C•A•P•I•T•U•L•O• 17


—Danna —habló Demian. Como hacía prácticamente tres días, se encontraba con la frente pegada al mural de la puerta.

Su hermana no había salido en todo ese tiempo. De día y de noche, la oscuridad de la habitación abrazaba los rincones de su corazón, y la situación parecía alargarse sin parar.

Anna había intentado de todo: cocinar las hamburguesas con queso chédar que tanto le gustaban a Danna, utilizar palabras bonitas y decoradas, limpiar toda la casa y hasta hornear pasteles de chocolate cubiertos con más chocolate porque, aparentemente, a Danna le gustaba mucho el chocolate. Y ni así, tan bien recibida, la muchacha había salido de la habitación más que para ir eventualmente al baño.

Además, obedeciendo sin dudar su tan arraigado instinto espiritual, Anna había recorrido toda la casa con cierto elemento humeante y perfumado que funcionaba para oxigenar el recinto de ciertas energías negativas. Danna emanaba todo eso y más. 

Aparentemente aquel ritual no era suficiente para desprender a su sobrina del hundimiento energético de sus emociones, así que también había abierto de par en par todas las ventanas de la casa. El frío escoció dentro y le erizó la piel, pero era una incomodidad que estaba dispuesta a afrontar. 

El único problema yacía en la habitación de su sobrina en donde no había podido pasar incienso ni abrir ventanas. Además de seguramente capturar un olor fatal, la habitación se habría de encontrar sucia en más de un aspecto. Tanto el terreno físico como el espiritual eran igual de importantes en el universo de Anna.

—Vamos. Deja de encerrarte, no conseguirás nada bueno así —alegó su hermano.

Anna se aproximó a dar dos golpes en la puerta.

—¿Cariño?, por favor...—Al no obtener respuesta, Anna dirigió sus muy curiosos ojos a su sobrino—. ¿Se encontrará dormida?

Demian torció el labio. Dudaba mucho que, con tanto llamado a la puerta, su hermana se encontrase dormida. Además, él reconocía muy de cerca el sentimiento que detectaba en su hermana. 

Agónico y asfixiante, nublando la conciencia en absoluto, Danna no habría de sentirse capaz de apagar la mente un minuto. Aquello no le daría la capacidad de pegar un ojo o, por el contrario, anularía esa necesidad por completo. Bárbara, muy atenta a los hechos, había llamado a Demian esa mañana, cuando él se encontraba trabajando, y había especificado que era necesario que Danna no se mantuviese dentro de la habitación por tanto tiempo.

Anna reconocía las razones: en primer lugar, por salud mental, claramente. La segunda razón referenciaba la vulnerabilidad que se acumulaba dentro de Danna, ya que, dada su posición de «instrumento mortal para fantasmas», debía controlar antes de acabar en malos términos con algún ente.

—Danna, podemos resolver las cosas que están pasando todos juntos. Somos familia...

—Tú no eres mi familia —zanjó la muchacha, al parecer despierta, desde el interior de la habitación. Demian se consoló pensando que al menos su voz se escuchaba con un poco más de vitalidad que la última vez. No obstante, el comentario no solucionaba nada.

Dejó caer un brazo sobre el umbral y se inclinó levemente hacia la puerta.

—Es verdad, somos enemigos, ¿quieres salir de una vez?

—Vete a la mierda.

—Si me quieres en la mierda entonces abre la puerta.

Anna, que poco entendía aquella relación de hermanos tan inestable, escuchaba la conversación en un analítico y sorpresivo silencio. A esas alturas, no sabía si estar aliviada de que hablaran o preocupada por la índole de la conversación.

—¡Vete, Demian! Solo quiero estar sola.

—Danna no puedes pasarte la vida encerrada. No es sano. ¿Qué pretendes lograr ahí dentro? ¿Crees que ellos regresarán solo porque te arruinas la vida?

Danna refugió el rostro entre las almohadas. Demian apoyó la frente en el relieve de la puerta.

—Entiendo que estés triste —continuó.

—No es cierto —replicó la voz enlatada de Danna—. ¡No es cierto! ¿Qué entiendes tú? ¡Jamás los quisiste! Siempre fuiste un maldito egocéntrico. Jamás tuviste sentimientos reales por nadie.

—¿Eso es lo que papi David te contó sobre tu hermano mayor?

—No necesité un panorama de ti, Demian. Te conozco. Tuve la maldición de ser tu hermana y pasar toda mi infancia a tu lado.

Desde la perspectiva de Demian, eso era tan insultante como incorrecto. En todo caso, en sus palabras, Danna había tenido la desgracia de nacer como hija David Fisher, las maldiciones que se desprendieran de ello no tenían por qué relacionarse con su persona. Él solo era un hermano mayor. Nada más. Los conflictos de Danna los había moldeado David y, en parte, la subordinación de Rebecca también.

«Como tú».

Los sentimientos que emergían en Demian eran tan diversos y confusos que se volvían indómitos por completo. Pero no quería pelear con su hermana menor. No quería exponer a la luz los impulsos de David Fisher; esos que temía haber heredado; esos que para nada quería manipular.

—¿Cómo puedes conocerme? —replicó Demian—. No recuerdas la mitad de tu infancia, Danna. ¿Quieres que la relate por ti? Porque lo haría con gusto.

Anna se aproximó a intervenir, colocando sutilmente su mano sobre el hombro de Demian, pero descubrió que su sobrino estaba demasiado furioso como para permitirse el dialogo.

—¡Cállate! —bramó Danna desde el interior, en el exacto momento en que la tormentosa noche desprendía un rayo.

Anna suspiró.

—¡Tú cállate! —respondió Demian, a los ojos de su tía, tan infantil como su hermanita.

—¡Eres un imbécil egocéntrico! —continuó Danna, con gritos furiosos que amenazaban con desgarrar su garganta.

—Oh, ¿en verdad?

—¡Mamá y papá deberían haberte abortado por todo el daño que les causaste!

Con los dientes apretados, Demian se juró hacer oídos sordos a los insultos de su hermana. La situación por la que estaba atravesando evidentemente sacaba lo peor de ella, pero no debía tomar aquel vómito de insultos en serio.

—¡Danna! —regañó Anna, correspondiendo por primera vez a posición de adulto.

—¡Eres un perdedor! ¡Eres tan perdedor que vuelves al mismo lugar del que escapaste! ¡Vete y déjame tranquila! ¡Te odio!

Dicho y hecho. Demian se sentía como un perdedor a diario. Dormir allí y respirar aquel aire que no paraba de soltar dejos de sus difuntos padres le era imposible. Y, así y todo, lo hacía. El 66 de Rencor no era un lugar agradable para Demian. De cada madera y rincón se desprendían recuerdos y situaciones agobiantes que no toleraba. La cocina; todas las peleas que culminaban en golpes. La habitación; todas las pesadillas que había mantenido en secreto por miedo a que David lo llamara cobarde. El pasillo reflejaba todas las veces que le habían encerrado en el sótano y, el jardín, el sitio donde había visto morir a sus abuelos.

Pero había una cosa que, muy en el fondo, le atormentaba todavía más. Aquello le jodía la cabeza y lo llenaba de ira e impotencia y, a la vez, de vergüenza y culpa.

¿Por qué con Danna habían sido tan diferentes?

De pronto los gritos de su hermana revivieron parcialmente los recuerdos de Demian. David Fisher habría los ojos y volvía a vivir, pero no precisamente en carne y hueso. Más bien, específicamente, en la mente de su hijo, donde repetía la historia una y otra vez.

Demian depositó un golpe en la puerta. Las venas marcaban el recorrido de su brazo retorciéndose unas contras las otras, saciadas en ira.

—¡Dímelo en la cara, cobarde!

Entre el tintineo desordenado de la lluvia, se escucharon unas zancadas; fuertes y pronunciadas que amenazaban con atravesar el suelo. Danna abrió la puerta con tanto ímpetu que les costó reaccionar. La violencia con la que Demian pretendía responder a aquellos insultos desapareció. Frente a él se presentaba el rostro de su hermanita, humedecido e hinchado por las lágrimas. Despeinada y con la misma ropa de hacía días atrás; una camiseta tan grande que podía ser de su difunto progenitor y unos pantalones tan coloridos y gastados que podían ser de su difunta progenitora.

Ella separó los labios, dispuesta a continuar con la pelea, dispuesta también a encestar un golpe en la cara de su hermano si la situación lo requería. Pero, en cambio, un cúmulo incalculable de dolor y tristeza se alojó en sus ojos y amenazó con soltarlo todo.

Atento al posible arrepentimiento de su hermana, Demian colocó una mano sobre la puerta para evitar un portazo. Al mismo instante que su tía, alzó los ojos y analizó el interior.

La ansiedad consumió a Anna y sólo fue capaz de soltar un «Dios mío», muy recurrente en su vocabulario pese a no confiar en la divinidad del mismo. Pero de algo estaba segura; si existía, en efecto, un cielo al cual ir, entonces el infierno era ese que se desataba en la habitación de su sobrina.

—No los quiero aquí, váyanse —musitó Danna, derramando lágrimas en sus mejillas como si en lugar de estar pidiendo soledad suplicara un abrazo—. Ustedes no son mi familia.

—Lo siento —murmuró Demian. Se disculpaba por muchas cosas, en realidad, pero las dos mujeres presentes no pudieron entender todas las demás—. No nos iremos.

—Comprendo que encuentres algo en esta forma de procesar el dolor —explicó Anna, con calma—. Pero no es la correcta. Te estás haciendo daño.

Danna se chocaba de cara contra aquel recurrente comentario que, cierta vez, le soltó su madre: «Eres tu propio problema» y, aunque no lo había dicho con tanta maldad, lo había hecho en una situación muy similar, justo antes de ser internada en el hospital. Anna había logrado limar aquellas palabras, quizás hasta darles un sentido más entendible y menos tosco.

Pero no.

Anna jamás ocuparía el lugar de su madre. Demian jamás volvería a ser su hermano.

Aquellas ideas no podían ser jamás imaginables.

Así que, como hacía con el mundo entero, Danna intentó cerrar la puerta.

Demian lo evitó.

La tomó del brazo y jaló de él. Allí mismo, en aquella piel descubierta, encontró algo que no le agradó. Desbloqueó cierta sensación de culpa; una que por años se había esforzado en enterrar.

Demian Fisher se culpaba por un sinfín de cosas que jamás entendería.

Danna intentó zafarse del agarre. No sin antes presionar los labios y forzarse a ocultar el llanto. Pero no lo logró. Su hermano la abrazó con tanta calidez que la tristeza se abrió paso rápidamente.

—Tranquila... —murmuró a lo bajo conforme su hermana lloraba.

Lo hacía de la misma forma que cuando era una bebé; con gritos sostenidos y lágrimas gruesas. Demian advertía la forma tan catártica en la que el llanto de su hermana incrementaba tras ser contenida, como si después de cargarlo por tanto tiempo ansiara encontrarse con alguien para regalarlo, compartirlo, procesarlo.

—Querida niña... —suspiró Anna, después de contemplar la imagen y unirse al abrazo—. Mi amor, estamos aquí... Estamos aquí.

Y así, acurrucada en el calor de Demian y en la calidez maternal de su tía, Danna lloró como una niña pequeña. Con cada lágrima despidió a las personas que le dieron la vida, que le arroparon en la cama, que la esperaron para la cena y que le sonrieron cuando necesitó de ello.

Ya no estaban allí y no volverían jamás. Lo que quedaba eran los recuerdos, los pocos que tenía y que se obligaba a conservar intactos. Pero tenía la fortuna de decir que no estaba sola.

La lluvia continuó avasallando el exterior, sacudiendo las hojas de los árboles y prestando luz efímera con cada refusilo. Entre todo ese escenario; mezclando su melodía con las gotas y los truenos, murmuró, desgañitada, la gutural voz de un ser que ya no contaba con un cuerpo.

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