Pasada la hora, Karen continuaba corriendo entre las marañas del bosque y los arboles resquebrajados de Condina. Aquel insecto emplumado que había denominado bajo el nombre de Ahuítzotl, graznaba o, en realidad, parecía graznar al tiempo que tomaba vuelo a su alrededor. Después de unos segundos en los que no encontró aire, Karen precisó apoyar el puño sobre uno de los árboles. Tosca y seca, aquella corteza fría y espeluznante le devolvió la ira con la que solía reaccionar la naturaleza cuando algo no le agradaba. Era un insulto bien pronunciado que, en Karen, tomaba forma de migraña.
Cuando toda esa aventura desventurada había comenzado, cuando Karen no resguardaba en su memoria ni la mitad de información que tenía ahora, cuando poseía intereses mucho más débiles e inocentes, las primeras impresiones para con la naturaleza le sorprendieron. Que los insectos le picaran sólo por gusto, que los animales escaparan de sus ojos apresurados y que los árboles se entorpecieran en su camino cuando intentaba escapar habían arremolinado en su interior cierto miedo del que ahora carecía completamente.
Y para empeorar aquella situación, la naturaleza no se presentaba como el único obstáculo en su vida, por excelencia. Estaban las malditas wiccanas con todo su sermón sobre la regla de tres, sobre las energías blancas como única opción y sobre la luna. Ahora también estaba la secta de los malditos conejos. ¡Perfecto!
Karen se rodeaba de magia siendo la mala; la traidora; la maliciosa humana que iba a por lo que quería sin pensar en las consecuencias de prácticamente nada. No le fastidiaba tanto ser considerada la villana. Era una posición incluso simpática, porque las reglas del mundo se reducían a las propias y manejaba la situación a su propio antojo.
Manipular el universo, las situaciones y los eventos con el poder de sus dedos, de su magia de bruja, era tan fascinante como tentador y adictivo. No podía parar y, a la vez, tampoco quería hacerlo.
Pero ahora, bajo aquellas circunstancias, debía dejar de ser la mala... O ser la mala a la vez que hacía las cosas bien. Una posición tan confusa como contraproducente.
Luego nadie le agradecería. Luego nadie tendría compasión de su alma. Todos enumerarían sus pecados por sobre sus logros, por sobre la bondad que habitaba su alma.
Pero era algo que debía hacer.
Karen era consciente de que no necesitaba llevar ningún pecado en la sangre para estar condenada. Danna Fisher era sólo la pequeña escama de un gigantesco reptil repleto de ellas. No representaba una situación lo suficientemente peculiar como para ser irreplicable. Al menos no para Karen en ese momento.
Ahuítzotl cantó. El tordo ya no volaba descontrolado, sino que se hallaba con las patas bien puestas sobre la huesuda extensión de un árbol.
Karen no contaba con la habilidad de comunicarse con los animales, lo que era una tortuosa pena, pero podía comprender, a medias, qué era lo que Ahuítzotl pretendía advertir en ciertas circunstancias. En ese momento el mensaje podría traducirse en un «debes continuar» y en un «toma una decisión».
A diferencia de ella, Ahuítzotl era un alma noble.
Karen no había reparado en la velocidad con la que bombeaba su corazón. El árbol, que en un principio se mostró reacio a la presencia de la bruja, dejó de emanar aquella energía tan negativa que le provocaba dolores de cabeza. Las cosas no eran del todo su culpa. El alma de Karen era, a estas alturas, una gran nube negra de la que jamás podría deshacerse. La naturaleza lo sabía, por eso la pretendían lejos. Pero, quizás, debían tolerarla un poco más.
—¿Qué debo hacer? —suspiró Karen, casi en un pedido de súplica, y se dejó caer de tumbo en el suelo.
Todavía no nevaba. Al menos eso era una buena señal.
Ahuítzotl no dijo nada. Sus ojos blancos se limitaban a observarla como si ni él mismo contara con una respuesta a todo ello.
Y entonces el árbol, o los árboles, hablaron.
«Quieren el libro».
El libro era el Libro de Las Sombras de cada bruja. Aparentemente los conejos tenían un gran interés por el diario de Karen. Ella sabía por qué y ahí radicaba el verdadero peligro.
Cuando comenzó a escribirlo se había entusiasmado tanto que no pudo detenerlo. Cada día era un nuevo descubrimiento, uno que a cualquier otra bruja le habría tomado años y que a ella le habían llevado sólo un par de minutos de introspección.
Era una bruja poderosa. Poderosísima. Y era precisamente eso lo que la llevaba a no seguir ninguna regla.
—No puedo destruirlo —murmuró Karen entre jadeos.
Ahuítzotl agitó la cabeza y cantó. Karen negó lentamente.
—Lo esconderé —sentenció—. No puedo, bajo ningún termino, acabar con mi diario.
Por unos segundos, nadie dijo nada, pero el bosque habló por su cuenta.
Estaba helado. El viento cortaba la piel y el cielo se fundía en un color grisáceo, oscurecido y cadavérico. Como plus, la vegetación en invierno no parecía ir por buen camino. Los árboles hacía meses se habían desprendido por completo de sus hojas y, en donde antes existían pomposos ramos de vegetación, ahora quedaban yerbas secas, algo de musgo y el hueso de los árboles; enmarañados, altos y delgados.
Un trueno se pronunció en algún sector del cielo.
Karen soltó un suspiro. Su cabeza vagaba entre miles de ideas diferentes. Las consecuencias a esas ideas; todo lo que se desprendía de sus conclusiones, aceleraban el ritmo de su corazón.
—Ya sé... —murmuró. El viento silbó entre los árboles, agitando las ramas y las plumitas de Ahuítzotl—. He dicho que ya sé qué haré.
«Es una condena» escuchó, con dificultad.
Quizás lo era. No. En realidad, efectivamente se estaba condenando. Pero, ¿y qué? ¿Por qué de pronto el bosque se compadecía de ella cuando, en todo ese tiempo, no hizo más que cuestionarle la vida?
No los culpaba por eso. Ella, al igual que cualquier ser que se atreviera, osado, a pisar el penumbroso mundo de la brujería, sabía la larga lista de límites que tenía para utilizar su magia. Ya había cruzado cinco de ellos y la lista iba en aumento.
¿Y qué más daba? No había ocupado la magia en absolutamente nada de lo que se arrepintiera. Era lo que se conocía como bruja gris. Aparentemente, demasiado gris para las wiccanas.
«No. Eres una bruja oscura».
—Preocúpense de los conejos —bufó Karen, esperando que se entendiera lo que intentaba decir. Pero no se entendió o, quizás, como siempre, el bosque hacía caso omiso a las sectas—. ¿Por qué es tan fácil para ellos?
Ahuítzotl cantó una... dos... tres veces. Ya no con la intención de alentarla, sino con la de alertarle. Entre los árboles y la neblina, a los lejos, se escurría una figura oscurecida.
Karen alzó el corte de su emponchado suéter. Ajustado entre el pantalón y la camiseta se hallaba, bien acorralado, aquel libro negro del que la naturaleza intentaba escapar y el que aquella figura, probablemente masculina, venía a buscar.
—Sé qué hacer contigo —murmuró. Se lamió la punta del dedo, la untó en tierra y dibujó un sinfín de círculos y líneas sobre su zapato. Cuando se trataba de sigilos, Karen era una experta y, en ese momento, requería uno—. Correr, correr, correr.
Se puso de pie, sintiendo el efecto de aquella magia básica y continuó corriendo hacia el interior del bosque.
Obediente y presuroso, el tordo le siguió el paso, volando por detrás. Sus siluetas se enterraron en la neblina.
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Hola! Cómo va? Acá un capítulo con la grande Navarro. Amo a esta chica, lo que es curioso porque pensé que no nos íbamos a llevar muy bien.
Paso a hacer un par de aclaraciones que nadie me pidió :3
• La historia se actualizará todos los viernes.
• Agregué un nuevo capítulo, (el 8) por si quiere releer.
En fin, espero les guste el cap. Les deseo un lindo día y una buena noche. Saludos ♥
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