C•A•P•I•T•U•L•O• 21

Las nubes que en un principio amedrentaron como garras la redondeada silueta de la luna, esta vez, tomaron distancia lentamente, exponiendo la luz blanca por todo el Noem. Se sintió como un aliento divino aquella cantidad de luz, aunque, al mismo tiempo, reforzó el miedo que Lulú y Danna sentían por lo que estaban viendo. La figura se presentó todavía más nítida. No se habían confundido con un elemento indiferente que, ante la oscuridad, había sufrido la deformación de su percepción para tomar forma humana. Era, sin escrúpulos, una figura humana.

Danna pensó que se trataría de algún ritual extraño. Lulú pensó, simplemente, que lo que estaba viendo se presentaba demasiado bizarro. Precisó tomar aire para ahogar los nervios.

Una última mirada entre ambas bastó para que, por pura inercia a la que las encadenaba la curiosidad, se moviesen con la lentitud de un gato cauteloso, la una junto a la otra.

—Ey, ¿qué creen que hacen? —cuestionó Demian, sin capturar con la mirada a la muchacha que, desde su perspectiva, era obstruida por los murales del puente.

Ninguna respondió porque, con cada paso que daban la imagen tomaba más forma. Era como desenterrar un cadáver de a poco y comenzar a notar las facciones que tomaba su rostro cuando movían la tierra de su piel. Hipnótico.

Danna y Lulú cruzaron los murales del puente y comenzaron a percibir un llanto, silencioso pero presente, cargado de tristeza y puramente femenino. Descubrieron una piel de té con leche y unas zapatillas desgastadas, acurrucadas y consoladas con el propio cuerpo.

Se lanzaron una mirada para corroborar el siguiente paso. Lulú sólo tenía las cejas alzadas bien en lo alto de su frente y, Danna, por su lado, sólo fruncía el entrecejo. Había llegado allí con la ilusión de encontrar un alma femenina y bien muerta, y se había encontrado con puro sujeto vivo. Si sus corazones palpitaban, seguramente, no le servirían demasiado para resolver el misterio que envolvía la situación. Y sin embargo allí estaba, a tres malditos pasos de la muchacha que, desconsolada, soltaba las lágrimas más delgadas y consecutivas que había visto en alguien.

—Oye —susurró Danna, intentando llamar su atención.

En respuesta, la muchacha negó con la cabeza en un acto rápido e histérico.

—¡No! ¡Déjenme! —chilló, aunque apenas fue entendible.

Lulú fue la primera en dar un paso hacia adelante. Se inclinó en dirección a la desconocida como dispuesta a dialogar, pese a que parecía ser una tarea poco sencilla.

—¿Todo está...? —intentó preguntar, pero la muchacha volvió a sacudirse violentamente como negación.

—¡Déjenme! —bramó. Tenía la cabeza oculta entre las manos y las rodillas, así que era imposible para ambas reconocerla de algo. Lo único que quedaba claro, al parecer, era de que se trataba de una amiga de Karen.

El tordo que en un principio había advertido la situación, ahora se encontraba de pie sobre un árbol, observando el escenario. No cantó, ni realizó ningún movimiento extraño, sólo quedó allí, como esperando que la situación se resolviera por su propia cuenta. Danna conectó miradas con él por unos segundos que se le antojaron inexistentes, porque al instante Lulú llamó su atención palmando su hombro.

De pronto eran ellas y una extraña.

—Quieren decirme qué... —bufaba Demian tras acercarse a paso marcado con furia, pero notó la silueta de la desconocida y guardó silencio. Volvió a meter el cigarro entre sus labios, le dio una nueva succión y expulsó el aire en un suspiro directo—. ¿Quién es ella?

La pregunta salió de sus labios tan cargada de desinterés que incluso Lulú lo sintió una falta de respeto. Era el Demian Fisher del que todo el mundo hablaba en el pueblo. Había muchísimos rumores alrededor de él, de su partida, de la forma en la que hacía el amor con las chicas, de los golpes que daba en las afueras de la escuela a niños desahuciados por un par de billetes.

—No lo sabemos —susurró Danna, con la intención de ser mucho más considerada que su hermano.

Demian no comprendía por qué tan de repente, en el pueblito de Condina, parecía haberse puesto de moda que las niñas salieran de la casa a esas horas. ¿A caso no comprendían lo peligroso que eso era?

Una vez hubo terminado su cigarro, lo lanzó al césped, lo pisó y se encaminó hasta la chica. Estaba desconsolada, llorando sin reparo y calculaba que hacía varios minutos lo estaba haciendo. Recordaba un par de cosas de su clase de fisiología: llorar más de diez minutos imposibilitaba parar. Esa chica habría de estar así al menos veinte minutos.

Con toda la delicadeza que no acompañaban sus palabras, Demian tomó a la chica por los hombros. Ella no dejó de llorar, pero contrajo un poco el cuerpo.

—Hey... —susurró a lo bajo —. ¿Qué pasa? Es muy tarde, no deberías estar aquí.

Conforme hablaba, Lulú y Danna repartieron una mirada cómplice. Lulú le cuestionaba y Danna se encogía de hombros. «Así es Demian» habría dicho de poder hablar, «A veces es un ogro y otras veces es buena gente», y habría recordado, como en efecto lo estaba haciendo, aquel abrazo en las puertas de su cuarto, cuando lo único que ella hacía era gritarle insultos y lo único que él hacía era consolarla.

—Déjenme —repitió la chica, pero, esta vez más desganada —. Quiero estar sola... Quiero... Quiero estar muy sola.

Demian asintió con lentitud, más no cedió el agarre.

—Escucha, puedes estar sola las veces que quieras —explicó con dulzura. De pronto Lulú pensó que, quizás, el sujeto no era una malísima persona—, sólo que no te recomiendo que sea aquí y ahora.

—Es pasada medianoche —explicó Danna, exagerando levemente la hora—. Y hace frío. Estoy segura de que tus padres estarán preocupados por ti.

La chica volvió a negar con la cabeza. Parecía que jamás dejaría de llorar, porque con cada palabra que le decían sorbía el doble de veces su nariz y gimoteaba el triple. Hipaba, tomaba aire y, volvía a llorar.

—No los tengo —logró responder en cierto momento en un hilo de voz.

A los tres no les quedó más remedio que cruzar miradas. Desde la perspectiva de Danna, la chica podía estar llorando tanto porque no tenía padres como porque había muerto Karen. Pero pudo comprender, casi de repente, quién era esa chica.

—Mia —pronunció, posando una mano sobre su espalda. Se encontró con que la muchacha estaba helada, incluso para ella—. Te estás congelando, vamos a casa.

La chica contrajo el cuerpo e hizo un visible intento por parar el llanto. No lo consiguió del todo, pero al menos el silencio fue más pronunciado.

—No quiero —murmuró—. No quiero ir a ningún sitio.

Se escuchó un borboteo lejano y extenso. Todos, excepto Mia, alzaron las cabezas hasta el rio Noem, que desprendía un extraño oleaje que se extendía desde su punto medio. Danna lo observó detenidamente y pensó que se asemejaba mucho al efecto que logra una gota al caer dentro de un vaso de agua, o el de una lágrima chocando con el agua estancada de una bañera. Así se sentía el río Noem. Ese era, quizás, el punto exacto en el que la aparente Karen habría de caer de haberse lanzado, o el que habría chocado con su cuerpo tras ser lanzada. Cualquier idea culminaba en el mismo sitio; en aquel punto del Noem que ahora borboteaba como si una damisela, desde su interior más profundo, exhalara aire.

Y quedaron helados ante la idea de que el cuerpo de Karen se despertara de aquel sitio y caminara hacia ellos con la mirada muerta y fija sobre sus almas. Se perdieron tanto en aquella idea que no notaron cuando, literalmente, la silueta de sus mentes se materializó.

Las aguas del Noem acariciaron la piel del espectro que, iluminado por un halo extraño, sucumbía desde el Noem. No era una imagen tranquilizadora. No se parecía en absoluto a las manifestaciones que podrían esperarsee; acogidas por un aura celestial y decorados por una sonrisa sabia, de un ser que pisó la tierra pero que ahora, felizmente, ascendía a los cielos.

No.

Ese era el rostro de alguien que no quiso lanzarse de un puente. Si Danna tenía dudas, ahora estas habían desaparecido y no eran más que ideas absurdas.

Los ojos de Karen, vacíos y penetrantes, habían perdido ese azul tan vigoroso que alguna vez los consumieron. Ahora poseían una claridad casi inhumana, como la que esperarían de los ojos de un lobo que se alimenta de carne enfrascado en medio del bosque. Karen se aproximó a paso lento y moribundo, pero bastante pronunciado.

Ni Demian ni Danna se apartaron. Ambos quedaron en silencio, con las mandíbulas apretadas y el cuerpo tenso, analizando la imagen del fantasma que ahora estaba frente a ellos pero que, pese a toda la oscuridad que emanaba, no parecía querer hacer daño.

Lulú, en cambio, dio un paso atrás y se acobijó sobre sí misma.

El único sonido perceptible entonces eran los provenientes del llanto de Mia, quien no había abandonado su desasosiego, su amargura, su impotencia. Karen bajó las pupilas hasta ella. Incluso contemplando la tristeza de su mejor amiga, su expresión permaneció inmutable.

Sin dejar de mirarla, Demian notó que las mejillas de Karen presentaban cierta hendidura, y que la silueta de su rostro se mostraba mucho más huesuda. Incluso sus ojos estaban más saltones y penetrantes.

«Como los de un muerto» se recordó.

Karen estiró la mano en dirección a su amiga y le rozó levemente el cabello castaño con los dedos. Los mechones se despeinaron ante el tacto.

Como una llama flaqueando en el pábilo de una vela, de a poco, Mia comenzó a apagarse; sus gemidos comenzaron a cesar al igual que el agite de su pecho, y poco a poco la fuerza con la que contraía su cuerpo desapareció hasta dejarla, sin aliento, entre los brazos de Demian.

Karen alzó la vista y contempló a las dos muchachas que ahora no sabía cómo reaccionar.

—Cuídenla —pronunció, con la severidad de alguien que vuelve de la muerte. Lulú no comprendió si debía de acceder o no, pues aún analizaba si la situación no provenía de su mente. Estaba alucinando, ¿verdad? —. Y manténganse unidas.

Dicho y hecho, lo último que hizo Karen fue elevar las pupilas. El tordo sobre la rama presenciaba todo con total atención y calma, como si formara parte de su propio plan o como si, en realidad, él solo conociera detalladamente el plan. Las facciones huesudas y plomosas de Karen tomaron otra forma cuando alzó la barbilla para observar la luna. Allí, donde el cielo anunciaba protección exponiendo estrellas, esta vez sólo habitaban nubes pesadas y oscuras.

—Las estaré vigilando —dijo en un leve hilo de voz y, sin más, se disipó en el aire como humo y se combinó armoniosamente con el resto de la neblina y, de estar, el humo del cigarro de Demian. Ambas muchachas permanecieron anonadadas, en silencio, como si acabaran de vivenciar una especie de viaje astral y no pudiesen explicar el final.

—¿Qué carajos...? —murmuró Demian para sí mismo, devolviendo a las chicas al mundo que pisaban. Ambas analizaron a Mia y lo notaron; ahora estaba completamente dormida, muy tranquila y en paz. Quizás eso era lo único que pretendía hacer Karen antes de ascender a los cielos.

—Hay que llevarla a casa —señaló Danna. Lulú parpadeó seguidas veces, aún rígida en su sitio y asintió con rapidez sostenida.

—Yo lo haré —dijo, tanteando las llaves de Jorgito en el bolsillo.

Demian no pronunció palabra. Sus ojos recorrían aquellas facciones soñadas una y otra vez. Mia era la imagen más privada y conflictiva con la que se había topado, y ahora la tenía entre los brazos y no quería soltarla. Pero debía de hacerlo antes de que todo se fuera de control, antes de que su cabeza le ordenara hacer cosas sin coherencia alguna.

—Llévala al auto —ordenó Danna a su hermano, dado que él era el único que podía cargarla.

A Demian le costó unos segundos despegarse de la imagen, pero lo consiguió. Parpadeó un par de veces, direccionó la vista a otro sitio y la tomó entre sus brazos. Se encaminaron hasta el Mitsubishi de Lulú, ella abrió la puerta trasera del auto e ingresaron a Mia allí con total delicadeza. Despacio, con cuidado de no golpear su cabecita ni alterar su evidente paz. Mia ni se mosqueó, estaba totalmente fuera de sí, desde la perspectiva de Danna: sumida en un mundo diferente donde no existía el desorden. El contacto con Karen había bastado para dejarla inconsciente, casi muerta y Lulú no pudo evitar sentir cierta incomodidad ante la imagen. No estaba segura de qué pretendía aquel fantasma, que tan poco se asemejaba, en realidad, a la Karen original; la que tenía su corazón en diástole y sístole, la que respiraba y vivía.

—Ve con ella —habló Demian a su hermana—. Yo te alcanzo luego.

—Iré contigo —dijo Danna a Lulú. Y ella asintió, porque viajar con la niña maldita del pueblo era eternamente mejor que estar a solas con Mia, que parecía haberse despegado de su alma por tiempo ilimitado. Danna fijó los ojos en su hermano, que estaba como perdido—. Te llamaré.

En silencio Demian asintió y se retiró para refugiarse en el interior de su camioneta.

Danna se montó en el asiento trasero y colocó la cabecita de Mia sobre su regazo. Lulú, en cambio, se acomodó en el asiento del piloto y respiró, muy profundamente, antes de encender el motor.

«¿Qué mierda acaba de pasar?» se cuestionó, con la vista puesta sobre el volante. A lo lejos, la camioneta de Demian se encendió y retomó su camino sobre el sendero de tierra que se apartaba del Noem. Danna siguió con los ojos el movimiento de la chatarra roja de su hermano hasta que se perdió entre los árboles.

Lulú suspiró.

En el interior de Jorgito reinó el silencio, espeso y tenso, similar a ese experimentado en un salón de clases durante un examen problemático. El futuro de toda una generación de estudiantes pendía de un hilo. Bueno, así se sentía, solo que no existían allí presentes complejos problemas matemáticos. Y vaya que lo habría deseado. Vaya que habría deseado que todo se resumiera a un simple conjunto de números a resolver, así al menos estaría segura de que existía un resultado único y posible si seguía una cierta lista de reglas. Pero allí, con un cuerpo medio vivo en el asiento trasero, la chica que vivía en la casa embrujada haciéndole compañía y Lulú, una mentirosa que no comprendía realmente cómo se había enredado en esa situación, las cosas podían ir por cualquier lado. No existía un único camino, no eran reglas numéricas, eran los macabros juegos del destino.

Y Lulú encendió el auto, otra vez, sin saber que esa no sería la única vez.

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