C•A•P•I•T•U•L•O 29
—Por Dios, pero qué idea tan estúpida —opinó Anna.
Desde el segundo en que pisó la casa sintió el desorden. No estaba allí a la vista, pero se percibía en el aire y tenía forma de doncella rizada. Quizás la misma que había visto esa mañana en Morgan y que denotaba esa curiosidad y temor tan típico de cualquier sujeto en medio de dos Fisher.
Ahora las tenía nuevamente frente a ella, cubiertas esa estupidez tan irreparablemente adolescente que las dotaba de ideas tan brillantes como las de entrar en casa embrujadas. Niñas tontas. Niñas de lo más tontas. Pero la más tonta claramente era Danna.
—Es una médium —apuntó Danna, y como era recurrente en ella, prosiguió a alargar la idea repitiéndola—. Es una médium y sabe y ve cosas.
—Las médiums no saben nada de nada —zanjó Anna, porque era sin más la pura verdad. Por algún motivo, Lucrecia Brunelli, que tenía las manos aferradas en la espalda y la mirada algo inclina, se tomó esas palabras a mal. Aunque no se reconociera abiertamente como una médium sintió que le estaban insultando—. Y tú menos si la invitas a la casa.
—No pasa nada —le aseguró Danna—. No le invité a probar bocado.
Anna se llevó una mano al tabique de la nariz y lo masajeó, al cabo de unos segundos, con la esperanza de albergar paz.
Lucrecia allí era un problema para toda la familia, al parecer. Pero la casa se notaba cómoda con su presencia. El problema residía en que quizás, los mismos espectros, se acostumbrarían a ella y no luego no le permitirían irse. ¿Qué pasaría entonces?
—Y vio cosas —aseguró Danna—. Vio al duende.
El enano plomoso que habitaba el segundo piso, el que siempre le decía cosas muy feas y que, además, se encontraba de mal humor. Anna alzó una ceja, escéptica.
—¿Y qué fue lo que te dijo?
Lucrecia pensó muy bien las palabras que pronunciaría a continuación. Así como la observaba Anna, de brazos cruzados como quien no pretende escuchar respuestas y alzando una ceja como si ya la hubiese escuchado y le pareciera lo más ridículo del mundo. Lulú supo que debía de ser totalmente sincera.
«Medium».
No estaba muy segura de serlo, no del todo. Pero quizás sí lo era y su experiencia no le dejaba admitirlo. Su madre le había dicho «esquizofrénica» en cierto momento, cuando era todavía muy niña pero lo bastante grandecita como para dejar atrás a los amigos imaginarios. Nono estaba allí, siempre, mostrando una sonrisa. Después de eso el anciano se marchó.
—Me insultó —respondió Lulú—. No le gustó verme.
Anna permaneció en la exacta postura, sin mover ni un pelo y con los ojos fijos en Lulú.
—¿Quieres que te cuente todo? —inquirió entonces Lulú, algo incómoda.
Anna hizo una señal con la mano al tiempo que negaba la cabeza. Los aretes largos se agitaron levemente sobre sus orejas y tintinearon. Al cabo de unos segundos que se antojaron eternos, la menor de los Fisher tomó asiento en una de las sillas de la mesa redondeada, rendida.
—Bien —bufó— ¿Y qué más viste?
Algo se revolvió dentro de Lulú. Era la primera vez que un adulto le preguntaba algo como eso y no sabía si debía responder. Con Danna había sido bastante fácil porque, irónicamente, Danna era tan rara que nada junto a ella parecía raro. Pero junto a Anna, una mujer adulta y aparentemente refinada, podría de ser un gran error exponer aquella excentricidad que tenía tan escondida, pero en la que tanto buscaba aventurarse.
Lulú frotó las manos sobre la falda del uniforme azulado de Morgan y tanteó el terreno. La tía Anna había devuelto esos ojos curiosos al pozo del que venía. Ya nadie se encontraba allí presumiendo invisibilidad.
—Había en el pasillo una figura esquelética, casi humana —explicó Lulú, y la voz le tembló un poco. En cuanto Anna asintió con la cabeza como si entendiera, se sintió más tranquila—. También había ojos.
—¿Ojos?
—Sí, muchos. Prácticamente en toda la casa. Y... y... manos. Eran como manos huesudas y provenían del piso.
—Esos no son fantasmas —murmuró Anna, tan bajo que ninguna pudo comprenderle—. ¿Qué más?
—Sombras.
—Esas son más normales —admitió Anna tras un asentimiento digno de alguien que no sólo te escucha, sino que también acepta como válido lo que dices.
Lulú se sintió orgullosa.
—Sólo debemos averiguar que son esas formas huesudas —dijo.
—Quizás fantasmas —aportó Danna. Anna perdió sus ojos en algún punto de la nada, abstraída.
—No creo —murmuró—. Los fantasmas que conozco son más violentos.
—Demonios —apuntó Danna.
Lulú tensó la espalda tras escuchar aquella palabra desplegarse con tanta naturalidad, como si no tuviese nada mínimamente extraño asumir la presencia de tal criatura en una casa. Y, para peor, aún estaba tambaleante ante la tentativa de asumir que todo eso era falso y se trataba solo de una simple broma. Quizás los Fisher además de siniestros, sean malévolos y disfruten fastidiando personas por doquier.
Pero eso no tenía sentido.
—Es una posibilidad —admitió Anna—. Tendremos que averiguarlo. Pero de otra manera. Aquí no necesitamos a esta niña.
Cuando escuchó eso, Lulú regresó de su nube cargada de pensamientos y depositó toda su concentración, que era mucha, sobre Anna. La anciana se cruzaba de brazos sobre la silla con cierta gracia. El desinterés a cualquier persona estaba implícito en su postura y, para su suerte, Lulú era cualquier otra persona.
—¿Eso es todo?
—¿Peguntas si eso es todo? —cuestionó Anna, alzando una ceja—. No lo sé, ¿tú qué crees? ¿O es que quieres seguir aquí?
—No —zanjó Lulú—. Es sólo que...
Lulú reparó en un punto del techo. La esquina más recóndita de la habitación se oscurecía con extrañeza y se desprendía de allí cierta mugre, de a copos, que caían como nieve negra y muy delgada y se disipaba antes de tocar cualquier cosa. En una simple conexión de ideas lógicas, Lulú comprendió exactamente qué era aquello.
—Te pediré que te vayas —habló Anna, como única voz que podía sacarla de sus pensamientos—. Necesito privacidad para castigar a Danna.
Lulú asintió levemente con la cabeza, dispuesta a irse. Pero antes de cruzar el pasillo le lanzó una última mirada a Danna, que estaba como siempre con cara de nada, y le dijo:
—Deberías esparcir las cenizas de tus padres en otro lugar.
Cuando la puerta del 66 de rencor se cerró con la salida de la muchacha, Danna clavó los ojos en su tía Anna, se cruzó de brazos y entrecerró los parpados. Distanciada totalmente de la situación, la anciana le echó una mirada al interior de la cocina como si fuese la primera vez, casi de manera distraída, hasta reparar finalmente en su sobrina con cara de nada.
—No puedes traer a gente a la casa cuando se encuentra en estas condiciones —cantó, como el tordo más feo que podría apreciarse en el cielo de Condina.
—Pero dijiste que necesitábamos una médium, ¿o no?
—Sí. Una adulta, experimentada. No una niña de tu escuela que apenas entiende los peligros a los que se somete.
Danna soltó aire entre dientes y blanqueó la mirada. De pronto se le antojó que Anna simplemente había llegado enojada y buscaba con quién agarrárselas.
—Nada malo pasó —se cubrió, estirando los brazos para englobar toda la situación que hacía momentos se había desencadenado en la cocina—. Ella está bien y yo también. Completas. Sanas y salvas. Además, ahora sabemos qué hay en la casa. Por nada.
Anna se quedó, muy silenciosa, observando con el semblante endurecido a Danna por unos segundos. Sus perfectamente figuradas cejas se fruncieron y arrugaron la piel de la frente. Podía notarse incluso la forma tan pronunciada en la que su mentón se endurecía al apretar los dientes. Parecía encontrarse bajo las influencias de un cuestionable debate interno. Por un lado, bien podría gritarle a la niña, pero, por el otro, simplemente necesitaba cuestionarle esa ignorancia.
Y entendió a Demian. Dejar a la niña en mano de David había sido un error.
—Tú no sabes nada, ¿verdad? —cuestionó, casi en un grito que le provocó a Danna un leve respingo.
—No somos amigas.
—No se trata de eso, Danna. Me sorprende que no lo sepas, en verdad —Anna tuvo que tomar aire cuando entendió que todo se estaba volviendo un caos en su prefecta hilera de cosas muy bien ubicadas. Danna era una máquina de torcer cosas—. Tú, incluso estando maldita, estás siendo afectada por las energías oscuras de lo que sea que haya aquí. ¿Cómo imaginas que esto le afectará a esa niña? No se trata de heridas físicas. El mundo es muy grande. Los golpes van más allá. Y ahora posiblemente esa niña la pasé mal toda una semana, si no es que más, si no es que le pasa algo peor. ¿Y qué crees que les contará a sus amigos en la escuela cuando así sea?
—Bien —zanjó Danna, que ya comenzaba a cabrearse—. Entendí. No soy estúpida.
—Entonces procura no comportarte como si lo fueras.
—¡Bien! ¡No lo haré, no seas pesada! Ya sé lo de no tener amigos y toda esa mierda de Víctor. Tranquila. Soy la solitaria Danna, como siempre.
Antes de que Anna pudiese responder cualquier cosa, la puerta del 66 de Rencor volvió a abrir sus puertas, pero, esta vez, con menos ímpetu que la primera vez, cuando Anna advirtió el Mitsubishi-evo en la maleza y notó que aquel auto no pertenecía a la familia.
Esbelta e impecable, la figura de Demian tomó presencia en la cocina. Habría jurado que, por su cara, los gritos atravesaban las paredes de la casa y eran capaz de interceptarse desde la esquina de Rencor.
Observó a Danna, furiosa, luego observó a Anna, aún más furiosa y pensó que quizás lo mejor habría sido pasar antes por la librería para leer algo y saltarse los conflictos familiares que desataba la convivencia entre mujeres.
—¿Qué pasa? —se limitó a preguntar, casi átono.
Anna separó los labios para responder y Danna soltó un bufido de frustración.
—Una niña estuvo aquí —explicó Anna, con elegancia teatral—. Entró en la casa y se dio un paseo por su interior, como si esta fuese una casa normal. Como si esta fuera una familia normal.
Junto a ella, Danna clavaba los ojos en el suelo y realizaba leves negaciones con la cabeza, como toda niña afectada por los regaños de un adulto.
—¿Qué niña? —inquirió Demian, pues le era completamente difícil imaginarse a su hermanita en compañía de alguien más.
—Lulú —farfulló, muy bajito, Danna.
—¿La chica del Noem?
—Sí, esa.
—Entonces no pasa nada. Es una médium —La respuesta no iba para Danna, sino para su tía.
La aludida volvió a alzar la mirada, a encrudecerla, a dibujarla con ideas impensables y cuestionables. Estaba totalmente furiosa porque había descubierto, ya muy tarde, que ninguno de sus dos niños comprendía del todo bien la situación. Así que, con ese mismo gesto en el rostro, siguió con la vista al muchacho que ahora se aproximaba a buscar comida en el refrigerador.
—Inexperta —resaltó con mucho énfasis—. Joven e ignorante. ¡No tiene idea de lo que acaba de ver! Me apuesto todo mi dinero a que apenas toma consciencia de sus capacidades particulares. ¡Y ahora padecerá los efectos de la casa!
—Eso lo resuelves con un bonito pentagrama —respondió Demian, como si esas cosas fueran de las más lógicas. Como si se tratase de enseñarle a alguien cómo respirar. Lógica. Obviedades. Pero debía venir un hombre a enterrar en el terreno femenino un poco de sentido común, porque al parecer disfrutaban enredándose—. Si es necesario le haces un bonito collar. Con nosotros esas cosas no funcionan, pero esa niña no es una Fisher, así que tiene una larga, feliz y próspera vida por delante.
Dicho eso, Demian cerró la nevera tras comprobar que a la familia de La Casa Embrujada le urgía ir de compras como también le urgía un exorcismo colectivo.
Maravilloso.
Ante el silencio que se plantó en la sala, que no era más que el resultado de un pensamiento profundo desatado tras una idea de lo más evidente y práctica, Demian se volteó para comprobar los rostros desorientados que se había estado imaginando y alzó las cejas.
—Y debemos ir al súper. Eso es mil veces más importante que la rarita que ve fantasmas.
—Bien. Le haré un pentagrama entonces —resopló Anna, casi entre dientes, entorpecida por el humor que se espera de alguien que tiene demasiadas responsabilidades—. No será fácil porque no puedo hacerlo en la casa, pero lo haré.
—Bien —zanjó Danna, y fijó los ojos en su hermano.
Definir la relación de los hermanos Fisher era tema complicado, incluso para los propios hermanos Fisher. De pronto se respaldaban, de pronto se abandonaban y de pronto se odiaban. Era un tire y afloje constante, dominado por el orgullo y el rencor y mediado por nadie.
Demian estaba seguro de que quizás David Fisher, su padre de mirada imperturbable y condenatoria, era en parte culpable de ello. Pero tampoco le parecía justo cargar con todas las responsabilidades del mundo a un cadáver. Existía una historia en Danna y ese era precisamente el problema, porque de no existir tal historia quizás la relación entre ambos fuese diferente; dejaría de tener marcas y huellas tan profundas.
Estaban rotos. Estaban igualmente quebrados, aunque por razones diferentes. Demian odiaba a su padre y Danna odiaba a Demian. Quizás odiar a un hermano fuese menos fatal que odiar a un padre, y quizás sólo por eso Demian se lo permitía tanto. Y después de un rato en el que se quedaron mirándose, Demian notó que hacía mucho tiempo que no se observaban tanto. Así que se cuestionó lo evidente.
—¿Qué?
Danna quedó un momento en silencio, al parecer, también percatándose de que hacía mucho tiempo que no lo observaba así. La última vez, él le había arrebatado el control del televisor, con una sonrisa, cachetes grandes y al menos diez años menos.
—Quiero que compres chocolates.
—Ah —susurró, algo aturdido—. De acuerdo.
En cierto momento, Anna frunció el ceño y llevó una mano hasta su pecho.
—En lo personal no me antoja comer nada —expresó ella, con la dificultad de alguien que lleva todo el día aguantándose los ácidos de su estómago y estuviera a punto de devolverlos al mundo.
Y producto de la casa infernal, Anna vomitó instintivamente aquello que llevaba alojando en su garganta. Inclinó el torso y el líquido salió brutalmente expulsado hasta colapsar en el suelo.
No era un color normal, a decir verdad. Fue lo primero que Demian notó. No era de esos vómitos pertenecientes al alcohol, sin forma ni color, ni tampoco el producto final de atiborrarse de comida de manera inconsciente. Eran en cambio, una mezcla extraña que se decidía entre el verde y el negro y que nada de relación tenía con el cuerpo.
Danna frunció el ceño y Demian le corrió el cabello a su tía.
A lo lejos, quizás desde la profundidad del pasillo, se escucharon ecos de risillas.
—Llamaré a Bárbara. Necesitamos hacer ese ritual ahora.
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