C•A•P•I•T•U•L•O• 30
Si los ciudadanos de Condina se encontraran ante la encantadora actividad de seleccionar, entre todos los jóvenes pueblerinos, al muchacho más lindo, atractivo y carismático que pudieran encontrar allí, de seguro el elegido por todos sería Dylan Angus Derry.
De ojos azules, cabello rubio y desordenado como hilos de oro, amplia sonrisa portadora de hoyuelos y una personalidad encantadora, nadie pasaría por alto la presencia de Dylan en un evento social. Era un muchacho amado y elogiado por todos. Los jóvenes eran sus amigos, las jóvenes estaban enamoradas de él y los ancianos se encantaban con sus modales. Todos aquellos atributos eran acompañados por uno bastante esencial en todo pueblito perdido en algún punto de un país tercermundista; Dylan Angus Derry tenía dinero. No tanto como la familia Navarro ni como los Brunelli, pero sí el suficiente como para presumirlo.
No obstante, su padre era un hombre trabajador, modesto y humilde y Dylan había heredado aquellas carismáticas cualidades. Su comportamiento se lucía por ser impecable, al menos para los que no lo conocían del todo.
Mia Parrish no lo conocía del todo, pero tenía la ventaja de conocerle bastante.
Cuando Karen Navarro estaba viva y rodeaba al rubio del cuello, los ojos de todo Condina se posaban, envidiosos, sobre ella. Mia no era la excepción. Más de una vez la morena se chocaba en los pasillos de la escuela con alguna muchacha que le preguntaba, sin ningún tipo de escrúpulo, cómo había podido ser amiga de alguien tan fabuloso siendo ella tan ordinaria. Sí. Con esas palabras.
Mia jamás sabía qué responder.
Dylan era todo. Precioso, masculino, agradable y ciertamente era difícil no enamorarse de alguien como él. Lo difícil era que Dylan se enamorara de alguien.
—Sube al auto, por favor.
La voz de Dylan no perdía su encanto, más en la mente de su receptora, se volvían desastrosas líneas carentes de sentimiento alguno. Mia observó el camino helado que se habría en el Bosque Blanco, observó el auto de Dylan y, después de un rato, no encontró diferencias relevantes entre uno y otro.
—¿Qué quieres? ¿Gritarme? —cuestionó ella.
—No.
—Vete, Dylan, no tengo ganas de estar contigo ahora.
—Mia, por favor. Necesito que hablemos.
Ignorando por completo las suplicas del rubio, Mia retomó su trote siguiendo el borde de la ruta, en dirección a ninguna parte. Y mientras lo hacía, Dylan la seguía en su auto rojo, a una velocidad prudente para no sobrepasarla. Desde allí, estiraba la cabeza hacia fuera, con el frío cortándole la piel, para poder hablar con la única muchacha en Condina que era capaz de ignorarlo.
—Mia.
—Dylan, sigue tu camino. Déjame, intento quemar calorías.
—No seas tonta.
—Tú no seas tonto.
—Vamos, ¿qué te pasa? Necesito que hablemos. ¿En serio estás tan enojada?
Mia detuvo los pasos y, en consecuencia, Dylan detuvo el sedán de golpe, sacudiendo su propio cuerpo.
Apretando los puños como si estuviese a punto de lanzar un golpe, la muchacha lo enfrentó con pasos firmes. Sus ojos pardos se anclaron a los de él, celestes como el cielo más impecable, y los fulminaron.
—¡Sí! ¡En serio estoy tan enojada!
—¡Bien! ¡Fue una pregunta estúpida! —admitió él.
—No. Estúpida tu cara. Lárgate antes de que me resigne a estampar mi puño contra tu cara.
—Me comporté como un imbécil, lo sé.
—Oh, vaya, Dylan Derry se comporta como un estúpido y lo reconoce. ¡Perfecta portada para el maldito periódico de Condina! ¡Fuck Sherlock, eres grandioso!
—¿Sabes? ¡No todo es mi culpa!
—¡¿Qué?!
—Debes admitir que eres un poco insistente y cuando estoy de malas la combinación es como... ¡como algo muy malo!
—Mierda, Dylan, ¿qué buscas? ¿Disculparte o echar culpas?
Dylan soltó un suspiro y se recargó sobre el respaldar del asiento.
—Puedo hacer ambas —admitió, encogiéndose de hombros—, soy multifuncional.
—Dios no te bendiga.
—Mia, vamos, no puedes estar enojada por siempre. Mira, yo estaba aturdido, tú estabas ahí y descargué toda mi ira contra ti. Estuvo mal, lo sé, lo admito. No me gusta decir estas cosas en voz alta.
—¿Qué cosas?
Como siempre que se reprimía ideas, Dylan soltó aire por las fosas nasales y realizó leves negaciones con la cabeza. A continuación, observó el camino vacío, observó el bosque y volvió a Mia. Aquellos ojos aún lo esperaban, expectantes por una respuesta.
Mia Parrish no era una muchacha rencorosa. Los problemas que atravesaba su vida eran demasiados como para permitirse el rencor y Dylan lo sabía. Pero también sabía que, para ser perdonado sinceramente, debía ser sincero. Y la sinceridad no era uno de sus fuertes.
—Mia. Perdóname, por favor —pronunció, de nuevo, pero esta vez con más calma y serenidad—. No quiero perder a otra amiga.
Mia soltó un largo suspiro que se evaporó en la brisa.
—Por favor, sube al auto.
Era un hecho que la tarde de ejercicio debía de terminar allí. En realidad, Mia aún se debatía sus capacidades físicas, porque no estaba del todo segura que fuese posible lograr una distancia tan grande sin siquiera notarlo. Correr tanto sin sentirlo, sin ver el tiempo. Ni siquiera era capaz de recordar qué había estado pensando todo ese tiempo. Todo se extendía en una nube extraña que ocultaba los hechos.
Dylan se posicionaba allí como un antes y un después a esa nube.
Ya no había hilos rojos ni muchachos en el bosque.
Esa última criatura le hizo voltearse nuevamente. Un último vistazo al calabozo y no encontró nada, para completa suerte de ella. El interior del auto no contaba con una calefacción muy pronunciada, pero al menos Mia sintió su piel relajarse. Quizás, que Dylan mantuviera la ventanilla baja por tanto tiempo estropeó el calor interno del carro. Ella se reacomodó en el asiento y él permaneció en silencio, sin intenciones de encender el motor. Tan solo deslizó con eficacia la ventanilla hasta arriba después de presionar un botón. Consecuentemente, quedó con la mirada perdida sobre la morena que se cruzaba de brazos y demostraba una posición hermética.
Jamás habían discutido antes. De hecho, Dylan negaba a Mia la capacidad de discutir con alguien. Ella daba la impresión, más bien, de huirle a los conflictos a toda costa.
—Lo que dije no era cierto —murmuró. La morena lo miró de reojo y, más tarde, alzó una ceja.
—¿Qué parte? —aventuró—. Porque dijiste muchas cosas. No te culpo, si te soy sincera, yo también tengo mucho que decir. Quizás hasta peores cosas.
—¿Quieres decirlas?
—No.
—Porque si me las dices, no me enfadaré.
—No quiero decirte nada, Dylan —zanjó, con palpable impaciencia.
Un silencio repentino se formó en el interior del autito rojo. El exterior dibujaba el único clima que podía esperarse en Condina en julio; nubes grises y penumbrosas, ventisca helada agitando los pinos y zanates volando. Eventualmente uno graznaba y eventualmente otro respondía.
—Tu sí me importas —comenzó a explicar Dylan. Mia guió las pupilas en su dirección, mas no inmutó su postura—. Te hice sentir como una mierda y lo siento de verdad. Soy un imbécil y cuando me enfado lo hago notar. Te juro que jamás volveré a hacerte esto... o al menos lo intentaré. ¿Podemos, por favor, volver a ser como antes?
Mia permaneció en un silencio que logró ser punzante. Dylan se removió en el asiento, incómodo, temiendo que sus palabras no fuesen suficientes para conseguir algo por parte de la que posiblemente ya no podría llamar nunca más amiga.
—No puedo... —suspiró Mia. Finalmente lo miró y forzó una sonrisa complaciente en sus labios—. Claro que te perdono, idiota.
—Lo siento —repitió él—. En serio lo siento.
—Lo sé. Te creo.
Dylan pegó los labios. Por su mente surcaron remordimientos. No podía comprender la facilidad con la que Mia le perdonaba. Era consciente de que, cuando se enfadaba, podía ser la persona más despreciable del mundo. La lealtad de Mia lograba hacerlo sentir incluso más culpable.
El rubio adorado del pueblo no confiaba en nadie, y en toda su vida jamás sintió que le debiera a alguien respuestas sobre él mismo. Ese día, la culpa lo consumió. Dylan Derry debía respuestas, como también se las debieron a él en su momento.
—Ella se me declaró, hace unas semanas —pronunció.
Mia alzó las cejas.
—Carajo, Dylan.
—Lo sé.
—¿Y qué pasó?
—Luego, después de unos días, comenzó a comportarse extraña conmigo. Pensé que la situación la había hecho sentir muy incómoda y que las cosas estarían raras entre nosotros porque ya no era lo mismo, pero...
—¿Pero...?
Dylan tomó aire y dejó caer la espalda sobre el asiento. No se sentía cómodo, en lo absoluto, y estaba a punto de quebrantarse.
Mia notó el brillo cristalino en sus ojos y comprendió lo peor.
Karen Navarro sintió dolor por ser rechazada y se lanzó del puente. No estaba segura de que aquella fuera la verdad y, si se lo preguntaban, diría honestamente que la idea le parecía ridícula. Pero quizás esa lógica era la que mantenía a Dylan tan tenso, tan confundido.
Pero la idea era ridícula.
Compasiva, Mia estiró su mano hasta rozar con los dedos la mejilla de su amigo. Limpió con el pulgar las pocas lágrimas que Dylan se había atrevido a soltar, pero al instante, él la tomó de la muñeca. El contacto fue firme y tajante.
—Descubrí algo —dijo él—. Y no me lo he podido quitar de la cabeza.
—¿Qué cosa? ¿Qué fue?
—No estoy seguro de poder decírtelo...
—Lo que sea —aseguró Mia con calma—, tiene solución, lo prometo.
Los ojos de Dylan se conectaron con los suyos.
—Esto ya no la tiene.
—¿Qué fue lo que pasó?
El muchacho realizó un evidente esfuerzo por no denotar debilidad. Dylan Derry respiró hondo, tragó saliva y después de mirar a Mia a los ojos por un buen rato, decidió que lo mejor para él mismo y para ambos, era simplemente ver a dónde los llevaba el camino de la confesión.
Pero la confesión no era simple. El hecho de que siguiera tan perturbado, buscándole orientación a todo, lo comprobaba.
La templanza de Mia contrastaba en su totalidad con el caos que Dylan intentaba controlar en su interior. Una vez, en internet, se había topado con un dato bastante interesante; en un huracán, el lado más peligroso en el que podría encontrarte era el derecho, ya que el mismo se correspondía con la dirección que por costumbre los vientos decidían tomar. En el lado derecho, el mundo tan solo te lanzaba y jugaba con tu cuerpo en los aires.
Dylan sentía que vivía en el lado derecho del mundo.
—Ella y yo...
Silencio otra vez, seguida de un resoplido.
—Dylan, vamos, puedes decirme lo que sea —alentó ella.
El muchacho tragó con dificultad y, sin más, despegó los labios.
En su mente se presentó un pensamiento claro y contundente: «mañana te arrepentirás de esto» y «cierra la boca, imbécil». Al parecer, la paz que Mia Parrish emanaba era muchísima, bastante, la suficiente cantidad como para compensar, porque a Dylan no le costó en lo absoluto apagar todas esas voces.
Y lo dijo.
Y dos segundos después, notó en el rostro de Mia que la situación era tan dramática como en su propia cabeza.
—Descubrí que somos hermanos.
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