Al día siguiente la nieve fue una novedad para cualquier persona que abriera las ventanas. Estaba por todas partes y, según reportes meteorológicos, lograba los cinco centímetros de alto. Para alguien acostumbrado a pasar grandes inviernos en el sur del mundo, cinco centímetros de nieve no significaban la gran cosa, pero para un habitante del pueblo de Condina, lograr esa cantidad de nieve en menos de un día era magnífico, glorioso, obra de Dios.
Para Lucrecia Brunelli la nieve tenía una connotación un tanto diferente. Dados los sucesos del día anterior, cuando el flujo natural del universo pausó sus corrientes y ningún tordodecidió piar, Lucrecia Brunelli no sólo había advertido que uno de los tantos libros de la biblioteca se hallaba ahora dentro de su mochila, sino que también había decidido que la nieve era obra del diablo.
Incluso el sujeto de la radio lo había advertido: aún era muy temprano para tanta nieve. Faltaban un par de días para que el invierno más crudo avasallara, y ya antelaba su crudeza con nieve. El Bosque Blanco estaría feliz, pues cobraría su aspecto por excelencia; el del blanco, casi pintado bajo el pincel de un gran y conflictivo artista moderno. Desde la perspectiva de Lulú, ese artista habría de estar pasando por una fuerte depresión o una vida de mierda cuyo único disfrute se encontrara en las historias de terror nocturnas, porque no existía otra manera de imaginarse un sitio como el Bosque Blanco.
Cuando puso un pie en la escuela el calor la obligó a quitarse la bufanda. Los abundantes rizos de Lulú, como bien pensaba a veces, eran abrigo suficiente, pues le caían sobre los hombros hasta rozarse la cintura, y desde la distancia se advertía como una pomposa y campanuda melena. Ensortijados sobre su cabeza, obstruyendo de a ratos su vista y rebotando a cada paso. Esa mañana en particular los pasos de Lulú eran invasivos. Con cada uno de ellos parecía capaz de atravesar el avejentado e intelectual suelo de Morgan.
La persona a la que estaba buscando no se hallaba en ningún maldito pasillo desprendiendo la ignorancia de siempre. En cambio, Lulú la encontró sentada en uno de los banquillos del patio interior. Comía una manzana, leía el mismo libro de siempre y eventualmente se sorbía la nariz con los restos de una servilleta arrugada.
Era quizás la única persona tan loca como para tomarse la libertad de estar al aire libre, pero también la única tan responsable como para llegar a primera hora a la escuela.
—¿Qué haces aquí?
Danna Fisher movió los ojos sobre su libro y los dejó sobre los de Lulú. Fue impresionante ver cómo continuaba desprendiendo ese desdén tan radiante sin siquiera intentarlo. De hecho, Lulú estaba muy segura que aquel libro en su mano era también observado con el mismo sentimiento.
—Tú qué haces aquí —replicó ella.
Con toda la angustia que plasmaban sus ojos, Lulú alzó el ejemplar de la biblioteca frente a los ojos de Danna. El encuerado libro, originalmente miembro exclusivo de las estanterías de la biblioteca, ahora estaba en sus manos por obra del destino.
Danna achinó un poco los ojos.
—Cla-ri-vi-den-cia y có-mo re-co-no-cer-la —leyó. Gustosa, asintió con lentitud—. Bien por ti, lo estás asumiendo.
—¡No estoy asumiendo nada! —bufó Lulú que estaba bastante intranquila con la idea de que había robado como para tomarse en serio aquel comentario.
A este punto, Danna devolvía los ojos al libro y pasaba de una página a la otra. Aunque Lulú no podía definir aquello como concentración genuina, estaba sorprendida de que siguiera leyendo, incluso con ella allí.
—La negación es el primer paso —respondió Danna.
—Esto es cosa de Karen —zanjó Lulú, irritada.
Asombrada por la afirmación, Danna devolvió los ojos a la muchacha, escéptica.
—¿La viste?
—No.
—¿Y qué te hace pensar que fue ella?
—Estoy segura de que fue ella.
—Ya —bufó Danna—. ¿Tan segura como lo estás de no ver nada? ¿O de que mi casa está embrujada?
—Tu casa está embrujada.
—Estaba mugrienta —puntualizó Danna, y limpió su nariz con el pañuelo que resguardaba en su mano. Luego añadió, con vos nasal: —. Hay una diferencia.
La niña que vivía en la casa embrujada continuó mordiendo su manzana y leyendo su libro, provocando el mayor esfuerzo del mundo por ignorar a Lucrecia Bruenlli, que se notaba bastante exaltada esa mañana como para poder controlarse. Por otro lado, la aludida fijó sus ojos en las ventanas vidriadas que daban al interior del pasillo de Morgan. Todavía ni un alma en los pasillos, más allá de los inevitables profesores de siempre, con cafés en la mano y abrigos hasta el cuello.
Danna Fisher parecía no obedecer las exigencias del cambio de clima. Estaba muy cómoda, con su falda estirada sobre el asiento de piedra y las rodillas desnudas. A penas la cubría la chaqueta de la escuela, cuya tela no era lo suficientemente gruesa como para evitarle paso al viento.
—¿Esta mañana vomitaste?
Danna volvió a alzar las pupilas de su libro. Lulú se sorprendió tras advertir que esos ojos, portando una completa discrepancia con las anteriores veces, ya no relucían ese veneno tan típico, ni esa indiferencia tajante y violenta de siempre. Ahora pululaba en ellos cierto brillo íntimo, extraño, interesante.
—Limpiamos la casa —respondió—. No vomité.
—Bien por ti.
Danna fijó sus ojos en el ejemplar extraviado, robado, arrebatado y, posiblemente, tocado por un fantasma, que ahora ya no se presentaba frente a sus ojos, sino que colgaba como objeto sin suerte sobre la mano rendida de Lulú.
—¿Lo robaste?
Lulú soltó un suspiro que se transformó en vapor.
—No estoy muy segura.
—¿Qué hiciste? ¿saliste corriendo?
—¡¿Cómo lo sabes?!
—Por tu cara —señaló Danna—, no es difícil deducir tu comportamiento.
Lucrecia pensó seriamente la idea del tercer ojo en la frente de Danna que, según la misma, todo lo podía ver. No estaba segura de hasta dónde llegaba ese «todo» y difería ciertamente con la existencia de una capacidad similar, pero con cada palabra Danna dejaba relucir una verdad absoluta. En otras palabras, decía todo con tanta naturalidad, soltura y hasta desinterés, que era imposible pensar que se trataran de ideas insustanciales o, en su defecto, de mentiras.
—¿Qué hago con el libro ahora? Me siento una ladrona.
—Pues ve a devolverlo.
—¡Qué horror! ¿Y quieres que la señora Gina asuma que me lo robé? ¡Mis padres podrían matarme!
La señora Gina era quien se encargaba de llenar los estantes y desempolvar los libros. El orden y el flujo de los titulo dependía en completo de ella y de su computador. Si un libro faltaba, lo notaría. Si de soslayo llegaba un sujeto nuevo al pueblo, también lo notaría y de la misma manera notaría si ese sujeto nuevo tomaba asiento en un lugar que no le correspondía. Si sonreía, si hacía un intento por ocultar el rostro detrás de la portada de algún libro, si intentaba ser disimulado.
Lulú terminó por tomar asiento juntó a Danna. La muchacha, pese a no querer contar con demasiada compañía, no dijo nada. Se había refugiado en el interior de sus pensamientos y, con el correr de esos pensamientos, en el interior del libro que todavía no podía culminar, porque cada dos por tres la misma personita venía a arruinarle el proceso.
—No sé qué hacer —admitió Lulú, desconsolada.
—Entonces leelo y fíjate qué tantas sacas de él —resopló Danna.
Lulú giró la cabeza y la observó, con tanta concentración que ningún aspecto podía escapársele, o al menos esa era la sensación que daba. Adivinar cómo comunicarse con Danna era como adivinar qué decir a un visitante extraterrestre la primera vez. De encontrártelo en las montañas, con su tan extraño aspecto de sujeto nacido y criado fuera del planeta tierra, podías arrugar la nariz del asco como podrías simplemente darle la bienvenida.
—Ayer vi algo —prefirió decir.
—¿Qué viste?
—A Karen —respondió, y tomó mucho aire, asumiendo que la historia era muy larga—. Después de ir a tu casa fui a la biblioteca. Allí vi refusilos y luego a Karen.
Oh, vaya, la historia en realidad no era tan larga.
Danna se desinteresó momentáneamente del libro, pero no se desprendió de su actitud aislada.
—¿Viste refusilos?
—Asumí que estaba por llover, pero no llovió nada.
Danna alzó la mirada. Desde su perspectiva, el cielo y el tejado de Morgan contrastaban perfectamente. Uno muy gris y el otro muy negro; encriptado en retallos de musgo y tejas ébano.
—Viste refusilos y luego a Karen... —murmuró, pensante.
Lulú asintió en respuesta. Era la primera vez que Danna daba la impresión de estar escuchándola en lugar de burlándose de ella.
—¿Tú también? —aventuró Lucrecia, anhelando con todas sus fuerzas una respuesta afirmativa. Danna inclinó la cabeza.
—La viste a ella —repitió dubitativa—, o fuiste ella.
En un silencio en que analizó las preguntas, Lulú inclinó un poco la cabeza hacia la izquierda y alzó las pupilas. Por su mente viajaron los recuerdos de aquel día. Tenía mucho por decir, en realidad, sobre los primeros sucesos de su vida que bien podrían definirse como paranormales. Pero no estaba muy segura de poder mencionar todas sin sonar como una descabellada e incoherente muchachita con ganas de ser especial, como habría dicho en cierta circunstancia su propia madre.
—Y el refusilo —acentuó Danna. Parecía que ella también estaba perdida en el interior de su mente, pues inclinaba la cabeza y apoyaba la punta de su nariz sobre su puño, en el perfecto espacio donde su ubicaba el único anillo decorando su dedo.
—El refusilo también.
Danna le arrebató el libro de las manos y comenzó a hojearlo de manera rápida. Cuando terminó, después de saltarse capítulos enteros con miradas descuidadas, admiró la portada y la contracara encuerada. Habría sido un libro viejo, pero bastante bien cuidado.
La señora Gina era muy buena protegiendo libros, y Lucrecia Brunelli, al parecer, era muy buena para robarlos.
—De todos modos, no es como que aquí exista mucha información, ¿sabes?
Danna devolvió el libro a su captora.
—¿A qué te refieres?
—Es pura tontería esa idea de buscar respuestas en los libros.
Lo que Danna intentaba decir, en realidad, era que «esa» información no la encontraría en «ese» libro, pero, por obra de su pura naturalidad, había dicho otra cosa.
—Soy incapaz de mostrarte cuántas personas están en desacuerdo con eso.
—La cosa es así —Danna volvió a morder la manzana roja y lustrada que tenía entre las manos—. Si lo que quieres es entenderte, busca a una médium que te explique lo que sientes. Los libros no podrán hacerlo. Ahí obtendrás pistas, pero no la totalidad de las respuestas.
Lucrecia Brunelli admiró la imagen que se presentaba frente a ella. Danna no solo decía y hacía cosas que en su universo no tenían el mayor decoro, lo grandioso era que, estando con ella, lo que decía y hacía tenía todo el decoro del mundo. Las ideas más despampanantes cobraban sustancia, sentido. Lo imposible se transformaba en algo palpable.
Aunque jamás lo admitiría en voz alta, Lucrecia Brunelli admiró y abrazó aquel sentimiento.
Desde esa perspectiva, su tez blanca era como la de una princesa de cuento y la manzana en su mano materializaba esa idea. La imagen se arruinó un poco cuando se limpió la nariz.
—Dices que... debo indagar —finalizó Lulú, con la voz agrietada.
Danna se encogió de hombros.
—Si lo que quieres es respuestas, sí —resolvió como si nada, como si de tarea fácil se tratara—. El libro te dará una idea, pero no todas las médiums son iguales.
—Ya —bufó Lucrecia—. ¿Y tú cómo sabes tanto del asunto?
Danna Fisher no respondió nada, tan solo se quedó viéndola con ojos de halcón mientras volvía a morder la manzana.
La respuesta era obvia. Bueno, en realidad no tan obvia.
—Fingiré que tu silencio me dice algo —resopló Lulú.
De pronto, Danna se puso de pie y recogió su mochila, que aparentemente había estado abandonada en el suelo. Ingresó torpemente su libro en él y en un ágil movimiento se deshizo de su manzana tras lanzarla al basurero que estaba a un par de metros. La manzana rebotó en su borde antes de caer en su interior.
La muchacha se fue sin decir adiós. Segundos después, un copo de nieve decoró la humedad en el cabello de Lulú. Cuando alzó la vista, notó que había comenzado a nevar de nuevo.
Esa tarde, Mia Parrish advirtió la nieve desde la ventana del Hogar Misericordia de Jesús.
En la pequeña casita sobre la colina, las niñas del orfanato desataban una guerra. Los cojines que había bordado la hermana Laura, ahora eran bombas. El único sofá, destruido por lo años, ahora era un fuerte. Una de las tantas cruces que eventualmente funcionaban para rezar, ahora era una pistola lanzando balas imaginarias en todas direcciones. Las muñecas de trapo estaban aprisionadas entre las rejas de un banquito, y de los camiones no había rastro.
Mumi se encontraba entre las muñecas de trapo, prisionera. Según el grito de Lara, ella era la buena guerrera que iría a su rescate de la niña sorda.
Con la mirada perdida, Mumi, que no era nada sorda, se chupaba el dedo mientras Katy apuntaba a las intrusas con la cruz. En cierto momento, se inclinó para ubicar los ojos de su rehén.
—Deja de chuparte el dedo —susurró—. Laura se enojará.
Ubicada en cuclillas detrás del sofá, la toca negra y blanca le asomaba por encima del respaldar. Laura alzaba los ojos de manera rápida y lanzaba cojines a las niñas. Sus carcajadas no eran sutiles, sino energéticas y burlescas, como las que esperarías de un niño que juega o, en su defecto, de un anciano al que le cuentan un grandioso chiste. Cuando se quedó sin cojines, lazó pelotitas de hule, y cuando se quedó sin pelotitas de hule y sin cojines, las niñas atacaron.
Afortunadamente para la inocencia de Lara, Laura no se había percatado de que su arma letal en realidad pertenecía a la pared y cumplía funciones un tanto más sofisticadas que las de estarse de arma para la guerra.
—¡He conseguido estas velas! —exclamó Marisol, llegando hasta Mia con pasos apresurados. Había rodeado con eficacia el campo de batalla de las niñas. Mostraba sus dientes en una sonrisa triunfante, desde la perspectiva de su receptora, dignos de la portada de una revista. Cuando llegó necesitó acomodarse la cofia, pues se le advertían un par de pelos en la frente—. Te he encontrado estas velas, ¿te gustan?
Desde el umbral de la puerta, Lilian se cruzaba de brazos y admiraba con ojos de gato.
Mia observó las velas. Dentro de un pequeño frasco de cristal, las velas eran rosadas y regordetas. Las etiquetas a su alrededor aseguraban un rico aroma a flores y coco. Era divinas, preciosas y ciertamente no provenían de la iglesia.
Mia conocía los instrumentos de la iglesia como un cualquiera reconocería los muebles de su propia casa. Las velas, sabía bien, eran largas, blancas, imponentes y, de llevarlas a la caminata, lucirían demasiado. Las demás en su defecto, no eran grandes y ostentosas, pero Mia había decidido no utilizarlas.
La iglesia celebraba bastantes funerales y era habitual encontrar los ataúdes repletos de ellas.
Karen merecía ser diferente.
—¿Dónde las conseguiste? —inquirió tras recibirlas. Ya entre sus manos, pudo advertir que la etiqueta de la compra, bien pegada al cristal, había sido arrancada de un tirón y sus restos se divisaban como rasguños blancos.
—Ofertas en el pueblo —aseguró Marisol.
Dado que Marisol no era dada a las mentiras, para Mia fue respuesta más que suficiente.
—Vaya, gracias —murmuró. Estaba segura de que, entre todas las velas que había visto alguna vez, esas eran las más hermosas sin dudas.
Marisol llevó una mano hasta su hombro y le dio un apretón que intentó ser leve, pero que por la fuerza natural de sus brazos se transformó en uno bastante fuerte. Afortunadamente Mia Parrish ya conocía a todas sus hermanas bastante bien como para advertir sus comportamientos.
—Puedes darle una a tu amigo Silvan.
—Dylan —corrigió Mia, un poco cansada de tener que recordar el nombre real del muchacho en cada ocasión. Aun así, el gesto de Marisol suplía todas esas fallas; mejillas rozadas por el calor de la chimenea y ojos entrecerrados de la felicidad.
—Sí, cierto. Dylan. En fin; son velas hermosas. ¿Quieres que te acompañe a la caminata?
—No, no es necesario. Dylan vendrá por mí, iremos juntos.
—Si quieres, puedo ir por ti —aseguró y, de manera más gloriosa; exponiendo los dientes y emanando felicidad, afirmó:—. Ya tengo mi licencia.
Mia ensayó una sonrisa. Viajar con Marisol al volante era de las travesías más peligrosas que cualquiera podría llevar a cabo en Condina. Su coordinación de pies y manos era mala, por no decir nula, y su concentración dejaba mucho que desear.
La primera vez, Mia había intentado dar unas palabras de aliento. La pequeña Parrish tenía la mala costumbre de hablar demasiado y al parecer, a Marisol eso no le gustó nada. De pronto sus cuerpos se agitaban sobre su asiento cada que la monja, ansiosa, manoteaba el volante de izquierda a derecha en un camino perfectamente recto. El carrito comunal de las monjas, más antiguo que la casa, como Mia se atrevía a afirmar, paseaba su color rojo de esquina a esquina bordeando peatones y animales.
De todas maneras, Mia sonreía tanto que ahora poco importaba el contexto. Cuando era pequeña Laura solía recordarle lo magnifico que era admirar cómo sus ojitos desaparecían de tanto que los entrecerraba. Aparentemente, la comisura de sus labios se elevaba tanto que forzaba al resto de su rostro a contraerse, y el resultado era adorable.
—No te preocupes, Mari, pero gracias. Dylan lo hará por mí.
Marisol sonrió y asintió. Cuando se marchó, Mia regresó al paisaje del exterior y quedó calculándolo un rato. Su mente volvió a vagar entre pensamientos. El primero de ellos la conducía a los hechos de esa tarde, el entierro y toda esa letanía de sucesos que tendrían lugar y origen esa tarde, durante la caminata. Implicaba, entre otras cosas, tener que controlar la cantidad de sentimientos que despertaría en ella soportar la presencia de Vanesa, Eva y sus engaños y su esposo, el señor Navarro. Y si estaba furiosa, que lo estaba, Mia Parrish era muy consciente de que tendría que guardárselo, porque la única persona más consciente de toda esa mierda, además de ella, era Dylan Derry.
El segundo pensamiento la conducía a los despoblados campos de El Bosque Blanco, a las líneas rojas, a sus pensamientos, al muchacho que juró ver en el bosque, y a sus sueños. Mia no era dada a las percepciones, a las corazonadas ni a nada que implicara utilizar la intuición. Si bien Lilian siempre mencionaba la importancia de seguir el sonido del mundo; ese que según ella enviaba Dios a todos, Mia jamás estaba dispuesta a hacerlo. Estaba segura de que el sonido de Lilian no se correspondía con el que ella escuchaba a diario. Quizás Lilian disfrutara de una melodía. Mia Parrish escuchaba cómo las cadenas raspaban el cemento.
Y de todas formas las cadenas significaban algo. Hasta la cosa más horrorosa del mundo significaba algo. Mia se encontró advirtiendo que, siguiendo el ruido del mundo, hasta la muerte significaba algo.
«¿Qué significa esta?».
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