran número de ellos se enredaban hasta desprenderse en diferentes direcciones. Mia jamás pensó volver a ver algo así por tanto tiempo.
Como si fuera presa de una inminente trampa a punto de activarse, se puso de pie lentamente, procurando no tocar ninguno. Aturdida, necesitó de unos segundos de conciencia para recapitular todo el contenido de su cabeza.
Esa noche había despertado con la tristeza haciéndole pozo en el pecho, y las mejillas empapadas. En el recinto el único sonido perceptible provenía de la avejentada nevera y su «ruido blanco» como solía llamarle Laura, porque no paraba ni en toda la noche ni en todo el día, y representaba el flujo de la energía colándose al motor trasero de la máquina. La habían comprado en descuento cuando un sujeto del pueblo decidió vender todas las pertenencias de su casa para huir a Europa, y Laura notó allí una gran oferta.
No obstante, Mia se recordó que el sonido blanco de la locomotora no podía comparase con los gritos de Karen en su cabeza, ni con la sensación de amargura en su pecho, ni con la certeza de que acababa de hablar con un muerto.
Creía en Dios, el espíritu Santo y La Virgen María. Pero no necesitaba que la biblia explicitara que era posible hablar con los muertos para creerlo. Karen Navarro había dejado ordenes concretas y algo confusas sobre lo que Mia debía hacer. Había dicho cosas bonitas también y había establecido, ante todo, que tenía que poner atención. Pero si lo que debía atender eran unas luces, no estaban allí. Tan solo había hilos; perfectos enjambres rubies. Y las niñas, muy dormidas, parecían ni siquiera sentirlos haciendo presión sobre las mantas.
Contó las veces que las vio a lo largo de su vida. La mayoría de ellas ocurrieron en casa de su madre. La otra mayoría, sucedieron después, en el Hogar del centro de la gran ciudad. Cuando llegó a Condina los hilos dejaron de fastidiarla, y Mia lo sintió como una bendición de Dios. Esas cosas no le gustaban para nada. Cada que las veía sentía un miedo terrible, pero con el tiempo el miedo había perdido efecto.
Solo eran... ¿hilos? Y solo estaban... ahí. La imagen perturbaba un poco, pero no lo suficiente.
Tras sentir un pequeño tirón en el brazo, bajó la vista. Intentó reprimir un grito cuando notó uno de esos hilos perfectamente enredado en su tobillo derecho.
Tampoco era la primera vez que las veía así, sobre su cuerpo. Necesitó ahogar un pensamiento.
Había cosas en su memoria que solían luchar por salir a la luz. Esta era incluso peor que todas ellas. Se remontaba a un escenario con hilos, como ese, solo que no en el hogar, sino en otro sitio al que había llamado de la misma forma. Con botellas rotas en el suelo, olor a alcohol y tabaco, y la música enlatada de alguna radio grasienta.
Mia corrió a vestirse. Procuró no despertar a ninguna de las niñas, con movimientos lentos y cautelosos. Las botas de invierno rojas y la chaqueta verde oscura que había logrado rescatar en una de las donaciones a la iglesia eran piezas ideales para salir de excursión una noche de invierno.
Cuando abrió la puerta principal del Misericordia de Jesús la recibió la noche. Desde la cima de la colina se podían ver algunas luces de la ciudad, pero no demasiadas. El camino de tierra por donde los autos subían se perdía en la oscuridad, y una ligera neblina se estiraba sobre la hierba.
«Presta atención» serecordó Mia, «Las luces... Las luces».
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