C•A•P•I•T•U•L•O• 28

Acelerada, Mia Parrish movía las piernas con insistencia. El pórtico del Hogar Misericordia de Jesús comenzaba a mancharse con los zapatazos de la muchacha que, tras sentir un leve dolor de piernas, se había puesto a correr en el lugar, con la clara intención de darle una vuelta a la colina, a pie.

Frente a ella, Mumi la observaba, como hacía siempre, en silencio. Tenía un pancito en la mano, el cabello hecho una pelusa marrón sobre la cabeza y las rodillas sucias. Las niñas jugaban en el arenero que tenía de patio trasero. A ellas les encantaba, pero, Mumi, por otro lado, disfrutaba siempre de sus ojos y su soledad. Al parecer. Así que las niñas siempre terminaban arrastrando a la pequeña a un juego en la arena muy tedioso del que no quería participar.

Mia la miró a los ojos e hizo un gran esfuerzo por no sentirse identificada.

La hermana Marisol, que era siempre la que más cerca estaba de las niñas, se acercó con unos gajos de naranja en las manos y le entregó un par. Reparó momentáneamente en Mia y rodó los ojos.

—Tú también deberías de hacer ejercicio —apuntó Mia, sin parar de correr en el lugar.

Hablar con Marisol era muchísimo más sencillo que hacerlo con Lilian, porque de todas las hermanas de Misericordia de Jesús, ella era la más joven. De unos cuarenta y tantos. En el hogar eso era juventud entre las hermanas de negro y blanco.

—Tienes un gran problema para enfrentar el dolor —apuntó Marisol, con la misma serenidad con la que siempre esbozaba palabra.

Mumi recibía los gajos sin mirar a quien se los estaba entregando y los metía en su boca de a poco.

A veces, Mia sentía que Mumi hacía todo con demasiada precaución, como si siempre se encontrara consumida por el miedo, o con la guardia en alto. En el pequeño y caótico mundo de esa niña todo parecía ser de naturaleza relativa; las cosas podían irse al demonio tan rápido como entraban en aparente calma.

—No sé a qué te refieres —respondió, encogiéndose de hombros tanto como los saltitos le permitían.

Marisol acarició la cabellera de Mumi, que nada de suave tenía, y echó un vistazo hacia las niñas del arenero.

—No estás enfrentando lo que le pasó a tu amiga —dijo. Mia necesitó parar para tomar una bocanada de aire, agitada. Marisol observó todo enarcando una ceja, como si en su mente le recorriera la certeza de saberlo todo, de no necesitar respuestas en lo más mínimo, pero de en cambio querer escuchar algo.

Mia no recordaba la cantidad de veces que se había fugado a la iglesia para tener un momento de paz, pero no se atrevía a mencionar aquello en voz alta. La poca intimidad que tenía en el hogar no era culpa de Marisol, pero sabía que, probablemente, sonaría más como un reproche que como una explicación.

—Lo enfrento —se conformó con responder—. Solo que no como tú lo esperas. No voy a llorar como condenada sobre la cama. No quiero hundir todavía más ese colchón.

Después de decir eso, Mia soltó una risilla que pretendió ser amistosa, pero Marisol sólo la observó con compasión. Los mismos ojos entornados que utilizaría para mirar a un vagabundo, o a un adicto a las drogas, o a una niña que fue abandonada por su madre, que jamás conoció a su padre, que usa zapatillas que no le quedan y que ha perdido a su mejor amiga.

Mia detestaba esa mirada. Se la habían hecho por demasiado tiempo. En cada donación, en cada primer día escolar y en cada día de la madre y el padre. Mia no recordaba la cantidad de veces que la maestra de artística le había recordado que siempre existía una madre o un padre cerca y que el dibujo podía regalárselo a alguien más. Pero sí recordaba esa mirada: expuesta en el rostro de la profesora.

Mia carraspeó la garganta.

—Estoy enfrentándolo —respondió y apartó los ojos de Marisol.

Igual de abandonada por la vida que ella, Mumi alzó la mano para pedir otro gajo de mandarina. Una vez se le fue otorgado la niña bajó las escaleritas de tierra que tenía un par de centímetros con los que varias veces se había tropezado en el pasado, y se retiró al arenero con las demás niñas.

Las barbies eran enterradas de cabeza en la arena, porque estaban en el castillo, y los camiones de juguete llevaban una gran carga de muñequitas coloridas hacia la fiesta en la piscina de monedas de oro, que era un pozo igualmente cubierto por arena, pero de un color un poquito más amarillento que el resto. De todo eso a Mumi le gustaba observar las ruedas de los camiones de arena girar. Se entretenía por horas allí mientras los demás hacía lo suyo.

—Quizás quieras hablar —dijo Marisol en cierto momento. Mia reparó en ella nuevamente. Por un segundo se había quedado algo perdida en la escueta espalda de Mumi.

—¿De qué? —interrogó, frunciendo el ceño—. La escuela hará un evento mañana.

—Eso suena bonito.

—Sí, bueno. Será por la noche y habrá velas.

—¿Quieres que te consiga una santificada? —inquirió, refiriéndose a la vela. Mia pensó en las velas de la iglesia y en lo largas y preciosas que eran. Y también pensó que no quería de esas velas en la tumba de nadie.

—Ahora voy a correr —dijo ella.

La mirada de Marisol se enterneció.

Lo estaba haciendo otra vez y ella lo sabía muy bien.

Una última mirada bastó y Mia se encontraba trotando colina abajo.

Desde hacía días le dolía el cuerpo. Las piernas, en especial, se le tensaban como si estuviesen conectadas a algún cable eléctrico invisible. Cualquier posición existente la hacía sentirse infinitamente incómoda. El avejentado y agujereado sillón con olor a tierra era incómodo, la hora del almuerzo donde debía de estar sentada sobre la tambaleante silla de madera era incómoda, y la cama hundida a la hora de dormir era doblemente molesta. Ya no recordaba las horas de sueño que había perdido moviéndose de esquina a esquina. De pronto la invadía el frío y, de otro momento era el calor. Parecía que su cuerpo era incapaz de decidirse por una temperatura. O, de pronto, la temperatura del mundo le pegaba de otra forma.

Quizás ya estaba harta de vivir en el hogar.

La noche en el Noem había sido un error estúpido. Ni siquiera era capaz de recordar con exactitud lo que había pasado con ella, pero estaba enteramente segura de que algo vergonzoso. Había llorado como nunca antes y le habían visto.

Mia no toleraba que la vieran llorar. Una de las razones que la llevó al Noem esa noche. Nada más satisfactorio que soltar lágrimas en soledad. Eso era algo que las habitaciones del hogar, por mucho que lo intentaran, jamás podía otorgarle; privacidad.

Y mientras corría esas ideas le rodaban la cabeza una y otra vez. Y pensó en Karen pero se la imaginó diferente; más pálida, con el rostro desprendiendo una apariencia neutra, con el cabello rubio opaco, con la mirada perdida. Muerta, en fin.

Y cuando comenzó a cuestionarse aquella imagen cayó de bruces contra el suelo. Apoyó los codos en la tierra y fijó la vista en el camino, descubriendo que no existía nada allí que pudiera hacerla caer. Ni rocas, ni troncos sueltos ni agujetas desatadas. Pero había sentido un agarre, un tirón. ¡Estaba segura!

Observó el alrededor.

A diferencia de lo que tenía en mente, no se encontraba ni cerca del Hogar. Mia comenzó a sentirse aturdida cuando comprendió que había trotado como tres quilómetros sin siquiera percatarse del tiempo.

Sus piernas dolían, pero por otros motivos.

En el maravilloso pueblito de Condina, como era de conocimiento colectivo cual leyenda que se esparce de boca en boca, existía un sitio muy extraño que maquinaba de formas igualmente extrañas. En ese lugar, la nieve aparecía antes de tiempo y desaparecía después, muchos después, cuando en otros sitios abrazaba la primavera y comenzaban a sucumbir flores de la tierra.

Entre los pueblerinos, le llamaban a ese sitio «El Bosque Blanco», y ahora Mia estaba frente a él.

Como si se tratara del último suspiro de un sujeto agonizante, una ola de viento helado se desprendió del interior del bosque y le golpeó la cara. Mia recordó esa brisa como la misma que, días y noches atrás, le había erizado tanto la piel mientras intentaba dormir. Los arboles chasqueaban las ramas mientras la observaban allí, de pie, sin decidirse por nada en específico. ¿Darías un paso? ¿Te irías sin más? ¿Tienes miedo?

Pero Mia estaba, como en los últimos días desde que su mejor amiga se lazó del puente, muy confundida. Divisaba el interior del bosque con atención, entrecerrando los ojos y buscado entre los cuerpos de los árboles aquella criatura que tanto se esforzaba por tararear una canción que ella ya conocía.

Venía como eco desde lo profundo. Como uno suave y deteriorado. Como el de una niña pequeña que lo entona conforme se inserta inocentemente en el bosque, con pasos animados y la guardia baja.

Una silueta femenina cubierta por un manto blanco, como en una película, o tal vez alguna criatura que la observara con extrañeza, cuestionándole su presencia allí, en un sitio tan macabro y peligroso como lo era el Bosque Blanco. Pero nada.

La soledad habitaba como hija única aquella helada blancura.

Sólo existían tres cosas que hacían al pueblo temblar; La Casa Embrujada de los Fisher, un Fisher, y el Bosque Blanco. Pero el Bosque Blanco era increíblemente peor y todos lo sabían, porque ni siquiera un Fisher se atrevía a pisarlo.

Eventualmente se presentaban zanates en La Casa Embrujada. Eventualmente le rozaban el hombro a un Fisher.

No con el bosque blanco.

Mia pensó que allí tal vez habría lobos o un que otro búho.

Nada de eso. Allí no había nada ni jamás lo habría. El bosque se extendía albergando privacidad y pronunciando amenazas a quien osara en pisarlo. Aquel reino inhabitable no se daba el lujo de permitir paso ni al más inservible insecto, pero sí a los criminales místicos de los que tanto se profesaban leyendas.

Y fue cuando se presentaron y consigo implantaron el silencio que Mia tanto se temía. De color carmesí y apariencia delicada, los hilos tomaron espacio, enredados y esparcidos sobre lo alto, en el bosque. Venía o entraban en su profundidad, hacían contacto con los árboles y se enroscaban en alguna rama. La verdad es que poca dirección tenía, casi siempre, cuando Mia era capaz de verlas. La aleatoriedad con la que parecían ubicarse en el espacio presumía de cierta libertad. Y, no obstante, nunca había podido notar los hilos que la rodeaban a ella.

Quizás sí los había visto alguna vez.

Mia prefería no recordar el pasado en la escuela primaria. Lo poco que destellaba su mente eran regaños por parte de su maestra y estudios con psicólogos y pastillas de psiquiatras. Al parecer, con ocho años, padecía dispersión o falta de atención. Lo cierto era que el nombre de aquello siempre cambiaba, quizás, porque en realidad no padecía de nada.

Cuando Lilian se la llevó las cosas cambiaron para mejor.

Ahora cambiaban para peor.

Quizás los hilos eran señal de que su dispersión volvía. Y aun así allí estaban, tan fijos y presentes que Mia sintió que podía tocarlos. Tres rodeando lo largo de su brazo y dos en el pecho. Todos ellos se perdían dentro del bosque blanco e incluso ejercían cierta presión, como un empuje sutil hacia adentro.

Mia observó los hilos, observó el bosque y escuchó el canto, que vino acompañado de una nueva oleada de viento.

Era quizás la primera vez que los hilos se aferraban a ella de ese modo. En el pasado los observaba como una espectadora ausente, pero ahora la tomaban a ella, como si tuviese alguna relación con ellos. ¿Serían los hilos del amor, de esos que tanto hablaban en las películas románticas y en las leyendas asiáticas? Por algún motivo la idea no se le antojó tan tonta.

Quizás debía entrar.

Pero de pronto sus ojos captaron a un hombre moviéndose entre la hierba seca, a lo lejos. Su perfil se dilucidaba levemente de entre los árboles, dejando en claro que miraba hacia otra dirección, quizás enterrado por la curiosidad en algún otro punto aún más profundo del bosque.

—¡Eh! ¡Mia!

La muchacha tensó el cuerpo y giró la cabeza en dirección a la voz.

El auto rojo de Dylan se aparcaba detrás de ella al tiempo que el muchacho abría la ventanilla del piloto. Cuando Mia devolvió los ojos al bosque, la figura ya no estaba.


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Hola! Acá les dejo muchos capítulos para que puedan hacerse una maratón ♥ 

Espero les esté gustando la historia, si es así, me gustaría leer sus comentarios.

Y aunque no formo parte de este grupo de personas, voy a hacer la típica del influencer y voy a dejar verbos en imperativo acá abajo:

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Nos vemos en el próximo cap ♥

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