C•A•P•I•T•U•L•O 31
La estructura negra de la casa embrujada se encogió sobre sí misma cuando notó a cuatro camionetas estacionarse en el jardín del recinto. Los espectros que habitaban el terreno, que presumían grandes ojos y cuerpos ominosos, se estremecieron cuando vieron a los Fisher; a toda la familia maldecida, apearse y pisar el césped. Eran cuatro camionetas que habían llegado, en su interior, repletas de mantas blancas, bidones de agua, hiervas y ramas bien dispuestas en el interior de una anticuada cajita de madera, pétalos de rosas recién cortados y piedras de cuarzo. Aquella reacción por parte de los fantasmas fue bien entendida por los pueblerinos de Condina, que no hicieron más que observar las camionetas, aferrando a sus hijitos con fuerza de los brazos y murmurando oraciones a alguna deidad.
Anna soltó un suspiro de total alivio cuando los notó llegando y salió a recibirlos.
—Quiero que dejen las cosas de valor fuera, en el patio trasero —señaló a sus sobrinos, Demian y Danna. Ambos hermanos la vieron cruzar el umbral de la puerta principal, casi tan disparada como una bala, y no pudieron evitar fruncir el ceño. Repartieron una mirada entre ambos, pero al instante comprendieron que no podían darse el lujo de ignorar aquellas ordenes, así que obedecieron.
Para Danna, «cosas de valor» era un término casi tan relativo como poco específico, ya que cualquier cosa podía tener el suficiente valor como para terminar en el patio, si lo mirabas bien. Así que permaneció los dos primeros minutos de pie en la entrada, examinando con frialdad todo cual la rodeara, analizando sus pros y contras de enviarlos al patio o no. Después de captar los objetos dentro de su armario, en aquel espacio destinado a los zapatos, supo qué era lo que debía bajar primero.
Demian asomó su cabeza por el umbral de la puerta. Desde allí, soltó un suspiro de cansancio y observó a su hermana. El jalo proveniente de la visita de sus tíos y primos podía escucharse con claridad desde el segundo piso. Aquel evento, pensó Demian, era lo más cercano que un Fisher tenía por «fiesta» o por «navidad» o cualquier evento familiar y extraño. Era la típica juntada de los domingos, sólo que no era domingo y no era tan típica. El ritual Bubú disponía de un día especial en el calendario de todo sujeto maldecido por un anciano enterrado; Anna dejaba predispuesto uno que marcaba el número quince.
Ese día no era quince, pero, ¿qué más daba? Vomitar negro definitivamente era una señal.
—Dice Perla que los colchones —señaló Demian.
Cargando libros entre los brazos, Danna se volteó para ver al muchacho.
—¿Los colchones?
—Sí —afirmó— no me preguntes por qué.
Desde el inicio de las escaleras brotó una orden, fuerte y clara:
—¡APURENSE!
Definitivamente, pensó Danna, vomitar negro no ponía de buen humor a su tía.
—Te ayudo con el colchón —indicó Demian, abriéndose paso a la habitación. Estaba a punto de tomar las almohadas cuando ella lo detuvo.
Sin moverse del lugar, Danna señaló con el dedo el ropero detrás de sí.
—¿Qué? —cuestionó su hermano sin comprender. La muchacha tragó con dificultad. No sabía cómo decirle eso a Demian en voz alta, pues lo sentía como un tema de conversación prohibido entre ambos.
—Es que... —murmuró. Nuevamente, su hermano esperó con paciencia a que ella hablara—. Mamá y papá.
Demian reparó en el punto más oscuro del armario. Entre libro y libro, era difícil ver más allá, pero en las paredes internas del armario habitaba cierta negrura antinatural. Estaba claro que ellos estaban allí, detrás de los libros que Danna apilaba sobre el sitio de las zapatillas.
—Oh...
—¿Se bajan?
—No, eh... creo que será mejor dejarlas aquí, ya sabes, que se limpien con... toda la casa.
Danna asintió con lentitud y su hermano imitó el gesto solo para complacerla. Entre ambos se dispuso un silencio, pero sorprendentemente, esta vez ninguno sintió la incomodidad.
—¿Continuamos con la cama? —inquirió Demian.
—¡No! —Danna recogió siete ejemplares de libros entre sus manos. Desde su perspectiva, Demian pudo capturar la imagen de los jarrones; en la esquina más profunda del armario, apenas siendo acariciados por una débil estela de luz. No podía comprender cómo Danna dormía por las noches teniéndolos ahí, pero no quiso objetar nada—. Los libros primero.
Su hermano observó el ropero con extrañeza. Allí, donde debían de colocarse los zapatos, Danna en realidad disponía de una pequeña biblioteca improvisada. Antes de que él pudiese protestar cualquier cosa, Bárbara se presentó en la habitación. Su llegada había sido anticipada con los pronunciados pasos que marcó a lo largo de todo el pasillo. Miró a su primo, luego a su prima, y después sonrió.
A veces, las sonrisas de Bárbara eran tan extrañas que nadie sabía cómo responder a ellas.
—Anna quiere que apuren las patas, por favor —indicó. Entre las manos cargaba mantas blancas, y a pesar de que Danna no comprendía exactamente el por qué, pensó que no contaba con el tiempo necesario como para cuestionar nada.
—Primero los libros —repitió ella.
Demian hizo un ademán a su prima para que tomara las esquinas del colchón.
—Danna, baja los libros, nosotros nos encargamos de esto.
Ambas obedecieron; Bárbara deshaciéndose de las mantas de la cama y recibiendo todo el perfume floral de ellas y Danna, por su parte, apilando libro tras libro en el interior de su avejentada mochila e intentando no lanzarles demasiadas miradas a los jarrones de sus padres.
El ritual Bubú era una práctica novedosa para ella. De hecho, no recordaba que su padre hubiese pronunciado jamás ese nombre y es que, en efecto, con el tiempo David Fisher aprendió a detestar los rituales Bubú tanto como aprendió a detestar a su hermana menor Anna.
Cuando Danna bajó, notó dos colchones dispuestos en el patio trasero, a sus primos entrando y saliendo de la casa con objetos, a Perla quitando cuadros de las paredes y desenchufando objetos eléctricos y a Anna abriendo cada cajón existente en la casa para dejar su interior expuesto.
Parecía un circo y no pudo evitar pensar que los vecinos estarían al tanto de aquella observación.
—Eh, apura el trasero, primita —indicó cierta voz. Hacía mucho que aquel rostro no se presentaba allí, en realidad, pero Hans siempre desprendía la misma confianza de siempre—. Todo eso al patio —dijo, señalando con la mirada la mochila de Danna.
Demian y Bárbara deslizaban con total agilidad el colchón escaleras abajo.
—¡ABRAN PASO! —bramó Demian.
Sí, definitivamente ese era un circo.
—¡Al patio! —volvió a indicar Hans.
Danna se encaminó casi corriendo al patio de La Casa Embrujada. Allí la esperaban Gretel y Louis, sus tíos segundos, primos de Anna y Perla. Se encargaban de dejar los objetos de la casa dispuestos en un círculo, pero bruteaban tanto los objetos que Danna se debatió en dejar los libros allí.
Louis era un hombre delgado y narizón. Si lo observaba bien, notaba cómo realizaba un gran esfuerzo por cargar cada cosa entre los brazos, y no lo culpaba en absoluto. Aquellos bracitos pequeños dejaban a la vista los huesos a la vez que tomaban aspecto de caños bien vestidos. Pero, por el contrario, Gretel gozaba de cierta vida, casi podría decirse que manipulara una energía envidiable. No se trataba de una mujer corpulenta como sí lo era su prima Perla, pero igualmente era capaz de manipular una destreza envidiable.
—¡Danna! —exclamó, con una acentuación bastante dramática. Danna no pudo observarla. Ahora los huesitos de Louis se disponían a dejar un espejo de tamaño mediano entre las cosas. Pese a no ser muy grande, el cristal quedaba inmenso cuando se lo comparaba con el tamaño de quien intentaba manipularlo. El reflejo de Danna temblaba sobre él—. Tiempo sin verte... Bueno, en realidad, no mucho tiempo.
Louis dejó el espejo en el círculo al momento que soltó una exclamación casi de gloria, como si hubiera ganado una pelea. Por el fragor que generó el desmanotado acto, Danna se sorprendió de que el espejo continuara en una pieza, pues estaba segura de que todo acabaría en pedazos en manos de Louis.
—Al fin, ya estamos listos —bufó Louis con agitación. Cuando alzó la vista, sus ojos ámbar captaron a Danna. Por algún motivo que ni su esposa comprendió, Louis había accedido a la tremenda idea de dejarse un bigote rectangular bajo la nariz. Según toda la familia, se le veía fatal. Según Danna, esa no era necesariamente la verdad—. Eh, Danna, ¿eso es para acá?
La aludida necesitó dejar de verle el bigote para reparar en los libros que cargaba entre las manos. Estaba a punto de decir que no cuando Demian y Bárbara interrumpieron con el colchón. Luis sólo necesitó señalar ese punto en el círculo de cosas para que el objeto, de buen peso, volara hasta allí con agilidad. Cayó a unos centímetros del espejo.
—Cariño, puedes dejarlos aquí, mira —Gretel señaló una mesita de noche entre la cantidad de cosas. Era un espacio sólido y seguro, si lo comparabas con el entorno, así que Danna accedió y depositó con cuidado la mochila allí.
Una vez admiró el alrededor, notó los ojos curiosos de algunos de sus vecinos asomarse sobre la maleza, contemplando el maravilloso escándalo que la familia maldita del pueblo realizaba en la casa con la misma enfermedad. El desastre que ocasionaba el ritual Bubú sería difícil de explicar, puesto que ningún otro evento se correspondía con ese. Podías mentir sobre muchas cosas, pero no sobre esas. ¿Cómo explicar el círculo, el traslado masivo de cosas, el hecho de que Perla invistiera el suelo de la casa con mantas blancas?
«Es una feria» explicaría los objetos fuera, mas no el hecho de que se encontraran en el patio trasero y no en el jardín principal. De todas maneras, bien estaba establecido que nadie le compraría nada a ningún Fisher, a no ser que su objetivo sea grabarlo por la noche y subirlo a las redes con algún título particular. «Es una limpieza normal» no explicaría las mantas blancas ni la presencia de todos los Fisher allí. La única respuesta posible era la que posiblemente se formulaban los vecinos en sus cabecitas; «es un ritual», aunque agregarían a la explicación el nombre de algún demonio, claro está.
No había otra respuesta que no involucrara un evento espiritista, así que Danna asumió que al día siguiente las horas de clase se volverían agotadoras.
«No pienses en eso» se dijo, «vuelve adentro».
Afortunadamente ningún Fisher era capaz de ver fantasmas como Lulú Brunelli era capaz de hacerlo, por lo que nadie escuchó los gritos cada que Perla lanzaba agua bendita en la madera cual baldazos de cloro a bacterias. Anna exaltaba de felicidad, porque el duende, sentado en una esquina de la habitación, apenas si comprendía lo que estaba pasando. Miraba todo el movimiento que los Fisher realizaban en la casa completamente anonadado.
Desde esa perspectiva, lograba una apariencia casi agradable a la vista.
Acurrucadas en la esquina de la cocina, Bárbara y Danna observaban el ambiente con ojos curiosos. Anna había depositado las mantas blancas sobre la heladera y las mesadas de la cocina. El ambiente se decoraba de un toque antiguo y melodramático, el mismo que compartiría con una mansión abandonada. La mesa redonda de la casa, a los ojos de Perla, poco pulida y cuidada, también era cubierta por una impecable manta blanca.
—Qué bonito espanto el que estamos haciendo —bufó Violeta.
Como siempre, la hermana de en medio de los hijos de Perla, curvaba su espalda en una postura que se percibía de lo más incómoda. Como si eso no fuera suficiente para advertir su temperamento, tenía los ojos escondidos en los límites del fleco que cubría su frente y torcía un poco la comisura de sus labios. Entre las manos, cargaba una de las tantas cadenitas con gigantescos pentágonos de plata que habían cargado en el auto. Las estaba colocando a lo largo de toda la casa, siguiendo las elevadas ordenes de su madre, de modo que el viento que atravesaba las ventanas las mecía a un ritmo maternal.
—Bonito —convinó su hermana Bárbara, con su voz hecha, por costumbre, un hilo—. Espero que esto haga que las paredes dejen de sangrar.
Danna observó a su prima con curiosidad, pero no necesitó preguntar nada, porque al instante aquellos ojos saltones captaron la intención.
—En casa suele pasar —dijo.
—Sólo para ti —bufó Violetta—. Yo jamás he visto cosas como esas.
Anna se acercó, presurosa, hasta su sobrina y le entregó un objeto extraño. Entre sus dedos, Danna recibió un cenicero hueco y respiró todo el perfume humeante que provenía de su interior. El palosanto, a este punto, se le antojaba empalagoso. El panorama cobraba un aspecto brumoso por la inmensa cantidad de palitos ardiendo en recipientes a lo largo de todo el pasillo, en el interior de cualquier habitación de la casa.
En el exterior, los zanates asediaban la casa montando círculos sobre ella. Eran al menos seis y asemejaban su comportamiento al de casi todo el pueblo.
—Tu no ves muchas cosas —replicó Bárbara a su hermana, analizando la forma hipnótica que cobraba el humo en el aire—. Pero descarto que tu ignorancia sea culpa tuya.
Violetta negó lentamente con la cabeza y depositó el último de sus adornos sobre la punta de la alacena. El colgante quedó tambaleando, a la plena espera de caerse por cualquier motivo.
—A veces, hermanita, me recuerdas a los personajes de los libros clásicos —observó Violetta, después de respirar hondo como si no tuviera remedio—. Quizás a alguna solterona de Orgullo y Prejuicio.
—A mí también —admitió Danna, experienciando la emoción de sentirse completamente comprendida.
Lejos de sentirse ofendida, Bárbara orilló un mechón de su cabello detrás de la oreja. El cuerpo de Demian cruzó delante de ellas como una bala y subió por las escaleras dando zancadas. Los ojitos de su prima lo siguieron todo el recorrido hasta que la imagen se interrumpió. Algo menos esbelto y un poco más delgado se habría paso por el pasillo.
—Y desde tu perspectiva, ¿Hans a qué se parece? —inquirió.
Entretenido, al parecer, con todo aquel circo, Hans se encaminaba por el pasillo tarareando el canon y lanzando pétalos de rosas al aire. Los baldazos de agua de Perla le rozaban los pantalones, pero no parecía que aquello le molestara en lo más mínimo. Conforme se acercaba a ellas, hacía más evidente el hecho de que todo le valía nada.
Danna admiraba a veces la capacidad intachable con la que Hans se deshacía de la tensión que manipulaban sus dos hermanas, y su madre, en especial. Él parecía haber nacido en un mundo diferente, en donde los rituales místicos no cobraban tanta importancia, donde la maldición era solo un detalle indiferente de su personalidad, y en donde toda situación de gravísima importancia era demasiado pequeña e insignificante como para obtener su interés.
—A un borracho —zanjó Violetta.
Bárbara aceptó la comparación con un pequeño asentimiento.
—Ahora ni el mínimo demonio pisará la casa —observó el muchacho. Cuando reparó en Danna, que era la única que había estado tan distraída como él mirado la casa, le lanzó un puñado de pétalos a la cara—. ¿Qué te tiene tan distraída, primita? ¿No has dormido bien estas noches?
Por un mínimo de segundos, Danna interpretó que aquella pregunta venía acompañada de una doble intención. En todo su esplendor, Hans soltó una sonrisa jovial y risueña, de esas que mostraban los dientes y echaban el torso un poco hacia atrás.
—¡Dejen de conversar! —bramó Anna, que, dándose un tiempo para respirar entre tarea y tarea, los descubrió muy flojos reunidos en una esquina—. ¡Al patio! Comenzará la ceremonia.
Bárbara asintió y su hermana comenzó a rezongar. Hans, en cambio, sólo puso los ojos en blanco. Danna no comprendió nada hasta que, bien dispuesta, Bárbara se quitó la chaqueta y se dispuso en el centro de la habitación. Alzó los brazos, formando con todo su cuerpo una cruz, y cerró los ojos.
—¿Qué es lo que...? —murmuró Danna, y Perla respondió fugaz. No hablando, no señalando la respuesta, simplemente haciéndola evidente. Bañó a su hija en agua con un baldazo que cayó limpio sobre su cuerpo. El diminuto esqueleto de Bárbara se hizo evidente cuando la ropa mojada se pegó a su piel.
—Vamos, pequeños, no tenemos mucho tiempo —señaló Perla, haciéndose con otro balde.
Goteando, Bárbara se retiró hacia el patio con predisposición, manteniendo siempre ese estado impertérrito a flote.
Hans dejó la cajita con pétalos sobre la mesada e imitó a su hermana mayor. Perla no dudó en mojarlo por completo, y luego le siguió Violetta. Ambos no escondieron sus quejas en lo absoluto.
—Ven cariño, te toca —insistió Perla. Danna frunció levemente el entrecejo. No comprendía exactamente el objetivo de bañar cuerpos de adolescentes con agua vendita, pero considerando la situación que la familia enfrentaba, la idea tampoco se le antojaba tan extraña—. Apúrate.
—¿Debo quitarme la blusa? —inquirió, señalando la prenda purpura que tenía puesta.
—Oh no, no es necesario. Solo procura no cargar el teléfono contigo.
Lo único que pudiera estropearse con el agua en manos de Danna se correspondía al humeante y perfumado palosanto. El mismo fue depositado sobre la cocina con cuidado. Finalmente, Danna se acercó a Perla y extendió los brazos.
—No lo tengo —indicó. El agua bendita bañó por completo la trémula piel de la muchacha maldita. Danna sintió el golpe del agua sobre su cara, y la sensación le pareció bastante placentera, pero no podía decir lo mismo de su ropa mojada. El jean de su pantalón ahora ajustaba mucho más su cuerpo, y pensó que estar así en el patio, donde la brisa corría libremente, solo resultaría de un resfriado.
Bien. La maldición cesaría sus efectos, como había dicho Anna, pero el cuerpo efectuaría sus propios síntomas.
¿Qué era mejor?
Danna halló la respuesta y corrió al patio.
Mejor era despedir mocos por la nariz.
Al parecer Demian también pensaba eso, porque llegó hasta el patio cubierto de agua, aunque no de muy buen humor.
—Demian, ¿te tomaron por sorpresa? —inquirió Bárbara, ocultando una sonrisa detrás de su mano.
—No comprendo por qué siguen dejando la cubeta en manos de Perla —bufó él.
Tras ver a los muchachos ya dispuestos a entregarse al ritual, Grettel y Louis se exaltaron y corrieron a la casa apresuradamente. Danna los observó frunciendo el ceño. No comprendía la emoción de encontrarse empapado una tarde de invierno, con la brisa rozando el cuerpo y el universo gritando «¡Gripe!». Pero cada quien tenía sus extraños gustos.
Una vez todos y cada uno de los familiares se enchastró en agua bendita, salieron en fila hasta el patio y se acomodaron en un perfecto circulo alrededor de los objetos. Tras contar a todos y cada uno de ellos, Danna encontró cierto mensaje tóxico en el número nueve.
Nueve Fisher, sin contar los dos cadáveres del patio y los dos cadáveres en el closet de Danna.
La luna ya fijaba su presencia en un punto lejano del cielo. Bárbara la observó y luego reparó en la figura somnolienta del sol, que se dejaba entrever en el horizonte.
—Es una historia de amor constante la de la luna y el sol —comentó.
Anna llegó con una caja entre las manos. De su interior extrajo un collar compuesto por perlas violetas y pentagramas. Después de entregar una a cada Fisher, dejó en manos de Violetta una campana extraña. Danna no comprendió su función hasta que comenzó a utilizarla, cada un periodo de cinco segundos, cuando todos comenzaron a orar en voz baja.
Cuando de religiones se trataba, los Fisher eran un enigma. Ni muy ateos ni muy creyentes. Creían y odiaban a Dios a la vez y con total naturalidad. Danna Fisher era una fiel creyente. Había leído la biblia varias veces, enfatizando especialmente en aquellos extractos que disponían sus letras al destino de los maldecidos. Allí descubrió que el destino que les esperaba a todos ellos era una mierda, y que a Dios no parecía importarle demasiado.
Desde su posición en el círculo, Danna admiró la imagen de cada Fisher sobre el círculo. Con los ojos cerrados, Grettel y Louis arrojaban sal, o arroz, a los objetos apilados en el centro. En una expresión de pura angustia, Anna también cerraba los ojos, pero parecía esforzarse demasiado por lograr la concentración, mientras que Perla, a su lado, lucía impertérrita, impoluta y acostumbrada a los rituales extravagantes. Bárbara estaba como siempre, con el semblante pacífico y la voz hecha un hilo. Era la única, entre todos, que murmuraba oraciones incomprensibles. Sobre sus cabezas, rieló un rayo, que se marcó pronunciado y contundente en la cúspide del cielo. Demian fue el único que, además de Danna, pareció percatarse de él, pues abrió los ojos y observó el cielo.
El refusilo se repitió; el trueno fue incluso más violento. Danna pensó que estaba a nada de anclarse en el suelo, en el preciso círculo de los Fisher, dispuesto a quemar todas las pertenencias del 66 de Rencor. Y fue entonces donde los hermanos conectaron miradas.
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